Una tarde jugaron a descender en trineo un monte nevado. Los azotó en la cara el aire frío, les nubló la vista el polvo de nieve y, en el momento más emocionante del descenso, el joven, sentado detrás, susurró: «Nadenka, te quiero». Mezclado con el silbido del viento, con el estridente crepitar de los patines, el murmullo resultó casi inaudible. ¿Una declaración? ¿El ulular de la tormenta? Jadeando, con el corazón palpitante, remontaron la ladera y se lanzaron de nuevo monte abajo, y otra vez el susurro, más quedo, declaró aquel amor que se llevó en el acto la tormenta blanca. Nadenka, te quiero…
«¡Bendito Chéjov! En sus tiempos aún podían escribirse cosas así». Shútov se imagina la escena: el frío excitante, los dos enamorados tímidos… Hoy lo tacharían de melodramático, se reirían de esos «buenos sentimientos». Totalmente pasado de moda. ¡Pero funciona! Lo juzga como escritor. Sí, ahí está el rasgo que distingue a Chéjov: ese arte de salvar con naturalidad lo que otros habrían anegado en almíbar. Sí, ese «Nadenka, te quiero», susurrado en medio del remolinear de la nieve, funciona.
Sonríe amargamente, acostumbrado a desconfiar de sus propios entusiasmos. «Funciona por esta botella de whisky», se dice, y se sirve otro vaso. Y también porque se siente solo en un apartamento en el que ahora vive una ausente, esa joven, Léa, que pasará al día siguiente a recoger sus cosas, unas cajas de cartón que hay junto a la puerta; losa que sepulta una esperanza de amor.
Shútov reacciona, temiendo caer en la complacencia lastimera que lo persigue desde hace meses. ¿La soledad? ¡Valiente tópico! París es una ciudad de solitarios…, que no son Hemingway ni viven en los locos años veinte. El artificio de Chéjov funciona porque el relato presenta un salto en el tiempo: los dos enamorados se separan, se aburguesan, tienen hijos y, al cabo de veinte años, se reencuentran en el mismo parque y, alegres, montan en un trineo. Y todo se repite: el viento nevado, el vértigo feliz de los virajes, el chirrido de los patines… En lo más vertiginoso del descenso, ella oye: «Nadenka, te quiero…», pero el murmullo ya no es sino una lejana música que guarda el secreto de su amor juvenil.
Muy sencillo, de acuerdo, pero ¡qué preciso, qué sugerente! Por aquel entonces aún podían escribirse cosas así, aquéllos sí que eran buenos tiempos. Sin Freud, sin posmodernismo, sin sexo a punta pala. Y sin preocuparse de lo que dirá un necio engominado en un programa de televisión. Por eso era posible. Hoy en día hay que escribir de otra manera.
Shútov se levanta, se dirige vacilante hacia las cosas de Léa, se agacha, toma un libro, lo abre al azar, suelta una risotada malévola. «… No es un perfume de rosas sino salivas que, con su ejército de microbios, pasan de boca en boca entre dos amantes, del amante a su esposa, de la esposa a su bebé, del bebé a su tía, de la tía, camarera en un restaurante, a un cliente en cuya sopa ha escupido, del cliente a su esposa, de la esposa a su amante y, así en adelante, a otras muchas bocas, de tal manera que cada uno de nosotros está sumergido en un mar de salivas que se mezclan y nos convierten en una sola comunidad de salivas, una sola humanidad húmeda y unida».
Repugnante… De hecho, toda una declaración de principios, formulada por el escritor al que Léa idolatra y que para Shútov no es más que un gruñón pretencioso. ¡Qué diferencia con Chéjov! Hoy en día, el personaje protagonista ha de ser un neurótico, un cínico que se regodea explayando sus miserias y cuyo drama consiste en ser hijo de una madre que lo domina incluso cuando, ya adulto, hace el amor. Palabras del ídolo de Léa.
«Si yo hubiera conocido a mi madre», piensa Shútov, «habría hablado de ella en mis libros». Este pensamiento le evoca el primer recuerdo de su vida: el de ver una puerta que se cierra y, sin saber quién es la persona que se ha ido, sentir que la ama con todo su menudo ser todavía mudo.
Más allá del cristal, una noche de mayo, el caprichoso amontonamiento de viejas fachadas sobre la cuesta de Ménilmontant. ¡Cuántas veces quiso hablarle a Léa de esos tejados iluminados por la luna, o cubiertos de nieve! No ha encontrado la imagen que convierta esa blancura dormida en una evidencia poética. ¿Tejados de nácar a la luz de la luna? No, no es eso. Además, ¿para qué buscar ninguna imagen bella? Léa se ha ido, y ahora el «palomar», (como llamaba ella a este desván reformado) no es más que una vivienda anómala que las inmobiliarias anuncian con la imprecisa fórmula de «local atípico». A Shútov se le crispa el rostro. «Es lo que la gente piensa de mí. Atípico…».
