CANADIENSE

Madeleine Granville estaba junto a la alta ventana del Hotel Queen Elizabeth II intentando descubrir cuál de los diminutos coches que había abajo, en Wellington Street, era su Saab amarillo. Henry Rothman se estaba anudando la corbata ante el espejo. Henry tenía que tomar el avión dentro de dos horas. Madeleine se quedaría en Montreal, donde vivía.

Durante dos años Henry y Madeleine habían mantenido mucho más que una amistad corriente, una amistad que nadie más, aparte de ellos, debía conocer (aunque decidieron que, si otros la conocían, tanto daba, pues nadie la conocía de verdad). Eran, hasta cierto punto, compañeros de trabajo. Madeleine era censor jurado de cuentas, y Henry miembro de un lobby americano que influía en favor de la empresa para la que ella trabajaba, el West-Consolidated Group, especializado en aditivos para productos agrícolas, una firma con gran actividad en el extranjero. Henry tenía cuarenta y nueve años, Madeleine, treinta y tres. Por razones de trabajo viajaban mucho juntos, a menudo a Europa, y muchas mañanas habían permanecido juntos hasta tarde en muchas camas de muchas habitaciones de hotel, y habían comido juntos en infinidad de restaurantes buenísimos, habían hecho planes juntos innumerables veces mientras tomaban el brillante sol del mediodía, y luego se habían despedido en otras habitaciones de hotel, o en aeropuertos, aparcamientos, vestíbulos de hotel, paradas de taxi o de autobús. Mientras estaban separados, o sea, durante la mayor parte del tiempo, se habían echado de menos, habían hablado a menudo por teléfono, jamás se habían escrito. Y cada vez que volvían a encontrarse experimentaban sorpresa, euforia, satisfacción, consuelo, felicidad, gratitud. Henry Rothman vivía en el Distrito de Columbia, donde llevaba una cómoda vida de abogado divorciado. Madeleine se había instalado en un barrio residencial de calles flanqueadas por árboles con su hijo y su marido arquitecto. Los que trabajaban con ellos, por supuesto, estaban al corriente de todo, y constantemente murmuraban a sus espaldas. No obstante, el sentimiento general era que aquello no duraría mucho; y, además, era mejor no meterse en los asuntos ajenos. Madeleine decía que criticar lleno de envidia a quienes hacían lo que a ti te gustaría hacer era algo muy canadiense.

Pero ahora habían decidido que era el momento de terminar con aquello. Se querían: los dos lo reconocían. Aunque, probablemente, no estaban enamorados (esa distinción la había hecho Madeleine). Con todo, había habido algo entre ellos, algo que, siempre según Madeleine, sin duda, era mejor que el amor, algo que poseía su propio tejido intenso e intemporal, unas interioridades densamente tumultuosas y unas alturas extáticas. Su naturaleza exacta resultaba confusa. Pero no había sido algo trivial.

Como siempre, había otras personas implicadas; nadie en la vida de Rothman, cierto, pero sí dos en la de Madeleine. Y a esas dos personas la vida les había prometido equilibrio y seguridad. De modo que, o bien lo que era algo más que una aventura acababa en aquel momento —y en eso habían estado los dos de acuerdo—, o la cosa iba mucho más allá y se adentraba en un terreno sin límites ni indicadores, un terreno lleno de terroríficos riesgos. Y ninguno de los dos lo quería.

Hubiera podido terminar hacía seis meses, en Londres, pensó Henry dos días atrás, mientras iba en avión. Sentados juntos en la terraza de un café de Sloan Square, una mañana de verano, mientras los taxis pasaban junto a ellos, él y Madeleine descubrieron que no tenían gran cosa que decirse cuando, precisamente, era en momentos como aquel cuando siempre habían tenido algo de que hablar: el placentero trazado de los planes para almorzar, el repaso de sus opiniones acerca de algún cliente problemático, el comentario de las críticas de una película que a lo mejor iban a ver, o una mención en clave de su experiencia amatoria de la noche antes; cualquiera de las apasionantes complicaciones que aparecen a corto plazo en relaciones como la suya. Henry recordó haber pensado entonces que el amor era una serie prolongada de preguntas insignificantes sin cuyas respuestas no podías vivir. Y ellos habían dejado de tener respuestas interesantes para esas preguntas. Pero haberlo dejado entonces, tan lejos de su hogar y de su entorno familiar, habría sido desconsiderado. Acabarlo entonces habría significado aceptar algo acerca de ellos con lo que ninguno de los dos había estado de acuerdo: que eran de esos que hacen las cosas sin implicarse demasiado, y lo que aún era más importante: que, o bien no se daban cuenta, o bien eran consciente de ello, pero no les preocupaba. Y pensaban que nada de eso era cierto.

Por tanto, continuaron su relación. Aunque en los meses siguientes sus conversaciones telefónicas se redujeron y se hicieron más breves. Henry viajó solo a París dos veces. Inició una relación con una mujer en Washington, que acabó sin que Madeleine pareciera haberlo notado. El treinta y tres cumpleaños de ésta pasó sin que él diera señales de vida. Y luego Henry, mientras planeaba un viaje a San Francisco, sugirió que haría una parada en Montreal. Una visita. Para los dos estaba muy claro.

La tarde de su llegada cenaron cerca del Biodome, en un nuevo restaurante vasco acerca del cual Madeleine había leído en la prensa. Se puso un vestido negro de lana estilo saco, poco favorecedor, y medias negras. Bebieron demasiado Nonino, hablaron poco, fueron andando hasta el San Lorenzo, caminaron de la mano en la gélida noche de octubre, mientras aceptaban serenamente el hecho de que sin un futuro hecho de múltiples facetas que les absorbiera y los enajenara, la vida se volvía reiterativa en muy poco tiempo. Y sin embargo, los dos volvieron a su habitación del Reina Isabel II, se quedaron en la cama hasta la una de la madrugada, hicieron el amor con auténtica pasión y hablaron una hora en la oscuridad; luego Madeleine se fue a casa, a reunirse con su marido y su hijo.

Después, mientras estaba solo en la cama, en la cálida oscuridad que le envolvía, Henry se dijo que compartir el futuro con alguien debería implicar, sin duda, que los actos reiterativos se manejaran con más habilidad. De no ser así, compartir el futuro no parecía una idea demasiado buena, y quizá ya era hora de que empezara a darse cuenta.

Madeleine había estado llorando junto a la ventana (porque tenía ganas), mientras Henry seguía vistiéndose, no exactamente haciendo caso omiso de ella, pero tampoco prestándole atención. Madeleine había llegado a las diez para llevarle al aeropuerto. Era lo que hacían siempre cuando iba a Montreal por negocios. Se había puesto unos pantalones ajustados de pana azul bajo un suéter rojo bastante feo rematado por un pequeño cuello blanco y redondeado. Henry se dio cuenta de que iba ataviada de un modo que, curiosamente, recordaba la bandera americana.

En la habitación ninguno de los dos se atrevió a acercarse a la cama. Tomaron café de pie, mientras repasaban algunos asuntillos profesionales y mencionaban el tiempo que hacía aquel otoño —niebla por la mañana, sol por la tarde—, típico de Montreal, observó Madeleine. Echó un vistazo al National Post mientras Henry acababa de acicalarse en el baño.

Fue al salir para anudarse la corbata cuando Henry observó que Madeleine había dejado de llorar y escudriñaba la calle, doce pisos más abajo de aquel en el que se encontraban.

—Estaba pensando —dijo Madeleine— en todas las cosas interesantes que desconoces de Canadá.

Se había puesto unas gafas de montura clara, quizá para ocultar que había estado llorando, las cuales, por lo demás, contribuían a darle un aspecto de chica estudiosa. Madeleine tenía el pelo tupido y color paja oscura, bastante rebelde, de modo que a menudo se lo recogía hacia atrás con un gran pasador de plata, como había hecho aquella mañana. Tenía la cara pálida, igual que si hubiera dormido poco, y sus rasgos, que eran agradables y suaves, con labios carnosos y expresivos y cejas oscuras y espesas, casi parecían perderse en el pelo.

Henry siguió anudándose la corbata. Fuera, en el paisaje urbano que se veía más allá de la ventana, había una gran grúa de construcción en forma de te, cuyo largo brazo horizontal parecía salir de ambos lados de la cabeza de Madeleine como una flecha. Vio la caseta verde del operario, en cuyo interior era visible un diminuto ser humano, enmarcado por la luz de una diminuta ventana.

—En todos los canadienses famosos que jamás imaginaste que lo fueran, por ejemplo.

Madeleine no le miraba, tenía la vista fija en la calle.

—¿Par example? —Era todo el francés que sabía Henry. En Montreal hablaban inglés. Por lo menos, le hablaban en inglés—. Dime uno.

Madeleine le miró con aire condescendiente.

—Denny Doherty, de Mamas and the Papas. Es de Halifax. Donald Sutherland es de las Provincias Marítimas,[8] no sé exactamente de cuál. De la Isla del Príncipe Eduardo, creo.

Madeleine parecía ser de una manera, pero en realidad era de otra muy distinta, una cualidad que Henry siempre había encontrado extrañamente estimulante, porque no sabía por dónde cogerla. Henry pensaba que la gente parecía lo que era. La gente mojigata parecía mojigata, etcétera. Madeleine parecía lo que su nombre implicaba: ligeramente anticuada, formal, estable, dada a calibrar sus reacciones, a estar a gusto consigo misma y con sus valoraciones de las personas.

Pero lo cierto es que no era nada de eso. Era una robusta campesina del norte de Halifax, había sido campeona juvenil de curling[9] le gustaba hacer el amor hasta la madrugada, reír y beber aguardiente, y a veces se mostraba bastante insegura. Henry consideraba que esta incongruencia estaba causada por su diferencia de edad (tenía dieciséis años cuando ella nació), y que las demás personas que la conocían no debían encontrarlo incongruente en lo más mínimo. Le parecía que, por lo general, los jóvenes eran ahora más tolerantes, sobre todo los canadienses. Lo echaría de menos.

Madeleine siguió mirando con aspecto meditabundo los coches alineados en la acera de la catedral de María Reina del Mundo.

—Hay niebla para ir en avión —dijo—. Preferiría quedarme.

Eran las once. La bandeja del desayuno estaba sobre la cama deshecha, sobre los periódicos desperdigados. A Henry le gustaban los periódicos canadienses, con sus historias acerca de cosas que iban mal por las que no tenía que preocuparse.

Henry Rothman era un hombre voluminoso y con gafas, que de joven decían que se parecía —y estaba de acuerdo— al actor Elliott Gould en su papel en Bob & Carol & Ted & Alice, aunque siempre consideró que su carácter era más alegre que el de Ted, el personaje que interpretaba ese actor. Henry, además de formar parte de un lobby, era abogado, y representaba a varias firmas importantes que tenían negocios por todo el mundo. Era judío, al igual que Elliott Gould, se había criado en Roanoke, y luego se había trasladado a Virginia, donde había estudiado Derecho. Sus padres habían sido médicos en una pequeña población, y ahora vivían en Boca Grande, en un apartamento en el que a veces estaban eufóricos y otras aburridos de tanto no hacer nada. Henry tenía un bufete en el que también trabajaban sus dos hermanos, David y Michael. Se había divorciado diez años atrás, y tenía una hija que vivía en Needham, Massachusetts, y era maestra de escuela.

Madeleine Granville lo sabía todo del coste de las cosas: fertilizantes, billetes de tren, barcos mercantes llenos de soja, maíz; entendía el mercado de futuros, los costes laborales, el flujo de efectivo, el precio del dinero. Había estudiado Económicas en McGill, hablaba cinco idiomas, había vivido en Grecia y había soñado con ser pintora hasta que conoció a un apuesto y joven arquitecto en un tren de Atenas a Sofía, y poco después se casó con él. Se instalaron en Montreal, donde el arquitecto tenía su estudio, porque a los dos les gustó. A Rothman le pareció una mujer joven, impetuosa, excitante, pero también sensata, sólida, inteligente. Le gustaba mucho. Le parecía muy canadiense. Canadá, en muchos aspectos, le parecía superior a los Estados Unidos. Canadá era un lugar más cuerdo, más tolerante, más amistoso, más seguro, con menos pleitos. Se le había pasado por la cabeza que sería un buen sitio donde retirarse, y había pensado en Cape Bretón, donde nunca había estado. Él y Madeleine habían hablado de vivir juntos al lado del océano. Se había convertido en uno de esos temas por los que uno se deja seducir durante una semana —compras mapas, preguntas el precio de las casas, te interesas por la temperatura media invernal— y luego no entiende cómo se le ocurrió semejante idea.

Lo cierto es que Rothman adoraba a Washington; le gustaban su vida, su gran casa detrás de Capitol Hill, sus colegas profesionales y sus hermanos, el aire sureño de la ciudad, un tanto grotesco y un tanto destartalado, sus compañeros de póquer, ser miembro del Cosmos Club. La libertad con la que vivía allí. De vez en cuando incluso iba a cenar con su ex mujer, Laura, la cual, al igual que él, era abogada y no se había vuelto a casar. Henry había llegado a la conclusión de que lo que eras realmente, y aquello en lo que creías, estaba representado por lo que conservabas o eras incapaz de cambiar. Muy pocas personas alcanzaban a comprenderlo; casi todas las que formaban parte de su estrato social pensaban que todo era posible en cualquier momento, y seguían intentando convertirse en otra cosa. Pero al cabo de un tiempo esas verdades personales acababan siendo máximas, y tanto daba lo que hicieras o dijeras para resistirte a ellas. Y eso era todo. Henry Rothman había comprendido que era un hombre destinado primordialmente a vivir solo, por más cantos de sirena que oyera en sentido contrario. Y no se lo pasaba nada mal así.

Madeleine escribió algo en el cristal de la ventana con la punta de un dedo mientras esperaba a que él acabara de vestirse. Ya no lloraba. Nadie estaba enfadado con nadie. Madeleine, simplemente, se entretenía. La pálida luz del día se derramaba sobre su pelo rubio recogido atrás.

—Los hombres creen que las mujeres no cambiarán nunca; las mujeres creen que los hombres siempre están a punto de cambiar —dijo concentrándose, como si escribiera esas palabras en el cristal—. Y el caso es que todos se equivocan.

Con la punta del dedo dio unos golpecitos en el cristal, a continuación sacó el labio inferior, como para confirmar sus palabras, abrió los ojos, que tenía entrecerrados, y miró a Henry. Qué complicada era, pensó éste; en aquellos momentos Madeleine empezaba a sentir que su vida le resultaba cada vez más asfixiante. Probablemente, dentro de un año estaría lejos de Montreal. Aquella aventura amorosa no era más que un síntoma. Aunque un síntoma indoloro.

Henry se acercó a la ventana en mangas de camisa —almidonada— y la rodeó con sus brazos por detrás de una manera que le pareció inesperadamente paternal. Ella se abandonó en sus brazos, a continuación dio media vuelta y apoyó la cara en su camisa mientras pasaba los brazos por su blanda cintura sin estrecharla demasiado. Luego se quitó las gafas para que la besara. La piel de Madeleine, tersa como el cristal, tenía un olor cálido, a jabón, cuando la besó en el cuello, debajo de la oreja.

—¿Qué ha cambiado, qué no ha cambiado? —dijo Henry en voz baja.

—¡Oh! —dijo Madeleine, que hundió la cara entre los pliegues de su camisa y negó con la cabeza—. Mmmmm. Es lo que intento decidir…

Henry apretó con sus fuertes dedos la maciza estructura del cuerpo de Madeleine para estrecharla contra sí.

—Dímelo —dijo Henry en voz baja. Según lo que le dijera, podría darle una buena respuesta. Cuando el dorso de sus manos tocó la ventana, la sintió fría.

—Oh, bueno. —Madeleine suspiró—. Intentaba decidir cuál será la mejor manera de pensar acerca de todo esto. —Frotó con indolencia la suela de uno de sus zapatos contra la reluciente punta de uno de los mocasines de Henry, y dejó una marca en ella—. Algunas cosas son más reales que otras. Me preguntaba si esto parecerá verdaderamente real en el futuro. ¿Sabes?

—Lo parecerá —dijo Henry. Los pensamientos de ambos estaban bastante próximos en aquel momento. Si se distanciaban, uno de los dos podría sentirse tratado injustamente.

—Creo que tú respetas más las cosas reales. —Madeleine tragó saliva, y luego espiró otra vez—. Todo lo falso desaparece. —Tamborileó ligeramente con los dedos sobre la espalda de Henry—. Me parecería detestable que esto desapareciera de la memoria.

—No desaparecerá —dijo Henry—. Te lo prometo. —Era el momento de salir de la habitación. De pronto habían aparecido demasiadas (y difíciles) cuestiones relacionadas con la despedida que parecían girar a su alrededor—. ¿Qué te parece si vamos a comer?

Madeleine suspiró.

—Oh —dijo—. Sí, ir a comer será estupendo. Me encantará.

En aquel momento comenzó a sonar el teléfono de la mesilla de noche, unos timbrazos estridentes que les sobresaltaron y que hicieron que, de pronto, Henry mirara por la ventana, como si el ruido viniera de fuera. No muy lejos, sobre una bonita colina urbanizada y cubierta de árboles, pudo ver las últimas hojas: naranjas intensos, verdes profundos y pardos claros. En Washington el verano apenas acababa de terminar.

Henry se sobresaltó cuando el teléfono sonó por cuarta vez. No había sonado desde que llegó a la habitación. Nadie sabía que estaba allí. Se quedó mirando el blanco teléfono que había junto a la cama.

—¿No vas a responder? —dijo Madeleine.

Los dos miraban el teléfono blanco. Sonó una quinta vez, muy fuerte, y luego calló.

—Se han equivocado de número. O son los del hotel que quieren saber si ya me he ido.

Se tocó la montura de las gafas. Madeleine lo miró y parpadeó. Henry se dio cuenta de que no creía que se hubieran equivocado de número. Creía que era alguien inoportuno. Otra mujer. La que estaba en la cola después de ella. Aunque eso no era cierto. No había nadie en la cola.

Cuando el teléfono volvió a sonar, se llevó rápidamente el blanco auricular a la oreja y dijo:

—Rothman.

—¿Henry Rothman?

Era una voz de hombre, burlona y desconocida.

—Sí.

Miró a Madeleine, que le contemplaba de un modo que quería aparentar interés, pero que, de hecho, era acusador.

—Vaya, ¿es Henry Rothman, el abogado forrado de pasta de los Estados Unidos?

—¿Quién habla?

Henry se quedó mirando el nombre del hotel, grabado en el teléfono. Reina Isabel II.

—¿Qué pasa, gilipollas, estás nervioso?

El hombre soltó una risita carente de alegría.

—No estoy nervioso. No —dijo Henry—. ¿Por qué no me dice quién es?

Volvió a mirar a Madeleine. Seguía con su expresión desaprobadora, como si él estuviese inventándose aquella conversación y no hubiera nadie al otro extremo de la línea.

—Eres el típico cabrón sin cojones, eso es lo que eres —dijo la voz—. ¿A quién tienes escondido en tu guarida? ¿Quién te la chupa, mamón?

—¿Por qué no me dice quién es y se deja de tanto insulto? —dijo Rothman con voz paciente, aunque estaba tentado de colgar de golpe. Pero el hombre se le adelantó y colgó bruscamente.

La gran grúa negra con la caseta verde adosada seguía emergiendo de ambos lados de la cabeza de Madeleine. Las palabras SAINT HYACINTHE estaban escritas en una armadura.

—Pareces alterado —dijo ella. Y, de pronto, añadió—: ¡Oh, no, oh, mierda, mierda! —Se volvió hacia la ventana y se llevó las manos a las mejillas—. No me lo digas. Era Jeff, ¿verdad? ¡Mierda, mierda, mierda!

