No es Faith quien conduce, sino Esther, su madre.
En el coche viajan los cinco. Toda la familia, camino de Snow Mountain Highlands, a esquiar. Van de Sandusky, Ohio, al norte de Michigan. Es Navidad, o casi. Nadie quiere pasar la Navidad solo.
Los cinco incluyen a Faith, que es abogada y trabaja en el mundo del cine, llegada de California; a su madre, Esther, que tiene sesenta y cuatro años y que, con el tiempo, ha engordado demasiado; a Roger, el marido separado de Daisy, la hermana de Faith, que trabaja en el centro de orientación profesional Sandusky JFK; y a las dos hijas de Roger: Jane y Marjorie, que tienen ocho y seis años. Daisy —la madre de las chicas— flota en el ambiente, pero no viaja con ellos. Recibe tratamiento de desintoxicación en una gran ciudad del Medio Oeste que no es ni Chicago ni Detroit.
Fuera, más allá del extenso paisaje invernal de hielo blanco y sin árboles, el lago Michigan aparece de pronto ante sus ojos, de un azul pálido con una fina capa de niebla sobre su superficie metálica. Las niñas charlan en el asiento de atrás. Roger viaja al lado de sus hijas y lee la revista Skier.
Unas vacaciones en Florida habrían sido una alternativa mejor, piensa Faith. El Futurama de Disneylandia para las niñas. El Centro Espacial. Satellite Beach. Pescado fresco. El océano. Ella es la que paga y ni siquiera le gusta esquiar. Pero ha sido un año duro para todos, y alguien tiene que hacerse cargo. De haber ido a Florida, Faith habría acabado en la bancarrota.
La fuerza básica de su carácter, piensa Faith mientras contempla lo que parece ser una central nuclear a la izquierda, es el mismo rasgo que la convierte en una abogada de primera: una inmutable disposición a considerar que las cosas siempre pueden mejorarse, y una adicción a la meticulosidad. Si alguien del estudio, un vicepresidente de marketing, por ejemplo, desea eludir una obligación totalmente vinculante aunque sorprendentemente incómoda —un contrato legal, por ejemplo—, es a Faith a quien debe acudir. Faith es la que da la solución. Faith, la belleza rubia e inteligente. Una optimista impenitente. El sueño de todo cliente. Un sueño con grandes tetas. Sus tetas. Sólo has de contarle tu problema.
Su hermana Daisy es el caso perfecto. Daisy no fue capaz de admitir que tenía un serio problema con la metanfetamina hasta que su novio, un motero llamado Vince, fue a hospedarse a una cárcel de Ohio. Faith tuvo una importante intervención en aquel asunto: empezó con llamadas telefónicas a varios fiscales, siguió con la obtención de una orden de búsqueda y captura y culminó con la detención de Vince por la policía. Daisy, asustada y llena de cardenales, resultó ser un testigo creíble una vez la convencieron de que no sería asesinada.
Cuando Faith entró en el apartamento de Daisy, en compañía de su madre, en busca de ropa que su hermana pudiera llevar con dignidad en el centro de rehabilitación, encontró una colección de consoladores; seis en total, incluso uno debajo del fregadero. Los puso en una bolsa de plástico de Grand Union y la dejó en el contenedor de basura para que su madre no se enterara. Esther es una mujer moderna, pero quizá no habría entendido lo de los consoladores. Como atuendo de ingreso de Daisy, se decidieron por un bonito vestido oscuro de lana y unas Adidas blancas nuevas.
La pega de su carácter, lo que no tiene nada que ver con su lado de abogada, piensa Faith, es el hecho de que tiene casi treinta y siete años y no ha conseguido nada sólido en su vida. Es muy paciente (con los gilipollas), muy buena ayudando entre bastidores (a los gilipollas). Siempre ve el vaso medio lleno. Resiste y mejora, podría ser su lema. Prevé el cambio. Su pericia como abogada, de nuevo, pero tan sólo parcialmente en sincronía con las exigencias de la vida.
Una alta chimenea plateada, con unas luces blancas y parpadeantes en lo alto, y varias torres de refrigeración grises en forma de megáfono a su alrededor, queda a su izquierda. Unas columnas de humo denso y yesoso salen de cada torre. El lago Michigan, más allá, parece un desierto blanco azulado. Ha nevado tres días seguidos, pero ahora ha parado.
—¿Qué es eso tan grande? —dice Jane, o quizá Marjorie, que mira por la ventanilla del asiento trasero.
Hace demasiado calor en el Suburban color arándano que Faith ha alquilado en el aeropuerto de Cleveland especialmente para el viaje. Las niñas mastican un chicle que sabe a melón. Podrían marearse.
—Es un cohete espacial a punto para salir al espacio exterior. ¿Os gustaría montar en él, niñas? —les dice Roger, el cuñado, a sus hijas. Roger parece el vecino gracioso y simpático de una comedia de situación para toda la familia, aunque no es tan divertido. Es un hombre menudo, de una belleza insulsa, y lleva el pelo al cepillo y gafas de concha negra. Y es repugnante, aunque de una manera sutil, igual que algunos actores de televisión que Faith conoce. También tiene treinta y siete años, y le gustan los cárdigans color pastel y los zapatos Hush Puppies. Daisy le ha engañado mucho, muchísimo.
—No es un cohete espacial —dice Jane, la niña mayor, que pega la frente a la empañada ventanilla y a continuación aparta la cabeza y contempla la marca que ha dejado.
—Es una polla —dice Marjorie.
—¡Cállate! —dice Jane—. Eso es una palabrota.
—No, no lo es —dice Marjorie.
—¿Esa palabra os la ha enseñado vuestra madre? —pregunta Roger, y sonríe—. Apuesto a que sí. Ése es su legado. Una polla.
En la portada de Skier hay una foto de Hermann Maier, que lleva un mono de esquiador rojo eléctrico y desciende en eslalon el monte Everest. El titular dice: AL LÍMITE.
—Más vale que no lo sea —dice la madre de Faith desde detrás del volante. Ha tenido que echar el asiento hacia atrás todo lo que ha podido para que le quepa la barriga.
—Muy bien. Dos oportunidades más —dice Roger.
—Es una central atómica en la que producen electricidad —dice Faith, y sonríe a sus sobrinas, que miran las chimeneas cada vez con menos interés—. La utilizamos para calentar las casas.
—Pero no nos gustan las centrales atómicas —dice Esther. Es ecologista desde antes de que se pusiera de moda.
—¿Por qué? —dice Jane.
—Porque son una amenaza para nuestro precioso entorno, por eso —dice Esther.
—¿Qué es «nuestro precioso entorno»? —dice Jane, aunque lo sabe.
—El aire que respiramos, la tierra sobre la que nos movemos, el agua que bebemos.
En una época Esther dio clase de ciencias a alumnos de octavo curso, pero de eso hace años.
—¿Es que no aprendéis nada en la escuela?
Roger hojea el Skier. Faith ha observado que, por alguna misteriosa razón, está bastante bronceado.
—Su padre podría enseñárselo —dice Esther—. Trabaja en el campo de la educación.
—En la orientación profesional —dice Roger—. Pero touché.
—¿Qué significa touché? —dice Jane, y frunce la nariz.
—Es un término que se usa en esgrima —dice Faith. Tiene gran aprecio a las niñas, y le encantaría castigar a Roger por hablarles con sarcasmo.
—¿Qué es esgrima? —pregunta Marjorie.
—Es una ciudad de Michigan que da grima —dice Roger—. Esgrima, Michigan. Está cerca de Lansing.
—No es cierto —dice Faith.
—Bueno, pues entonces explícaselo tú —dice Roger—. Tú lo sabes todo. Eres abogada.
—Es un deporte que se practica con espadas —dice Faith—, sólo que no muere nadie. Es divertido.
Desprecia a Roger en todos los sentidos, y piensa que ojalá se hubiese quedado en Sandusky. Pero no podía invitar a las niñas y a él no. La manera que tiene Roger de agradecérselo es dejar que lo pague todo.
—Bueno. Pues ya lo sabéis, niñas. Aquí fue donde lo supisteis —dice Roger con su voz bonita y desagradable, sin dejar de leer—. Toda la vida recordaréis quién y dónde os explicó lo que era la esgrima. Cuando estéis en Harvard…
—Tú no lo sabías —dice Jane.
—Te equivocas. Lo sabía. Claro que lo sabía —dice Roger—. Lo decía en broma. La Navidad es época de gastar bromas, ¿no lo sabíais?
