Frente al «palomar» hay un edificio estrecho, de paredes desconchadas («la casa se está pelando porque ha tomado demasiado el sol», decía Léa). La luz de la luna inunda la pequeña vivienda del último piso. Los obreros no han cerrado las ventanas y el interior reluce como el sueño de un sonámbulo. Antes vivía una anciana, que sin duda debe de haber fallecido; los albañiles han derribado los tabiques para hacer un loft open space, como dicta la moda, y ahora ese vacío lo ocupa la luna, mientras un borracho de ojos tristes lo contempla susurrando palabras a la mujer que nunca las oirá.
A la mujer que habrá hecho el amor con su «chorbo» y estará durmiendo en su nueva «piltra»… Ahora todo lo hiere: esa jerga en la que cree que se expresan los amigos de Léa y la idea de haber perdido irremediablemente ese joven cuerpo que tuvo tan cerca. Un cuerpo flexible como un alga y que en la intimidad tenía una torpeza desamparada y conmovedora. Sólo con pensar que ha sido desposeído de esos brazos de mujer, de esos muslos, de esa respiración nocturna, ya siente que le falta el aire. Unos celos toscos, la sensación de haber sido mutilado. Pasará, Shútov lo sabe por experiencia. Un cuerpo deseado que se entrega a otro hombre puede olvidarse pronto. Antes incluso que el pesar por no haber hablado de la luz de luna que inunda el apartamento de enfrente, de la mujer que allí vivió, sufrió, amó. Tampoco del nuevo ser que ocupará ese nido blanco, lo amueblará, preparará la comida, amará, sufrirá, esperará.
A veces, después de sus reyertas literarias, después del amor, hablaban de las desconcertantes presencias de esas vidas humanas. En esos momentos Shútov se sentía como siempre había querido ser: apasionado pero distante, sensual y al mismo tiempo consciente de que, gracias a sus pláticas morosas, Léa lo seguía en su ascenso ideal…
En el tercer piso del edificio de enfrente, se ilumina una ventana. Un joven desnudo abre el frigorífico, coge una botella de agua mineral, bebe. Una joven, también desnuda, se le acerca, lo abraza, él se aparta, la boca pegada a la botella, tose, salpica a su amiga, ríen. La luz se apaga.
«Podrían ser Léa y su compañero», piensa Shútov, y curiosamente la idea apacigua sus celos. «Son jóvenes, ¿qué esperabas?».
Se retira de la ventana, se desploma en el sofá. Sí, su error fatal ha sido complicarlo todo. «Léa me seguía en mi ascenso ideal…». ¡Qué estupidez! Un hombre triste que frisa los cincuenta y tiene la suerte de conocer a una joven, bonita y para nada tonta, que se siente realmente atraída por él; debería brincar de alegría, echar a volar más bien. Ponerse a cantar, dar gracias al cielo. ¡Y sobre todo aprovecharse!, en el sentido más ávido del término. Aprovecharse de esa ternura torpe por ser auténtica, de sus paseos («vamos a París», decían cuando bajaban de Ménilmontant), del tamborileo nocturno de la lluvia en el tejado; de todos esos tópicos del amor en París (¡Oh, ese cantar de la lluvia del que hablaba Verlaine!), insoportables en un libro pero tan dulces en la vida; de ese remake de comedia romántica de los años sesenta…
A pesar de todo, la relación ha durado dos años y medio. Ya es mis de lo que duran las de esas novelas que hoy en día invaden las librerías. Shútov habría podido vivir perfectamente una de esas historias: los protagonistas se conocen, se aman, ríen, lloran, se separan, se reconcilian, al final ella se marcha o se suicida (como se desee) y él, guapo aunque con el rostro desencajado, conduce por una autopista rumbo a la noche, a París, al olvido. Salvo que ellos gozaban de buena salud y no tenían tendencias suicidas, y además Shútov, que no se siente muy seguro al volante, evitaba las autopistas… En fin, que podría haber sido feliz.
Pero para ello hacía falta ser lúcido desde el principio: una joven provinciana abandona a sus padres, o mejor dicho, a su «familia monoparental», que reside en una región económicamente deprimida al norte de las Ardenas, viene a París y conoce a un hombre «atípico» que la aloja en su casa; ella sueña con escribir («como todos los franceses», piensa Shútov), él, aunque sea un escritor con pocos lectores, puede aconsejarla, incluso ayudarla a publicar.