—No he admitido nada —dijo Henry, y se sintió enormemente irritado. Se dijo que enseguida comenzarían a aporrear la puerta, luego habría gritos y patadas, y, por fin, una terrible pelea a puñetazos que destrozaría la habitación. Todo ello, momentos antes de dirigirse al aeropuerto. De nuevo consideró que no había admitido nada—. No he admitido nada —dijo de nuevo, y se sintió estúpido.

—Tengo que pensar —dijo Madeleine. Se la veía pálida y se daba golpecitos en las mejillas, como si así hubiera de restaurar el orden dentro de su cabeza. Algo muy teatral, pensó Henry—. Tengo que estar un momento en silencio —añadió Madeleine.

Henry inspeccionó la pequeña habitación exigua e inolora: la cama, donde se apiñaban los utensilios plateados del desayuno, el jarroncillo de cristal con una rosa roja, el vestidor y el espejo ligeramente polvoriento, la butaca, con un estampado de hortensias azules; dos reproducciones de Los nenúfares de Monet, la una de cara a la otra en las paredes blancas y vulgares. No había nada que predijera que las cosas fueran a salir perfectamente y pudiera coger su vuelo a tiempo, ni que nada de aquello no pudiera ocurrir. No era más que un escenario, un lugar mudo en el que no había nada confortador. Recordó una época en que las habitaciones de hotel eran otra cosa. Ir a Montreal había sido algo especialmente absurdo, una vanidad, y ahora había quedado atrapado en ella. Recordó lo que se decía a menudo cuando las cosas iban muy mal, y aquel asunto tenía mala pinta: intentaba abarcar demasiado. Siempre le había pasado. De joven era una cualidad estimable: significaba que eras ambicioso, que tenías aspiraciones. Pero a los cuarenta y nueve años no era nada bueno.

—Tengo que pensar dónde podría estar.

Madeleine se había vuelto, y miraba el teléfono como si su marido estuviera dentro y amenazara con salir. Era uno de esos momentos en los que Madeleine no era lo que parecía: no la chica reservada, formal y anticuada, sino una niña en apuros, que consideraba cómo salir de ellos. Ya no resultaba tan fascinante.

—Puede que esté en el vestíbulo —dijo Henry mientras pensaba: Jeff. Un hombre que acecha en el pasillo, delante de la puerta, a la espera de entrar y montar un escándalo. Una idea en extremo desagradable, una idea que le hizo sentirse abatido.

El teléfono volvió a sonar, y Henry lo cogió.

—Déjame hablar con mi mujer, mamón —dijo la misma voz desdeñosa—. ¿Serás capaz de sacársela un momento?

—¿Qué quieres? —dijo Henry.

—Déjame hablar con mi mujer, capullo —dijo el hombre.

El nombre de Madeleine produjo una pequeña agitación en su cerebro.

—Madeleine no está aquí —mintió Rothman.

—De acuerdo. Lo que quieres decir es que en este momento está ocupada. Lo entiendo. A lo mejor debería volver a llamar.

—A lo mejor has cometido un error —dijo Henry—. He dicho que Madeleine no está aquí.

—¿Te la está chupando? —dijo el hombre—. Debí imaginármelo. Esperaré.

—No la he visto —siguió mintiendo Henry—. Anoche cenamos juntos. Luego se fue a casa.

—Ya, ya —dijo el hombre, y soltó una risa sarcástica—. Eso fue después de que te la chupara.

Madeleine aún estaba de cara a la ventana, escuchando una mitad de aquella conversación.

—¿Dónde estás? —dijo Henry, un tanto inquieto.

—¿Para qué quieres saberlo? ¿Crees que estoy al otro lado de la puerta llamándote por el móvil? —Oyó unos chasquidos y unos chirridos metálicos en la línea, y la voz de Jeff se hizo lejana e ininteligible—. Bueno, abre la puerta y averígualo —dijo el hombre, de nuevo audible—. A lo mejor tienes razón. Si estoy allí, te daré una patada en el culo.

—Me encantará hablar contigo —dijo Henry, pero enseguida se calló. ¿Por qué decir algo tan estúpido? No había ninguna necesidad. En aquel momento se vio en el espejo: un hombre alto y fuerte, en mangas de camisa y con la corbata puesta, con una incipiente tripita. ¡Qué embarazoso resultaba entonces ser aquel hombre! Apartó la mirada.

—¿Así que quieres venir a hablar conmigo? —dijo el hombre, y soltó otra carcajada—. No tienes cojones.

—Te aseguro que sí —dijo Henry con desaliento—. Dime dónde estás. Verás si tengo valor.

—Entonces te daré una patada en el culo —dijo el hombre en tono altivo.

—Bueno, eso lo veremos.

—¿Dónde coño está Madeleine?

El hombre parecía desquiciado.

—No tengo la menor idea.

Henry pensó que todo lo que estaba diciendo era mentira. Que, sin saber cómo, había originado una situación en la que no había ni una pizca de verdad. ¿Qué había hecho para que ocurriera todo aquello?

—¿Me estás diciendo la verdad?

—Sí —mintió—. Ahora dime, ¿dónde estás?

—En mi puto coche. Estoy a una manzana de tu hotel, capullo.

—Allí, probablemente, no podré encontrarte —dijo Henry, y miró a Madeleine, que le observaba fijamente. Volvía a tenerlo todo bajo control, o casi. Sí, así era. Podía verlo por la expresión de su rostro: una cara pálida, con un gesto de sombría admiración.

—Entonces estaré en tu hotel dentro de cinco minutos, señor importante —dijo el marido de Madeleine.

—Te esperaré en el vestíbulo —dijo Henry—. Soy alto, y llevaré…

—Lo sé, lo sé —dijo el hombre—. Te pongas lo que pongas, parecerás un capullo.

—Muy bien —dijo Henry.

El hombre cortó la comunicación.

Madeleine, que se había sentado en el brazo de la butaca de las hortensias azules, entrelazó las manos y las apretó con fuerza. Henry se sentía mucho mayor que ella, y también muy superior; ello se debía, se dijo, a que ella parecía triste. Él había tomado las riendas, como siempre.

—Cree que no estás aquí —dijo Henry—. De modo que es mejor que te vayas. Voy a reunirme con él abajo. Tienes que encontrar una puerta trasera.

Comenzó a buscar su americana con la mirada.

Madeleine le sonrió casi maravillada.

—Te agradezco que no le dijeras que estoy aquí.

—Pero estás aquí —dijo Henry.

Se olvidó de su americana y comenzó a buscar su billetera y sus monedas, su pañuelo, su navaja de bolsillo, la colección de objetos esenciales que llevaba. Luego comprobaría si lo tenía todo. Hacerlo entonces era una idiotez.

—No eres una mala persona, ¿verdad? —dijo en tono cariñoso Madeleine—. A veces me sentiré sola, o te esperaré, o me pondré furiosa y decidiré que eres una mierda. Pero la verdad es que no lo eres. A tu manera, eres valiente. Y, más o menos, tienes principios.

Esas palabras —principios, valiente, mierda, esperaré—, que no esperaba oír, sin saber por qué, pusieron muy nervioso a Henry, precisamente cuando menos deseaba perder el dominio de sí mismo. No debía perder la calma. Pero en aquellos instantes se sentía incómodo estando con ella en aquella habitación, se veía como un estorbo, y eso hacía que se sintiera frenético. Ya no se consideraba superior. Le habría costado muy poco ponerse a gritarle. El hecho de que estuviera serena y tan guapa como siempre le resultaba intolerable.

—Creo que ya es hora de que te vayas —dijo Henry, que volvió a acordarse de su americana y se dijo que debía intentar calmarse.

—Sí, claro —dijo Madeleine, y alargó el brazo para coger su bolso, que colgaba de la butaca azul. Metió la mano dentro, buscó las llaves del coche sin mirar y sacó un llavero amarillo, de esos que consisten en un muelle de plástico, lo cual pareció hacerla levantar—. ¿Cuándo le verás? —dijo, y se tocó el pelo que llevaba recogido atrás. Qué cambiante es, pensó Henry—. Esto resulta un tanto brusco. Me había imaginado algo un poco más conmovedor.

—Todo irá bien —dijo Henry, y logró esbozar una sonrisa que lo calmó.

—Dejando aparte la cuestión de cuándo volveré a verte.

—Dejando eso aparte —dijo él, y mantuvo la sonrisa.

Se pasó el amarillo llavero de muelle por los dedos, adelante y atrás, y se encaminó hacia la puerta. Pasó junto a Rothman, que esperaba a que se fuera. No hubo beso. No hubo abrazo.

—Jeff no es violento —dijo Madeleine—. A lo mejor os caéis bien. Después de todo, me tenéis a mí en común.

Sonrió al abrir la puerta.

—Quizá eso no baste para forjar una amistad.

—Lamento que esto acabe así —dijo Madeleine sin perder la calma.

—Yo también —dijo Henry Rothman.

Madeleine le sonrió de una manera extraña, salió y cerró la puerta tras de sí con un leve chasquido. Henry pensó que no le había oído.

Mientras esperaba en el vestíbulo del ascensor, donde flotaba un aroma a puro, comenzó a considerar que estaba a punto de conocer al colérico marido de una mujer a la que no amaba, pero con la que, sin embargo, había follado. Era igual que una película. ¿Cómo debía enfocar el asunto? Por más que fuera un hombre al que no conocía, tenía todo el derecho a odiarlo, y, posiblemente, querría matarlo. Era un hombre en cuya vida había entrado sin que lo invitara, y había jugado con ella sin la menor consideración, tal vez hasta el punto de arruinarla —incluso en el mejor de los casos, era evidente que le había importado un comino—, y ahora quería salir de ella de la manera menos traumática posible. Cualquiera estaría de acuerdo en que se merecía todo lo que pudiera ocurrirle, y en que no había castigo lo bastante malo para él. En los Estados Unidos la gente te demandaba por daños y perjuicios en casos como aquél, pero no en Canadá. Pensó en lo que diría su padre. Era un hombre voluminoso, calvo, con un estómago imponente y endurecido y un talante mordaz a causa de muchos años de tratar a blancos pobres y antisemitas de Virginia que padecían cáncer de pulmón. «En el fondo de la mina es donde hay menos luz», le gustaba decir a su padre. Que era lo que Henry sentía ahora: estaba en tinieblas y no tenía ni idea de por dónde tirar. Pero ya no estaba frenético. Más que nada se sentía en deuda con aquel hombre. Nunca había estado frenético mucho tiempo seguido.

Pero limitarse a actuar a ciegas como si lo entendiera todo y dejar que los acontecimientos se sucedieran sin ton ni son no era, desde luego, la mejor manera de obrar. No tenía por qué saber gran cosa de Jeff; nunca había sido necesario. Pero no saber nada era impropio de un abogado. Por otra parte, había algo tan tremendamente poco serio en todo aquello que sintió un repentino impulso —que reconoció como parecido al desquiciamiento— de soltar una carcajada mientras se abrían las puertas del ascensor, que tenía espejos en las paredes. Sin embargo, como Madeleine estaba fuera del hotel, y Jeff no había abierto la puerta de la habitación de una patada y los había cogido in fraganti, ¿a quién le importaba quién conocía a quién? El abogado Henry Rothman se dijo que todo se reducía a la palabra de un hombre al que no conocía contra la suya; Jeff le haría una serie de reproches que él jamás admitiría. Nada de nada. Sencillamente, diría cuantas mentiras fuesen necesarias, cosa muy propia de un abogado: una exhibición de espuria buena voluntad era mejor que no mostrar la más mínima voluntad. La buena voluntad real, en primer lugar, quedaría representada por la molestia de inventar una mentira con la que compensar la mala voluntad de tener una aventura con Madeleine. Y puesto que su relación con ella ya había terminado, Jeff podía reivindicar la satisfacción de creer que él había sido el causante de que acabara. Todo el mundo cree haber ganado, aunque nadie lo haga. Eso sí que era propio de un abogado.

Al salir al amplio y bien iluminado vestíbulo del hotel, la vista de Henry se adaptó a la luz y a aquella nueva atmósfera abarrotada de gente, a la multitud de clientes del establecimiento que tiraban de sus maletas sobre ruedas rumbo a las puertas giratorias y a la calle. Muchos sonreían, ancianos que se movían lentamente, con tarjetas de plástico al cuello y pequeñas riñoneras en las que llevaban sus cosas de valor; casi todos hablaban un indescifrable francés. Henry se dio cuenta de que estaba completamente tranquilo.

El vestíbulo, por lo demás, ofrecía una sensación agradable, falsamente festiva, con grandes arañas de luces de oro y cristal y una incesante actividad. Era como un escenario iluminado para un musical antes de que llegaran los protagonistas. Siguió andando hacia el centro; más allá, los escaparates de tiendas caras de ropa y de regalos se alineaban en el lado de la calle, y la gente que los miraba parecía complacida y bien atendida, como si esperaran que algo dichoso les ocurriera pronto. Se parecía al Mayflower de Washington, donde solía reunirse con algunos clientes. Y, al mismo tiempo, tenía un aire extranjero, aunque de esa manera confortable y un tanto misteriosa típica de Canadá; como si el embaldosado de los suelos se desviara tres grados de lo que estuvieras acostumbrado, y las puertas se abrieran por un lado distinto. Nada que no se pudiera superar. Los Estados Unidos gestionados por suizos, decía Madeleine.

Desde la abarrotada parte central del vestíbulo no vio a nadie que pudiera ser Jeff. Un grupo de niños pequeños que parecían americanos desfiló formando una línea quebrada, todos ataviados con uniformes blancos acolchados de tae-kwon-do y dándose la mano. También ellos se dirigían hacia las puertas giratorias, seguidos de unas mujeres negras y voluminosas de mediana edad, ocho en total; todas lucían vestidos holgados y guateados con unos sombreros con plumas a juego que parecían caros. Sureñas, se dijo: las mujeres comentaban en un tono muy alto la excursión en autobús que habían hecho a Maine aquella tarde, y algo que había ocurrido durante la noche y que había sido escandaloso y les hacía reír.

A continuación se dio cuenta de que un hombre le observaba, un hombre que estaba de pie junto a la tienda de jerséis ingleses. Henry se dijo que no podía ser el marido de Madeleine: no tendría más de veinticinco años. Vestía tejanos negros, bambas blancas y cazadora de cuero negra; llevaba el pelo, rubio e hirsuto, cortado a cepillo, y gafas amarillas de aviador. Parecía un estudiante universitario, no un arquitecto. Si aquel hombre no le hubiera mirado tan fijamente, ni siquiera habría reparado en él.

Cuando Henry volvió a encontrarse con su mirada, el hombre, de pronto, comenzó a caminar hacia él con las manos hundidas en los bolsillos de su negra cazadora, como si escondiera algo allí, y Henry comprendió que aquel hombre tenía que ser el marido de Madeleine, que por fuerza tenía que ser a pesar de que parecía tener diez años menos que ella y veinticinco menos que él. Aquel encuentro sería muy distinto de lo que había previsto. Sería más fácil. El marido no era demasiado corpulento.

Cuando estaba a tres metros, justo en la linde de la alfombra carmesí, el hombre se detuvo, con las manos aún en los bolsillos, y, simplemente, se lo quedó mirando, como si quisiera asegurarse de algo que no tenía claro referente a Rothman, algo que no asociaba con su identidad.

—Probablemente, soy el que busca —dijo Henry desde la distancia que los separaba. Volvió a distinguir a los chavales vestidos con uniforme de tae-kwon-do, que aún marchaban en fila hacia la calle, aún se daban la mano.

El marido de Madeleine, o el hombre que tomaba por el marido de Madeleine, no dijo nada, pero comenzó a caminar hacia él, lentamente ahora, como si quisiera dar la impresión de que algo le había intrigado. Todo aquello era demasiado ridículo. Demasiado teatral. Deberían ir a almorzar, así podría contarle al hombre un montón de mentiras y luego pagar la cuenta. Eso estaría bien.

—He visto tu foto —dijo el joven con evidente desdén.

No sacó las manos de los bolsillos. Era mucho más bajo de lo que esperaba, pero muy vehemente. Era probable que estuviera nervioso. Sus gafas de aviador eran el emblema de su nerviosa vehemencia, al igual que la cazadora negra con la cremallera subida hasta arriba, con lo que no había manera de saber lo que había debajo. El marido de Madeleine era un tipo apuesto, pero a una escala reducida, delicada; daba una vaga impresión de carecer de vigor, de energía, como si en algún momento de su vida hubiera fracasado en algo importante y no lo hubiera superado del todo. Qué raro, pensó, que Madeleine los encontrara a los dos —a él, aquel judío corpulento y pesado, y a un hombre insignificante de aspecto francés— atractivos.

—Soy Henry Rothman.

Le tendió su gran mano, pero el marido hizo caso omiso. ¿Qué foto había visto? Una que ella debía de haber tomado, se dijo, y guardado sin pensar en las consecuencias. Un error.

—¿Dónde coño está Madeleine? —dijo el joven.

Eran las mismas palabras que había empleado por teléfono, y, sin embargo, no parecía alguien que dijera cosas como esa, ni nada de lo que había dicho. Mamón. Chupándotela. No parecía vulgar. Aquello era absurdo. En aquel momento sintió que lo controlaba todo.

—No sé dónde está Madeleine —dijo.

Y era cierto, lo que le hizo relajarse aún más. Estaba dispuesto a proponerle que subieran a la habitación. Pero Madeleine tenía la costumbre de dejarse pendientes, artículos de tocador o ropa interior allí donde iba. Demasiado arriesgado.

—Tengo un hijo de ocho años —dijo el joven vehemente y con gafas, y pareció cuadrar los hombros dentro de su cazadora. Parpadeó y se inclinó hacia delante sobre la parte anterior del pie, con lo que pareció aún más pequeño. Sus ojos, detrás de los lentes amarillos, eran de un insulso castaño sin expresión, y su boca era fina y pequeña. Tenía la piel suave y olivácea, con un leve rubor de emoción en las mejillas. Era como un actor guapo y pequeño, se dijo Henry, bien afeitado y con ese aspecto sano de los actores. Madeleine se había casado con un chico guapo. ¿Por qué meter a un Henry Rothman en tu vida si aquel muchacho te atraía? Aquello le hacía sentir que Madeleine se había apropiado sus cualidades más humanas para fines que no aprobaba. No era una sensación agradable.

—Lo sé —dijo Henry en relación a lo del hijo.

—O sea que no pienso dejarme joder por ti —dijo el joven, y se sonrojó—. No voy a permitir que mandes mi matrimonio a tomar por el culo e impidas que mi hijo tenga a su padre y su madre en casa. ¿Lo has entendido? Quiero que lo entiendas. —Inesperadamente, su boca suave y juvenil adquirió un gesto duro, casi agresivo. Tenía unos dientes pequeños, cuadrados y apretados que deslucían su belleza y su cólera y le daban un aspecto vagamente corrupto—. De no ser por eso, me importaría una mierda lo que tú y Madeleine hicierais juntos —añadió—. Podríais joder en habitaciones de hotel por todo el planeta, y me importaría una mierda.

—Bien, supongo que has expuesto por completo tu punto de vista —dijo Henry.

—¡Oh! ¡Resulta que te he expuesto mi punto de vista! —dijo el marido de Madeleine, que abrió mucho los ojos tras sus estúpidas gafas—. No se me había ocurrido. Creía que, simplemente, te estaba explicando cómo quiero vivir mi vida, ya que tú no lo sabías. No intentaba convencerte. ¿Lo entiendes?

El joven no apartó sus ojos de Henry, que empezó a notar un olor a cuero barato procedente de la cazadora, como si la hubiese comprado ese mismo día. Recordó que jamás había tenido una cazadora de cuero negra. En Roanoke no era la prenda más adecuada para el hijo de un médico acomodado. Su estilo eran las americanas deportivas de madrás y los zapatos blancos. Estilo club de campo judío.

—Entiendo lo que quieres decir —dijo Henry; esperaba que su voz reflejara el cansancio que sentía.