La vida amorosa de Faith no ha ido muy bien. Siempre quiso casarse y tener hijos, pero no ha conseguido ninguna de las dos cosas. O bien los hombres que le gustaban no querían niños, o bien los hombres que la amaban y deseaban darle todo lo que ella quería no parecían valer la pena. Y ser abogada de un estudio de cine ha resultado ser muy absorbente. El tiempo ha pasado. Una serie de hombres, casi todos de buena posición, ha ido pasando por su vida, pero por una u otra razón la cosa no ha funcionado, o estaban casados, o asustados, o divorciados, o las tres cosas. Siempre se ha considerado «afortunada». Va al gimnasio cada día, conduce un coche caro, vive sola en Venice Beach, en una casa alquilada propiedad de una estrella de cine adolescente que es hermano de una amiga y tiene sida. Un acuerdo satisfactorio para ambos.
La primavera pasada conoció a un hombre. Un corredor de bolsa que no estaba mal y que tenía una casa en Nantucket. Jack. Jack iba de la ciudad a Nantucket en su propio avión, tenía cuarenta y seis años y era soltero. Faith fue al Este unas cuantas veces y voló con él, y conoció a sus hermanas, de aspecto severo, y a su bella madre, un personaje en la sociedad de Nantucket. Tenían una casa azul, enorme y llena de recovecos en la playa, junto al mar, con setos de rosas, senderos de arena que llevaban a dunas secretas donde podías bañarte desnudo, algo que a ella le gustaba especialmente, aunque las hermanas de Jack se quedaron estupefactas. Su padre vivía allí, pero estaba enfermo y moriría pronto, de modo que la vida y los planes permanecían en un compás de espera. Jack hacía muchos negocios en Londres. El dinero no era problema. Quizá cuando su padre falleciera podrían casarse, casi le había sugerido Jack. Pero hasta entonces, ella podía viajar con él siempre que pudiera escaparse del trabajo. Todo aquello le permitió albergar esperanzas. Jack quería hijos, podía ir a California a menudo. Podía funcionar.
Una noche la llamó una mujer. Dijo que se llamaba Greta. Greta estaba enamorada de Jack. Ella y Jack habían reñido, pero dijo que él seguía amándola. Resultó que Greta tenía fotos de Faith y Jack juntos. ¿Quién las había tomado? Un pajarillo. En una se veía a Faith y a Jack saliendo del edificio donde vivía éste, en Beekman Place. En otra se veía a Jack ayudando a bajar del taxi a Faith. En otra se veía a Faith sola en el Park Avenue Café, comiendo pez espada a la plancha. En otra estaban Jack y Faith besándose en el asiento delantero de un coche irreconocible…, también en Nueva York.
Greta le dijo por teléfono que a Jack le gustaba en especial cierta práctica amatoria. Imaginaba que Faith ya lo sabía. Pero de algún modo el mensaje era «mejor no hacer planes a largo plazo». Hubo más llamadas, mensajes en el buzón de voz, fotos que llegaron por Federal Exprés.
Cuando Faith le preguntó, Jack reconoció que había un problema. Pero dijo que lo solucionaría tout de suite (aunque ella tenía que comprender que estaba preocupado por la inminente muerte de su padre). Jack era un hombre alto, de cara tersa, apuesto, con una mata de lustroso pelo color caoba. Como un modelo. Sonreía y todo el mundo se sentía mejor. Había ido a una escuela privada y a Harvard, jugaba al squash, remaba, asistía a debates, estaba estupendo con su traje marrón y sus zapatos anticuados. Era de fiar. La cosa aún parecía factible.
Pero Greta siguió llamando. Le envió fotos en que estaba con Jack. Imágenes recientes de cuando Faith ya salía con él. Jack admitió que librarse de ella era más difícil de lo que había imaginado. Faith debía tener paciencia. Después de todo, Greta había sido alguien «muy importante en su vida». Incluso podrían haberse casado. No quería hacerle daño. Greta tenía problemas, sí. Pero él no podía plantarla de la noche a la mañana. No era de esa clase de hombres, algo de lo que Faith, a la larga, se alegraría. Mientras tanto, estaba el patriarca enfermo. Y la madre. Y las hermanas. Y Faith ya estaba hasta el gorro.
Snow Mountain Highlands es una estación de esquí pequeña, pero bonita. Familiar, nada ostentosa. La madre de Faith la encontró en la sección «Dónde hacer una escapada» del Erie Weekly. En el precio iba incluido un apartamento, los remontadores para el fin de semana y cupones para tres días de bufet libre sueco en el hotel estilo bávaro. El bono, sin embargo, es sólo para dos personas. Los demás tenían que pagar. Faith dormirá con su madre en la «Suite Principal». Roger compartirá las camas gemelas con las niñas.
Hace dos años, cuando Daisy comenzó a interesarse por Vince, el motorista, Roger simplemente «se retiró». La vida sexual de ella y Roger hacía tiempo que había perdido efervescencia, confesó Daisy. Al principio les había ido muy bien, eran una pareja modelo en una zona residencial de Sandusky, pero con el tiempo —al cabo de un par de años y dos niñas— la felicidad acabó y Daisy quedó prendada de Vince, al que le gustaban las anfetaminas, y, lo que es más importante, las vendía. Con la llegada de Vince el sexo fue realmente bueno, dijo Daisy. Faith cree que Daisy envidiaba sus contactos con el mundo del cine, su estilo de vida hollywoodiense, el Jaguar descapotable, y que básicamente había echado a perder su vida (al menos hasta que entró en desintoxicación) a fin de imitar la de Faith, sólo que con un motorista. Daisy acabó yéndose de casa y engordó veintidós kilos, y eso que su cuerpo antes ya era voluptuoso, aunque de pequeña estatura. El verano pasado, en la playa de Middle Bass, Daisy le soltó un furioso puñetazo en el pecho a Faith cuando ésta le sugirió que perdiera un poco de peso, largara a Vince y meditara volver con su familia. No fue una sugerencia diplomática, pensó más tarde.
—¡Yo no soy como tú! —le chilló Daisy en medio de la playa—. Yo follo por placer. No por negocios.
A continuación se adentró en la tibia espuma del Lago Erie, vestida con un bañador que ostentaba una faldita con volantes. Por entonces Roger ya tenía a las niñas, cortesía de un mandato judicial.
Una vez en el apartamento, Esther ha mirado varias series de televisión, pero ahora hace solitarios dobles y toma un vaso de vino junto al gran ventanal, que da a las abarrotadas pistas de esquí y a la pista de hielo. Roger está en la pista infantil con Jane y Marjorie, aunque es imposible distinguirlos. Monos rojos. Monos amarillos. Montones de padres con hijos. Todo ello sin que se oiga el menor ruido.
Faith ha ido a la sauna y ahora está pensando en llamar a Jack, esté donde esté. Nantucket. Nueva York. Londres. No tiene nada especial que decirle. Luego planea ir a la pista nórdica a la luz de la luna. Sólo para demostrar lo divertido que es estar allí; para dar ejemplo. Con este fin se ha traído las compras que hizo en Los Angeles: pantalones de loden, un jersey verde, marrón y rojo tejido en el Himalaya, calcetines de Noruega. No tiene la menor intención de pillar un resfriado.
Esther juega a las cartas a gran velocidad con los dos mazos. Sus dedos cortos y regordetes cogen los naipes y los colocan con gestos bruscos, como si odiara aquel juego y quisiera acabarlo. Está muy concentrada. Se ha puesto un collarín color crema porque la tensión de conducir ha agravado una antigua lesión que se hizo cuando trabajaba. Y ahora luce un vestido holgado de estampado hawaiano color naranja. Faith se pregunta cuánto hace que se viste con esas tiendas de campaña. Veinte años, al menos. Desde que murió su padre.
—A lo mejor me voy a Europa —dice Esther mientras baraja con violencia—. Estaría bien, ¿no?
Faith está en la ventana contemplando la pista donde esquían los más experimentados. Una amplia y lisa extensión de nieve, enmarcada por bosquecillos de hermosos abetos. Varios esquiadores descienden en zigzag esforzándose por aparentar que tienen estilo. Hace años Faith vino a esta estación con su novio del instituto, Eddie, apodado «el Rápido», y que en algunas cosas hacía honor a su apodo. A ninguno de los dos le gustaba esquiar, por lo que prefirieron quedarse en la cama. Ahora el esquí le hace pensar en el golf, en un campo de golf de nieve.