Y, sin embargo, es el perfecto ejemplo del hombre plantado por una joven que podría ser su hija; historia que ni pintada para una novelita francesa con mucha cama y mucha depre parisina. Su amor no merecería otra cosa.
Se acuclilla en el rincón donde están las pertenencias de Léa.
—No, tú no eres ningún fracasado —le dijo ella un día—. Ni siquiera eres un amargado como esos escritores de la Europa del Este. Cioran, por ejemplo. Sólo eres desgraciado. Eres alguien que…, que… —Buscaba las palabras exactas, y él se lo agradecía en el alma: «Me comprende, ¡no soy un fracasado profesional!». Ya lo tengo: eres como un obús que no ha estallado y guarda en su interior la fuerza explosiva. ¡Eres una explosión incapaz de hacerse oír!
Nadie le había hablado nunca así. Había tenido que cumplir los cincuenta, leer y estudiar mucho, vivir en la miseria y cosechar éxitos fugaces, incluso luchar en la guerra y ver de cerca la muerte, para que una jovencita francesa le explicara una vida que los demás creían fallida. «Una explosión incapaz de hacerse oír…». Ése era, en efecto, el destino de un verdadero artista. Muy inteligente esa chica, la buena de Léa. «Mi Léa…».
Pero también una golfilla que se aprovechó del «palomar» porque no tenía donde instalarse y ahora se marcha porque ha encontrado a un «fulano» que la aloja; una especie de cortesana que se lanza a la conquista de París y deja que se pudra el viejo de Shútov, ese loco obsesionado con encontrar un adjetivo que describa el blanco lunar de los tejados.
«Nadenka, te quiero…». Se sirve más whisky y bebe con la amarga mueca de quien ha calado la podredumbre universal de la naturaleza humana, aunque enseguida, con reflejos de escritor, se observa a sí mismo y juzga su actitud falsa y exagerada. No, no vale la pena dárselas de Cioran. ¿Ante quién, además? Se arranca la máscara del asco y su rostro se relaja, sus ojos se velan. «Nadenka, te quiero…». «Si el relato aún funciona», se dice Shútov, «es porque yo también he vivido un amor parecido. Hace…, sí, hace ya más de treinta años».
Sólo que no fue en invierno, sino en un otoño de oro translúcido. Él empezaba sus estudios en Leningrado, ella era una sombra en las alamedas cargadas del olor ácido de las hojas secas, una joven de la que hoy sólo queda una frágil silueta, un eco de voz…
Suena el teléfono. Shútov se rebulle en el sofá desfondado, se incorpora cual marinero borracho en la cubierta de un barco. La esperanza de hablar con Léa lo despabila. Su mente alarmada inventa una serie de excusas, de arrepentimientos que podrían facilitar la reconciliación. Descuelga el teléfono, oye un tono continuo y, al otro lado del tabique, un vozarrón de hombre: es su vecino, un estudiante australiano al que los amigos de las antípodas llaman a menudo de noche. Desde que Léa se ha marchado, Shútov es todo oídos (el teléfono, los pasos en la escalera), y el desván está mal insonorizado. El vecino ríe con un candor franco y sano. Ser un joven australiano de bella dentadura blanca y vivir en una buhardilla en París: ¡el sueño de cualquiera!
Antes de hundirse de nuevo en el sofá, da un rodeo por donde están las cajas de Léa. También hay una bolsa con ropa. Una blusa de seda que él le regaló… Un día se bañaron en el mar, en Cassis, y cuando, una vez vestida, ella se echó bruscamente el pelo hacia atrás para hacerse un moño, sus tirabuzones mojados imprimieron en la seda un manuscrito de arabescos… El muy idiota lo recuerda bien. Y estos recuerdos le desgarran las entrañas. Mejor dicho, los párpados (nótese: el dolor nos desgarra los párpados y hace que no podamos dejar de ver a la mujer que nos ha abandonado).
¡Qué párpados ni qué ocho cuartos! ¡Él y sus manías de plumífero! La lección es mucho más simple: la joven que abandona a un hombre mayor no debería dejarlo con vida. Ni más ni menos. Léa tendría que haberlo apuñalado, envenenado, arrojado del viejo puente de piedra que un día atravesaron en aquel pueblo alpino. Habría sido menos cruel. No tan terrible como la tersa suavidad de esa prenda de seda. Ella tendría que haberlo matado, eso es.
Y la verdad es que, en cierto modo, sí lo había matado.
Shútov recuerda muy bien el momento en que ocurrió.
Discutían a menudo, pero siempre con la violencia teatral de los amantes, conscientes de que las palabras más duras se olvidan al primer gemido de placer. Shútov deploraba la miseria de la literatura actual. Léa le rebatía citando toda una retahíla de «clásicos vivos». Él despotricaba contra los escritores mutilados por lo políticamente correcto. Ella aducía alguna que otra invención «genial» (por ejemplo, la del hijo mentalmente dominado por la madre incluso cuando hace el amor). Se odiaban, pero media hora después se amaban, y lo esencial era el rayo del sol poniente que, a través del tragaluz, doraba la piel de ella e iluminaba la larga cicatriz del hombro de él.
