A principios de la primavera pasada alguien dejó un cachorro en el interior de nuestro jardín a este lado de su puerta trasera, y no volvió a recogerlo. Esto ocurrió en una época en la que yo iba a Saint Louis cada semana, y en la que mi mujer estaba volcada en la maratón contra el sida, que tiene lugar, por irónico que parezca, más o menos en la época en que se pagan los impuestos en Nueva Orleans, lo que, por lo general, sume a la gente en una actitud incómoda y contradictoria, que inevitablemente se resuelve, por supuesto, gracias a la buena voluntad y la dedicación.
Si empiezo así, es sólo para decir que nuestra casa permanece vacía gran parte del día, lo que permitió que, quienquiera que lo hiciera, dejara el cachorro. Nuestra casa hace esquina, y se halla situada en el elegante barrio histórico. Es grande y antigua, y llama la atención —es una construcción típica del Barrio Francés—, y la puerta trasera del jardín está a cierta distancia de la puerta trasera de la casa, desde la cual no se puede ver a causa de las tupidas alheñas. De modo que tirar a un cachorro por encima de la verja de hierro y marcharse sin ser visto no ha de ser difícil, e imagino que no lo fue.
—Ha sido uno de esos chavales —dijo mi mujer mientras cruzaba los brazos. Estaba junto a mí, al otro lado de las puertas, mirando al cachorro, que se había sentado sobre las losas de cemento y nos miraba con lo que parecía una especie de insolente curiosidad. Era pequeño, tenía el pelo liso, corto y áspero, y era casi blanco, excepto unas manchas negras triangulares en los flancos. Levantaba la cola, como deseoso de mostrar lo alerta que estaba, cuando se ponía en pie, y daba la impresión de que entre sus antepasados podía contarse algún perro de muestra. Sin ninguna razón en concreto, le eché tres meses, aunque tenía las patas largas y los blancos pies más grandes de lo que sería de esperar—. Uno de esos chavales que hay en el barrio que van completamente de negro —dijo Sallie—. Llámalos como quieras. Van llenos de piercings, son ridículos y viven en los portales. Siempre llevan un perro atado con una cuerda. —Dio unos golpecitos con la uña en los cristales cuadrados para llamar la atención del cachorro, que había comenzado a rascarse la oreja con gran diligencia, pero que entonces paró y fijó sus ojillos oscuros en la puerta. Había arrastrado una escobilla de plástico rojo para quitar el polvo que estaba debajo de las escaleras exteriores de la parte de atrás, y la había dejado en medio del jardín—. Tenemos que librarnos de él —dijo Sallie—. Pobrecillo. Esos asquerosos chavales deben de haberse cansado de él, y lo han abandonado en nuestra puerta.
—Intentaré colocarlo —dije.
Acababa de volver de Saint Louis, y sólo llevaba cinco minutos en casa. Apenas había tenido tiempo de dejar la maleta en el vestíbulo.
—¿Colocarlo? —Sallie tenía los brazos cruzados—. ¿Dónde? ¿Cómo?
—Colgaré algunos carteles —dije, y le toqué el hombro—. Puede que alguien del vecindario lo haya perdido. O, a lo mejor, alguien se lo encontró y lo dejó allí para que no lo atropellaran. Alguien vendrá a echarle un vistazo.
Entonces el cachorro ladró. Algo (a saber qué) le había asustado. Se puso en pie de un salto y empezó a ladrar a todo pulmón y de manera amenazante a la puerta que nos separaba de él, como si hubiera comprendido que pretendíamos hacer algo con él y se hubiese molestado. Se calló tan repentinamente como había empezado, y, sin apartar sus ojillos oscuros de nosotros, se acuclilló a lo cachorro y se meó sobre las losas.
—Es otra de sus gracias —dijo Sallie. El cachorro acabó, olisqueó delicadamente la orina y a continuación la lamió para probarla—. Si no se mea encima de algo, salta o araña o ladra. Cuando me lo encontré esta mañana, me ladró, luego me saltó encima, se meó en mi tobillo y me arañó la pierna. Sólo intentaba acariciarlo y ser amable.