—A lo mejor cojo a las niñas y me las llevo a Venecia —añade Esther—. Estoy segura de que para Roger sería un alivio.
Faith ha descubierto a Roger y a las niñas en la pista infantil. Van vestidos de azul, verde y amarillo, respectivamente. El señala con el dedo e imparte detalladas instrucciones a sus hijas acerca de cómo hay que esquiar. Lo que hacen todos los padres. Faith cree verle reír. Le resulta difícil considerar a Roger un padre típico.
—Son demasiado jóvenes para ir a Venecia —dice Faith, y acerca su hermosa y pequeña nariz al cristal de la ventana, sorprendentemente caliente. Del exterior le llega un ruido confuso de roces sobre la nieve, como los que haría un grupo de trabajadores al quitarla con palas, y voces apagadas.
—Pues entonces, a lo mejor, te llevo a ti a Europa —dice Esther—. Quizá, cuando Daisy acabe la desintoxicación, podamos ir las tres. Es algo que siempre he querido hacer.
A Faith le cae bien su madre. Esther no tiene un pelo de tonta y, sin embargo, hace todo lo que puede para mostrarse generosa. Pero Faith es incapaz de imaginarse a ella, a su madre —ahora tan gruesa— y a Daisy en los Campos Elíseos o en el Gran Canal.
—Es una buena idea —dice.
Está de pie, junto a la silla de su madre, mirándole la coronilla, oyéndola respirar. Esther tiene la cabeza pequeña y el pelo de un gris oscuro, corto y ralo, y no lo lleva demasiado limpio. Se lo ha dejado más largo en el medio. Parece la gorda del circo, sólo que con collarín.
—He leído qué hace falta para llegar a los cien años —dice Esther mientras ordena las cartas sobre la mesa de cristal que tiene delante de la panza. Faith piensa ahora en Jack y en lo miserable que es. Jack Matthews aún lleva los zapatos Lobb a medida que encargó cuando estaba en la universidad. Unos zapatos ingleses feos y pretenciosos—. Tienes que realizar toda clase de actividades físicas —prosigue su madre—. Y tienes que ser optimista, y yo lo soy. Tienes que interesarte por las cosas, y yo, más o menos, me intereso. Y tienes que saber aceptar las penas de la vida.
Faith hace un esfuerzo para no preguntarse si ella cumple todos esos requisitos.
—¿Quieres vivir cien años?
—¡Oh, sí! —dice su madre—. Es que tú no te lo puedes imaginar, eso es todo. Eres demasiado joven. Y hermosa. Y con talento.
No lo dice con ironía. La ironía no es la especialidad de su madre.
Fuera, se oye decir a uno de los hombres que retiran nieve con palas:
—Hola, somos del Servicio Meteorológico.
Le habla a alguien que le mira desde una ventana de otro apartamento.
—Más frío que la polla de un pocero, puedes jugarte lo que quieras —dice otro hombre—. Esa es la previsión del tiempo para hoy.
—Pollas, pollas y más pollas —dice Esther como si tal cosa—. Eso es todo, ¿no? El aparato masculino. Todo el misterio.
—Eso me han dicho —dice Faith, y piensa en Eddie el Rápido.
—Y, sin embargo, fueron mujeres —dice su madre.
—¿Quiénes?
—Todas las personas que llegaron a los cien años. Puedes cumplir todos los demás requisitos. Pero para conseguirlo tienes que ser mujer.
—¡Bien por nosotras! —dice Faith.
—Y que lo digas. Las elegidas.
Ésta será la primera Navidad de las niñas sin árbol y sin madre. Aunque Faith ha intentado arreglarlo colocando unos regalos en la base de un gran árbol del caucho de plástico situado junto a una de las paredes blancas y desnudas de la pequeña sala. El árbol ya estaba allí. Faith se ha traído unas cuantas bolas de Navidad, una estrella dorada y una ristra de luces que prometen parpadear. «Navidades envueltas en papel de Manila» sería una posible melodía.
Fuera está oscureciendo. La madre de Faith está echando una siesta. Después de la clase de esquí, Roger ha bajado a The Warming Shed a tomarse un ponche de vino y especias. Las niñas están sentadas en el sofá una al lado de la otra, y llevan puestos sus camisones de franela Lanz de Salzburgo con unas zapatillas a juego que son unas caras de mono sonrientes. De nuevo van de verde y amarillo, aunque ahora con un estampado de copos de nieve blancos. Se han bañado juntas, y Faith lo ha supervisado, y luego han insistido en ponerse sus camisones temprano para echar una siesta. Parecen unos angelitos cuyas cualidades no han sido capaces de reconocer sus padres. Faith ha decidido pagarles todos los gastos cuando vayan a la universidad. Aunque sea en Harvard.
—Ahora ya sabemos esquiar —dice Jane, muy tiesa. Están observando cómo Faith adorna el árbol de plástico. Primero las luces intermitentes, aunque no hay ningún enchufe cerca, luego las seis bolas (una por cada miembro de la familia). La estrella dorada es lo último. Faith se da cuenta de que se esfuerza demasiado. Aunque no hay nada malo en ello. Es Navidad—. Marjorie quiere ir a los Juegos Olímpicos —añade Jane.
Jane ha visto los Juegos Olímpicos por la tele, pero Marjorie era demasiado pequeña. Ello le confiere una posición de poder. Marjorie mira inexpresiva a su hermana, que la mira como si nadie la viera.
—Estoy segura de que ganará una medalla —dice Faith, de rodillas, mientras manosea una frágil hilera de diminutas bombillas puntiagudas que seguro que no se encenderán—. ¿Os gustaría ayudarme?
Les sonríe a las dos.
—No —dice Jane.
—No —dice Marjorie inmediatamente después.
—No os culpo —dice Faith.
—¿Va a venir mamá? —dice Marjorie, que parpadea y a continuación cruza sus finos y pálidos tobillos. Tiene sueño, y a lo mejor se echa a llorar.
—No, cariño —dice Faith—. Estas navidades mamá se está haciendo un favor a sí misma. De modo que no puede hacernos ninguno a nosotros.
—¿Y qué me dices de Vince? —pregunta Jane muy segura de sí misma.
La cuestión de Vince ya se ha analizado meticulosamente varias veces con anterioridad. La señora Argenbright, la terapeuta de las niñas, se ha tomado muchas molestias con el tema de Vince. Las niñas lo saben todo acerca de él, pero quieren que se lo vuelvan a repetir, pues les cae mejor que su padre.
—En estos momentos Vince es huésped del estado de Ohio —dice Faith—. ¿Lo has olvidado? Es como si estuviera en la universidad.
—Pero no está en la universidad —dice Jane.
—¿Donde está Vince tienen árbol de Navidad? —pregunta Marjorie.
—No en sentido literal. Al menos, no como el que hay en esta habitación —dice Faith—. Vamos a hablar de cosas más alegres que nuestro amigo Vince, ¿de acuerdo?
Está estirando la tira de bombillas, que se ha colocado sobre las rodillas.
En la habitación hay pocos muebles. Son modernos, de estilo danés. Una chimenea de esmalte rojo y campana elevada y metálica tiene pegado con celo un mensaje escrito por los propietarios del apartamento en el que advierten a los inquilinos de que si el humo produce daños perderán el depósito y se emprenderán acciones legales contra ellos. Esther se ha enterado de que los propietarios de ese apartamento residen en Grosse Pointe Farms y son de origen ruso. Por supuesto, la única leña que hay es la que podría proporcionar el mobiliario danés. De modo que es improbable que haya humo. Los enchufes colocados en los zócalos proporcionan todo lo que se necesita allí.
—Creo que las dos deberíais intentar adivinar cuál será vuestro regalo de Navidad —dice Faith mientras coloca cuidadosamente las apagadas bombillas en las rígidas ramas de plástico del árbol. No sin esfuerzo.
—Unos patines. Ya lo sé —dice Jane, y cruza las piernas como su hermana. Son un jurado disfrazado de público—. Aunque no tengo que llevar casco.
—¿Estás segura? —Faith se vuelve hacia ella y le dirige la misma sonrisa que, según ha visto, las estrellas de cine dirigen a los desconocidos—. Podrías equivocarte.
—Pues no me gustaría equivocarme —dice Jane con displicencia al tiempo que frunce el ceño de manera parecida a como hace su madre.
—Santa Claus va a traerme un compacto de bolsillo —dice Marjorie—. Vendrá en una cajita. Ni siquiera lo reconoceré.