Durante mucho tiempo, Shútov prefirió seguir con la venda en los ojos. El tenor de sus disputas fue variando: Léa se mostraba menos vehemente, él más enconado. Shútov intuía una amenaza en esa indiferencia, y al final era d único que se enfadaba. En particular el día en que recibió de vuelta uno de sus manuscritos, tras ser rechazado. Fue entonces cuando Léa, buscando las palabras exactas, le dijo que era una explosión incapaz de hacerse oír… Consumada la ruptura, Shútov habría de comprender que aquélla había sido su última muestra de cariño.
Comenzó el desmantelamiento (bajo las ventanas del desván, unos obreros desmontaban un andamio: otra asociación tonta, manías de escritor), y su relación se deshizo también, planta por planta. Léa venía cada vez menos al «palomar», ofrecía menos explicaciones de sus ausencias, bostezaba y dejaba que él se desahogara.
«El temible poder de la mujer que ha dejado de amar», pensaba Shútov, y se miraba en el espejo, se tocaba las patas de gallo, se prometía ser más conciliador, no tomarse tan a pecho sus convicciones, respetar a los «clásicos vivos»… Y volvía a exasperarse, a clamar por el fuego sagrado de los poetas; a resultar, en fin, insoportable. Porque él sí amaba.
Lo mató en un café. Aquel día Shútov se esforzó por ser amable, pero a los diez minutos no pudo más y estalló («¡una explosión!», se diría más tarde con burla). No dejó títere con cabeza: las intrigas del mundillo literario, los escritores serviles que halagan la vanidad pequeñoburguesa, la misma Léa («¡tú eres cómplice de esos pijos bohemios!»), el periódico que asomaba de su bolso («eso, lámeles el culo a esos izquierdosos devoradores de caviar, qué a lo mejor te dejan colaborar en su Pravda de Paris»)… Se sentía ridículo y sabía que sólo debía preguntar una cosa: ¿sigues queriéndome o no? Pero temía la respuesta y se aferraba al recuerdo de las disputas de antaño, aquellas que se resolvían en un abrazo amoroso.
Al principio Léa consiguió que ante los demás clientes la escena pasara por una discusión sin duda acalorada pero amistosa. Sin embargo, llegó un momento en que el tono subió tanto que nadie pudo llamarse a engaño: se trataba del señor de cierta edad que reprende a la amante demasiado joven para él.
Y ella se vio en un brete. ¿Levantarse e irse? No, había acumulado «demasiados chismes» en el desván de aquel loco, que era muy capaz de tirárselos a la calle. Shútov no sabría nunca que ella había pensado tal cosa. Léa se puso seria y, aprovechando la pausa que él hizo para tomarse entre muecas el enésimo café, dijo con cara de aburrimiento, a sabiendas de que ponía el dedo en la llaga:
—Por cierto, ya sé lo que significa tu apellido en ruso…
Shútov fingió sorpresa, pero sus facciones adquirieron una expresión huidiza, casi culpable. Y farfulló:
—Que sepas que hay varias etimologías posibles…
La risita de Léa sonó como si se hubieran quebrado finos cristalillos.
—No, tu apellido sólo tiene un significado… —Hizo una pausa, que prolongó deliberadamente, y después añadió con voz firme y desdeñosa—: Shut significa «bufón». Payaso, vaya.
Se levantó y, sin prisa, segura del efecto de sus palabras, se encaminó a la puerta. Pasmado, Shútov la vio salir seguida de las miradas divertidas de los presentes, y entonces se levantó de un brinco, corrió tras ella y, ya fuera, entre la multitud que iba y venía, exclamó con una voz desgarrada que lo sorprendió a sí mismo:
—¡Shut quiere decir «payaso triste», no lo olvides!
Y este payaso triste te quería…
Un golpe de tos ahogó el final de la frase. «Inaudible como el susurro del joven enamorado de Chéjov», pensaría una noche, contemplando las últimas cajas de Léa en un rincón del «palomar».
Volvió al café y durante un buen rato fue incapaz de pensar con claridad; tan sólo le venía a la mente el recuerdo de un niño que, en una fila con otros niños, vestidos todos igual, da un paso al frente cuando oye su nombre, grita «¡Presente!», y regresa a su sitio. Forman fila ante el edificio gris del orfanato y, después de que hayan pasado revista, suben a un camión y parten a trabajar al campo lleno de barro, bajo un aguanieve de lágrimas de hielo. Por vez primera, el niño comprende que ese nombre, Shútov, es todo lo que posee en el mundo, todo lo que lo hace «presente» a los ojos de los demás. Un nombre que siempre lo avergonzará un poco (¡maldita etimología!), pero al que permanecerá estrechamente unido porque era el de un menudo ser todavía mudo que vio cerrarse una puerta tras la persona a la que más quería en el mundo.