Meneó la cabeza.
—Probablemente, tenía miedo —dije mientras admiraba la actitud resuelta del cachorro, sus orejas puntiagudas y su coloración de perro de muestra, sencilla y sin complicaciones. Puro blanco, puro negro. Era un macho.
—No te encariñes con él, Bobby —dijo Sallie—. Tenemos que llevarlo a la perrera.
Mi mujer es de Wetumpka, Alabama. Sus antepasados eran luteranos suecos, ambiciosos y melancólicos, que llegaron al Sur porque su bisabuelo inventó de manera fortuita un sistema para eliminar la borra en el proceso de desmotado del algodón que hizo que mucha gente ahorrara millones. En una generación, los Holmberg de Lund pasaron de ser inmigrantes estigmatizados y sin futuro a formar parte de la alta burguesía adinerada, con altaneras actitudes republicanas y la idea de que tenían derecho a todos los privilegios. En Wetumpka había una perrera, y los perros callejeros siempre eran temidos por transmitir la sarna y fiebres exóticas. He estado allí; sé de lo que hablo. Un lacero recorría las calles con una furgoneta muy ventilada, cuyos laterales eran de listones cruzados, y provisto de un gran lazo. Cuando un perro sin collar se acercaba a husmear las hortensias de alguien, se llamaba al lacero, y adiós chucho.
—Ya no hay perreras —dije.
—Me refería al refugio —dijo Sallie en voz baja—. La Protectora de Animales. Allí los tratan bien.
—Preferiría probar lo otro primero. Poner un cartel.
—Pero ¿no vuelves a marcharte pasado mañana?
—Sólo son dos días —dije—. Volveré enseguida.
Sallie dio unos golpecitos con la punta del pie, señal de que algo la incomodaba.
—No alarguemos el asunto. —El cachorro comenzó a trotar hacia el jardín trasero y desapareció detrás de las grandes jardineras de ladrillo sembradas de pitósporos—. Cuanto más tiempo nos lo quedemos, más nos costará deshacernos de él. Y, no lo dudes, tarde o temprano tendremos que hacerlo.
—Ya veremos.
—Cuando llegue el momento, te dejaré que lo lleves tú a la perrera —dijo.
Sonreí con aire de disculpa.
—De acuerdo. Si llega el momento, yo lo haré.
Ahí acabó la conversación.
Hace mucho tiempo que practico la abogacía ante los tribunales de apelación federales, y, sobre todo, defiendo casos importantes y complicados de negligencia en los que el apelante es una cadena de hoteles o de restaurantes de actividad interestatal y que han sido demandados con éxito por un empleado o una víctima de lo que es a menudo un terrible y desafortunado accidente. Casi siempre gano los casos. Sallie también es abogada, pero no le gustan los tribunales. Trabaja como especialista en recursos, lo que significa recaudar fondos para causas, por lo general, progresistas: los sin techo, mujeres maltratadas, niños maltratados, temas de nutrición, etcétera. Algo que está muy lejos de las opiniones de su familia, arribistas ricos de ideas conservadoras de Alabama. Yo soy de Vicksburg, Mississippi, y recibí una educación normal de clase media, pero sólida. Mi padre era abogado de una compañía de seguros. Sallie y yo nos conocimos en la Facultad de Derecho de Yale en los setenta. Siempre nos hemos considerado afortunados en la vida, aunque nunca nos hemos impuesto metas ni hemos conseguido logros extraordinarios. No somos más que unos sureños pertenecientes a familias sólidas y que nos apoyaron, que hemos tenido la fortuna de lograr una buena educación y que, al acabar los estudios, regresamos a nuestro Sur natal, dispuestos a adaptarnos a las circunstancias. Uno debe obrar de acuerdo con ese impulso humano tan básico, pues, de otro modo, la vida carecería de cimientos sólidos que la hicieran soportable. Al menos, eso pensamos los dos.