—Creo que os pasáis de listas —dice Faith. Ya acaba de poner las luces en el árbol—. Pero no sabéis lo que os he traído yo.
Entre otras cosas, ha traído un compacto de bolsillo y unos patines caros. Están en el coche y regresarán a Los Angeles, donde serán devueltos. También les ha traído vídeos. Veinte en total, entre ellos La guerra de las galaxias y La bella durmiente. Daisy ha enviado cincuenta dólares a cada una.
—¿Sabéis una cosa? —dice Faith—. Recuerdo que una vez, hace mucho, mucho tiempo, mi padre y yo y vuestra mamá fuimos al bosque y talamos un árbol para ponerlo en casa por Navidad. No lo compramos, lo talamos con un hacha.
Jane y Marjorie se la quedan mirando como si hubiesen leído la historia en alguna parte. La televisión está apagada. A lo mejor, piensa Faith, no entienden que alguien hable con ellas; es como un programa de televisión en directo: a veces la gente no sabe qué responder a causa de la falta de guión.
—¿Queréis que os cuente la historia?
—Sí —dice Marjorie, la hermana pequeña. Jane permanece sentada en el sofá danés, de color verde, atenta y en silencio. Detrás de ella, en la pared blanca y desnuda, hay una reproducción enmarcada de El regreso de los cazadores de Brueghel, un cuadro, después de todo, bastante navideño.
—Bueno —dice Faith—. Tu madre y yo, ella sólo tenía nueve años, y yo diez, escogimos el árbol que nos pareció mejor. Nos gustaba muchísimo. Pero nuestro padre dijo que no, que aquel árbol era demasiado grande y no cabría en casa. Debíamos escoger otro. Pero las dos dijimos: «No, queremos éste. Es el mejor.» Era verde y bonito, y tenía la forma perfecta del árbol de Navidad. De modo que nuestro padre lo taló con el hacha, cruzamos el bosque arrastrándolo, lo colocamos en la baca del coche y lo llevamos a Sandusky.
Las dos niñas tienen sueño. Hoy han tenido demasiadas emociones, o quizá no las suficientes. Su madre está en desintoxicación. Su padre es un capullo. Están en un lugar llamado Michigan. ¿Quién no tendría sueño?
—¿Queréis saber lo que pasó después? —dice Faith—. ¿Cuando metimos el árbol en casa?
—Sí —dice educadamente Marjorie.
—Que era demasiado grande —dice Faith—. Muy, muy alto, demasiado. Ni siquiera pudimos ponerlo de pie en la sala. Y era demasiado ancho. Y nuestro padre se puso furioso con nosotras porque habíamos matado a un hermoso árbol por un motivo egoísta, y porque no le habíamos escuchado, y porque creíamos saber más que nadie, sólo porque sabíamos lo que queríamos.
De pronto, Faith se pregunta por qué les cuenta esa historia a esas dos inocentes criaturas que no necesitan que les den otra lección práctica. De modo que no les cuenta el final. Como es natural, su padre cogió el árbol y lo tiró al patio trasero, donde permaneció una semana y se volvió pardo. Hubo gritos y acusaciones. Su padre se fue directo a un bar y se emborrachó. Luego su madre fue al terreno de los Kiwanis[7] y compró un arbolillo que cabía en casa y que las tres adornaron sin la ayuda de su padre. Cuando volvió a casa, como una cuba, le recibió con las luces encendidas. Era una historia que la gente siempre encontraba divertida. Pero ahora Faith no le veía la gracia.
—¿Queréis saber cómo acabó la historia? —dice Faith, que dirige una amplia sonrisa a las niñas, pero se siente íntimamente derrotada.
—Sí —dice Marjorie. Jane calla.
—Bueno, pues lo sacamos al patio y le pusimos las luces para que los vecinos pudieran compartirlo con nosotros. Y les compramos a los Kiwanis un árbol más pequeño que cupiera en casa. Podía haber sido una historia triste, pero acabó bien.
—No me lo creo —dice Jane.
—Pues deberías creértelo —dice Faith—, porque es cierto. Las navidades son especiales. Siempre resultan maravillosas si les das una oportunidad y utilizas la imaginación.
Jane niega con la cabeza y Marjorie asiente. Marjorie quiere creer. Jane, piensa Faith, es la clásica hermana mayor. Como ella.
«¿Sabías», decía uno de los encantadores mensajes que Greta le había dejado en el buzón de voz de Los Angeles, «que Jack odia, sí, odia, que se la chupen? Lo odia con todas sus fuerzas. ¡Claro que no lo sabías! ¿Cómo ibas a saberlo? Siempre miente al respecto. Oh, bueno. Pero si te preguntas por qué nunca se corre, ése es el motivo. Le repugna. Personalmente, creo que es culpa de su madre, aunque no quiero decir que ella se lo hiciera, desde luego. Por cierto, el viernes pasado llevabas un vestido precioso. Y tienes unas tetas realmente grandes. Entiendo por qué le gustas a Jack. Cuídate.»
A las siete, cuando las niñas se despiertan de la siesta y todo el mundo tiene hambre, la madre de Faith se ofrece a llevar a los dos indios hostiles a comer una pizza, y luego a la pista de patinaje, mientras Roger y Faith comparten los cupones del smórgásbord, o bufet sueco, en el hotel.
Pocos comensales han elegido la Sala Tirol, un comedor largo, demasiado iluminado y que huele a agrio. Casi todos los huéspedes están fuera esperando el Espectáculo de las Luces, en el que los miembros de la patrulla de rescate descienden cada noche por la pista de máxima dificultad llevando antorchas. Es una cosa bonita, pero tarda en empezar. En la cumbre de la colina hay un abeto noruego gigante que ha sido iluminado según la tradición navideña, como en la versión falsa de la historia de Faith. Todo ello puede verse desde la Sala Tirol a través de un gran ventanal.
Faith no quiere cenar con Roger, que tiene resaca por culpa del ponche y la siesta. Podría surgir cualquier conversación que ella encontrara ofensiva; algo relacionado con su hermana, la madre de las niñas y la mujer (todavía) de Roger. Pero Faith intenta mantener vivo el espíritu navideño. Pensar en los demás, etcétera.
Sabe que no le cae bien a Roger, quien posiblemente le tiene envidia, pero que también se siente atraído por ella. Una vez, hace varios años, le confió que le encantaría matarla a polvos. Estaba borracho, y no hacía mucho que Daisy había tenido a Jane. Faith hizo como si no lo hubiera oído. Luego le dijo que pensaba que era lesbiana. Debió de parecerle una buena idea hacérselo saber. Así es Roger, un tío con clase.
La sala, larga y con eco, tiene vigas entrecruzadas en el techo, pintadas de rosa, verde claro y púrpura, al parecer, algo muy corriente en Baviera. Hay unas largas mesas pintadas de verde y unas sillas plegables rosa y púrpura cuya finalidad es promover que la gente se lo pase bien en un ambiente informal, familiar. Faith está segura de que el hotel dispone de un comedor mejor, en el que no pagas con cupones y no hay nada rosa ni púrpura.
Faith lleva un body negro brillante de licra, sobre el que se ha puesto los pantalones de loden y los calcetines. Está estupenda. O, al menos, eso cree. Con cualquiera que no fuera Roger la velada podría resultarle agradable, incluso divertida.
Roger se sienta al otro lado de la mesa, demasiado lejos para poder hablar con comodidad. En una sala en la que quizá quepan quinientas personas, no hay más de quince comensales desperdigados. Nadie come en familia, todos están solos o, a lo sumo, forman parejas. Los jóvenes empleados del hotel, tocados con gorros de papel, esperan con una expresión tristona detrás de la larga mesa del bufet donde sirven platos calientes. Unas lámparas de calor con rayos naranja recuecen lentamente el chuletón de buey, del que Roger se ha servido una buena porción. Faith sólo ha cogido unas hojas de lechuga, un poco de remolacha y dos diminutas mazorcas de maíz; no ha aliñado su ensalada. El olor a agrio que impregna la Sala Tirol le ha quitado las ganas de comer.
—¿Sabes qué me preocupa? —dice Roger mientras corta un triángulo de grasa de buey gris azulada, para lo que utiliza, de manera bastante cómica, un cuchillo pequeño. Su tono da a entender que él y Faith comen allí juntos a menudo, y que reanudan la conversación donde la dejaron la última vez; como si no se despreciaran mutuamente hasta los tuétanos.
—No —dice Faith—. ¿Qué?