El marido de Madeleine le lanzó una mirada virulenta, pero ni aun así consiguió que Henry se tomara en serio todo aquello. Incluso se sintió menos implicado. Y se habría jugado algo a que el marido de Madeleine tampoco se lo tomaba en serio, aunque quizá no lo supiera y estuviera convencido de que ponía mucha pasión en las tonterías que decía. En realidad, ninguno de los dos se enfrentaba realmente a nada en el vestíbulo de aquel hotel. Habían elegido participar en la escena que representaban en aquellos momentos: él había bajado voluntariamente, y el tal Jeff le dirigía aquella mirada llena de poco convincente ferocidad porque quería. Deberían hablar de otra cosa. De hockey sobre hielo.

—Admito que es posible que me sienta más atraído de lo que debiera por Madeleine —dijo Henry; esta declaración lo llenó de satisfacción—. Y puede que, en ciertos aspectos, haya obrado de una manera que no coincidía del todo con tus intereses.

Tras oír estas palabras, los apagados ojos castaños del joven parpadearon más deprisa que antes.

—¿Eso es todo? —dijo—. ¿Ésa es tu gran confesión?

—Pues sí —dijo Henry, y sonrió por primera vez. Se preguntó dónde estaría Madeleine en el preciso momento en que admitía ante su joven marido, aunque fuera a su manera, que se la había estado follando. Sólo lo había hecho para que hubiera un poco de sustancia en lo que tuviera que ocurrir entre él y aquel joven—. ¿Cuál es tu especialidad como arquitecto? —preguntó afablemente. Cerca de ellos alguien hablaba en francés. Henry miró a su alrededor para ver quién era. Sería tan agradable ponerse a hablar en francés, o en ruso… Lo que fuera. El marido de Madeleine dijo algo, pero Henry pensó que no lo había entendido bien—. ¿Perdón? —dijo en el mismo tono afable.

—¡He dicho que te vayas a tomar por el culo! —dijo el hombre, y se le acercó—. Si insistes en ponerte así, haré que te ocurra algo malo de verdad. Algo que no te gustará. No creas que fanfarroneo. Lo haré.

—Bueno. Claro que te creo —dijo Henry—. Cuando alguien dice una cosa así, hay que creerle. Es la regla. Así que te creo.

Bajó la vista hacia la blanca pechera de su camisa y advirtió una diminuta mancha negra dejada por el rímel de Madeleine cuando se apretó contra él junto a la ventana, después de llorar. Aquello le hizo sentirse cansado de nuevo.

Entonces el joven dio un paso atrás. Su cara había perdido rubor, y ahora estaba pálida y llena de pecas. Todavía no había sacado las manos de los bolsillos. Podía llevar una pistola. Pero estaban en Canadá. Allí la infidelidad no provocaba asesinatos.

—¡Los americanos sois unos capullos! —dijo el marido de Madeleine—. Vuestro yo está dividido. Vuestra historia lo demuestra. Tenéis alternativas para todo. Es patético. Para vosotros nada es permanente. Sois únicos. Vuestro jodido país es único.

Meneó la cabeza con desagrado.

—Tómate todo el tiempo que quieras. Este es tu momento —dijo Henry.

—No, ya basta —dijo el joven; también parecía cansado—. Ya sabes lo que tenías que saber.

—Sí —dijo Henry—. Lo has dejado claro.

El marido de Madeleine dio media vuelta y, sin decir palabra, cruzó a largas zancadas el vestíbulo dorado y rojo, salió por las puertas giratorias por donde habían salido los niños con uniforme de tae-kwon-do y desapareció igual que ellos entre los transeúntes. Henry miró su reloj. La escena había durado menos de cinco minutos.

De nuevo en su habitación, se cambió de camisa y metió sus ropas y artículos de tocador en su maleta. Ahora la habitación estaba fría, como si alguien hubiera apagado la calefacción o abierto una ventana en el pasillo. Sobre la alfombra había dos notas, medio ocultas por la puerta. Tal vez fueran de Madeleine, o, a lo mejor, contenían nuevas amenazas que se le acababan de ocurrir a su marido. Decidió no cogerlas. Pero de esas notas emanaba una especie de insistencia que hizo nacer en él un repentino y fuerte impulso de arreglar la cama, ordenar la habitación, recoger la bandeja del desayuno, un impulso que significaba, comprendió, que su vida estaba hecha un lío. Probablemente, la cosa no mejoraría hasta que subiera al avión.

Pero hizo caso omiso de ese impulso y se colocó justo donde Madeleine había estado antes, desde donde observó cómo la enorme grúa en forma de te levantaba un gran recipiente lleno de cemento y lo llevaba hacia lo alto de la elevada silueta de un edificio a medio acabar. De nuevo se preguntó en qué lugar de aquella extraña e inconexa ciudad estaría Madeleine. Tomando un café con una amiga a la que podía dedicarle el día; o esperando a que su hijo saliera de la escuela, o a que llegara su marido y comenzara una riña crispada y amarga. Nada de eso le provocaba envidia. En el cristal de la ventana quedaban las trazas de lo que había escrito con el dedo; eran una prueba evidente de que el aire de la habitación era ahora más frío. Le pareció que decía Denny. ¿Quién, o qué, era Denny? Quizá el mensaje era de otra persona, de algún huésped anterior del hotel.

Y a continuación, sin razón aparente, se sintió agotado hasta casi el aturdimiento. También advirtió entonces que, en algún momento de la última hora, se le había roto un trozo considerable de una muela. Al pasar la lengua por la encía, notó una leve molestia cuando su sensible punta tocó el borde irregular de aquella (debía de haberse tragado la parte rota sin darse cuenta). Las pequeñas presiones del día se habían dejado notar. Se quitó las gafas y las colocó sobre los periódicos. Oía el sonido lejano de una tele procedente de otra habitación, las risas de un público de estudio. Podía dormitar unos minutos.

Pero se puso a pensar en Madeleine: hubo una época en que la amó, en que le dijo que la amaba, y en que estaba convencido de que eso era cierto. No se trataba de un simple devaneo, un amorío. Recordaba con claridad sus sentimientos en una playa de guijarros de Irlanda, cerca de un pueblecito llamado Round Stone, en Connemara, al que fueron en coche desde Dublín, donde habían estado reunidos con unos inversores y conseguido ventajosos acuerdos para su cliente. Merendaron en la guijarrosa playa, y al caer la tarde vieron ante ellos, al otro lado del agua, unas luces que, despreocupadamente, afirmaron que eran de la isla de Cape Bretón, en Canadá, donde había nacido el padre de Madeleine; allí tal vez hubieran podido vivir felices los dos. Desde un punto de vista estrictamente geográfico, sin embargo, las luces que veían correspondían a la otra orilla de la bahía en la que se encontraban. En el pueblo, detrás de ellos, se celebraba una feria, y había una noria, muy iluminada, y una serie de casetas cuyas luces parecían brillar cada vez más a medida que iba cayendo la noche. Allí, aquella vez, amó a Madeleine Granville. Y hubo otras veces, muchas veces, en que fue plenamente consciente de que la amaba. ¿Por qué cuestionárselo, pues?

Incluso entonces, sin embargo, no había dejado de preguntarse «¿Eso es todo?». Pensar en ello le hizo acordarse otra vez de su padre. Había nacido en Nueva York, y era un neoyorquino de los pies a la cabeza. «Así pues, Henry, ¿eso es todo para ti?», decía con sorna. Su padre siempre quería más, más para Henry, más para sus hermanos, más de lo que tenían, más de lo que les parecía suficiente. Decir ya tengo bastante, considerar colmadas las propias aspiraciones, era conformarse con poco. Y así, en opinión de su padre, aun cuando pareciera que todo era exquisito y sin parangón, cosa que podía muy bien ocurrir, ¿de verdad no se podía conseguir algo mejor? La vida siempre te ofrecía opciones superiores. Siempre había algo más. Aunque ahora Henry tenía cuarenta y nueve años, y había cambios que ni notaba: físicos, mentales, espirituales. Había períodos de su vida que habían pasado ya y no volverían a repetirse. Quizá el fiel de la balanza de su vida había alcanzado ya el punto del equilibrio perfecto, y cuando rememorara, en el futuro, el día de hoy, le parecería que fue en ese día cuando las «cosas» empezaron a ir mal, o que ya hacía tiempo que iban mal, o que, incluso, fue entonces cuando alcanzaron su momento culminante. Pero, evidentemente, a partir de entonces tendría que enfrentarse a un hecho muy concreto. Tendría que enfrentarse al hecho de que se encaminaba directamente a su punto de destino, un camino en el que ya no encontraría opciones interesantes y las que se le presentarían serían, en cambio cada vez más anodinas.

Sólo que, en aquel momento, él no sabía en qué situación estaban las «cosas»; de haberlo sabido, quizá habría decidido quedarse allí con Madeleine… Aunque, por supuesto, quedarse no era realmente una opción. Madeleine estaba casada, y no había dicho que deseara casarse con él. Su marido había tenido razón al hablar de alternativas, sólo que se había equivocado al valorarlas. Las alternativas hacían que el mundo fuera interesante, hacían de la vida un lugar en el que uno podía desarrollar su capacidad de acción. Elimina las alternativas, ¿y qué te queda? Todo sería como Canadá. El truco era, simplemente, tener que enfrentarse a las menos situaciones difíciles posibles. Había sido raro, se dijo Henry, que un hombre joven, como él, tuviera una visión clara de todo aquello.

En el pasillo, justo delante de su habitación, oyó voces de mujer hablando en francés en voz muy baja. Las gobernantas, esperando a que se fuera. No entendía lo que decían, y dormitó un rato arrullado por aquel murmullo incomprensible.

Cuando, después de pagar la cuenta, dio media vuelta mientras doblaba el recibo, vio que Madeleine Granville le esperaba, de pie junto a la gran columna roja donde se apilaba el equipaje. Se había cambiado de ropa y se había recogido completamente el húmedo cabello hacia atrás, lo cual resaltaba su boca carnosa y sus ojos oscuros. Se había vestido de manera desenfadada con unos pantalones ajustados de tweed marrón que le sentaban muy bien, una chaqueta de pata de gallo y unos zapatos con cordones que daban la impresión de ser caros. Todo parecía resaltar su esbeltez y juventud. Llevaba una mochila de cuero, y a Henry se le ocurrió la idea de que tal vez se había vestido así para viajar. Una vez más, estaba guapísima. Se preguntó si pensaba marcharse con él, si la relación con su marido habría llegado a aquel punto.

—Te he dejado dos notas. —Sonrió de una manera burlonamente divertida—. No pensarías que iba a permitir que cogieras un taxi, ¿verdad?

Algunas de las personas que Henry había visto antes seguían en el vestíbulo: Un niño, que estaba sentado solo en un gran butacón, con uniforme de tae-kwon-do. Una mujer de color con un vestido holgado, que llevaba un paquete envuelto para regalo de la tienda de jerséis. Era más de mediodía. No había almorzado.

—¿Vamos a la caza del zorro? —dijo Henry mientras levantaba del suelo su maleta.

—Después de clase voy a llevar a Patrick a ver las últimas hojas de otoño. —Patrick era su hijo. Estiró un brazo, y luego un pie, con elegancia—. ¿Parece otoñal mi atuendo?

—Estás justo donde hace una hora he tenido una conversación realmente ridícula —dijo. Miró hacia las puertas giratorias. El tráfico avanzaba silencioso por la calle. Se preguntó si Jeff estaría acechando por allí.

—Tendremos que colocar una placa conmemorativa. —Madeleine parecía de buen humor—. «Aquí las fuerzas del mal fueron vencidas por…» ¿Qué?

Se alisó el húmedo cabello con la palma de la mano.

—No me importa coger un taxi —dijo Henry.

—¡Que te jodan! —dijo ella alegremente—. Es de mi país del que te han echado. —Dio media vuelta para irse—. Vamos… «… vencidas por las fuerzas del aburrido convencionalismo.» ¡Ay!

Desde el asiento del acompañante del Saab amarillo de Madeleine Henry contempló las grandes grúas de construcción en funcionamiento: muchas más grúas y estructuras de las que se veían desde su ventana. La ciudad aumentaba de estatura, lo que la hacía parecer aún más anodina. Un taxi habría sido mejor. Ir solo en taxi al aeropuerto, sin mirar a derecha ni a izquierda, habría podido proporcionarle cierto alivio.

—Pareces completamente agotado, aunque supongo que sólo son eso, apariencias —dijo Madeleine.

Conducir demasiado deprisa la ponía, invariablemente, de un agresivo buen humor. Hasta entonces, siempre que habían ido juntos en coche había sido para ir a lugares interesantes. En aquellas ocasiones Henry disfrutaba yendo a toda velocidad, aunque ahora no tanto, pues constituía una amenaza para su llegada sano y salvo al aeropuerto.

No tenía nada que decir acerca de que parecía «completamente agotado». Creía conocerla, pero, en aquel momento, ya no estaba tan seguro. Debía de ser a causa del cambio que se operaba en los dos. En los buenos tiempos Madeleine era incapaz de conducir sin mirarle, sonreírle, alabar sus excelentes cualidades, bromear, apreciar sus comentarios. Ahora hubiera podido estar llevando a cualquiera: a su madre al salón de belleza, a un cura a un funeral.

—¿Sabes qué día es pasado mañana? —dijo Madeleine, que maniobraba con habilidad entre la cambiante trama del tráfico. Se había puesto un perfume que llenaba el coche de un denso aroma a rosa del que ya estaba harto.

—No.

—Es el Día de Acción de Gracias de Canadá. Lo celebramos antes para llevaros la delantera. Canadá inventó el Día de Acción de Gracias. Canadá inventó el Día de Acción de Gracias, ¿eh?

A Madeleine le encantaba burlarse de los canadienses, pero no le gustaba que lo hiciera él. Nunca la había considerado realmente canadiense. Le parecía una americana más. No acababa de saber qué hacía falta para considerar canadiense a alguien, qué importantes cualidades había que tener en cuenta.

—¿Lo celebráis por la misma razón que nosotros? —dijo Henry sin dejar de contemplar el tráfico. Aún se sentía ligeramente aturdido.

—Nosotros, simplemente, lo tenemos —dijo Madeleine en tono alegre—. ¿Por qué lo celebráis vosotros?

—Para solemnizar un acuerdo que evitó que los indios asesinaran a los colonos. Básicamente, se trata de un gesto nacional de alivio.

—El asesinato es vuestro gran tema allá abajo, ¿verdad? —dijo Madeleine, y pareció complacida—. Nosotros celebramos el nuestro por agradecimiento. Eso es bastante para el Canadá. Simplemente, somos felices, y damos las gracias por ello. Aquí el asesinato casi no cuenta.

Los viejos edificios de la Universidad Francesa quedaban a la izquierda, por debajo de ellos. Un pequeño mundo de fantasía sólo para franchutes. Consideró cuáles serían las relaciones entre él y Madeleine a partir de entonces. A decir verdad, hasta ahora no había pensado en ello. Todo el mundo, desde luego, tenía un pasado. Para la gente que los conocía sería un alivio que aquello hubiera acabado. Además, sin él la vida sería más fácil para ella. Despejaría su mente. Abriría un mundo nuevo para los dos.

—Tengo que decirte una cosa —dijo Madeleine con las dos manos firmes en el volante de cuero.

—Probablemente, ya la sé —dijo Henry.

Su lengua buscó la puntita afilada de la muela rota. Tenía la carne erosionada y dolorida de tanto tocarla. Haría que se la arreglaran en San Francisco.

—No lo creo —dijo Madeleine. Un gran 747 japonés de color blanco descendió lentamente en el cielo pálido y pasó sobre la autopista delante de ellos—. ¿Quieres que te la cuente? —dijo—. No tengo por qué hacerlo. Puedo guardármela para siempre.

—Ese tipo no es tu marido —dijo Henry, y en silencio se aclaró la garganta. Simplemente, era algo que se le había ocurrido… aunque ahora no recordara por qué. Intuición de abogado—. ¿Pensabas que soy idiota? Lo que quiero decir es…

Ni siquiera acabó la frase. No hacía falta. Con lo que había dicho bastaba.

Madeleine le miró, apartó los ojos, volvió a mirarle. Parecía impresionada. Parecía feliz de sentirse impresionada, como si aquel fuera el mejor resultado posible. El enorme reactor desapareció de su vista y se hundió en un vulgar paisaje industrial. No siguió ninguna explosión con llamaradas. Todos estaban a salvo.

—Lo has dicho para ver si acertabas.

—Soy abogado. ¿Qué más da?

Eso también le gustó, y sonrió. Henry comprendió que no podía evitar que él le gustara.

—¿Cómo lo has sabido? —dijo Madeleine.

—¿Entre otras razones? —El tráfico de la autopista se desviaba ahora hacia la salida del aeropuerto—. Actuó con más seriedad de la que sentía. Algo que dijo… «el yo dividido», o algo así. Eso no pegaba. Y parece un actor. ¿También te acuestas con él? No quería decir «también». Ya lo sabes.

—Ahora no —dijo Madeleine. Se tocó el pasador plateado que llevaba en el pelo con el meñique y ladeó un poco la cabeza. Pareció caer en la cuenta de algo. Henry pensó que quizá valdría la pena saber lo que era—. Sabía que bajarías —dijo—. Sabía que no podrías resistirte. Siempre quieres ser directo y valiente. Es tu disfraz.

Henry contempló el triste paisaje de la autopista mientras se deslizaba lentamente a su lado: almacenes, compañías de transportes por carretera, alquiler de coches, gasolineras. En todas partes lo mismo. Era visible la señal verde: AEROGARE/AIRPORT. Qué esfuerzo tener que decirlo todo dos veces.

—Es americano —dijo Madeleine—. Se llama Bradley. Y es actor. Nos preocupaba que adivinaras que no es canadiense.

—Por eso no tenías que preocuparte —dijo Henry.

Madeleine tomó la SORTIE/EXIT AEROGARE/AIRPORT y le miró. Ahora tenía un ligero aspecto de haber sido descubierta. A lo mejor, se dijo Henry, Madeleine se acordaba de cuando estaban en la habitación y se llevó las manos a las mejillas y dijo: Me había imaginado algo un poco más conmovedor. Sus esfuerzos por hacer conmovedora aquella despedida parecían ahora un tanto exagerados.

Henry alargó el brazo y le cogió la mano, sin apretar. Estaba nerviosa, y tenía la mano caliente y húmeda. Lo ocurrido también la había afectado. Habían estado enamorados, quizá aún lo estuvieran.

—¿Hay alguien filmando todo esto? —dijo Henry, y miró a un lado, a una furgoneta que pasaba junto a ellos por la autopista. Pensó que vería el interior lleno de cámaras, equipo de sonido, jóvenes cineastas sonrientes. Todos enfocándole.

—Por una vez, no —dijo ella.

Más adelante, la zona de EMBARQUEMENTS/DEPARTURES estaba abarrotada. Coches, limusinas, taxis, gente que acarreaba bolsas de golf, cunas plegables y neveras portátiles aseguradas con cinta adhesiva que salían de la parte posterior de furgonetas con el motor al ralentí. Unos policías con manguitos blancos hacían señas a todo el mundo de que se diera prisa. Henry sólo llevaba una maleta, un maletín y un impermeable. Ahora hacía un maravilloso día de otoño. Las nubes y la neblina desaparecían del cielo.

Seguía cogiendo la mano de Madeleine, quien, de pronto, estrechó la suya de un modo que le pareció cargado de significativas connotaciones. Henry se preguntó cómo se sentiría uno cuando ya no le interesaran las mujeres. Todo lo que hacía —ir aquí o allá, decidir una cosa u otra— lo hacía siempre con una mujer en mente. Su presencia animaba las cosas. Casi todo sería diferente sin ellas. No habría más momentos como aquel, momentos en los que se rozaba la verdad y que alegraban, explicaban, ofrecían silenciosas razones a las alternativas que habías elegido. ¿Y qué pasaba con aquellas personas para las que ni siquiera eran algo importante? ¿Que ni siquiera pensaban en las mujeres? Desde luego, tenían sus éxitos. ¿Acaso eran mejores, sus logros eran más puros? Por supuesto, cuando todo estuviera fuera de tu alcance —y lo estaría— te daría completamente igual.