Un día, después del final del milenio anterior y del inicio del nuevo, Sallie me dijo (fue durante un almuerzo en Le Perigord, en Esplanade, nuestro restaurante favorito):
—¿Te acuerdas —había estado pensando en ello— de la primera acuarela que compramos, en Oíd Saybrook? Aquella vela inclinada que apenas distinguías del cielo blanco. En aquella tiendecita junto al puente.
Por supuesto que me acordaba. Está en mi despacho de Place St. Charles, una preciada reliquia de mi juventud.
—¿Por qué quieres hablarme de ella?
Estábamos sentados a una mesa en el sombreado jardín del restaurante, impregnado del dulce olor de los heliotropos. Unos pequeños loros salvajes aleteaban y parloteaban entre las hojas de los robles. Comíamos una sopa fría de cangrejo.
—Bueno —dijo. Sallie tiene unos ojos azules claros, casi animales, y esa piel traslúcida color caramelo típica del Norte de Europa. Durante muchos años se ha resguardado del sol. Lleva el pelo cortado un poco de cualquier manera y con la raya en medio, como los personajes de las películas de Bergman de los sesenta. Tiene cuarenta y siete años y es tremendamente guapa—. Es algo de lo más trivial —añadió—, pero ¿cómo supimos entonces que teníamos buen gusto? La verdad es que es un tema que me trae sin cuidado, ya lo sabes. Tú tienes mucho mejor gusto que yo en muchas cosas. Pero ¿por qué estuvimos tan seguros, cuando escogimos aquel cuadro, de que al cabo de un tiempo no nos parecería horrible? Explícamelo. ¿Y si nuestros amigos se hubieran reído a nuestras espaldas después de verlo? ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensarlo?
—No —dije con la cuchara suspendida encima de la sopa—, nunca.
—¿Quieres decir que no te parece una cuestión interesante o que, con el tiempo, habríamos llegado a tener buen gusto por nosotros mismos?
—Un poco las dos cosas —dije—. Tanto da. Tenemos buen gusto, por lo que siempre lo habríamos demostrado, compráramos lo que compráramos. Todavía tengo esa acuarela colgada en mi despacho. La gente que pasa por allí la contempla con admiración.
Sonrió, complacida en su fuero interno.
—Nuestros amigos son lo de menos, desde luego. Pero no puedo menos que preguntarme si ahora nuestra vida sería diferente, peor, en el caso de que nos hubieran gustado los cuadritos de payasos tristes o hubiésemos puesto antimacasares en los muebles —dijo. Se quedó mirando su cuchillo y sus cucharas, perfectamente alineados—. Es algo que me intriga. La vida resulta tan frágil tal como la experimentamos…
—¿Cuál es el problema, en esencia?
Tenía que volver pronto al trabajo. En cualquier caso, ahora teníamos pocos amigos. Es natural.
Frunció el ceño y se rascó la nuca con el índice.
—Que al cambiar una pequeña parte de algo, todo se transforma.
—¿Una estrella se desvía de su trayectoria y de pronto la Osa Menor deja de existir? —dije—. La verdad es que no creo que hables en serio. La verdad es que no creo que te angusties sólo porque tu vida podría haber sido de otra manera.
Admito que la cosa me hizo gracia.
—Esa es una manera muy frívola de verlo. —Bajó la mirada hacia su sopa, que no había probado, y tocó la superficie con el borde de la cuchara—. Pero sí, a eso me refiero.
—Pues no es cierto —dije, y me limpié los labios—. Todo seguiría siendo como es. La Osa Menor o cualquier cosa que te parezca importante. Simplemente, te olvidarías de la estrella que se desvió y te concentrarías en las que siguen formando la Osa Menor. Nuestra vida habría sido exactamente la misma aunque nos gustaran los cuadros malos.
—Tú eres el abogado, ¿no? —Fue un comentario condescendiente, pero no creo que lo hiciera con mala intención—. Simplemente, te olvidas de lo que no encaja. Pero no habría sido la misma, de eso estoy segura.