Objetivamente, ésta era la situación. Shútov sólo tenía que aceptarla… Pero, como muchos rusos, creyó que esa felicidad, fruto de meras componendas prácticas, era indigna de los que se aman. A los catorce años había leído un relato de Chéjov acerca de una pareja cuyo bienestar no era nada comparado con un minuto de exaltación amorosa sobre un trineo lanzado por la ladera de un monte nevado. A los dieciocho había paseado durante semanas en compañía de una joven por los parques de Leningrado, bajo el oro aéreo de las hojas, periodo que más de un cuarto de siglo después recordaría como esencial en su vida. A los veintidós, joven soldado en Afganistán, había visto en el patio de una casa el cadáver de una anciana abrazada a su perro, muerto también por metralla de obús. Sus compañeros lo llamaron gallina porque le vieron unas lágrimas (aquel llanto contenido lo llevaría años después a la disidencia política…). De sus estudios universitarios se le grabó en la memoria un texto latino, unas palabras que inspiraron a Dante: «Amata nobis quantum amabitur nulla», y sobre esta mujer «amada más que ninguna» habría de meditar largamente. Se trataba de un amor que exigía un lenguaje sagrado, no necesariamente el latín, que elevara a la amada por encima de lo cotidiano. Amata nobis… Nadenka, te quiero…
Shútov se estremece sacudido por el grito sordo que ha proferido su garganta, oprimida contra un cojín del sofá. El alcohol le sabe a anestesia local de dentista. Trago inútil, pues necesitaría tres o cuatro más para alcanzar el grado de embriaguez que podría convertir las cajas de Léa en objetos inofensivos, oscilantes, irreales.
Irreales… ¡Eso es! Pedirle a una mujer de carne y hueso que sea un sueño, ¡que conviva con un loco que la cree capaz de caminar por un rayo de luna! La ha idealizado desde el principio, desde las primeras palabras que intercambiaron aquella tarde de domingo, tarde melancólica como todas las tardes lluviosas de febrero, en el frío vestíbulo de la Estación del Este…
Estaban telefoneando en cabinas contiguas, o mejor dicho, en sendos aparatos separados por un cristal. Ella (él lo sabría más tarde) llamaba a cierta conocida que le había prometido alojarla; él, a un editor con la esperanza de pillarlo en casa («recién llegado», ironizaba Shútov, «de su lujosa villa de Cabourg, comprada gracias a tanta novela basura»). En ésas vio que la joven se volvía hacia él con una tarjeta telefónica en la mano y murmuraba, entre desesperada y risueña, con una especie de buen humor al borde de las lágrimas:
—Me he quedado sin saldo… —Y añadía, subiendo el tono de voz—: Sin saldo y, de hecho, sin nada.
No miraba a Shútov, por eso tardó unos segundos en comprender que éste le estaba ofreciendo su tarjeta (la mujer del editor lo había puesto en su sitio: «Ya le he dicho que lo llame mañana al des…», y él colgó orgullosamente). Léa le dio las gracias, volvió a marcar; la amiga no podía alojarla porque… Ella también colgó y, lenta e indecisa, se guardó la tarjeta en el monedero, lo saludó con un murmullo y se fue a consultar el panel de los horarios. Shútov vaciló entre varias traducciones posibles. En ruso era literalmente: «Joven, mi tarjeta». En francés: «Señorita, ¿le importaría devolverme la tarjeta?». No, mejor: «Oiga, que se lleva mi…». No, tampoco. ¿Qué más daba? Era demasiado mayor para que aquello diera pie a algo más que un momento de embarazo…
Se alejó pensando en este arranque de intriga a lo Maurois: una mujer se lleva la tarjeta telefónica que le ha prestado un hombre… ¿Y después? ¿Se acuerda ella de él siempre que pasa ante la cabina?… No, demasiado proustiano. Mejor: el hombre, que es extranjero (él, Shútov), sigue a la mujer para pedirle la tarjeta y la llama con su acento horrible, ella cree que quiere atacarla y se defiende rociándolo con un spray lacrimógeno (variante: lo aturde con un electroshocker)…
Ya había recorrido un buen trecho del bulevar Magenta cuando alguien lo llamó con voz sofocada y le tocó el brazo:
—Perdone, me quedaba su tarjeta…
Se enamoró de todo lo que era Léa. Todo lo que veía en ella poseía la perfección de una frase redonda.
La vieja chaqueta de piel con las solapas raídas, un vestido ceñido que había acabado adoptando las formas de su cuerpo y que incluso colgado en la entrada del «palomar» reproducía esas curvas. Y los cuadernos, la aplicación un poco infantil con que escribía sus apuntes, «muy francesa», como se decía Shútov al percibir la típica obsesión por la fórmula bonita. Sin embargo, hasta el simple aspecto de los cuadernos de Léa se tomó importante en su vida. También ese gesto que para él era pura poesía: el brazo que, cuando dormía, sacaba siempre de las sábanas; brazo delgado, mano cuyos dedos temblaban a veces movidos por sueños secretos. Una belleza ajena al cuerpo, al desván inundado de luna, al mundo de los otros.
Ése fue su error, querer amarla como se ama un poema. Una noche le leyó el relato de Chéjov: dos enamorados indecisos, el reencuentro al cabo de veinte años. Nadenka, te quiero…