En la acera, junto al bordillo, entre mozos de equipajes y pasajeros y carritos llenos de maletas que avanzaban en ángulos temerarios, una familia —dos adultos mayores y tres niños rubios ya casi adolescentes— estaba rezando, de pie, formando un círculo apretado; se abrazaban por los hombros con la cabeza inclinada. Sin duda, americanos, se dijo Henry. Sólo los americanos exhibirían de aquel modo sus creencias, estarían tan seguros de que un rápido amén era lo que necesitaban para que no les pasara nada, se mostrarían a la vez tan despreocupados y arrogantes. No son ésas las cualidades que hacen grande a un país.

—¿Crees que si se lo pidiéramos nos incluirían en su pequeño círculo? —dijo Madeleine, rompiendo el silencio, mientras se acercaba a la acera y se detenía justo al lado de los americanos que rezaban. Lo hacía para molestarlos.

—Ya estamos representados —dijo Henry mientras miraba las espaldas de los vigorosos y robustos viajeros—. Nosotros somos las fuerzas del mal en las que ellos tanto piensan. Los terribles adúlteros. Les preocupamos.

—La vida no es más que una lista de nuestras fechorías, ¿verdad? —dijo Madeleine.

Henry no podía abrir la portezuela de su lado por culpa de los que rezaban.

—No creo.

Apretó la mano cálida, húmeda y suave de Madeleine casi con indiferencia. Ahora ella sacaba el otro tema: la mentira, el engaño, bromeaba a costa de él. ¿Aunque por qué, por el amor de Dios, no había de sacarlo?

Henry se quedó sentado un momento más, mirando hacia delante, incapaz de salir. Dijo:

—¿Has decidido que no me amas?

Ahí estaba el gran misterio. Su versión de una plegaria.

—Oh, no —dijo Madeleine—. Yo quería que la cosa siguiera y siguiera. Pero no podía ser. Así que ésta me pareció una buena manera de acabarlo. Exagerar la diferencia entre lo cierto y lo falso. ¿Entiendes? —Esbozó una sonrisa—. A veces no te crees que lo que ocurre suceda de verdad, pero necesitas creértelo. Lo siento. Ha sido demasiado.

Madeleine se inclinó hacia delante y le besó en la mejilla; a continuación se llevó las manos de Henry a los labios y las besó.

Le gustaba Madeleine. Le gustaba todo de ella. Aunque ahora no era el mejor momento para decirlo. Parecería falso. Parecería querer llegarle al corazón. Pero, si no intentabas llegar al corazón, ¿cómo conseguías hacer que un instante como aquel resultara inolvidable?

Fuera del coche los miembros de la familia de americanos se abrazaban mutuamente con los rostros iluminados por grandes sonrisas cristianas; debían de estar seguros de que sus oraciones serían atendidas.

—¿Estás intentando encontrar algo amable que decir? —dijo Madeleine con desenvoltura.

—No —dijo Henry—. No pensaba en eso.

—Bueno, está bien así —dijo ella, sonriente—. Puede que no lo bastante bien para todos, pero lo entiendo. Es difícil saber cómo acabar algo que no terminó de empezar.

Henry abrió la pesada portezuela, sacó su maleta de la parte de atrás y salió a la fría luz de otoño. Se volvió hacia ella. Madeleine le sonrió a través de la abertura de la puerta. Ahora ya no había nada que decir. Se habían agotado las palabras.

—¿No estás de acuerdo conmigo en eso, Henry? —dijo ella—. Sería muy amable de tu parte que lo dijeras. Sólo que estás de acuerdo conmigo.

—Bueno, vale —dijo Henry—. Estoy de acuerdo contigo. Estoy de acuerdo contigo en todo.

—Entonces, vuelve a reunirte con tus compatriotas.

Henry cerró la portezuela. Ella no volvió a mirarlo. Contempló cómo se alejaba el coche, al principio despacio, aunque enseguida aceleró y desapareció rápidamente entre el tráfico que se dirigía a la ciudad.

CARIDAD

El primer día de sus vacaciones en Maine fueron en coche hasta Harrisburg al salir del trabajo, a continuación en avión hasta Filadelfia, y luego hasta Portland, donde alquilaron un Ford Explorer en el aeropuerto, cenaron en Friendly’s, luego tomaron la 95 hasta Freeport —hacía mucho que había oscurecido—, donde encontraron un B&B justo delante de una tienda L. L. Bean que, para su sorpresa, estaba abierta las veinticuatro horas.

Antes de meterse en la desvencijada cama con dosel y quedarse dormida de agotamiento, Nancy Marshall permaneció un rato desnuda junto a la ventana a oscuras, mirando la calle en sombras y el gran edificio iluminado de Bean’s, que resplandecía como un teatro de la ópera nuevo. A la una de la mañana había clientes que entraban y salían cargados de paquetes, arrastrando utensilios de jardinería o empujando motos de trial y desaparecían eufóricos en la oscuridad. Dos grandes autobuses turísticos Conant procedentes de Canadá estaban junto a la acera con el motor al ralentí, y los conductores uniformados fumaban un cigarrillo en la acera mientras los turistas japoneses estaban dentro haciendo sus compras. La calle estaba muy concurrida en aquella zona, aunque manzana abajo las demás franquicias —todas ellas caras— estaban cerradas.

Tom Marshall apagó la luz del diminuto cuarto de baño, se le acercó y se quedó justo detrás de ella; llevaba un pijama azul abotonado. Le tocó los hombros desnudos y se le acercó más, hasta que Nancy notó su erección.

—Entiendo por qué están abiertas las tiendas a la una de la mañana —dijo Nancy—, pero no por qué viene la gente.

Algo en la conspicua y cálida presencia de Tom le provocó un escalofrío. Se cubrió los pechos, que estaban cerca del cristal de la ventana. Se imaginó que su marido sonreía.

—Supongo que les encanta —dijo Tom. Ahora Nancy lo notó con toda claridad: estaba tremendamente empalmado—. Eso es lo que significa Maine. Una visita a Bean’s después de medianoche. Es la cultura global. Casi seguro que se dirigen a Atlantic City.

—De acuerdo —dijo Nancy. Porque tenía frío, dejó que él la atrajera hacia sí. No estaba mal. Se sentía agotada. La polla de Tom encajaba entre sus piernas: en el lugar preciso. Le gustaba. Era una sensación familiar—. Te he hecho la pregunta equivocada.

Ninguno de los dos se reflejaba en el cristal mientras se la introducía lentamente. Nancy estaba completamente inmóvil.

—¿Cuál sería la pregunta adecuada?

Tom empujó contra ella y dobló una pizca las rodillas para podérsela meter. Sí que sonreía.

—No sé —dijo ella—. A lo mejor la pregunta es: ¿qué saben ellos que nosotros no sepamos? ¿Qué estamos haciendo a este lado de la calle? Está claro que es allí donde hay movimiento.

Oyó que Tom suspiraba, y acto seguido se apartó de ella. Nancy estaba a punto de abrir las piernas, de inclinarse un poco hacia delante.

—No era eso. —Miró a su alrededor, buscándole—. No quería decir eso. —Nancy se puso la mano entre las piernas, sólo para tocarse un poco, y sus dedos le taparon por completo la entrepierna. Volvió a mirar hacia la calle. Los dos conductores de autocar, que ella había creído que no podían ver a través de los árboles en sombras, la miraban fijamente. No se movió—. No quería decir eso —le dijo a Tom en voz muy baja.

—Mañana veremos algunas cosas que nos gustarán —dijo él alegremente. Ya estaba en la cama. Así de rápido era a veces.

—Bien. —Tanto le daba que dos cascaciruelas la vieran desnuda; era exactamente igual que si ella los viera vestidos. Tenía cuarenta y cinco años. No estaba muy delgada, pero era alta, esbelta. Que miraran—. Eso está bien —dijo otra vez—. Me alegro de que hayas disfrutado.

—¿Perdona? —dijo Tom soñoliento. Ya estaba casi roque; tenía una especie de don, esa bendición de los policías que les permite dormirse en cuanto su cabeza toca la almohada.

—Nada —dijo ella en la ventana, aun observada por los dos hombres—. No he dicho nada.

Tom permaneció en silencio. Respiraba profundamente. Los dos conductores menearon la cabeza y bajaron la vista. Uno lanzó un cigarrillo a la calle. Los dos volvieron a alzar los ojos y a continuación desaparecieron de su vista detrás de los autobuses con el motor en marcha.

Tom Marshall había sido policía veintidós años. Él y Nancy habían vivido en Harlingen, Maryland, todo ese tiempo. Se había dedicado a investigar atracos, y había llegado a detective antes que nadie. Nancy era abogada de oficio de la oficina del defensor del pueblo del condado de Potomac, y se dedicaba a casos de mujeres, defensa de la familia, derechos de los incapacitados y niños en peligro. Se habían conocido en la Universidad de Macalester, en Minnesota. Tom quería ser abogado y dedicarse a los derechos civiles o medioambientales, pero se presentó a la entrevista para policía porque la dejó embarazada inesperadamente. No obstante, descubrió que le gustaba el trabajo de policía. Le gustaban los atracos. Eran bíblicos (aunque Tom no era nada religioso), pero no tan malos como los asesinatos. Nancy había empezado a ir a la Facultad de Derecho antes de que su hijo, Anthony, se graduara. No quería encontrarse sin ninguna ocupación en cuanto la casa quedara vacía. Que ella hubiera acabado siendo abogado en lugar de él era algo irónico, pero insignificante.

En su vigésimo primer año de policía, sin embargo, dos años y medio atrás, Tom Marshall se vio involucrado en un tiroteo dentro de una tienda de deportes Herman’s, donde había ido a interrogar a un hombre. Su compañero murió, y Tom fue herido en una pierna. Nunca atraparon al ladrón. Cuando le dieron el alta, regresó al trabajo con una medalla al valor y un nuevo puesto como inspector de detectives, pero eso no acabó de satisfacerle. Y en los seis meses que siguieron primero se aburrió de la rutina de la oficina, luego se desinteresó y, finalmente, tuvo «problemas emocionales» —en su mayor parte depresión— que tuvieron consecuencias morales perniciosas para los hombres que se esperaba que liderara. De modo que en Navidad se retiró, pidió la jubilación a los cuarenta y tres años e inició un periodo de adaptación en casa, el cual, después de mucho leer, le llevó a la idea de inventar juguetes para niños y, de hecho, fabricarlos él mismo en un pequeño taller que alquiló en una vieja fábrica de alambre reconvertida en cooperativa de artistas en la vecina población de Brunswick, a orillas del Potomac.

Tom Marshall, pensaba Nancy, nunca había tenido un espíritu verdaderamente «cooperativo». No es que fuera una persona callada, ni cínica, ni inflexible, ni propensa a explosiones de terrible violencia, ni que siempre se estuviera justificando. Todo lo contrario, era un hombre alto y larguirucho, guapo y sonriente, de brazos largos, manos grandes y huesudas, con una mata de áspero pelo negro y una tendencia natural a la alegría. Parecía más un profesor de ciencias de instituto, que era lo que Nancy pensaba que hubiera debido ser, aunque a él le hacía feliz haber sido policía ahora que había dejado el trabajo. Le gustaban las novelas victorianas, caminar por el bosque, observar a los pájaros, estudiar las estrellas. Y era capaz de arreglar y construir cualquier cosa —aparatos de cocina multiusos, lámparas, cerrojos—, así como de hacer reproducciones de pájaros y barcos e inventar ingeniosos muebles. Poseía el talante de un auténtico artesano, y Nancy era incapaz de imaginar por qué había sido policía tanto tiempo, y la única respuesta que se le ocurría era que de joven había considerado que era un hombre casado con responsabilidades, y no se había planteado qué quería hacer realmente con su vida. La imagen más agradable que Nancy tenía de su vida matrimonial era verse en algún lugar, en cualquier lugar, junto a alguno de los habituales proyectos de Tom del sábado por la mañana —construir un atril para diccionarios de teca con incrustaciones, ajustar un andador para Anthony hecho en casa, instalar un sistema de riego por aspersión automático en el jardín— y, simplemente, observarle con admiración, extasiada, de un modo casi místico, como si dijera «qué maravilloso, extraño y afortunado es estar casada con este hombre». Consideraba que casarse con Tom Marshall le había permitido aprender los actos comunes de devoción, amor, cortesía, y la aceptación del otro, actos que jamás había practicado de joven porque, pensaba, había sido demasiado egoísta. Una hija de papá.

Tom había apoyado de inmediato y de manera entusiasta el plan de Nancy de obtener el título de abogado. El último año que Anthony estuvo en el instituto pidió horario flexible y volvía a casa cuando Nancy lo necesitaba. Pospuso las vacaciones para que ella pudiera estudiar, y jamás habló de la época en que él había estudiado Derecho. Alquiló un local, le preparó una fiesta de licenciatura y la llevó a examinarse en la parte de atrás del coche de policía, y cuando aprobó organizó otra fiesta. Aplaudió su decisión de convertirse en abogada de oficio, y no se quejó de que la paga fuera escasa y las horas de trabajo muchas, y dijo que ese era el precio que había que pagar por sentirse realmente satisfecho y hacer algo por los demás.

Durante un breve período, pues, después de que Tom se retirara y comenzara a trabajar en la cooperativa, Anthony hubiera sido aceptado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Goucher y durante el verano hiciera prácticas como interno en el Distrito de Columbia, y Nancy se hubiera fogueado en su trabajo para el condado, su vida en la tierra parecía perfecta. Nancy comenzó a ganar más casos de los que perdía. A Anthony le ofrecieron un empleo para cuando se licenciara. Y Tom ideó y fabricó dos esculturas de juguete para niños de cuatro años que, de manera sorprendente, se vendieron a Francia, Finlandia y a Neiman Marcus.

Uno de estos juguetes no era más que la figura ridículamente simple de un perro que Tom recortó, convirtió en rompecabezas, tiñó de amarillo, verde y rojo y en la que luego dibujó los rasgos de un perro. Pero recortó la figura de manera que quedaran seis perros que encajaban entre sí, el uno en el otro, de modo que su escultura podía ser desmontada y vuelta a montar una y otra vez por el niño que la tenía. Tom le llamó Perro Wagner, y ganó veinte mil dólares con ella, y los franceses se interesaron por las nuevas ideas que se le ocurrieran. La otra escultura era un faro hecho de oleorresina, que también se podía desmontar, pero que consideró que era demasiado complicada. Se vendió sólo en Finlandia y no ganó dinero. La llamó Faro Maine, y no le pareció que fuera muy original. Planeaba poner una página web.

Otra cosa que hizo Tom Marshall en esa época en que todo era maravilloso fue tener una aventura con una artista de la serigrafía que también alquilaba un espacio en la cooperativa, una mujer mucho más joven que Nancy llamada Crystal Blue, cuyos productos serigrafiados se denominaban «Creaciones de Crystal Blue», y con la que Nancy había sido amable las veces que había visitado el espacio de Tom para ver sus nuevos proyectos.

Crystal era una guapa descerebrada sin la menor personalidad que serigrafiaba perfiles femeninos parecidos a los de Maxfield Parrish[10] con vestidos transparentes y en colores chillones y metálicos. Los transportaba en una furgoneta azul eléctrico con su retrato pegado a los laterales y los vendía en la calle, generalmente a moteros y adictos a la anfetamina, en ferias de artesanía de cuarta categoría de Virginia Occidental y el sur de Pensilvania. Nancy se dio cuenta de que Crystal se sentía atraída por Tom, que era un tipo guapo, con prestancia, de ojos grandes, todo lo contrario que Crystal. Y de que era posible que Tom se sintiera atraído por la vulgaridad de Crystal, que ella hacía pasar por falta de inhibiciones. Aunque supuso que sólo durante cierto tiempo, el que Tom tardara en darse cuenta de que no había nada interesante en ella. Y supuso también que, si caía en la tentación, se encargarían de acabar con aquella aventura sin importancia el aburrimiento, el fastidio de los engaños de poca monta y el gesto estúpido que siempre había en la boca de Crystal, grande, demasiado italiana y que, inevitablemente, acabaría resultándole irritante. Y a todo ello habría que añadir cuestiones de más peso, como la traición y el riesgo de causar un daño irreparable a algo valioso en su vida y en la de Nancy.

Tom, sin embargo, consiguió obviar todos estos impedimentos, y se folló a Crystal en su estudio de serigrafía casi diariamente durante meses, hasta que su novio se lo olió, llamó a Nancy a su despacho y desenmascaró a Tom diciendo con su voz nasal de Virginia Occidental:

—Bueno, ¿qué vamos a hacer con nuestros dos tortolitos artistas?

Cuando Nancy pidió cuentas a Tom —mientras cenaban en un restaurante asiático que estaba en la misma calle en que se hallaba la oficina del defensor del pueblo—, tras contarle todo lo que el novio de Crystal le había dicho por teléfono, se puso muy serio, fijó la mirada en el mantel y entrelazó sus grandes y huesudos dedos alrededor de un tenedor para ensalada.

Admitió que era cierto y dijo que lo lamentaba. Añadió que creía que follarse a Crystal era una «reacción» a encontrarse de repente fuera del cuerpo después de media vida, y a la depresión por la herida en acto de servicio, que aún le molestaba cuando llovía. Pero también era resultado de la euforia que le provocaba su nueva vida, algo que necesitaba celebrar por su cuenta y a su manera, un «sentimiento cósmico», (así lo llamó) en el que los actos tenían lugar fuera de las fronteras de la convención, la obligación, el pasado e incluso la sensatez (igual que ocurrían los acontecimientos en el cosmos). Aquella nueva vida, afirmó, quería pasarla entera con Nancy, que permaneció sentada y sin alterarse y habló muy poco, aunque en esos momentos no pensaba en Crystal, ni en Tom, ni en el novio de Crystal, ni siquiera en sí misma. Mientras Tom hablaba y hablaba (parecía que no había de acabar nunca), experimentaba una peculiar sensación de ingravidez, casi como si hubiera salido de su cuerpo y pudiera verse a sí misma escuchando a Tom desde una posición cómoda, pero un tanto mareante, en lo alto de las molduras rojas en forma de voluta y de aspecto chino del techo. Cuanto más hablaba Tom, menos presente, más incorpórea, menos cualquier cosa se sentía. Nancy se dio cuenta de que si Tom hubiera seguido hablando —de sus problemas, sus angustias, su sentimiento de fracaso relacionado con la edad, la pérdida de autoestima desde que dejó de perseguir a atracadores empuñando una pistola—, ella podría haber desaparecido del todo. De modo que el problema (si es que era eso, un problema) podía resolverse de manera muy sencilla: se acabó Crystal Blue; se acabó el mórbido y pesaroso Tom; se acabaron las humillantes y deprimentes revelaciones que daban a entender que tu vida era mucho más vulgar de lo que estabas dispuesto a admitir: todo desaparecía al volverse ella inmaterial.

Nancy oyó decir a Tom —cuyos dedos largos y velludos daban vueltas y más vueltas al feo tenedor para ensalada de comedor escolar como si fuera un molinillo de oraciones, sin apartar de él su mirada solemne— que había acabado del todo con Crystal. Al parecer, el pueblerino novio de Crystal, nada más acabar de hablar con Nancy, se había dirigido al estudio de aquella y lo había destrozado a puntapiés, luego le había dado un par de guantazos, después de lo cual los dos se habían subido a su Corvette y se habían ido a Myrtle Beach a arreglar las cosas. Tom dijo que se buscaría otro lugar para trabajar; que Crystal saldría de su vida a partir de aquel mismo momento (tampoco es que hubiera estado realmente en su vida), y que lo sentía y estaba avergonzado. Pero si Nancy le perdonaba y no le dejaba, le prometía que aquello jamás volvería a suceder.