—No —dije—. No habría sido exactamente la misma. Pero casi.
—Sólo hay una Osa Mayor —dijo, y soltó una carcajada.
—Que sepamos hasta ahora. Cierto.
Reproduzco este diálogo sólo para ilustrar cómo somos cuando estamos juntos: lo que parece importante y lo que no. Y hasta qué punto somos capaces de dejar que asuntos potencialmente problemáticos se pierdan en el olvido.
La tarde del día en que apareció el cachorro me senté al escritorio con tablero forrado de cuero que hay en nuestro comedor, donde normalmente extiendo los talones para pagar las facturas, y redacté con diligencia uno de esos carteles escritos a mano que suelen verse en el tablón de anuncios de las lavanderías automáticas y grapados a los postes de los teléfonos públicos, junto con anuncios de nuevos masajes terapéuticos, temas de salud para gays y conciertos de rock. CACHORRO, rezaba mi cartel, escrito con rotulador negro, y después de eso estaban los datos de rigor, con el número de teléfono de mi despacho y la fecha (23 de marzo). Hice veinticinco copias en la fotocopiadora de Sallie. Luego cogí la grapadora que ella utilizaba para colocar los carteles de la maratón contra el sida, subí a nuestra habitación, saqué un viejo cinturón de cuero trenzado de mi armario y bajé al jardín en busca del cachorro. Me pareció una buena idea llevarlo conmigo mientras colocaba unos carteles en los que se le mencionaba. A lo mejor alguien lo reconocía o, simplemente, le echaba un vistazo, lo encontraba simpático, veía que se lo podía llevar y me lo quitaba de las manos. Esas cosas pasan, al menos en teoría.
Cuando me lo encontré estaba dormido detrás de las alheñas de la otra punta del jardín. No había perdido el tiempo: se había puesto a escarbar y había hecho un hoyo en la parda tierra lo bastante profundo para que la mitad de su pequeño cuerpo quedara oculto debajo del nivel del suelo. También había roto varias ramas de alheña, arrancado algunas hojas y mordisqueado las puntas hasta destrozar varios arbustos.
Cuando se dio cuenta de que me acercaba, se aplastó en el hoyo y lanzó un gruñidito de cachorro. A continuación se incorporó de pronto y me ladró de manera agresiva, de una manera que, de haber sido un perro más grande, me habría alarmado y me habría hecho retroceder.
—¡Perrito! —dije procurando parecer simpático—. Sal. —Aún llevaba los pantalones del traje, mi camisa blanca y la corbata: lo que me pongo para actuar en los tribunales. El cachorro siguió gruñendo, luego ladró otra vez y, lentamente, se escondió detrás de las destrozadas alheñas, hasta quedar oculto en las sombras, contra la pared de ladrillo que nos separa de la calle—. ¡Perrito! —volví a decir en tono paciente y engatusador mientras me inclinaba hacia delante entre las tupidas hojas verdes. Había hecho un lazo con el cinturón, y extendí los brazos para pasárselo por el cuello. Pero al sentir el peso de la hebilla el animal retrocedió y, de manera inesperada, comenzó a gañir, un gañido que era como un grito humano. Y a continuación dio media vuelta y comenzó a arañar la pared y a dar saltitos sin parar mientras agitaba su fea colita, y al mismo tiempo aflojó la vejiga hasta que las losas quedaron manchadas de una orina caliente, causada por el terror.
Lo cual, naturalmente, me desanimó, pues parecía cruel obligarle a acompañarme, aun cuando fuera por su propio bien. Estaba claro que su dueño anterior no lo había tratado con demasiado cariño. No confiaba en los humanos, aun cuando los necesitara. Sacarlo a la calle sólo le haría sentirse más aterrado, y disuadiría a cualquiera de llevárselo a casa y darle una vida mejor, Más vale que se quede, decidí. En nuestro jardín estaba a salvo, y allí podría disfrutar de unas horas de paz.