Se da cuenta de que Roger se ha quedado el cupón rojo del bufet. La norma es que tienes que dejarlo en el cesto que hay junto a los bastones de pan. El listo de Roger. Se pregunta qué hace para estar tan bronceado.
Roger sonríe rijoso, como si lo que piensa tuviera connotaciones lascivas.
—Me preocupa que a Daisy le vaya tan bien en la desintoxicación que se olvide de todo lo que ha pasado y quiera volver a casarse. Conmigo, quiero decir. ¿Entiendes?
Roger habla con la boca llena. Quiere que le crea; su sonrisa es seria, suplicante, vacía. He aquí a Roger sincerándose. Abriendo su corazón.
—No es probable que eso ocurra —dice Faith—. Tengo un presentimiento.
Evita mirar su modestísima ensalada. No padece del estómago, y no piensa correr el riesgo.
—Puede que no —asiente Roger—. De todos modos, me gustaría abandonar la orientación profesional un día de éstos, pronto. Empezar algo nuevo. Pasar página.
La verdad es que Roger no es feo, sólo vulgar hasta el agobio: barbilla pequeña, nariz pequeña, manos pequeñas, dientes rectos y pequeños; nada extraordinario, exceptuando que sus ojos castaños son demasiado rasgados, como si tuviera sangre ucraniana. Daisy se casó con él —eso dijo— porque tenía la polla excitantemente grande. Eso —o, mejor dicho, la falta de eso— era, en su opinión, la causa del fracaso de muchos matrimonios. Cuando todo lo demás fallara, al menos, quedaría eso. La de Vince, le confesó, era aún más grande. Ergo: a esa búsqueda específica había dedicado Daisy su vida. A eso, en vez de ir a la universidad.
—¿Qué es lo que te gustaría hacer ahora? —dice Faith.
Está pensando en lo estupendo que sería que cuando Daisy saliera de la desintoxicación lo hubiera olvidado todo. Volver a la época en que las cosas, más o menos, funcionaban parecía una buena solución.
—Bueno, quizá parezca una locura —dice Roger con la boca llena—, pero hay una empresa en Tennessee que desguaza aviones para chatarra. Se gana mucho dinero con eso. Imagino que así es como empezó lo del cine. Con algún plan descabellado.
Roger hurga en los macarrones de su ensalada con el tenedor. En el plato sólo le queda una albóndiga sueca.
—No me parece ninguna locura —miente Faith, que, a continuación, mira con deseo la mesa del bufet sueco. Después de todo, a lo mejor tiene hambre. Se pregunta si la palabra sueca smorgasbord significa la multitud de platos que componen el llamado bufet sueco o el hecho de ingerir esos alimentos.
Se da cuenta de que Roger se ha metido el cupón de la comida en el bolsillo como quien no quiere la cosa.
—Bueno, ¿crees que te dedicarás a eso? —pregunta Faith en referencia al genial plan de desguazar aviones para ganar una pasta.
—Con las niñas en el colegio, será difícil —admite sensatamente Roger, haciendo caso omiso de lo que parece obvio: que no es ningún plan genial.
Faith aparta de nuevo la mirada. Se da cuenta de que nadie en el comedor va vestido como ella, lo que le recuerda de dónde es. No es de Snow Mountain Highlands (aun cuando en cierta ocasión lo fuera). No es de Sandusky. Ni siquiera es de Ohio. Es de Hollywood. Es alguien capaz de ofrecer protección.
—Podría quedarme una temporada con las niñas —dice de pronto—. No me importaría, de verdad.
Piensa en la encantadora Marjorie y en la no menos encantadora e infeliz Jane, sentadas en el moderno sofá danés con sus cucos camisones y sus zapatillas con la cara de mono, mirando cómo decoraba el árbol de plástico. Acto seguido, imagina que Roger y Daisy mueren en un accidente de coche en su triunfante regreso del centro de desintoxicación. No puedes poner coto a tus pensamientos.
—¿A qué colegio irían? —dice Roger, de pronto muy interesado en algo que no esperaba. Algo que podría gustarle.
—¿Perdona? —dice Faith, y le lanza una segunda sonrisa de estrella de cine a Roger, el de la polla grande y los ojos rasgados. Ha dejado que la distrajera la fantasía de aquella muerte tan oportuna.
—¿A qué escuela irían?
Roger parpadea. Está muy interesado.
—No lo sé. A Hollywood High, supongo. En California hay escuelas. Podría encontrar una.
—Tendría que pensármelo —miente sin vacilar Roger.
—Muy bien, piénsatelo —dice Faith. Aunque lo ha dicho sin más ni más, ahora todo eso pasa a formar parte de la realidad cotidiana. Pronto se convertirá en madre de las niñas. Así de fácil—. Cuando te hayas instalado en Tennessee, puedes venir a buscarlas —añade sin convicción.
—Para entonces, probablemente no querrían volver —dice Roger—. Tennessee les parecería muy aburrido.
—Ohio es aburrido. Y les gusta.
—Cierto —dice Roger.
A ninguno de los dos se le ocurre mencionar a Daisy mientras hacen esos nuevos planes. Claro que Daisy, aunque es la madre de las niñas, va a pasarse una temporadita fuera de la circulación. Y Roger necesita que su vida tome un nuevo rumbo, necesita dejar atrás la «orientación profesional». Lo primero es lo primero.
El Espectáculo de las Luces ya ha empezado en la ladera: una zigzagueante cinta de antorchas se desliza en silencio por la pista de máxima dificultad como una colada de lava humana. Todo se ve extraordinariamente bien a través de la ventana panorámica. Una multitud de espectadores bien abrigados se ha reunido al pie de la pista, detrás de algunas vallas de nieve, y muchos llevan velas sujetas con un trozo de papel, como si estuvieran en un concierto de Grateful Dead. Han apagado todas las luces, excepto las del árbol de Navidad de la cima. Los jóvenes que atienden el bufet sueco, con sus mandiles y sus gorros de papel, se han congregado en la ventana para contemplar el espectáculo una vez más. Algunos se ríen por lo bajo. Alguien se acuerda de apagar las luces de la Sala Tirol. Se suspende la cena.
—¿Alguna vez has esquiado? —pregunta Roger mientras se inclina sobre su plato vacío en la semipenumbra. Aunque no hay razón, habla en susurros. Faith lee sus pensamientos: Las cosas podrían salir estupendamente. Me deshago de las niñas. Desguazo un montón de aviones. Seamos amigos y todo eso ocurrirá.
—No, nunca —dice Faith, que contempla ensimismada el trayecto en zigzag de los esquiadores, un descenso gradual, sinuoso, carente de dramatismo—. Me da miedo.
—Lo vencerías. —De manera inesperada, Roger alarga las manos por encima de la mesa y las acerca a las de Faith, situadas a ambos lados de la ensalada intocada. Toca una de sus manos, le da unos golpecitos—. Y, por cierto —añade—. Gracias. De verdad. Muchas gracias.
En el apartamento todo está tranquilo. Esther y las niñas aún están en la pista de patinaje. Roger ha vuelto a The Warming Shed. Tiene una novia en Port Clinton, una chica a la que orientó profesionalmente cuando iba al instituto, ahora divorciada. La llamará y le contará su plan de ir a Tennessee, y le dirá también que ojalá estuviera con él en Snow Mountain Highlands y que su familia estuviera en Ruanda. Se llama Bobbie.
No hay duda de que una llamada a Jack es lo apropiado. Pero primero Faith decide colocar el árbol de plástico recién adornado más cerca de la ventana, donde hay un enchufe. Cuando conecta las lucecitas blancas, casi todas se encienden alegremente. Sólo unas pocas no funcionan, y en la caja hay repuestos. Vamos progresando, piensa. Mañana colocará la estrella en lo alto: el ritual favorito de su padre. «Y ahora ha llegado el momento de la estrella», decía siempre. «La estrella de los Reyes Magos.» Su padre era músico, especialista en instrumentos de viento. Un hombre de talento, pero también borracho. Y especialista en mujeres que no fueran la suya. Era profesor —y un profesor entregado a su trabajo— en un instituto para poder llegar a fin de mes. Quiso que Faith fuera abogada, y lo fue. No tenía ningún plan para Daisy, y primero se dio a la bebida, a lo que luego añadió la ninfomanía. Al cabo de unos años murió, en casa. El páter familias. Fue entonces cuando su madre empezó a engordar. «Bueno, así es mi cuerpo», decía con resignación. Daba por sentado que su aumento de peso era consecuencia natural de la pérdida de su marido.