Tom apartó sus grandes ojos azules de policía de la mesa y buscó los de Nancy. Su cara —una cara que para Nancy siempre había sido curtida y apuesta, una cara con grandes pómulos, órbitas profundas, fuerte mandíbula y enormes dientes blancos—, en aquel momento, parecía más una calavera, la cabeza de un muerto. No del todo, por supuesto; ella no veía una calavera de verdad, como la de las banderas piratas. Pero eso fue lo que pensó, y ésas fueron las palabras que se dijo: «La cara de Tom parece una calavera.» Y aunque estaba segura de no ser una persona obsesiva ni compulsiva, ni una creyente en profecías ni símbolos como fuentes de revelación, había pensado esas palabras —«La cara de Tom parece una calavera»— y se las había imaginado como un lema sobre el dintel de la puerta que llevaba a un tribunal mítico que parecía salido de Dante. De una manera u otra, eso, la idea de una calavera, tenía que figurar entre las cosas en las que creía.

Cuando Tom acabó de disculparse, Nancy le dijo sin cólera que no haría falta que cambiara de estudio siempre y cuando se mantuviera alejado de Crystal en cuanto ésta volviera de Myrtle Beach. Dijo que quizá había juzgado erróneamente algunas cosas, y que los problemas matrimoniales, sobre todo en un matrimonio largo, siempre son provocados por las dos partes, y que un problema como aquel no era más que un síntoma, y no algo terriblemente importante en sí mismo. Y que aunque a ella no le importaba lo que Tom había hecho, y que aquella misma tarde había pensado en divorciarse, simplemente, para no tener que pensar nunca más en ello, no creía que Tom hubiera actuado de aquel modo por hostilidad hacia ella, por la razón obvia de que no había hecho nada para merecerlo. Dijo que creía que su conducta estaba relacionada, sin duda, con las razones que él había aducido, y que su intención era perdonarle e intentar ver si los dos podían capear el temporal con una intimidad mayor que la de antes.

—¿Por qué no me follas esta noche? —le dijo al fin desde el otro lado de la mesa. La palabra follas era provocativa, pero también, comprendió, un tanto patética para dirigirte a tu marido—. Hace tiempo que no lo hacemos.

Aunque, claro, tú lo has hecho cada día con la descerebrada de tu amiga fueron las palabras que pensó y no le gustó pensar.

—Sí —dijo Tom con excesiva gravedad. Y a continuación—: No.

Tom tenía sus grandes manos entrelazadas, ahora sin el tenedor, sobre el mantel, no lejos de las de ella. Ninguno las movió para tocarse.

—Lo siento —dijo Tom por tercera o cuarta vez, y ella comprendió que lo sentía de verdad. Tom no era un hombre que ocultara sus sentimientos. No decía algo y luego se ponía a pensar qué podía significar lo que acababa de decir, para concluir finalmente que no significaba nada. Era un hombre bueno y sincero, cualidades que habían hecho de él un detective especializado en atracos ejemplar, así como un magnífico interrogador de delincuentes. Tom no hablaba por hablar—. Espero no haber destrozado nuestra vida —añadió con tristeza.

—Yo también lo espero —dijo Nancy. No quería pensar en que su vida estaba arruinada, cosa que le parecía ridícula. Quería concentrarse en lo honesto y decente que era Tom. No era una calavera—. Probablemente, no.

—Entonces vámonos a casa —dijo, y dobló la servilleta tras limpiarse los labios—. Estoy listo.

Ir a casa significaba follársela, y, sin duda, lo haría con pasión y ternura y no se quedaría a medias. Tom solía ser muy bueno en la cama. Crystal no había sido tonta al querer follar con él en vez de hacerlo con aquel novio llorón y de voz nasal que tenía. De todos modos, ¿por qué esperaba eso ahora?; ¿por qué me follas? Probablemente, dijo me follas por no decir que te follen. Pues ahora no lo deseaba mucho, aunque seguramente sucedería. Lo lamentó; porque se dio cuenta de que ella era justo la clase de persona que había decidido que no era Tom, aun cuando no fuera una adúltera y él sí: ella era una persona que decía cosas, y que luego miraba a su alrededor y se preguntaba por qué las había dicho y qué consecuencias tendrían, y (a menudo) cómo podía escaquearse de hacer las cosas que había dicho que deseaba hacer. Era algo que jamás reconocería de sí misma, y ahora consideraba la posibilidad de que fuera verdad, quizá a causa de la traición de Tom. Pero ¿cómo era?, se preguntó mientras salían del restaurante y se iban a casa y a la cama. ¿Qué era ella exactamente? Seguramente, algo que cualquiera podía nombrar. Tenía que existir una palabra que lo definiera. Sólo que ahora no le venía a la cabeza.

A la mañana siguiente, viernes —tras la noche en Freeport—, desayunaron en Wiscasset, en una pequeña cafetería reluciente situada junto a un gran río verdoso, sobre el cual un puente de cemento de poca altura permitía un veloz tráfico entre el norte y el sur. La señal de bordes dorados que había a la entrada de Wiscasset decía que era EL PUEBLO MÁS BONITO DE MAINE, y el significado de eso parecía ser que había pocas casas, y que éstas eran grandes, blancas y de aspecto caro, con jardines manicurados y placas junto a las puertas delanteras donde se informaba a todo el mundo de cuándo se construyó la casa. Al otro lado del río, que se llamaba Sheepscot, unas veraniegas cabañas blancas moteaban la ribera boscosa. Eso era Maine: un lugar a pequeña escala, de abundantes vistas, enojosamente lejano, exclusivo y abarrotado. Nancy sabía que estaban cerca del océano, pero aún no lo había visto, ni siquiera desde el avión la noche anterior. Estaba claro que el Sheepscot era un estuario; las gaviotas volaban río arriba en la clara atmósfera de la mañana; había varias pequeñas y, al parecer, frágiles, barcas langosteras; unos cuantos barcos de vela permanecían anclados.

Cuando aparcaron y fueron andando a la cafetería, Tom se detuvo y, agachado, miró varios escaparates llenos de fotos de casas en venta, todas en color, y todas ellas pequeños edificios blancos de tejados verdes situados «a pocos minutos» de algún caudal de agua vagamente entrevisto al fondo. Todos los pueblos tenían nombres muy de Maine: Pemaquid Point, Passamaquoddy no sé qué, Stickney Corner. Las casas se parecían a las blancas cabañas veraniegas que había al otro lado del río, lugares de los que te hartabas al cabo de una temporada y que acababas volviendo a poner a la venta. Nancy era incapaz de decidir si eran caras o baratas, aunque Tom opinó que eran carísimas. Tanto daba. Ella no vivía allí.

Cuando Tom hubo mirado varios escaparates de inmobiliarias, se irguió y contempló el río que había más allá de la cafetería. Relucía el agua en la transparente atmósfera de septiembre. Tom tenía aspecto nostálgico, pero también parecía darle vueltas a algo. La brisa salobre le lanzaba el pelo contra la raya y revelaba que ya le raleaba.

—¿Estás pensando en comprar algo «a pocos pasos del océano»? —dijo ella para hacerse la simpática. Lo cogió del brazo. Tom era una persona entusiasta, y cuando se entusiasmaba con algo que resultaba estar fuera de su alcance a menudo se ponía triste, como si el mundo fuera un lugar sin esperanza.

—Estaba pensando que en este pueblo todo está ya descubierto —dijo—. Debimos venir hace veinte años.

—¿Te gustaría vivir en Wiscasset, o en Pissamaquoddy, o como se llame?

Miró calle abajo (estaban en la calle mayor, en cuesta) y vio una manzana en la que había tiendas de antigüedades con escaparates, una elegante charcutería, una tienda de muebles caros sobre la que había un bufete de abogados y una auditoría y asesoría financiera. También esos edificios exhibían placas con la fecha de su construcción. La década de 1880. No eran tan antiguos. En Harlingen había muchos edificios más antiguos.

—Ojalá hubiera pensado en ello entonces —dijo Tom. Llevaba unos pantalones cortos color tabaco, calcetines de lana, una camisa de loneta roja de Bean’s y zapatillas de deporte. Los dos vestían casi igual, sólo que ella llevaba un anorak azul y pantalones color caqui. Tom parecía un turista, no un ex policía, y eso, supuso Nancy, era lo que pretendía. A Tom le gustaba la idea de transformarse.

—Las vacaciones no son para lamentar cosas, ni siquiera para pensar en nada. —Le tiró del brazo. Le pareció que debía tomar la iniciativa. La calle que cruzaba el pueblo (la Route 1) ya estaba abarrotada, y el tráfico del puente comenzaba a ser lento—. La idea de estar de vacaciones consiste en dejar flotar tu espíritu en la brisa y sentirse libre y sin amarras.

Tom la miró como si se hubiera convertido en el objeto de su deseo.

—Muy bien —dijo—. Serás una magnífica esposa para alguien.

Pareció perplejo por lo que acababa de decir y comenzó a alejarse, como avergonzado.

—Ya soy la esposa de alguien —dijo ella mientras iba tras él intentando que sonara como un chiste, puesto que Tom había pretendido decir algo amable, y no había perjudicado a nadie.

Resultaba que siempre que algo andaba mal entre ellos ocurrían sucesos inesperados que apuntaban al problema, pero no lo identificaban. Se querían. Se conocían muy bien. Eran dos personas de buena voluntad que estaban casadas. Al final todo se podía perdonar: un desliz al hablar, un intento chapucero de hacer el amor, una conversación que no llevaba a ninguna parte o conducía al lugar equivocado. La cuestión era: ¿a cuánto ascendían realmente las reservas de cariño, amabilidad y consideración? ¿Y si no quedaban? Mientras bajaba la colina detrás de su marido, Nancy sintió la peculiar fuerza de haber pasado por la vida sólo una vez. Comprendió que aquellos tres días determinarían si tenía sentido esperar algo más que el mínimo. Era un misterio importante.

Dentro de la Cafetería Miss Wiscasset, Nancy le echó un vistazo al Down-East Pennysaver, cuya última página era de contactos. Hombres buscan mujeres. Mujeres buscan hombres. Al parecer, lo demás no era permisible. Nada de Hombres buscan hombres. Tom estudió el mapa que había cogido en el B&B y que contenía una útil guía «Maine de la A a la Z», en la que todo era una monótona variación en la que se jugaba con la palabra Maine: Sucesos Maincipales. Antigüedades Mainirrotas. Rebajas Mainíacas. Mainteresa colocarme. Maintenimiento de tejados. Nadie parecía capaz de olvidar el ingenioso nombre del lugar.

En el río, una gabarra de metal negra empujaba una draga flotante corriente arriba. La draga llevaba un inmenso balde suspendido de un cable al extremo de un brazo articulado. Todo aquello resultaba tan grande que parecía ridículo.

—¿Para qué crees que es eso? —dijo Nancy. La cafetería estaba llena de gente y había mucho ruido; olía a bacon grasiento y a tostadas con mantequilla.

Tom levantó los ojos del mapa y miró la draga. Cuando llegara al puente por el que la Route 1 sorteaba el río, no podría pasar. Era demasiado alta. Miró a su mujer y le sonrió como si no hubiera dicho nada y volvió a su «Maine de la A a la Z».

—Por si te interesa, todas las mujeres que buscan hombres o son «llenitas de más de cincuenta años» —dijo ella, olvidándose de la pregunta— o tienen dieciséis años y buscan una «figura paterna» que sea madura. En Maine hay unos cuantos hombres que se quedan con todas las mujeres.

Tom dio un sorbo a su café y arrugó el entrecejo. Tenían hasta el domingo, día en que cogerían el avión en Bangor. No sabían nada de Maine, pero habían hablado de ir en coche hasta Bar Harbor y el monte Katahdin, que habían oído decir que eran lugares bonitos. Nancy había propuesto visitar el parque nacional, una tonificante caminata, y luego nadar en el océano aprovechando los últimos días de verano, si el agua no estaba demasiado helada. Habían imaginado que las hojas ya estarían cambiando de color, pero no había sido así a causa de las lluvias de verano.

Tampoco eran capaces de decir exactamente la distancia que había entre un lugar y otro. Complicaban el mapa curiosas e irregulares penínsulas que se extendían hacia el sur, y la carretera las reseguía hasta su extremo para volver a subir. El trayecto en coche desde que salieron de Freeport se les había hecho largo, pero no habían cubierto mucha distancia. Todo ello hacía que te sintieras extranjero en tu propio país. Aunque siempre habían sido felices en el coche, ya en la época universitaria, cuando Tom tocaba la batería en una banda de rock y ella les acompañaba cuando tocaban fuera de la ciudad, y dormían en el coche y en moteles de diez dólares. En el coche la persona que eran realmente se abría al otro. Se bajaba la guardia. Se sentían libres.

—Hay una población llamada Belfast —dijo Tom, que miraba de nuevo el mapa—. No está lejos. Al menos, eso creo. —Volvió a mirar en dirección al río, donde la draga estaba dando media vuelta lentamente para poner de nuevo rumbo al océano—. ¿Has visto eso?

—No entiendo lo que significa eso de «levante abajo»[11] —dijo Nancy. En el Pennsysaver todo lo que no era un juego de palabras con «Maine» llevaba adosada la expresión «levante abajo». La página de contactos se llamaba «Se busca Levante Abajo»—. ¿Acaso significa que si sigues una de las penínsulas siempre hacia el sur acabas en el este?

Eso era algo que Tom debería saber. Fue idea suya ir allí en vez de pasar aquellas vacaciones en el lugar de la Costa Este que les gustaba. De pronto Maine había «tenido sentido» para él, algo vago relacionado con que fue donde se originó el país y con que ver el océano era una experiencia «primordial», y con haberse criado cerca del lago Michigan y que eso nunca le hubiera parecido ni remotamente primordial.

—Eso es lo que yo pensaba que significaba —dijo Tom.

—Entonces, ¿qué significa Maine?[12] ¿Maine qué? —preguntó. El Pennysaver no lo explicaba en ninguna parte.

—Eso lo sé —dijo Tom mientras observaba cómo daba la vuelta la gabarra y comenzaba a ir corriente abajo—. Significa mainland, tierra firme. En oposición a lo que es una isla.

Nancy miró a su alrededor buscando a la camarera. Estaba lista para ingerir el bacon grasiento y la tostada con mantequilla, y había encajado el Pennsysaver debajo del servilletero.

—Aquí tienen una gran opinión de sí mismos —dijo—. Parece que admiran virtudes que tú sólo comprendes a base de sufrir dificultad y confusión. Supongo que se trata del espíritu de Nueva Inglaterra. —Las virtudes de Tom, por supuesto, eran de ese tipo. Era perfecto si te estabas muriendo o te atracaban o te timaban: rasgos de carácter de un policía, y era útil en muchas otras cosas, aparte de mantener el orden—. ¿No fue en el estado de Maine donde a una mujer le disparó un cazador mientras tendía la ropa? ¿Porque llevaba guantes blancos, o algo así, y el cazador creyó que era un ciervo? No tienes por qué justificarlo, desde luego.

Tom le lanzó su reglamentaria mirada inexpresiva de policía. Era una expresión que su cara adquiría fácilmente, lo que relegaba su cara auténtica —normalmente franca y entusiasta— a algún remoto rincón. Se tomaba las injusticias de manera personal.

Nancy parpadeó, a la espera de que él dijera algo.

—Los lugares que no son raros no suelen ser interesantes —dijo Tom en tono solemne.

—Es mi primera mañana aquí —dijo Nancy sonriente.

—Quiero que veamos ese lugar que se llama Belfast. —Tom volvió a consultar el mapa—. Lo que dice el libro parece interesante.

—Belfast. ¿Como el sitio ese donde combaten?

—Aunque éste está en Maine.

—Estoy segura de que es maravilloso.

—Ya me conoces —dijo Tom, e, inesperadamente, le devolvió la sonrisa—. Siempre optimista.

Volvía a mostrarse entusiasta. Quería que el viaje valiera la pena. Y tenía toda la razón: era demasiado pronto para las desavenencias. Eso ya vendría después.

A principios del invierno anterior Tom se fue de casa y se instaló solo en un apartamento, un deprimente caos de paredes blancas prefabricadas que formaba parte de un nuevo complejo situado en un amplio bulevar, frente a un centro donde había fábricas y tiendas y junto al aparcamiento de una enorme clínica veterinaria en la que día y noche se oía ladrar y aullar a los perros.

La marcha de Tom fue, calculadamente, nada dramática. Incluso él se mostraba reacio y, en cuanto se hubo ido, Nancy sintió mucho no verle, no dormir a su lado, no tenerle para charlar. Algunos días, cuando volvía del despacho, Tom estaba en la cocina, bebiendo una cerveza o viendo la CNN mientras calentaba algo en el microondas, como si estuviera bien vivir en otra parte y luego aparecer como un recuerdo. A veces Nancy encontraba la puerta del cuarto de baño cerrada, o se topaba con él en el sótano, o de pie en el patio trasero mirando los arriates de hortensias como si considerara escardarlas.

—¡Ah, eres tú! —exclamaba.

—Sí —respondía Tom, que parecía no estar del todo seguro de cómo había ido a parar allí—. Soy yo.

A veces Tom se sentaba en la cocina y hablaba de lo que hacía en el estudio. A veces le traía un nuevo juguete que había hecho: una estrella fugaz llena de color sobre un pedestal, o un nuevo Perro Wagner en colores más vivos. Hablaban de Anthony, que estaba en Goucher. Generalmente, cuando iba, Nancy le preguntaba si se quedaría a cenar. Y Tom le sugería que salieran, que él «aflojaría la mosca». Pero no era eso lo que ella quería. Quería que se quedara. Le echaba de menos en la cama. Lo cierto es que nunca habían hablado de separarse. Tom hacía las cosas por razones que no explicaba. Su marcha había parecido casi natural.

Cada vez que volvía a casa, sin embargo, ella intentaba ver a Tom Marshall de una manera que quería ser nueva, verle como a un desconocido; intentaba decidir otra vez si era tan guapo, o si era distinto del hombre al que ella se había acostumbrado en esos veinte años; intentaba averiguar si seguía siendo un hombre de buena voluntad o incluso tan larguirucho y de miembros tan largos como se había acostumbrado a creer. Si verdaderamente tenía temperamento de artesano y era amable, o si no era más que un cascaciruelas o un gilipollas con el que se había casado de manera insensata. Consideró la posibilidad de tener una aventura con otro: un colega, o un chico de reparto. Pero eso parecía demasiado mecánico, demasiado problemático, y el resultado era predecible. El castigo de Tom tendría que ser que ella se planteara tener una aventura y expresara su libre albedrío sin decírselo. Un día, mientras estaba en la sala de espera del dentista, leyó que la mayoría de las mujeres cambiaban radicalmente la opinión que tenían de sus maridos tras haber pasado un tiempo sin ellos. Exceptuando las mujeres que eran de natural conciliadoras y dadas a perdonar, y que por tanto preferían no estar separadas. De hecho, a las mujeres les parecía fácil, incluso deseable, engañarse acerca de muchas cosas, pero sobre todo acerca de los hombres. Según el autor del artículo —un psicólogo—, las mujeres no tenían remedio.

Sin embargo, tras cada nueva evaluación, Nancy decidía que Tom Marshall era realmente todo lo que ella siempre había pensado, y que las razones que se había dado para explicar por qué le amaba seguían siendo válidas. Tom era bueno; y estar separada de él no era bueno, aun cuando ella pareciera capaz de adaptarse a estar sola e incluso le fuera muy bien. Nancy, simplemente, tendría que apañárselas como mejor pudiera. Porque lo que Nancy sabía, y suponía que Tom también lo entendía, era: estaban juntos en un extraño lugar; se hallaban sobre un territorio emocional incierto que podría poner a prueba quiénes eran exactamente como seres humanos, y a lo mejor hacía falta examinar nuevas facetas del diamante.