Alargué el brazo e intenté quitarle el lazo que había hecho con el cinturón, pero cuando lo hice me enseñó los dientes e intentó morderme, y casi me pilla el extremo del pulgar con sus pequeños incisivos blancos. Decidí que no valía la pena tanto esfuerzo y que me iría a colocar los carteles solo.
No tardé en colocar todos los carteles: en la lavandería automática de Barracks Street, en la charcutería gay, en la pastelería francesa, dentro de la cafetería y de la tienda de revistas para adultos de Decatur. No se me pasó ni uno de los teléfonos públicos en una zona de cuatro manzanas. En algunos postes de teléfono y en todos los tablones de anuncios vi que otras personas habían perdido a sus mascotas, casi todos ellos gatos: Hiroki se ha perdido. Estamos desconsolados. ¿Puedes ayudarnos? Llama a Jamie o a Hiram al… O: Hemos perdido a nuestro Mitones. Por favor, llámanos o dale un buen hogar. ¡Por favor! Mientras hacía la ronda leí todos los carteles, por si alguno informaba de que se había perdido un cachorro. Pero (lo que me sorprendió) no había ninguno.
En una calle no muy larga y de mala fama cerca del Mercado Francés, un lugar que incluye una sórdida zona comercial (sex—shops, emporios de la camiseta y un sitio donde venden porciones de pizza), vi a un grupo de esos jóvenes a los que Sallie había acusado de haber abandonado a nuestro cachorro. Estaban sentados, tal como ella los recordaba, en la entrada de una tienda vacía, vestidos con ropa negra tosca y harapienta, y botas de suela gruesa, y se adornaban con varias cadenas y muñequeras con tachuelas; los cuatro —dos chicos y dos chicas— lucían piercings y tatuajes con cruces de Malta y cuchillos ensangrentados y esvásticas; unos adornos completamente fuera de lugar, que les daban un aspecto desabrido y violento. Tenían un perrillo negro atado con una cuerda de algodón blanca a una de las pesadas botas de un muchacho. Bebían cerveza y fumaban, pero por lo demás permanecían sentados, sin hablar siquiera, y se limitaban a lanzar miradas de odio a la calle o a nada en particular.
Me pareció que no había mucho que temer, de modo que me paré delante de ellos y les pregunté si el día anterior alguno había perdido un cachorro blanco con manchas negras, pues me había encontrado uno. El muchacho que parecía de más edad, un grandullón sin afeitar, con el pelo, teñido de un púrpura y un verde brillantes, cortado a cepillo —era el que tenía el perro atado a la bota—, levantó hacia mí unos ojos carentes de expresión. A continuación se volvió a una de las dos chicas, de aspecto enormemente sucio, rollizas y pálidas que estaban en cuclillas en la parte interior de la sombría entrada, fumando (la muchacha tenía una tosca cruz tatuada en la frente, como la que, supuestamente, llevaba Charles Manson), y le preguntó:
—¿Has perdido un cachorro blanco con manchas negras, Samantha? No creo. ¿Lo has perdido? No recuerdo que hoy tuvieras ninguno.
El muchacho tenía un acento nasal del Medio Oeste que sonaba inesperadamente juvenil, la clase de acento que había estado oyendo en Saint Louis aquella misma semana, aunque entonces salía de la boca de carísimos abogados. Sabía muy poco de aquellos jóvenes, pero se me ocurrió que, a lo mejor, aquel chaval era hijo de algún abogado, alguien cuyo retrato verías en un cartón de leche o en una página web dedicada a gente que se ha escapado de casa.
—Ah, no —dijo la chica, y, de pronto, soltó una carcajada.
El grandullón de pelo púrpura y verde volvió a levantar los ojos hacia mí y me dirigió una sonrisa desdeñosa. Sus ojos eran oscuros, de un azul acero, impenetrables e inteligentes.
«¿Qué haces aquí sentado?», me entraron ganas de decirle. «Sé que has dejado tu perro en mi casa. Deberías llevártelo. Todos deberíais volver a casa ahora mismo.»