No sabe si llamar a Jack a Londres o a Nueva York. (Nantucket queda descartado, y Jack siempre apaga el móvil cuando no es horario de oficina.) ¿Dónde estará? En Londres ya es más de medianoche. En Nueva York es la misma hora que aquí. Las ocho y media. ¿Y qué decirle al contestador? Podría decirle, simplemente, que se siente sola, o que tiene dolores en el pecho, o que se ha hecho unos análisis con resultados preocupantes. (Esto habría que aclararlo con cierto misterio.)
Pero primero Londres. El piso de Sloane Terrace, a media manzana del metro. Habían desayunado en el Oriel, y luego Jack se había ido a trabajar a la City mientras ella se dirigía a la Tate, los Bacon son su especialidad. Qué lejos está Londres de Snow Mountain Highlands —es la sensación que tiene al marcar—, una llamada a un lugar realmente distante, lejanísimo.
Riiiin, riiiin, riiiin, riiiin, riiiin. Nada.
Había otro número, sólo para mensajes, pero lo había olvidado. Llama de nuevo, por si ha marcado mal. Riiiin, riiiin, riiiin…
Nueva York, pues. East Fiftieth Street. Muy, muy al este. La hermosa vista, un pequeño trozo del río. La guarida que había tenido desde que iba a la universidad. Un banderín con el año en que empezó sus estudios universitarios, 1971, enmarcado y colgado de la pared. Faith se tomó la molestia de redecorar el dormitorio. Todo blanco. Una foto suya, sonriente y bronceada, en el barco, enmarcada en cuero rojo. Otra de los dos en Cabo, en la playa. Nueva York también está muy lejos de Snow Mountain Highlands.
Riiiin, riiiin, riiiin, riiiin. Un chasquido. «Hola, soy Jack» —ella casi le contesta «Hola»—, «en este momento no estoy en casa, etcétera, etcétera», a continuación un pitido.
—Feliz Navidad, soy yo. Mmmm, Faith. —Se atasca, pero no se pone nerviosa. No le costaría nada contárselo todo. Esto es lo que ha pasado hoy: las chimeneas de la central nuclear, el árbol de plástico, el Espectáculo de las Luces, el bufet sueco, el recuerdo de Eddie, el plan de llevar a las niñas a California. Cosas todas muy navideñas—. Mmmm, sólo quería decirte que estoy… bien, y que supongo que… no, espero… espero que estés bien. Estaré en casa… en mi casa de la playa… después de Navidad. Me encantaría… no, deseo… tener noticias tuyas. Ahora estoy en Snow Mountain Highlands. En Michigan. —Hace una pausa, y considera si hay algo más que merezca la pena contarle. No. A continuación (demasiado tarde) se da cuenta de que le ha hablado al buzón de voz como si fuera su dictáfono. No hay manera de rectificar. Una lástima. Un error suyo—. Bueno, adiós —dice; ahora advierte que esto suena un tanto seco, pero no es posible rectificarlo. Lo suyo ya puede considerarse acabado, de todos modos. ¿A quién le importa? Ha llamado.
En la pista nórdica 1 las luces, tenues, blancas, no muy distintas de las del árbol de Navidad del apartamento, están colgadas en escogidas ramas de abeto; iluminan lo suficiente para que no te pierdas en la oscuridad, pero no lo bastante para estropear el efecto de misterio.
La verdad es que a Faith tampoco le gusta esta modalidad de esquí. No. El engorro de encerar los esquís, largos e incómodos, las rígidas botas alquiladas, el sudor, el riesgo de que todo eso acabe en resfriado y no puedas ir a trabajar. El gimnasio es mejor. Sudas un poco, y enseguida estás limpia y de vuelta al coche, y luego al despacho. Al teléfono. Le gusta el deporte, pero desde luego no es una fanática. Con todo, tampoco es que el esquí nórdico sea tan terrible.
Nadie la acompaña hasta la pista nórdica 1, pues el Espectáculo de las Luces ha atraído a la inmensa mayoría de los esquiadores. Dos japoneses conversaban en el sendero que conducía al comienzo de las pistas, dos hombres pequeños, de piel cetrina, vestidos de licra color verde manzana —caras serias y sin arrugas, muslos gigantes, brazos robustos y poderosos—, que se disponían a afrontar la pista nórdica 3, la más difícil, apodada «La Bestia». En sus cabezas, redondeadas y tocadas con un gorro de punto, llevaban diminutas luces, como las de los mineros, para iluminar el camino. Desaparecieron en un santiamén.
La nieve parece canturrear siguiendo el ritmo del sonido que hacen sus esquís al avanzar paso a paso. Una luna llena juega al escondite tras nubes afiligranadas mientras ella avanza en la semioscuridad entre los árboles cubiertos de nieve. El viento agita las extremidades de las copas de los pinos y las píceas más altas, pero al nivel del suelo el aire está en calma; allí sólo se nota el frío que despide la nieve metálica. De hecho, únicamente lo siente en las orejas y en la línea de gotitas de sudor que se ha formado en su frente, en el nacimiento de los cabellos. El corazón apenas se le acelera. Está en forma.
Por un momento oye una música lejana, una voz que canta con acompañamiento de orquesta. Se detiene a escuchar. El ritmo de la música viaja a través de los árboles. ¡Qué raro! Parece Roger, piensa entre dos profundas inspiraciones. Roger en escena en el bar karaoke cantándoles sus grandes éxitos a otros solitarios en la oscuridad. «Blue Bayou», «Layla», «Tommy», «Try to Remember». Roger a una distancia prudente. Se da cuenta de que el pelo le brilla a la luz de la luna. Si alguien la mirara, al menos, tendría buena pinta.
Piensa que sería romántico deslizarse en la oscuridad hasta llegar a la linde de uno de aquellos bosquecillos y atisbar allá abajo un reluciente hotel con muchas alas y las ventanas iluminadas, semejante a un exótico casino salido de una película de Paul Muni. Unos patinadores se deslizan con elegancia sobre una pista iluminada. Un telesilla engalanado avanza majestuoso. Unos cuantos alpinistas, los últimos, descienden con garbo, sin antorchas, antes de que apaguen las luces. El gran árbol brilla en la cima.
Sólo que esta comarca de Michigan no es particularmente bonita. No hay nada que ver: troncos oscuros, laderas heladas, nieve acumulada en las ramas de los pinos y las píceas.
Siente un creciente envaramiento en todo el cuerpo. Y eso que no va muy deprisa. Está ejercitando nuevos músculos. Tal vez no deba llegar al final del recorrido.
Se acuerda de Daisy, su hermana. Daisy, que pronto saldrá del hospital con una perspectiva de la vida totalmente nueva. Dentro, como es natural, se ha sometido al ritual de los doce pasos que acompaña al programa habitual de privación y arrepentimiento. Y, seguramente, se ha descubierto que alguien, en alguna parte, en algún momento, tal vez incluso hace muchas décadas, tocó a Daisy de una manera inapropiada y perjudicial para su bienestar, y a una edad demasiado tierna. Y no sólo una vez, sino muchas veces, a lo largo de una serie de años terribles y silenciosos. El culpable, probablemente, será un joven vecino, de hábitos sospechosos y mayor que ella —un solitario—, o algún bibliotecario de la escuela demasiado paternal. Incluso el páter familias será sometido a escrutinio póstumo. (La perspectiva histórica, como siempre, no podrá probarse, y, por lo tanto, resultará indiscutible.)
Y todo el mundo, naturalmente, tendrá que sacrificar un poco su dignidad, debido a esas interesantes noticias que llegan del pasado: un mundo mucho más ominoso de lo que nadie creía; donde nada era como pensábamos; donde había cosas ocultas; si alguien lo hubiera notado, y se lo hubiera preguntado claramente, se habría establecido una línea de comunicación, y Daisy le habría abierto su corazón a esa persona y se habría confesado con ella, bla, bla, bla. Como es de suponer, su madre nunca sospechó nada, aunque, sin duda, no le faltaron motivos para hacerlo. Quizá Daisy haya sugerido también que Faith es lesbiana. El efecto bola de nieve. Nadie está a salvo, nadie es inocente.
Arriba, entre las sombras, en el punto que indica los dos kilómetros de recorrido, el refugio 1 queda a la derecha de la pista nórdica 1: una mancha oscura en un pequeño calvero, un lugar donde descansar y esperar a que lleguen los demás (si hubiera otros). Un lugar perfecto para dar media vuelta.