Se trataba de una situación muy diferente de aquellas a las que se enfrentaba diariamente en la oficina del defensor del pueblo, y de aquellas a las que Tom se había enfrentado cuando era policía: problemas preconcebidos, muy dramáticos e irreparables, donde las cosas se descontrolaban muy rápidamente, y donde la gente acababa en el tribunal o en las duras manos de la ley como último recurso para solucionar las dificultades de la vida. Nancy creía que si la gente no dramatizara tanto, si fuera más flexible, pensara por su cuenta y se controlara, entonces las cosas irían mucho mejor. Aunque para algunas personas eso debía de ser difícil.

Nancy se había quedado bastante impresionada por cómo había sabido manejar la situación después de que Tom admitiera que se había follado a Crystal d’Amato (su verdadero nombre). En cuanto Tom hubo dejado claro que no pensaba seguir con Crystal, comenzó a respirar tranquila casi de inmediato. Por ejemplo, se dio cuenta de que no le provocaba una terrible tensión imaginarse a Tom con el culo al aire encima de Crystal allí donde lo hicieran (Nancy imaginaba un gran lienzo blanco manchado de pintura). Y tampoco le daba mucha importancia a la traición de Tom. No era realmente una traición; Tom era un buen hombre; ella era una adulta; la traición tenía que significar algo peor que no había sucedido. En cierto sentido, cuando observaba a Tom con la mirada bondadosa e inquisitiva con que lo hacía ahora, el que se hubiera follado a Crystal era una de las cosas que más entendía de las que le pasaban últimamente.

Y, sin embargo, a medida que se acercaba la primavera y Tom seguía en los Apartamentos Larchmere —preparándose unas miserables comidas, mirando su diminuta tele, llevando la ropa a la lavandería del sótano, yendo a su estudio en la cooperativa—, también se dio cuenta de que todo el edificio de su vida comenzaba a adquirir una forma más concreta y a volverse más pequeño. Igual que una caja valiosa que cae al mar en la tersa estela de un trasatlántico. Quizá era una crisis. Quizá se amaban bastante, incluso muchísimo. No obstante, la fuerza más poderosa que les mantenía juntos no era el amor, se dijo, sino una curiosidad compartida acerca de cuál era su situación, y la novedad de que ninguno de los dos tenía nada seguro.

Pero mientras Tom había permanecido lejos de casa, aparentemente afable y equilibrado, ella había comenzado a experimentar un reflujo, que algo se le escapaba, como el agua que se filtra de un recipiente agrietado y lo deja como estaba antes, vacío. Había que reconocer que eso no era del todo bueno. Y, sin embargo, a lo mejor obedecía al curso natural de la vida. Se sentía aislada, cierto, pero aislada de una manera triunfal, como si al estar sola y seguir adelante con su vida estuviera logrando algo. Se sentía inexpugnable y fuerte… aunque tampoco es que nadie quisiera asediarla; aunque se hacía sin cesar una pregunta a la que no encontraba respuesta: ¿cuál era la naturaleza de esa fuerza, y qué diantres hacías con ella estando sola?

—¿Dónde está Nueva Escocia? —preguntó Nancy, que miraba el mar. Desde que salieron de Rockland, en la Route 1, hacía una hora, había comenzado a vislumbrar el océano, su superficie serena, densa, casi de un azul poco convincente, que rodeaba unas islas grandes, nítidas y boscosas, a las que según Tom sólo se podía llegar en ferry, y que era donde los ricos se retiraban en verano para no pasar calor.

—Eso es un universo paralelo —dijo para indicar que no aprobaba ese tipo de vida. Tom sentía afinidad con los estilos de vida que consideraba auténticos. Era su actitud de policía convencional. Tenía en alta consideración a los habitantes de Maine que en verano alquilaban sus casas junto al mar por una suma considerable y con ella pagaban sus facturas de todo el año. Para Tom eso era auténtico.

Ahora Nancy estaba pensando en Nueva Escocia, porque sería realmente exótico ir allí, más allá de aquellas islas verdes y bien delimitadas. Aunque era incapaz de adivinar hacia qué dirección estaba mirando. Si estabas en la Costa Este, y mirabas al océano, lo normal es que eso fuera el este. Pero le parecía que eso no funcionaba en Maine, donde las distancias eran más largas de lo que parecían en el mapa, donde uno se sentía muy lejos de todo, y donde existía ese «levante abajo» que uno no sabía lo que significaban. Quizá estaba mirando hacia el sur.

—No puedes verla. Está lejos de aquí —dijo Tom refiriéndose a Nueva Escocia. Al tiempo que conducía le echaba rápidos vistazos al mar. Habían atravesado Camden, atiborrada de turistas que paseaban por las calles soleadas ataviados con ropas caras y llamativas y entraban y salían en tropel de las mismas tiendas caras que habían visto en Freeport. Habían pensado que después del Día del Trabajo [13] ya no habría turistas, pero se habían equivocado.

—Tengo la sensación de que seríamos más felices si fuésemos allí —dijo Nancy—. Canadá no está tan abarrotado.

Una extensa zona de tierra boscosa se extendía más allá de un amplio canal de agua azul que, afirmó Tom, era la bahía de Penobscot. Aquella masa boscosa era Islesboro, y Tom dijo que también era una isla, y que los ricos vivían en ella en verano y no pasaban calor. Allí John Travolta tenía su propio aeropuerto. Nancy se puso a cavilar ante la extensa y uniforme costa de la isla. Qué raro era pensar que John Travolta estaba allí en aquel momento. ¿Haciendo qué? Era hermoso pensar que eso era Nueva Escocia, igual que estar en medio de un prado observando las formas de las nubes que imitan a las montañas hasta que tienes la sensación de que estás en las montañas. Un abogado de su oficina dijo que Maine poseía una bella costa, pero que lo demás era como Michigan.

—Nueva Escocia está a doscientos cincuenta kilómetros al otro lado de la bahía de Fundy —dijo Tom, optimista por alguna nueva razón.

—Una vez, en el instituto, hice una redacción sobre Nueva Escocia —dijo Nancy—. Aún hablan francés, y es una zona bastante atrasada, y les tienen poco aprecio a los americanos.

—Igual que en el resto de Canadá —dijo Tom.

La Route 1 seguía la costa ciñéndose a las curvadas laderas de elevadas colinas cubiertas de árboles que esporádicamente ofrecían extensas e imponentes vistas de la bahía que había abajo. Sobre la superficie de puro azul del mar se veían unos cuantos veleros blancos, aunque durante toda la mañana el viento había sido escaso.

—No estaría mal vivir aquí —dijo Tom. No se había afeitado, y se frotó la palma contra la pelusa oscura. A cada minuto se le veía más feliz.

Nancy lo miró llena de curiosidad.

—¿Dónde?

—Aquí.

—¿Vivir en Maine? Pero si hace un frío de muerte, menos hoy. —Nancy y Tom se habían criado en las afueras de Chicago; ella en Glen Ellyn, él en Evanston, un barrio bastante bajo. La primera cosa en la que estuvieron de acuerdo fue en que odiaban el frío. Decidieron que Tom se hiciera policía en Maryland porque el clima era templado. Los sentimientos de Nancy no habían cambiado—. ¿Y adónde irías los dos meses que les alquilaras tu casa a los primos de los Kennedy para poder permitirte vivir aquí congelado todo el invierno?

—Me compraría un barco. Me iría a navegar.

Tom estiró sus largos brazos y aflojó la presión con que agarraba el volante. Tenía una salud envidiable. Jugaba al baloncesto, iba en bicicleta a su estudio, hacía flexiones en su apartamento cada noche antes de meterse en la cama solo. Y desde que se había ido de casa parecía estar más sano, más sereno, más optimista, aunque, supuestamente, se había ido a vivir a un par de kilómetros de su casa, a un apartamento de mierda, para hacerla más feliz a ella. Nancy miró con desaprobación las diminutas velas blancas que había sobre el fondo azul de agua, justo delante de la isla impecablemente cubierta de verde donde los veraneantes se sentaban en sus extensos porches blancos y observaban el mundo de los pobres a través de sus caros telescopios. No le parecía una perspectiva halagüeña. El mes pasado, como abogada de oficio, había defendido a un asesino, a dos bellas hermanas adolescentes acusadas de sodomizar a su hermano, a una simpática secretaria que, porque era obesa, se había convertido en objeto de bromas en una oficina llena de gays, y a una mujer ya mayor, japonesa, que tenía en su casa noventa y seis gatos, y a la que sus vecinos consideraban, y con razón, demente y un peligro para la salud. Con el tiempo, la obesa secretaria, que era de Filipinas, acabó apuñalando a un gay hasta matarlo. ¿Cómo podías dejar todo eso e irte a vivir a Maine con un hombre que, al parecer, no quería vivir contigo, y luego meterte en un barco durante los dos meses que no nevaba? Corrían tiempos extraños, preñados de elecciones interesantes.

—Quizá podrías convencer a Anthony para que se venga contigo —dijo Nancy, que pensó de nuevo, plácidamente, que Islesboro era Nueva Escocia y que allí todo el mundo hablaba francés y mal de los americanos. Había estado a punto de decir: «Quizá podrías convencer a Crystal de que viniera y follara contigo en el yate.» Pero no era eso lo que sentía. Envenenar una conversación completamente inofensiva con algo desagradable que ni siquiera pensabas era lo que hacía la gente a la que ella defendía, y era lo que destrozaba sus vidas. Ni siquiera estaba segura de que él la hubiera oído mencionar a Anthony. A lo mejor estaba hablando en susurros.

—Hay que tener la mente abierta —dijo Tom, y le dirigió una sonrisa para animarla.

—No puedo —dijo Nancy—. Soy abogado. Tengo cuarenta y cinco años. Creo que cuando nací los ricos ya habían robado las mejores cosas, y no sólo hace veinte años en Wiscasset.

—Eres dura —dijo Tom—, pero has de permitirme que te conquiste.

—Ya lo hiciste, te lo dije —dijo Nancy—. Soy tu mujer. Eso quiere decir que ya me conquistaste. O antes era así. Tú ganas.

Ese era el punto de vista de Tom, por supuesto, el punto de vista entusiasta del que ha sido detective de atracos durante toda la vida: siempre había que conquistar a los demás y convencerles que vieran las cosas desde una perspectiva mejor; el espíritu crítico de uno siempre mayor o menor que el de otra persona; siempre había alguien que hacía el papel de aguafiestas. Pero ella no era una aguafiestas. Era él quien se había follado a Crystal. Era él quien había hecho las maletas y se había ido. Eso no la convertía a ella en una aguafiestas. Aunque nada de todo eso había convertido a Tom Marshall en una mala persona merecedora de castigo. Simplemente, no compartían un punto de vista: el de Tom era ponerse sentimental al considerar aquella pérdida y compadecerse; el suyo era no buscar los extremos, aun cuando eso significara hacer caso omiso de lo obvio. Se preguntó si Tom le habría oído decir que ya la había conquistado. Él ahora ya pensaba en otra cosa, en algo que le gustaba. No podías culparlo.

Cuando miró a Tom, vio que tenía los ojos clavados en ella, como si le hubiera dicho algo y no le hubiera respondido.

—¿Qué? —dijo ella, y se apartó un mechón de pelo de los ojos. Le miró fijamente—. ¿Ves algo que no te gusta?

—Estaba pensando en una frase que solíamos repetir cuando empecé a trabajar en la policía. «El drama interesante ocurre cuando el delincuente dice algo que es cierto.» La oíste en alguna clase a la que asistías. No recuerdo cuál.

—¿Acabo de decir algo que es cierto?

Tom sonrió.

—Estaba pensando que en todos los años en que estuve en la policía ninguno de mis delincuentes dijo nada que fuera verdad ni tampoco interesante.

—¿Echas de menos encontrarte cada día con tus delincuentes?

Era la pregunta clave, por supuesto; la que no se le había ocurrido hacerle un año atrás, cuando el problema con Crystal. La cuestión de su espectacular pérdida de vocación profesional. La esposa tenía que ocupar el lugar de los delincuentes perdidos.

—Ni hablar —dijo él—. Ahora me lo paso bomba.

—¿Te gusta más vivir solo?

—No considero que lo de ahora sea «vivir solo».

—Entonces ¿cómo lo consideras?

—Creo que estamos esperando —dijo Tom muy serio—. Esperando que pase un momento muy largo. Y que luego seguiremos.

—¿Y cómo llamaríamos a ese momento? —preguntó ella.

—No sé. Un momento de readaptación, quizá.

—¿Readaptación exactamente a qué?

—¿Del uno al otro? —dijo Tom; su voz se volvió absurdamente aguda al final de la frase.

Se acercaban a una población. BELFAST, MAINE. Pasaron junto a una señal blanca y negra que señalaba los límites del municipio. FUNDADO EN 1772.CENTRO EMPRESARIAL DE MAINE. Comenzaban las casas. La carretera bajaba lentamente hasta el nivel del mar. El tráfico se hacía más lento a medida que los aledaños de la carretera se poblaban de moteles, zapaterías, alfarerías, pequeños astilleros donde vendían elegantes veleros de madera: los signos de la actividad empresarial.

—No sabía que tuviésemos que readaptarnos —dijo Nancy—. Me sentía feliz si seguíamos adelante. No estaba furiosa contigo. Y no lo estoy. Aunque tu manera de ver las cosas me hace sentir un poco ridícula.

—Pensaba que eras tú quien lo quería —dijo Tom.

—¿Qué suponías que quería? ¿Una oportunidad para sentirme ridícula? ¿O un periodo de readaptación? —Pronunció esta palabra de un modo que le pareció estúpido—. ¿O acaso eres un completo memo?

—Creía que necesitabas un poco de tiempo para reconocer el terreno.

A Tom le había molestado que lo llamara memo. Entre ellos era un viejo lenguaje en clave de Chicago. Una vieja expresión de disgusto.

—Jesús, ¿por qué hablas así? —dijo Nancy—. Aunque supongo que debería saber por qué, ¿no?

—¿Por qué? —dijo Tom.

—Porque es una chorrada, y por eso parece una chorrada. Lo que es cierto es que tú te fuiste de casa por tus razones particulares, y ahora intentas decidir si estás harto de vivir solo. O de mí. Pero, hagas lo que hagas, quieres echarme la culpa. —Nancy le sonrió con fingido asombro—. ¿Te das cuenta de que eres una persona adulta?

Tom bajó un momento la mirada, y a continuación levantó la vista y la miró con desprecio. Seguían avanzando, aunque la Route 1 tomaba una carretera de circunvalación recién pavimentada hacia la izquierda, y Tom giró para adentrarse en la ciudad de Belfast propiamente dicha, que en una milésima de segundo se transformó en una bonita y acogedora población de enormes residencias de estilo Victoriano, colonial, federal y helénico asentadas en medio de extensos terrenos que formaban una calle antigua y llena de baches, cubierta por las ramas de altos olmos, con un par de agujas de iglesia fuertemente ancladas en el cielo todavía de verano.

—Me doy cuenta de ello. Te aseguro que sí —dijo Tom, como si esas palabras tuvieran más impacto del que ella pudiera percibir.

Nancy meneó la cabeza y miró la calle bordeada de árboles, a cuya derecha estaban construyendo una ampliación del hospital, una edificación de ladrillo de dos plantas y aspecto colonial. Un nuevo aparcamiento. Un nuevo pabellón de oncología. Una pista de aterrizaje para helicópteros. Trabajo para todos. Más allá del hospital había una moderna escuela con muchas ventanas llamada Margaret Chase Smith, donde los equipos deportivos, indicaba el cartel, se llamaban los SOLONES. Alguien, para hacerse el gracioso, había escrito encima MAMONES con pintura color rojo sangre que había dejado abundantes churretones.

—Hay una escuela nueva muy bonita llamada Margaret Chase Smith —dijo Nancy para cambiar de tema y no hablar más de los períodos de readaptación y del fracaso de hablar con franqueza—. Fue una de mis primeras heroínas. Hizo un valiente discurso en contra del macarthysmo y fue una abanderada del compromiso y la conciencia cívicos. Por desgracia, era republicana.

Tom no dijo nada más. Le gustaba tan poco discutir como que lo pillaran diciendo chorradas. Era una extraña cualidad. Nancy lo admiraba por ello. Sólo que, posiblemente, ahora estaba comenzando a decir chorradas. ¿Cómo había ocurrido?

Llegaron al centro de Belfast, a una zona anodina donde las calles enlosadas subían en cuesta junto a edificios comerciales de antiguo ladrillo rojo. Pocas tiendas se habían modernizado; algunas estaban cerradas, aunque los aparcamientos en diagonal estaban todos ocupados. Al pie de la colina había un pequeño puerto con un muelle y unos hermosos veleros en sus amarraderos. La marea estaba baja. Aquel pueblo estaba en transición. Aunque no estaba segura de qué a qué.

—Me gustaría comer algo —dijo Tom, muy serio, y puso rumbo al puerto.

Nancy ya sabía que al final de la calle aparecería un restaurante de pescado, con vistas al mar agradables, pero no espectaculares, a través de las persianas bajadas, donde servirían una comida horrible en platos de plástico blanco, y donde los manteles individuales de papel tendrían dibujado un faro o un frailecillo. Ser culto, saber leer, consistía en conocer esas cosas.

—Por favor, no te enfades —dijo ella en tono cansino—. He tenido un mal momento. Lo siento.

—Intentaba no decir ninguna inconveniencia —dijo él, irritado.

—Ya lo sé —dijo ella.

Se le ocurrió cogerle de la mano. Pero ya casi habían llegado delante del restaurante que ella había imaginado: una cabaña de conglomerado verde con un gran letrero rojo y blanco que rezaba COMIDAS MARINERAS encarado a la bahía de Penobscot, tan pintoresco, reluciente e impoluto que casi molestaba.

Almorzaron en una larga mesa con bancos adosados, llena de manchas y cubierta con un hule, que daba al puerto de Belfast. Comieron caldereta de langosta. Nancy tomó una cerveza para sentirse mejor. La brisa del océano, cálida y con olor a pescado, se filtraba entre las persianas y hacía volar los salvamanteles y las servilletas de papel. No había mucha gente comiendo. Casi todas las mesas y sillas del local —que era como un gran porche con persianas— estaban apiladas, y un letrero escrito a mano colocado junto a la caja registradora indicaba que dentro de una semana el local cerraría y no volvería a abrir hasta pasado el invierno.

Después de la discusión en el coche, Tom siguió de mal humor, y sólo a regañadientes mencionó que Belfast era una de las últimas poblaciones «sin descubrir» de la costa. En Camden y más al este, en dirección a Bar Harbor, los ricos ya lo habían comprado todo. Las transacciones inmobiliarias se realizaban entre propietario y comprador, utilizando bufetes de abogados de Filadelfia y Boston. Los agentes de la propiedad no participaban en esas operaciones. Mencionó a los Rockefeller, los Harriman y los Fisk. Dijo que en Belfast, de todos modos, el desarrollo se había visto obstaculizado por ciertos problemas medioambientales: había una granja de pollos que hacía décadas que polucionaba la bahía, de modo que los aficionados a la vela de más postín ni se acercaban. En una ocasión, dijo, el puerto que ahora parecía tan bonito quedó cubierto de plumas de pollo. No parecía muy verosímil. A través de la polvorienta persiana, Tom observó el parque desolado que había al lado del mar, delante del restaurante. Habían construido una pista de baloncesto de asfalto, y un par de chavales blancos y regordetes lanzaban a canasta con las dos manos y hacían torpes regates. Al otro extremo había una zona de juegos para niños completamente desierta.