—Lo siento, señor —dijo en tono burlón—, pero no creo que podamos ayudarle en su importante búsqueda.
Dirigió una sonrisita de suficiencia a sus amigos.
Hice ademán de marcharme, pero me detuve y le entregué uno de los carteles al tiempo que le decía:
—Toma, por si te enteras de que alguien ha perdido a su cachorro.
Dijo algo al cogerlo. No sé qué, ni qué hizo con el cartel cuando me fui, porque no me volví a mirarle.
Aquella noche Sallie volvió a casa agotada. Nos sentamos a la mesa del comedor y bebimos una copa de vino. Le dije que ya había colgado todos los carteles, y ella dijo que había visto uno y le había gustado. Luego estuvo un rato llorando en silencio a causa de algunas cosas que había visto aquella tarde en la residencia para enfermos de sida y que la habían afectado mucho, y a causa de algunas actitudes —típicas actitudes de Nueva Orleans, según ella— expresadas por algunos de los organizadores de la maratón, que encontraba insensibles y que hacían cosas que estaban bien por razones que estaban mal, todo lo cual hacía que el mundo pareciera —al menos a ella— detestable. A veces me he dicho que Sallie habría sido más feliz de haber decidido tener hijos, o, en su defecto, de habernos instalado en un lugar que no fuera Nueva Orleans, un lugar menos provinciano y exclusivo, una ciudad como Saint Louis, en el amplio Medio Oeste, donde puedes implicarte en las cosas de una manera menos personal y seguir siendo útil. Nueva Orleans es una ciudad pequeña en muchos sentidos. Y nosotros no somos de aquí.
No mencioné lo que el cachorro les había hecho a las alheñas, ni a los chavales con los que había hablado en el Mercado Francés, ni que ella los había descrito de manera perfecta. En lugar de eso, le hablé de mi trabajo en la apelación del caso Brownlow-Maisonette, de lo buenos colegas que habían resultado ser los abogados de Saint Louis, de que me habían hecho sentir como en casa en sus sobrios y sencillos bufetes, y de que esa relación daría frutos importantes en nuestra exposición ante el juez federal del Distrito Octavo. Hablé con cierta extensión de la definición de negligencia tal como se aplica a las empresas públicas de transportes, y acerca de las inesperadas y modernas reformas de los paradigmas legales del agravio indemnizable en juicio civil, introducidas en los años transcurridos desde los nombramientos de jueces del Tribunal Supremo hechos por Nixon. Y entonces Sallie quiso echarse un sueñecito antes de cenar, y subió a nuestra habitación obviamente desanimada a causa del día que había tenido y de haber llorado.
Sallie sufre, y lleva sufriendo desde que la conozco, a causa de lo que ella llama sus sueños bélicos: pesadillas violentas, grotescas, vertiginosas, destructivas y en tecnicolor, sin argumento ni guión coherente, un repentino sumirse en un sueño profundo acompañado de imágenes de cuerpos desmembrados que vuelan por los aires y explosiones y destellos brillantes y soldados de ejércitos desconocidos bajo cuyos pies se abre una trampilla para que sean ahorcados o que son lanzados por el compartimiento de las bombas de un avión hacia un espacio vacío donde se oye un alarido. Son cosas terribles que no me gusta oír ni mencionar, y que le pondrían los pelos de punta a cualquiera. Sallie suele despertarse de estos sueños un tanto agotada, pero no demasiado afectada espiritualmente. Y por esta razón creo que su constitución ha de ser muy fuerte. En una ocasión la convencí de que visitara el famoso diván del doctor Merle Mackey durante unas semanas y le dejara intentar llegar al fondo de esas pesadillas. Y fue de buena gana. Aunque al cabo de un mes y medio Merle le dijo —y a mí de manera privada en el club de tenis— que era mental y moralmente robusta como un caballo de carreras, y que algunas cosas ocurrían sin razón demostrable, a pesar de lo que opinara el doctor Freud. Y, en el caso de Sallie, sus sueños (que siempre han sido intermitentes) no eran más que la barroca música de fondo del modo como reside en la tierra, y no representaban, por lo que había podido observar, recuerdos reprimidos de abusos por parte de sus padres ni de ningún desastre personal que no quisiera afrontar a la luz del día.