El refugio 1 no es nada del otro mundo, una especie de rústica parada de autobús escolar hecha de troncos y cerrada sólo por tres lados. Delante, en la nieve, se ven cortezas de pan, un trozo de pizza, pañuelos de papel, tres latas de cerveza —un festín para las criaturas del bosque—; cada objeto proyecta su diminuta sombra sobre la superficie blanca.
Pero en el triste interior del refugio 1, sobre un banco de tablones, no están sentados niños esperando el autobús, sino Roger, su cuñado, con su mono de esquí azul oscuro y sus botas de excursionista. Así pues, no era él quien cantaba en el karaoke. Faith no ha visto huellas de pisadas en la pista. Roger es hombre de recursos, más de lo que parece a simple vista.
—Aquí hace un frío que pela.
Roger habla desde las sombras del refugio 1. Ahora no lleva las gafas negras, y apenas se le ve, aunque Faith intuye que sonríe: sus ojos castaños parecen aún más pequeños.
—¿Qué haces aquí arriba, Roger? —pregunta Faith.
—¡Oh! —dice Roger desde la penumbra—. Se me ocurrió subir.
Cruza los brazos y estira las piernas calzadas con las botas de excursionista sobre la nieve iluminada igual que un adolescente chuleta.
—¿Para qué?
Faith tiene las rodillas agarrotadas y débiles a causa del esfuerzo. El corazón ha empezado a latirle con fuerza. Nota un sudor frío en el labio. La temperatura ronda los cinco bajo cero. En invierno hasta los lugares más inocentes pueden resultar peligrosos.
—Quien nada arriesga, no pasa la mar —dice Roger. Se burla de ella.
—Aquí es donde yo doy media vuelta —balbucea Faith—. ¿Quieres acompañarme colina abajo?
Lo que quiere realmente es que allí hubiera más luz. Mucha más luz. Una bombilla en el refugio estaría bien. En la oscuridad ocurren cosas malas que resultarían inconcebibles a plena luz.
—La vida te lleva a lugares bastante interesantes, ¿no crees, Faith?
Le gustaría sonreír y no sentirse amenazada por Roger, que debería estar con sus hijas.
—Supongo —dice Faith.
Huele a alcohol en el aire seco. Roger está borracho y dice lo primero que se le ocurre. Una mala combinación.
—Estás muy guapa. Muy guapa. La gran abogada —dice Roger—. ¿Por qué no entras?
—Oh, no, gracias —dice Faith.
Roger es odioso, pero también es de la familia, y se queda paralizada sin saber qué hacer: una situación insólita para ella. Le gustaría ser más ágil con los esquís, pegar un bote, dar media vuelta y alejarse de allí.
—Siempre he pensado que, de encontrar el momento adecuado, nos lo hubiéramos podido pasar muy bien —añade Roger.
—Roger, lo que haces no está bien.
No tiene ni idea de lo que hace su cuñado. Quisiera lanzarle una mirada tan fiera, que resultara demoledora, pero nota que le tiemblan las rodillas. Sobre los esquís se siente alta, muy alta, y tremendamente vulnerable.
—Pues me gusta hacerlo —dice Roger—. Por eso he subido hasta aquí. Para pasármelo bien.
—No pienso hacer nada contigo, Roger —dice Faith—. ¿De acuerdo?
Tiene miedo, igual que si estuviera en un aparcamiento a altas horas de la noche, o hiciera footing sola en una solitaria zona industrial, o llegara a su casa de madrugada y no diera con la llave. Vulnerable. Y, de repente, apareciera alguien. ¡Bingo! Un hombre deprimentemente vulgar y que no pareciera tener ningún plan preconcebido.
—No, no. No estoy de acuerdo. —Roger se pone en pie, pero sigue en la oscuridad—. La abogada —vuelve a decir, aún sonriendo, al parecer.
—Voy a dar media vuelta —dice Faith, y, muy insegura, comienza a levantar el largo esquí izquierdo y a sacarlo de la huella que ha dejado, y a continuación, apoyándose en los bastones, hace lo mismo con el derecho. La cabeza le da vueltas y le duelen las pantorrillas, y resulta complicado no cruzar las puntas de los esquís. Pero es esencial seguir de pie. Caer significaría rendirse. ¿Cuál es la expresión que se utiliza? Tele… Telealgo. Le gustaría poder telealgo. Telealgo pitando de allí. Le arden los muslos. En California, piensa, es procuradora ante los tribunales. Le ha otorgado poderes una gran empresa, y ha jurado hacer respetar la ley… aunque no hacerla cumplir. Es una fuerza del bien.
—Ahí, de pie, tienes una pinta estúpida —dice Roger tontamente.
Faith no piensa decir nada más. La verdad es que tampoco hay nada que decir. Hablar ahora no es fácil, pues está muy concentrada en lo que hace. Por un momento le parece volver a oír música, una música lejana. No es posible.
—Cuando acabes de dar media vuelta —dice Roger—, te enseñaré una cosa.
No explica qué. Mientras Faith mueve los esquís poco a poco (le pesan los tobillos), dice mentalmente: «¿Y luego qué?»
—La verdad es que odio a tu maldita familia —dice Roger.
Sus botas hacen crujir la nieve. Faith lo mira de reojo por encima del hombro, pues no se atreve a mirarlo cara a cara. Se le acerca. Piensa que se caerá y entonces ocurrirán cosas dramáticas y lamentables. Con un gesto que, posiblemente, considera dramático, Roger —aunque ella no puede verlo— se baja la cremallera del mono azul. Quiere que Faith oiga el ruido. Ella ya ha dado tres cuartos de media vuelta. Podría mirarle, si quisiera. Echarle un vistazo, ver el porqué de tanta excitación. Suda copiosamente. Su ropa interior está empapada.
—Sí, la vida te lleva a situaciones bastante interesantes.
Roger se repite. Se oye otro ruido de cremallera. Según la visión del mundo de Roger, en eso consiste pasárselo bien.
—Sí —dice Faith—, es cierto.
Ya casi se ha dado media vuelta. Oye reír a Roger, una risita entre dientes y un «¡ju, ju, ju!» carente de humor. A continuación, Roger dice:
—Casi.
Oye el sonido de sus botas aplastar la nieve. Siente a Roger muy cerca de ella. Sin duda, lo que piensa hacer contribuirá a poner de relieve lo mucho que odia a su familia.
Oye voces —voces salvadoras— a su espalda. No puede evitar mirar por encima del hombro izquierdo hacia la parte de la pista que sube hasta los árboles a oscuras. Ve una luz, seguida de otra, como estrellas que cayeran de lo alto. Voces, palabras, una lengua que no entiende. Japonés. No mira a Roger. Simplemente, coloca un esquí, el izquierdo, en su huella, a continuación hace lo mismo con el derecho, hinca los bastones para tomar impulso. Y ese breve espacio de tiempo y ese esfuerzo nada exagerado bastan para que se aleje de allí. Cree haber oído a Roger decir algo, otro «¡Ju, ju, ju!», una especie de gruñido, pero no está segura.
En el apartamento todos duermen. Parpadean las luces del árbol de plástico. Se reflejan en la ventana que da a las pistas, que ahora están a oscuras. Faith observa que alguien (su madre) se ha pasado lo que debe de haber sido bastante rato cambiando las bombillas fundidas para que el árbol centellee en todo su esplendor. La estrella dorada, la estrella que guió a los Reyes Magos, está sobre la mesa de centro, semejante a una estrella de mar, a la espera de que la coloquen en su lugar.
Marjorie, la pequeña, la más encantadora de las dos, duerme en el sofá verde, bajo el cuadro de Brueghel. Se ha levantado de la cama para dormir cerca del árbol, y se ha traído la colcha rosa.
Naturalmente, Faith ha cerrado con llave y pestillo y ha dejado a Roger fuera. Que se muera helado y solo en la nieve. O que duerma en un portal, o junto a alguna de las tuberías de la calefacción del complejo de Snow Mountain Highlands y le explique su situación al personal de seguridad. Esta noche Roger no dormirá con sus preciosas hijas. Ahora manda ella. Las niñas son suyas. Aunque reconoce que ha sido muy cándida al no ocurrírsele que Roger interpretaría su oferta de quedarse con las chicas como una invitación a follar con ella. Lleva demasiado tiempo en California, y ha olvidado la manera de hablar del americano medio. Ha encontrado extraño que Roger dijera «maldita familia» y no «jodida familia». Probablemente, también dice «¡Diantre!», en vez de «Joder!».