—Por ahí —dijo Tom, con la cuchara de plástico entre el índice y el pulgar, señalando hacia el parque vacío y cubierto de hierba. Daba la impresión de que antaño había habido allí algo grande—. Ahí es donde estaba la granja de pollos, justo al lado del puerto. El estado, finalmente, la cerró.

Tom arrugó sus pobladas cejas, como si aquello fuera muy serio.

Un camino de asfalto rodeaba la zona de hierba. Un hombre que iba en una silla de ruedas plateada entraba en ese momento en el camino; había salido de una camioneta aparcada en lo alto de la colina. Comenzó a recorrer el camino circular haciendo avanzar la silla pacientemente, mientras una niña se ponía a retozar en la hierba, y una joven —sin duda, su madre— se les quedaba mirando desde la camioneta.

—¿Cómo sabes todo eso? —dijo Nancy, que miraba al hombre que hacía avanzar la silla de ruedas.

—Me lo contó un tipo, Mick, de la cooperativa de Bangor. Dijo que ahora era el momento de comprar una propiedad aquí. En seis meses los precios serán prohibitivos. Es una suerte de último bastión.

A pesar de la distancia, el hombre que iba en silla de ruedas parecía una persona joven; sólo se veía claramente que era un hombre grande y voluminoso. Hacía avanzar la silla sin ninguna prisa especial, y seguía aquel camino circular a su propio ritmo. Nancy supuso que la niña y la mujer eran su familia, y se lo pasaban lo mejor que podían en aquel parque feo y desolado mientras él llevaba a cabo sus ejercicios. No había duda de que también eran turistas.

—¿Eso te parece horrible? ¿Que las cosas se vuelvan caras? —Aspiró el fuerte olor a pescado procedente de las turbias aguas del puerto. El sol se había desplazado, de modo que levantó una mano para taparse la cara—. No estarás en contra del progreso, ¿verdad?

—Me gusta la idea de la transición —dijo Tom en tono confidencial—. Crea una sensación de posibilidad.

—Estoy seguro de que eso mismo es lo que piensan los Rockefeller y los Fisk —dijo Nancy. Se dio cuenta de que lo decía por discutir, cosa que, en el fondo, no deseaba—. Compran barato, venden caro, y dejan un bonito cadáver. Así no es como va la cosa, ¿verdad?

Sonrió con la esperanza de que su sonrisa fuera contagiosa.

—¿Por qué no damos un paseo?

Tom apartó su cuenco de plástico de sopa de pescado tal como lo hacen los policías acostumbrados a comer con cucharas grasientas. Cuando iban a la universidad, Tom no comía de aquella manera. Años atrás, era de modales refinados en la mesa, comía sin prisas y disfrutaba. A causa de la influencia irlandesa de su madre. Ahora comía inquieto, no se fijaba en la comida, y su madre estaba muerta. Aunque su manera de comer actual casaba mejor con su carácter. No era que no pareciera él mismo. Lo parecía.

—Estaría bien dar un paseo —dijo, contenta de marcharse; echó una última y prolongada mirada al puerto y al parque, donde el hombre de la silla de ruedas seguía dando vueltas lentamente—. Los viajes se hacen para buscar cosas, ¿verdad? —Buscó a Tom con la mirada, pero ya estaba en la caja, dándole la espalda—. En efecto —dijo, respondiendo a su propia pregunta, mientras salía del local.

Recorrieron las calles de Belfast; subieron hasta la cima de la colina por un sendero de losas y pasaron ante los pulcros comercios de la zona, entre los que había una ferretería, un cine cerrado, una caja de ahorros, un banco, un bar de moteros, un par de inmobiliarias bastante antiguas, varios bufetes de abogados y una barbería de una sola silla, con el escaparate abarrotado de fotos de adolescentes, clientes de años pasados. Un joven delgado con una coleta y su novia hippie sacaban grandes cajas de cartón de una furgoneta y las llevaban a una de las fachadas de cristal. Algo nuevo estaba ocurriendo. Junto a una zapatería habían instalado una panadería macrobiótica cuya señal era una gran hogaza de pan que parecía real. Al lado había una galería de arte. No era una población desagradable, y no se resignaba a esperar lo que probablemente llegaría pronto. Comprendió por qué le gustaba a Tom.

Desde lo alto de la colina se veía una zona más grande del puerto, pues era la boca de otro estuario por el que desembocaba en la bahía un pequeño caudal que discurría a lo largo de un muro de contención. Un alto puente de hierro, cosecha de los años treinta, cruzaba el río igual que lo hacía el puente de Wiscasset, aunque en Belfast todo era más pequeño, menos imponente, menos espectacular: la gran bahía azul, amplia e inerte, era, simplemente, otro parque, estéril, sin peces, que pronto se dedicaría a provechosos usos alternativos. Nancy se dijo que era lo que pasaba con todo. La presencia de una fábrica de olor pestilente, o de una curtiduría tóxica, o de una fábrica de cemento casi parecía algo deseable, algo que recordar con afecto. Tom no pensaba de ese modo.

—Es bonito esto, ¿verdad? —dijo Nancy para hacerse compañía. Se había quitado el anorak y se lo había atado alrededor de la cintura, a lo turista. La cerveza la hacía sentirse ágil, contenta—. ¿Todavía vamos levante abajo?

Se habían detenido delante del escaparate de otra inmobiliaria. Tom estaba otra vez inclinado estudiando las hileras de instantáneas. El paseo la había hecho entrar en calor, pero, ahora que se había quitado el jersey, la brisa de la bahía producía un agradable escalofrío soleado.

Otro autocar Conant llegó al semáforo del pequeño cruce central; era rojo y blanco, igual que los que transportaban a los consumidores japoneses que habían entrado en Bean’s la noche anterior. Todas las ventanillas del autobús estaban oscurecidas, y cuando dobló la curva y comenzó a subir pesadamente la colina de vuelta a la Route 1, no pudo ver si los pasajeros eran asiáticos, aunque supuso que sí. Recordó haber pensado que esas personas sabían algo que ella ignoraba. ¿Qué era?

—¿Alguna vez piensas en lo que piensa la gente que va en autocar cuando mira por la ventanilla y te ve? —dijo mientras observaba cómo el autocar se estremecía al cambiar de marcha para subir la colina y parecía ir a embestir el letrero azul de un concesionario Ford.

—No —dijo Tom, que aún miraba las fotos de las casas en venta.

—Sólo quería oírte decir: «Eh, pienses lo que pienses de mí, te equivocas. Aquí estoy tan fuera de lugar como tú.» —Se llevó las manos a las caderas, complacida por aquella sensación de hablar sin que nadie la escuchara. Se sintió de nuevo aislada, ignorada, como si durante un breve instante hubiera alcanzado otro de esos momentos en que se sentía a gusto y feliz. Fue un momento magnífico en la medida en que no surgió de ningún estímulo aparente, y estaba claro que no duraría. Aunque allí estaba. Aquella pequeña población asediada le había proporcionado un momento agradable. El gran error sería intentar aferrarse a aquella sensación y tratar de mantenerla para siempre. Bastaba con saber que estaba a su alcance. —Lo raro no es —dijo encarada a la bahía de Penobscot— que te vean, sino darte cuenta de que no te ven como eres en realidad. ¿Significa eso que…?

Dio media vuelta y miró a su marido.

—¿Qué es lo que significa?

Tom se había incorporado y la estaba mirando, como si estuviera hechizada. Le puso una mano en el hombro y suavemente la atrajo hacia sí.

—¿Significa eso que no formas parte de tu vida real?

Nancy, simplemente, estaba adornando una sensación muda, haciendo lo que hacen los casados.

—Tú sí —dijo Tom—. Nadie diría eso de ti.

Qué lástima, pensó ella, que el autobús de turistas no pasara cuando él la rodeaba con el brazo, y no vieran a un auténtico matrimonio dando un paseo veraniego por una calle soleada. Ésa habría sido una definición casi exacta.

—Me gustaría formar más parte de la mía —dijo Tom, como si la idea le hubiera entristecido.

—Bueno, lo estás intentando.

Nancy le dio unos golpecitos en la mano que le había puesto en el hombro, y notó su olor cálido y levemente sudoroso. Familiar. Grato.

—Vamos a ver cómo están de casas —dijo Tom, que miraba por encima de la cabeza de Nancy hacia lo alto de la colina, donde las calles residenciales se alejaban bajo un dosel de viejos olmos y arces, y las fachadas de las casas tenían un aspecto blanco y opulento al sol de la tarde.

Mientras caminaban por las estrechas calles, pendientes y sombreadas, de pronto pareció que a Tom algo le rondaba por el caletre. Se puso a dar largas zancadas de agrimensor sobre las losas rotas de la acera, como si organizara unos principios ya formulados antes de aquel día. Sus pantorrillas, que ella admiraba, eran duras y estaban bronceadas, pero la cojera provocada por el disparo era más perceptible ahora que andaba con las manos a la espalda.

A Nancy le gustaron las casas, casi todas más bonitas y mejor equipadas de lo que esperaba, más bonitas que la hermosa casa azul donde había vivido con Tom, donde aún vivía. Casi todas ellas eran agradables variaciones de los conceptos básicos del estilo helénico, aunque con persianas verdes y elegantes porches en curva de dos peldaños, alguna esporádica azotea con balaustradas, y jardines en cuesta en los que había nogales americanos, viejos arces, tupidos rododendros y arriates manicurados de euforbias. No muy distinto de lo que se veía en los barrios elegantes del este de Maryland. Le alegraba ir a pie cuando normalmente irían en coche, lo prefería a llegar y marcharse, cosa que ahora parecía provocar malentendidos y una irritabilidad que ya habían experimentado. Agradecía esos ratos del viaje en los que llegabas a alguna parte y todo dejaba de moverse y cambiar. Seguía sintiendo el rescoldo de la agradable sensación de aislamiento experimentada un rato atrás. Aunque no era una pura sensación de aislamiento, pues Tom estaba presente; se trataba más bien de estar sola con alguien a quien conocías y amabas. Eso era lo ideal. Eso era el matrimonio.

Tom había comenzado a hablar de la «vida con previsión»; esa manera de vivir, decía, que te hacía prestar atención a los errores que habías cometido y que no parecía que fueran a ser errores antes de cometerlos, pero que, al mirar atrás, estaba claro que eran errores. A veces errores muy graves. La «vida con previsión» significaba que te esforzabas por sentir, de manera anticipada, lo que sentirías luego.

—Así evitas grandes calamidades —dijo Tom, muy serio—. Es lo que, supuestamente, debes aprender. Consiste en ser adulto, supongo.

Nancy se dio cuenta de que, de manera indirecta, pero no muy sutil, estaba hablando de Crystal-como-se-llamara. Qué pena, se dijo Nancy, que pensara tanto en eso.

—Pero ¿no crees que obrando de ese modo echarías de menos algunas cosas que podrían gustarte?

Naturalmente, ella hablaba en favor de que Tom se follara a Crystal, en favor de las grandes calamidades. Sólo que no importaba gran cosa. En aquel momento estaba más interesada en imaginar cómo sería la calle en que estaban, Noyes Street, en pleno invierno. Todo blanco, una violenta galerna procedente de la bahía, un intenso frío que paralizaría cualquier actividad. Algo inconcebible en aquel idílico final de verano. Ahora, sin embargo, era la época en que la gente compraba casas. Luego vendría la época en que lo lamentarían.

—Pero cuando piensas en las vidas de los demás —dijo Tom mientras caminaban—, ¿no te parece siempre que ellos cometen menos errores que tú? Los demás siempre parecen comprender las cosas con más claridad.

—Qué pensamiento más raro para un policía. ¿No se supone que tú has de comprender perfectamente lo que es la rectitud?

Vaya conversación estúpida, pensó Nancy mientras miraba Noyes Street abajo, en la dirección donde ella calculaba que estaba su ciudad, a cientos de kilómetros hacia el sur, donde ella representaba la ley, defendía a los pobres y a los desamparados.

—Nunca fui un policía muy bueno —dijo Tom, que se detuvo a contemplar una pequeña y prístina mansión estilo federal con urnas de adorno griegas a ambos lados de su puerta principal, alta y blanca. Un olor dulce llegaba del césped, segado aquella mañana. Las huellas de la segadora aún estaban marcadas en él. Su propietario estaba de pie dentro de la casa y los observaba desde una ventana con maineles. En otra calle se oía una sierra mecánica que funcionaba y se paraba, y también les llegaba el sonido de más de un martillo metálico golpeando clavos, y voces de hombres que charlaban y reían sobre un tejado. Todo el mundo ultimaba sus preparativos para el invierno.

—Simplemente, no eras como los demás policías —dijo Nancy—. Eras más amable. No creo que los demás cometan menos errores. El envés de la gente siempre es más turbio que lo que vemos. Yo acepto los dos lados.

El aire tenía un olor cálido e intenso, como si la madera, la hierba y la pizarra exudaran una dulce neblina en aquellas horas de indolencia. Nancy se preguntó si Tom estaba intentando, a su laborioso estilo, encontrar la manera de revelarle algo que no sabía, una nueva Crystal, o algo extraordinariamente desagradable que exigía echar a perder aquella tarde casi perfecta para llevar a cabo su nefasto deber. Esperaba equivocarse. Aunque una vez te han revelado algo así, siempre esperas que la cosa se repita. Pero pensar en algo no quiere decir que ese algo te importe. Ésa era una lección útil que había aprendido en la práctica de la abogacía, una lección que te permitía volver a casa por la noche y dormir.

Tom, de pronto, se puso en marcha otra vez, tras haber decidido, al parecer, no seguir con el tema de que los demás comprendían mejor los dos lados de las personas, cosa que no era mala idea.

—Pensaba en Pat La Blonde mientras estábamos en el restaurante —dijo como si ella estuviera a su lado, aunque la había adelantado con sus largas y estudiadas zancadas.

Pat La Blonde era el compañero de Tom que había resultado muerto cuando a él le hirieron. Tom nunca había parecido interesado en hablar de Pat. Nancy alargó sus pasos para seguir junto a él, para que viera que le escuchaba.

—Estoy aquí —dijo Nancy, y pellizcó un pliegue de la sudada camisa de su marido.

—En ese momento me di cuenta —prosiguió Tom— de todo lo que Pat se ha perdido en la vida. Pienso en ello desde entonces. Y cuando lo hago, todo parece condenadamente congestionado. Cuando Pat murió, tuve la sensación de que todo se embarullaba. Era como si no pudiera vivir de tanta confusión como había. Sé que no piensas que eso sea una locura.

—No, no lo pienso —dijo Nancy. Se dijo que recordaba haber oído a Tom decir esas cosas. Aunque, a lo mejor, era ella la que había pensado esas cosas de él. Eso era el matrimonio. Posiblemente, los dos habían sentido lo mismo como una forma de duelo—. Por eso dejaste el cuerpo, ¿verdad?

—Probablemente. —Tom se detuvo, se llevó las manos a las caderas y contempló una apreciable mansión colonial estilo holandés de color amarillo que quedaba tras unos ginkgos y unos arces de Canadá, y a la que se llegaba mediante un curvo sendero enlosado que iba desde la tapia hasta la puerta principal, de un vivo rojo, perfectamente centrada y con un boj a cada lado—. Una bonita casa —dijo. Un enorme labrador negro yacía en el jardín, pero cuando Tom habló se puso en pie y se fue con un trotecillo hacia una esquina de la casa, fuera de su campo de visión.

—Es preciosa.

Nancy volvió a tocarle la espalda de la camisa, allí donde estaba húmeda y caliente. Notó sus músculos nudosos. Lamentó no haberle tocado la espalda recientemente. En Freeport, la noche anterior.

—Creo —dijo Tom, y pareció reacio a decirlo—, que desde que mataron a Pat me siento decepcionado con la vida. ¿Sabes a qué me refiero? —Aún miraba la casa amarilla, como si fuera lo único que pudiera soportar—. O he tenido miedo de sentirme decepcionado. Antes me gustaba mi vida, y luego, de pronto, ya no había manera de que las cosas siguieran siendo sencillas. De modo que las hice aún más complicadas.

Meneó la cabeza y la miró. Nancy apartó cuidadosamente la mano de la zona lumbar de Tom y se llevó ambas manos a la espalda como si quisiera protegerse. Había algo en lo que había dicho Tom que parecía el prólogo a algo que, de alguna manera, podía echar a perder aquel bonito día y modificarlo todo. Posiblemente, él lo había planeado así.

—¿Ves ahora cómo hacerlo menos complicado? —dijo Nancy mientras miraba las puntas de sus zapatos sobre el granuloso cemento de la acerca. Habían incrustado una placa en la argamasa, y en medio de ella habían grabado CEMENTO DE PENOBSCOT-1938. A propósito, rehuyó la mirada de Tom.

—Sí —dijo Tom. Respiró hondo y soltó el aire de un modo que llenó el momento de trascendencia.

—¿Y puedes contármelo?

En aquel instante sintió fastidio por estar allí, porque fueran a soltarle algo tal vez desagradable de buenas a primeras.

—Bueno —dijo Tom—, creo que podría encontrar un lugar en un pueblo como éste donde instalar mi taller. Si me concentrara, posiblemente podría inventar nuevos juguetes, quizá contratar a alguien. Ampliar la producción. Insistir en la idea de la página web. Creo que las cosas me irían bien si me mudara aquí. Y si no, bueno, estaría en Maine y podría encontrar otra cosa. Incluso podría ser policía, si hiciera falta.

Tenía sus ojos (azules, con motas negras) fijos en Nancy, aunque ésta había preferido escuchar con la cabeza gacha y las manos a la espalda. Levantó la vista y sonrió a Tom. El sol le daba en la cara. Tenía las sienes maravillosamente calientes. Un hombre con pantalones caqui acababa de salir de la casa amarilla con una bolsa de golf al hombro, y se encaminaba hacia el lugar por donde el labrador negro había desaparecido. Vio a Nancy y a Tom y los saludó como si fueran vecinos. Nancy le devolvió el saludo y le dirigió una sonrisa.

—¿Y adónde voy yo? —dijo Nancy, aún sonriendo. Un coche de policía de Belfast, negro y blanco, pasó lentamente; el uniformado conductor no les prestó atención.

—Mi idea es que vengas conmigo —dijo Tom—. Puede ser nuestra gran aventura.

Mantenía una expresión solemne, la que había tenido mientras hablaba de Pat La Blonde. No era la expresión de una calavera, sino la de alguien que quería expresar algo distinto. Una invitación.

—¿Quieres que me venga a vivir a Maine?

—Sí.

Tom esbozó una sonrisa llena de esperanza y asintió.

Qué cosa tan rara, pensó Nancy. Estaban en una calle de una ciudad a la que habían llegado hacía menos de dos horas, y su marido, del que vivía separada, le sugería que los dos abandonaran su vida anterior, en la que habían sido, si no extraordinariamente, al menor, razonablemente felices, y se mudaran allí.

—¿Y por qué? —dijo Nancy.

Se dio cuenta de que había empezado a negar con la cabeza, aunque también sonreía. Los trabajadores que reparaban el tejado reían de nuevo en la tarde clara y serena. La sierra mecánica seguía en silencio. Comenzaron de nuevo los martillazos. El hombre de la bolsa de golf regresó por el sendero conduciendo una ranchera Volvo del mismo color rojo vivo que la puerta. Hablaba por un móvil. El labrador trotaba a su lado, pero se detuvo cuando el coche llegó a la calle.

—Porque aquí aún no está todo echado a perder —dijo Tom—. Y porque me gustaría conocer otra parte de mí, encontrar algo nuevo antes de hacerme demasiado viejo. Y porque creo que si yo, o nosotros, lo hacemos ahora, no viviremos lo suficiente para ver cómo aquí lo destrozan todo. Y porque creo que seremos felices.

Tom, de pronto, levantó la mirada, como si algo hubiera pasado velozmente ante sus ojos. Por un instante pareció desconcertado, y a continuación volvió a mirarla, como si no estuviera seguro de encontrarla a su lado.

—Eso no es exactamente vivir con previsión, ¿verdad?

—No —dijo Tom un tanto confuso—. Supongo que no.

A veces parecía un muchacho extremadamente serio y atractivo. El darse cuenta de ello la hizo sentirse vieja.

—Así pues, ¿se supone que tengo que estar de acuerdo o no mientras estamos aquí en medio de la acera?

Se acordó de la mujer que tendía la ropa y llevaba guantes blancos. No había necesidad de volver a mencionar eso, ni que el crudo invierno llegaría en un mes.

—No, no —dijo Tom con voz entrecortada. Parecía casi dispuesto a retirar todas sus palabras, alterado ahora que había dicho lo que quería decir—. No. No hace falta. Es algo importante, me doy cuenta.

—¿Habías planeado todo esto? —preguntó Nancy—. ¿Que fuera esta semana? ¿En este pueblo? ¿En este momento? ¿Es esto un plan?

Estaba dispuesta a reírse de todo y a hacer caso omiso.

—No. —Tom se pasó la mano por el pelo, donde se dispersaban variedades de gris—. Simplemente, ha ocurrido.

—Y si te dijera que no te creo, entonces ¿qué?

Se dio cuenta de que tenía los labios abiertos formando un leve gesto de desaprobación. Se había convertido en un hábito desde lo de Crystal.

—Te equivocarías —dijo Tom, que asintió con la cabeza como para corroborar sus palabras.

—Bueno.

Nancy sonrió y se volvió hacia aquella casa seria y hermosa, la serena calle en sombras, los jardines en pendiente, que parecían hacer resaltar las casas. Si buscas una atmósfera cuidada, mira a tu alrededor. ¿No era el Michigan del Este? ¿Por qué no iba uno a venirse a vivir aquí?, pensó Nancy. Era el sueño de todo muchacho, o, al menos, una de sus variantes. En cierto modo, todo el mundo lo soñaba, esperaba que se materializara. Qué raro que a ella nunca le hubiera pasado.

—Estoy un poco cansada. —Le dio a Tom un leve golpecito en el pecho con el dedo. Y sintió aquel cuerpo pesado, más viejo de lo que lo había sentido antes. Agotado—. Vamos a buscar un lugar donde alojarnos.

Sonrió de una manera más seductora, dio media vuelta y se fue por donde había venido, colina abajo, hacia el centro de Belfast.

En el motel —un establecimiento recién inaugurado de la cadena Maineliner Inn que estaba al otro lado del puente que habían visto mientras comían, cuya habitación les ofrecía una amplia y despejada vista de la extensa y centelleante bahía—. Tom pareció el más hecho polvo de los dos. En el coche había mostrado un estoicismo prematuro, pero atribulado, y había permanecido en silencio, malhumorado y con aire vulnerable. Y en cuanto se hubieron registrado, abierto sus maletas y corrido las cortinas de aquella fría y pequeña habitación sin alma, puso la tele sin sonido, se estiró en la cama con ropa y zapatos y se quedó dormido. Lo único que dijo antes fue que le gustaría cenar langosta. El sueño, para Tom, era siempre profundo, con congestión o sin ella.

Nancy permaneció un rato sentada en una rígida butaca de cuero sintético, junto a la lámpara de mesa, y hojeó las revistas que los anteriores huéspedes habían dejado en el cajón de la mesita de noche: un Sailing con un artículo sobre la carrera Londres-Ciudad del Cabo; un Marie Claire con varias gráficas acerca del cáncer de ovario en relación al consumo de alcohol; un Hustler en el que un huésped con veleidades artísticas había puesto bigotes con tinta a las chicas y unas flechitas en sus entrepiernas con unos bocadillos en los que se leía El mal asoma y Sólo para miembros del club y Permanezca con su unidad. Picaros aficionados a la navegación con fibromas, pensó mientras devolvía las revistas al cajón.

Había otro ejemplar del mismo Pennysaver que había leído durante el desayuno. Le echó otro vistazo a «Se busca Levante Abajo». Ven al norte a conocer a una soltera judía, mona, no fumadora y apetitosa de Presque Isle. Me gusta la contradanza y navegar a medianoche, y bañarme en pelotas en el frío y limpio océano. Posibilidades ilimitadas para el hombre adecuado, entre 45 y 55 años, judío, no fumador, con un historial médico intachable. Sólo respuestas serias. Ni ambidiestros ni canadienses. Sólo inglés. Conmovedora, pensó, aquella sensación de que todo era posible, de lo que todo podía esperarse del mundo. ¿Y qué estaba haciendo una soltera sola en Maine? ¿Y por qué un ambidiestro resultaba tan indeseable? Apetitosa, supuso, significaba gorda.

Deseó poder estarse un rato pensando en muy pocas cosas. Mientras cruzaban Belfast en coche se había enfadado y había actuado en consecuencia. Había hablado poco. Luego, mientras Tom estaba en la oficina pagando la habitación y ella esperaba en el coche, de pronto se le pasó completamente el enfado, aunque Tom no se dio cuenta cuando volvió con la llave. Y ése era el motivo de que se hubiera ido a dormir, como si su sueño fuera el de ella, y cuando se despertara todo estuviera solucionado. Los momentos de paz, desde luego, siempre eran bienvenidos. Y más valía no complicarse la vida antes de que fuera absolutamente necesario. Toda aquella búsqueda de Tom a lo mejor, simplemente, tenía que ver con un miedo a posteriori a la jubilación —otra «reacción»— y en poco tiempo, si ella no empeoraba las cosas, él lo olvidaría. La vida estaba llena de conversaciones serias, pero sin sentido.

En el televisor sin sonido se veía un partido de golf; en otro canal una película en la que salía un joven y muy bien afeitado Clark Gable; en otro canal un documental africano en el que aparecían unos leones escuálidos despatarrados sobre unas hierbas largas y parduscas, dormitando tras haberse comido a alguien —pero eso no lo habían enseñado—. La televisión proyectaba una agradable luz acuosa sobre Tom. Al poco, océanos de ñúes comenzaron a ahogarse en un río crecido y lodoso. El silencio lo llenaba todo de paz —a pesar de los ahogamientos—, como si los problemas procedieran de lo que uno oía y no de lo que veía.

Justo al otro lado de la ventana oyó la voz y la risa de una niña, y la voz más grave y paciente de un hombre que intentaba expresar cierta sensación de ánimo. Nancy apartó un poco la pesada cortina de plástico y, haciendo frente a los fuertes rayos del sol, miró en dirección al césped del hotel, donde un hombre grande y corpulento en una silla de ruedas plateada, vestido con una camiseta roja y atlética y pantalones cortos de algodón —tenía las piernas gruesas y fuertes, bronceadas y peludas como la espalda— intentaba hacer volar una festiva cometa de papel naranja utilizando una pequeña caña de pescar y sedal, mientras una niña rubia reía y sujetaba la cometa sobre su cabeza. La brisa hacía vibrar suavemente la cometa, en la que habían pintado una sonriente cara oriental. El hombre de la silla de ruedas no dejaba de decir: «Muy bien, ahora corre, corre», de modo que la niña, que tenía toda la pinta de tener siete años, se ponía a saltar hacia un lado y luego hacia el otro, manteniendo la cometa bien arriba, hasta que dio un buen brinco y la lanzó hacia lo alto y la soltó, mientras el hombre le daba una sacudida a la caña y lanzaba la sonriente cara al viento. Sin embargo, cada vez la cometa caía y se posaba suavemente sobre la hierba, que llegaba hasta la orilla. Y cada vez el hombre decía, levantando la voz al final de cada frase: «Muy bien. Allá va. Podemos hacerlo. Recógela y vuelve a intentarlo.» La niña no dejaba de reír. Llevaba unos pantalones cortos color rosa y un top de un verde chillón. Iba descalza y tenía las piernas morenas. Parecía en éxtasis.

Era el hombre que habían visto en el parque, se dijo Nancy, y soltó la cortina. Una coincidencia sin importancia. Miró a Tom, dormido, que respiraba sin hacer ruido, con las manos entrelazadas en el pecho como un cadáver; sus piernas morenas y a la vista estaban cruzadas en los tobillos en una actitud absurdamente despreocupada, y sus deportivas azules se apoyaban la una en la otra. Sumido en aquel pacífico sueño, aquel hombre de rasgos apuestos y sin afeitar era como todos.

Cambió de canal y vio un partido de béisbol. Los Cubs contra un equipo cuyo uniforme azul verdoso no reconoció. Su padre había sido fan de los Cubs. Su padre y ella se consideraban gentes del norte. Habían ido hasta Wrigley en cálidas tardes de otoño como aquella. Su padre la iba a buscar a la escuela con cualquier excusa inventada, compraban localidades en la fila de la primera base y dejaba que ella llevara el marcador con un chato lápiz azul. Eso era en los sesenta. Hizo un esfuerzo por recordar los nombres de los jugadores, sirviéndose de los uniformes blancos y azules y del perímetro del campo de juego rodeado de viñas como estímulos de la memoria. Se acordaba del sonriente Ernie Banks, y de un blanco llamado Ron algo, y de un negro alto, de cara triste, de Canadá, un buen lanzador que luego tuvo problemas con la policía y lloró por ello en televisión. Era demasiado pequeña para acordarse.

Aunque ese intento de recordar la hizo sentirse mejor, más instalada en aquella sensación singular de hay que gozar de los buenos momentos de lo que la había hecho sentir el que un autobús lleno de turistas japoneses no la viera como era en realidad mientras estaba de pie en una soleada esquina: como si resultara especialmente verosímil cuando se la veía sin el beneficio de las circunstancias ni los estorbos del amor, residuos de decisiones tomadas mucho, mucho tiempo atrás. Más verosímil, desde luego, de lo que resultaba ahora, atrapada en aquel Este, Maine, con un marido caprichoso que iba cuesta abajo y que sufría una congestión espiritual que ni una sobredosis de vida con previsión o de matrimonio auténtico podía curar.

Todo aquel viaje —en el que Tom había estado defendiendo ideas absurdas con el único fin de que ella las rechazara y poder hacer él lo que quisiera— hacía que viera a su marido bajo una luz poco favorable. Lo hacía parecer estúpido e infantil. Lo hacía parecer poco auténtico. No un adulto. Era una mala señal, se dijo, encontrarte con que tú eras la adulta, mientras que la persona que toda la vida habías amado se convertía de pronto en un niño rebosante de vitalidad que se hace pasar por un entusiasta cuyo gran entusiasmo no puedes compartir. Puesto que lo que eso significaba era que, con toda probabilidad, su vida con Tom Marshall había acabado. Y no a la manera en que sus clientes de la oficina del defensor público llevaban las cosas a su conclusión: utilizando como mensajeros botellas de whisky, mangos de escoba, parachoques de coche, instrumentos afilados, productos inflamables, la parte carnosa de un puño. En esos casos las noticias irrumpían de manera intensa, repentina, las luces siempre eran ásperas y granulosas, el volumen estaba alto, las puertas se hallaban abiertas de par en par para que todos lo vieran. (Su trabajo consistía en llevar las cosas a órbitas más tranquilas, más sensatas, de modo que todo pudiera comprenderse, sentirse, sufrirse de una manera más exquisita.)

Para ella y para Tom, gente básicamente decente, las cosas irían de otro modo. Su impulso era ayudar. El de Tom era intentarlo cada vez con más ahínco. La perfidia de Tom era entusiasmo. La indiferencia que ella mostraba era paciencia. Pero con el tiempo el entusiasmo se agotaría, también la paciencia. Las posibilidades menguarían. La vida dejaría de ser una llanura lisa y abierta sobre la que caminabas con una persona que habías elegido, y se convertiría en un lugar abarrotado, intransitable. Tom había dicho: la vida se convertía en un confinamiento en el que las cosas se embarullaban. Y lo que finalmente buscabas no era un sendero nuevo y más despejado, sino una salida. Su propio hijo, sin duda, preveía que así era la vida, algo que debería ser fácil. Aunque parecía raro pensar incluso que tenían un hijo, ahora que éste estaba lejos. Ella y Tom actuaban más como si fueran padres el uno del otro.

Pero ahora era mejor, simplemente, dirigirse hacia lo que ella quería, aunque eso no incluyera a Tom, aunque ella no supiera cómo querer aquello que no incluyera a Tom. Y aunque eso implicara que ella era la clase de persona que hacía las cosas, que decía las cosas, y luego volvía a pensarlas e incluso lamentaba sus consecuencias. Después de todo, Tom no intentaba mejorar la vida de ella, aunque así lo creyera. Sólo la suya. Y de nada servía intentar convencer a alguien de que no hiciera algo que mejorara su vida. Él tenía deseos. Miedos. Era un hombre bastante bueno. La vida no debería ser siempre intentarlo, intentarlo, intentarlo. Habría que vivirla casi toda sin tener que intentarlo con tanto ahínco. Él estaría de acuerdo con que eso era auténtico.

Dentro de la habitación cerrada un curioso resplandor dorado, como de otro mundo, cayó sobre todo. Sobre Tom. Sobre las manos y los brazos de Nancy. Sobre la cama. Avanzaba a través del aire estático, como una niebla. Era hermoso, y por un momento ella quiso hablar con Tom, despertarlo, decirle que una u otra cosa iría bien, tal como él esperaba; ser entusiasta de una manera esperanzada y verificada por el tiempo. Pero no lo hizo, y la niebla dorada desapareció, y por un instante ella pareció entender un poquito mejor qué clase de persona era, aunque no sabía cómo definirlo; sólo sabía que el momento de decir todas aquellas cosas había pasado.

Fuera se oía gritar a la niña.

—Oh, me encanta. Me gusta muchísimo.

Cuando Nancy apartó la cortina, una luz más tenue cayó al otro lado de la butaca, y pudo ver que el hombre de la silla de ruedas había conseguido hacer volar la cometa, con la caña de pescar de fibra de vidrio hacia arriba en una mano mientras hacía que su silla de ruedas bajara por la pendiente de césped. La niña, con las piernas al aire, iba brincando sobre un pie y luego sobre el otro, con una maravillosa sonrisa en su larga cara, casi de adulto, levantada hacia el cielo.

Nancy se puso en pie y encendió la lamparilla que había junto a la maleta abierta de Tom. Entre sus camisas, sus enseres de afeitar y sus calcetines había un Perro Wagner reluciente, intacto, envuelto en plástico, y un Faro Maine blanco. También estaban su medalla al valor, en su funda de tela azul, y la pequeña pistola automática que llevaba habitualmente por si le atacaban. Sólo sacó el Perro Wagner, apagó la luz, y salió por la puerta trasera al césped.

Fuera el aire era fresco y tonificante, y soplaba sólo un poco de brisa; el cielo estaba lleno de nubes acolchadas, como si fuera a llover. Cada habitación tenía adosado un patio de cemento en miniatura con sillas de fibra plástica. La cometa, con su sonriente cara de ojos rasgados, bailaba y viraba constantemente, y había ganado altitud a medida que el hombre de la silla de ruedas iba bajando por el césped en dirección a la bahía.

—¡Mire nuestra cometa! —gritó la niña, que hacía visera con la mano y se la indicaba encantada a Nancy; a medida que ascendía, era cada vez más pequeña.

—Es sensacional —dijo Nancy, que también hizo visera para mirar hacia arriba. La cometa le hizo sonreír.

El hombre de la silla de ruedas se volvió para mirarla. Era corpulento, de anchas espaldas y brazos sin vello y redondeados que eran visibles bajo su camiseta roja. Tenía la cabeza redonda, el pelo tupido y rapado, y los ojos pequeños, oscuros, feroces y poco amistosos. Nancy le sonrió y, sin razón aparente, meneó la cabeza, como si la cometa la dejara asombrada. Un ex deportista, pensó. Tuvo un accidente al zambullirse en un sitio poco profundo, o algún choque jugando al fútbol americano le dejó haciendo volar cometas desde una silla de ruedas. Una lástima.

El hombre no dijo nada, simplemente, se la quedó mirando sin inmutarse, con una expresión concentrada, poco dispuesto a dejarse importunar. De todos modos, para ella fue un placer estar allí, simplemente, mirando, sin tener que decir nada. La fresca brisa, la amplia panorámica de Isleboro, una cometa allá en lo alto: todo eso era ya bastante.

A continuación su mente se inundó de cosas predecibles. Los zapatos de lisiado. Siempre pensaba en ellos. Los de aquel hombre eran negros y no llevaba calcetines, como zapatos de bolera, zapatos que nunca se desgastarían. El simplemente se hartaría de verlos, los regalaría a alguien más desdichado. ¿Era eso lo que le ponía furioso? ¿Hablaba de ello? ¿Estaba su mujer, allí donde se encontrara, terriblemente cansada todo el tiempo? ¿Se levantaba por la noche y se quedaba asomada a la ventana, deseando cosas muy concretas, y luego regresaba a aquella cama donde no se la echaba de menos? ¿Sentía dolor aquel hombre? ¿Existían los dolores fantasmas? ¿Soñaba con que no sentía dolor? ¿Que se levantaba de la silla y echaba a andar riéndose, que jamás había estado en una silla? Pensó en un perro con las patas traseras atadas a un pequeño trineo con ruedas, trotando hacia delante como si todo fuera bien. ¿Funcionaba algo allí abajo?, se preguntó. ¿Había acuerdos, concesiones? ¿Consideraba él que su situación era «interesante»? ¿Acaso el ser inválido le había abierto nuevos e importantes ámbitos de conocimiento? ¿Qué sabía él que ella no supiera?

A lo mejor estar casada con él, pensó, era una vida mejor que otras muchas. Aunque enseguida llegaras al fondo de las cosas, comenzaras a ver demasiado, comenzaras a lamentarlo todo. Quizá, mientras él estaba haciendo volar la cometa, la mujer estaba en el hotel tomando una copa y charlando largo y tendido con el camarero, hablándole de su pasado, de su padre, de su ciudad natal, de qué pensaba ella de las cosas antes, de qué la había hecho reír en el pasado, a quién había votado, qué música prefería, qué le parecía Maine, de lo auténtico que parecía, cuándo pensaba que podrían poner rumbo a casa. Cómo deseaban poder quedarse y quedarse y quedarse. Lo que ella —Nancy— no haría.

—¿Quiere hacer volar nuestra cometa? —le dijo el hombre; levantó la voz al final de la frase, casi igual que Tom. Ahora el hombre sonreía, le brillaban los ojos, volvía la cabeza por encima de su espalda peluda y redondeada con una nueva actitud. Se dio cuenta de que llevaba gafas: era sorprendente no haberlo advertido antes. La cometa, con su monofilamento sedoso hinchándose hacia arriba en una larga curva, bailaba al viento casi fuera del alcance de su vista, una mota en el ojo.

—¡Sí, venga! —le gritó la niña—. Me encantará.

Estiró los brazos y se los puso sobre la cabeza, como si midiera algún enorme e inconcebible deseo. No dejaba de sonreír.

—Sí —dijo Nancy, y fue hacia ellos—. Desde luego.

—No tiene más que tirar de ella —dijo la niña—. Es como si volara hasta las estrellas.

Entonces la niña comenzó a dar vueltas y más vueltas por la hierba, como un pequeño derviche danzante. El hombre de la silla de ruedas miró a su hija, sonriente.

Nancy se sintió incómoda. Observada. Qué desagradable. La amplia bahía azul se extendía ante ella colina abajo, y del mar se levantaba una brisa refrescante. No estaba nada claro que pudiera manejar la cometa. A lo mejor la levantaba, la arrastraba, lejos, donde padre e hija ya no pudieran verla. Era desconcertante. Cogió el Perro Wagner para dárselo a la niña. Eso causaría buen efecto. Y luego, se dijo —acercándose a padre e hija, sonriendo para quedar bien—, cogería la cometa —el carrete, la cuerda—, sí, por supuesto, y la haría volar, correría el riesgo, sería fuerte, inexpugnable, haría todo lo que pudiera para sujetarla.