En la pista de hielo dos equipos juegan a hockey bajo unas luces altas y blancas. Se enfrentan un conjunto rojo y otro negro. Han colocado dos porterías, y han reducido la gran pista al tamaño y la forma reglamentarios. Hay pocos espectadores: las mujeres y novias de los jugadores. Boyne City contra Petoskey; Cadillac contra Sheboygan, o algo así. Los patines blancos de sus sobrinas están junto a la puerta que acaba de cerrar con el pestillo, para mayor seguridad.
Sería bonito poner la estrella ahora, piensa. «Ha llegado el momento de la estrella.» ¿Quién sabe lo que traerá el mañana? La llegada de los Reyes Magos no puede hacer ningún daño.
De modo que Faith coge la finísima estrella de papel de aluminio brillante, que es grande, dorada e ingrávida, y tiene cinco puntas, y se sube a la mesa de comedor danesa y encaja la ranura sobre la hoja más elevada del árbol de plástico. No es que encaje muy bien, pues no hay ninguna ramilla erguida en lo alto, por lo que la estrella no permanece tiesa, sino que se inclina de una manera triste y cómica, pero también victoriosa. (Los filipinos que fabricaron el árbol jamás pensaron que serviría para eso.) Mañana los demás pueden añadirle lo que quieran al árbol, inventarse adornos hechos de materiales que les inspiren, por más absurdos que sean. Mañana el propio Roger quedará rehabilitado, y se convertirá en el mejor amigo de todos. Menos de ella.
Marjorie ha abierto los ojos, aunque no se ha movido. Por un momento, sólo por un momento, parece muerta.
—Me he dormido —dice en voz baja, y parpadean sus ojos castaños.
—Oh, ya te he visto —dice Faith, sonriente—. Creía que eras otro regalo de Navidad. Creía que Santa Claus te había traído antes de hora y te había dejado aquí para mí.
Se sienta con cuidado sobre la frágil mesa de centro, cerca de Marjorie, por si ésta tiene alguna preocupación que contarle, un sueño triste. Un temor. Pasa la mano por el cálido pelo de su sobrina.
Esta hace una larga inspiración y deja que el aire salga suavemente por su nariz.
—Jane duerme —dice.
—¿Qué te parecería volver a la cama? —le susurra Faith.
Le parece oír un golpecito en la puerta, la puerta cerrada con pestillo. La puerta que no abrirá. La puerta más allá de la cual aguardan el mundo y los problemas. Los ojos de Marjorie se desvían hacia el sonido, pero enseguida los vence el sueño. Está a salvo.
—Deja el árbol encendido —le ordena Marjorie, ya dormida.
—Muy bien, de acuerdo —dice Faith—. El árbol queda encendido. Lo dejamos así.
Faith coloca una mano debajo de Marjorie, la cual, por la fuerza de la costumbre, alarga un brazo y le acaricia el cuello. Al instante tiene a Marjorie en brazos, con la colcha rosa y todo, y la lleva sin esfuerzo al dormitorio a oscuras en el que su hermana duerme en una de las dos camitas. Lentamente, deja a Marjorie sobre la cama vacía y la vuelve a tapar. De nuevo cree oír un suave golpe en la puerta, pero cesa. Faith supone que esta noche no volverá.
Jane duerme de cara a la pared, y respira hondo, de manera audible. Jane duerme como un tronco, Marjorie no tanto. Faith se queda en medio de la habitación a oscuras, sin ventanas, entre las dos camitas, y las parpadeantes luces de Navidad visitan aquella calma que ha tenido un precio tan caro. La habitación huele a moho y a humedad, como si llevara meses cerrada y la hubieran abierto esa misma noche para servir de alojamiento a esas niñas. Sólo por un momento piensa en lo que habría sido pasar las navidades por su cuenta.
—Muy bien —susurra—. Muy bien, muy bien.
Faith se desviste en la suite principal, demasiado cansada para ducharse. Su madre duerme en un lado de la cama que comparten. Es una pequeña montaña que sube y baja con la respiración bajo las cobijas. En la mesilla de noche hay un vaso de vino a medio beber, junto al collarín. Encima de la cama hay una foto de un velero blanco en un mar azul y sereno. Faith entrecierra la puerta para desvestirse, lo que oculta las parpadeantes luces del árbol.
Esta noche, como duerme con su madre, se pondrá pijama. Se ha comprado uno nuevo. Blanco, de pura seda, terso como el agua. Tiene unos ribetes de seda azul.
Contempla la inesperada visión de sí misma en el espejo barato y ondulado de la puerta. Todo bien. Sólo esa pequeña cicatriz blanca en el pecho izquierdo, donde le quitaron un quiste, una cicatriz insignificante que nadie vería. Pero aún causa buen efecto. Muslos finos y duros. Vientre liso y hermoso. Caderas de chaval. En general, ninguna queja.
Necesita un vaso de agua. Siempre hay que llevarse un vaso de agua a la cama, nunca un vaso de vino tinto. Cuando pasa junto a la ventana de la sala, camino de la diminuta cocina, ve que el partido de hockey acaba de terminar. Es más de medianoche. Algunos jugadores se dan la mano sobre el hielo, otros patinan describiendo amplios círculos. En la pista de esquí de máxima dificultad que hay más arriba las luces vuelven a estar encendidas. Máquinas provistas de grandes faros acondicionan la nieve, para lo que tienen que trabajar en ángulos muy traicioneros, lo que causa una sensación de inminente peligro.
Y entonces ve a Roger. Está a medio camino entre la pista de hielo y los apartamentos, con su atuendo azul oscuro, de regreso. Ha estado mirando el partido de hockey, sin duda. Se detiene y levanta la vista hasta la ventana donde está ella, ataviada con su pijama blanco, con las parpadeantes luces del árbol de Navidad como trasfondo. Roger se detiene y se la queda mirando. Ha vuelto a ponerse sus gafas de montura negra. Mueve la boca, pero no hace ningún gesto. En esa posada no hay sitio para Roger.
En la cama su madre parece incluso más voluminosa. Es una gran fuente de calor, y su espalda está un poco húmeda cuando Faith se la toca. Lleva un camisón azul de cuadros, no muy distinto del vestido holgado que lleva de día. Huele inesperadamente bien. Un olor intenso.
Cuánto hace, se pregunta Faith, que no dormía con su madre. ¿Cien años? ¿Veinte? Pero está bien que le parezca tan normal.
Ha dejado la puerta abierta por si llaman las niñas, por si se despiertan y tienen miedo, por si echan de menos a su padre. Las luces de Navidad siguen parpadeando al otro lado de la puerta. Oye la nieve que cae del techo, un automóvil con cadenas tintinea suavemente donde no puede verlo. Quería mirar si tenía algún mensaje, pero no se ha acordado de hacerlo, y ahora lo deja correr.
¿Cuándo, se pregunta, estaba delgada su madre y era guapa? ¿En los sesenta? No hace tanto. Ella era entonces una niña. Los sesenta. Parece que fue ayer. Aunque para su madre, probablemente, no.
Parpadean, parpadean, las luces parpadean.
El matrimonio. Sí, naturalmente, podría pensar en eso ahora. Aunque quizá el matrimonio no sea más que una extensa planicie en la que se va revelando tu carácter, y al final de la cual hay otra persona que no te conoce muy bien. Ese sería el mensaje que podría haberle dejado a Jack: «Querido Jack, ahora sé que el matrimonio es una extensa planicie en la que se va revelando etcétera, etcétera, etcétera.» Esas cosas siempre se te ocurren demasiado tarde. Faith sigue oyendo esa música suave que no sabe de dónde viene. Ahora es «Nació en un pesebre», tocado en un carrillón, una versión muy bonita. Música para dormirse.
¿Y cómo afrontarán el mañana? No el mañana eterno, sino el mañana inminente, práctico. Aún tiene los muslos agarrotados, pero se relajan lentamente. Su madre, la montaña que hay a su lado, le da la espalda. ¿Cómo lo harán? Mañana Roger quedará rehabilitado, sí, sí. Habrá juegos de mesa. Cambios de indumentaria. Llamadas telefónicas. Encontrará el momento para preguntarle a su madre si hubo algún abuso sexual en su familia, y averiguará, felizmente, que no. Habrá intercambio de miradas inusuales. Se obviarán ciertos nombres, ciertas palabras, por el bien de todos. Las niñas volverán a aprender a esquiar y a disfrutar haciéndolo. Se contarán chistes. Se sentirán mejor, serán de nuevo una familia. La Navidad sabe cuidar de sí misma.