—Lo extraño forma parte de la condición humana, Bob —dijo Merle—. Se desarrolla en todos nosotros. Probablemente, también en ti. ¿No eres del norte de Mississippi?
—Sí —dije.
—Entonces no me gustaría verte en mi diván. No acabaríamos nunca.
Merle me dirigió una sonrisa de mayordomo presuntuoso.
—Entonces mejor que ni empecemos —dije.
—Ya lo creo —dijo Merle—, tienes toda la razón.
A continuación me sonrió ampliamente, y eso fue todo.
Cuando Sallie se fue a dormir, me puse a mirar otra vez por las puertas vidrieras. Era casi de noche, y las diminutas luces blancas que ella había colgado como decoración para las vacaciones en el lauroceraso, y que el temporizador había encendido, daban al jardín una iluminación y un encanto casi navideños. En el Barrio Francés el crepúsculo puede ser un momento mágico: el cielo es de un azul muy vivo, y las sombras empiezan a invadir las calles, llenas de exuberante vegetación. El cachorro había vuelto a colocarse en mitad del jardín, y yacía con su pequeño hocico puntiagudo apoyado sobre las patas delanteras. No veía sus ojillos salvajes, pero sabía que los dirigía hacia mí, hacia el lugar desde donde le miraba, con la luz amarilla de la araña detrás de mí. Todavía llevaba el cinturón en torno al cuello, como una correa. Parecía pacífico y despreocupado, lo cual era, probablemente, su estado habitual. Yo había sacado al jardín unas salchichas de Frankfurt en un plato de plástico, junto con un cuenco de plástico rojo lleno de agua, y lo había colocado todo donde sabía que lo encontraría. Supuse que se lo había comido y había echado una siesta antes de aparecer, ahora que era de noche, para recordarme que seguía allí, y, posiblemente, para expresar una creciente sensación de tranquilidad en su nuevo entorno. Estuve tentado de pensar en la extraña e impredecible experiencia por la que debía de estar pasando: no era más que un recién llegado a la vida, sin las defensas esenciales, sin ningún poder. Pero abandoné ese pensamiento por razones obvias. Y comprendí, mientras me encontraba allí, que mis sentimientos hacia el cachorro ya habían cambiado un poco. Quizá me influía aquella falta de sensiblería, tan sueca, de Sallie; o quizá la naturaleza en apariencia indomable del cachorro; o quizá los carteles clavados en los tablones de anuncios y en los postes de los teléfonos públicos, que parecían afirmar de una manera jovial, pero desesperanzada, que el destino era ineludible, y que el carácter, la personalidad, la voluntad, incluso una naturaleza indomable, no eran más que accidentales productos secundarios. Observé aquella pequeña sombra blanca, cada vez menos visible, inmóvil sobre las losas que se oscurecían, y pensé: de acuerdo, sí, ahora estás aquí, y, mientras estés aquí, haré lo que pueda para ayudarte. Con toda probabilidad, no importa que alguien llame o no, ni que venga alguien y te lleve a su casa y tengas una vida larga y feliz. Lo que importa es, simplemente, que hagamos una elección, una elección gobernada por el momento y la oportunidad, y que consigamos convencernos de seguir adelante hasta que otra fuerza poderosa se adueñe de nosotros. (Siempre esperamos que sea una fuerza positiva y sana, aunque a veces puede no serlo.) No cabe duda de que éste es otro punto de vista que uno debe aceptar como abogado; sobre todo, en el caso de un abogado que se incorpora al proceso cuando éste ya está en una fase avanzada, como es el mío. Me alegré, sin embargo, de que Sallie no estuviera a mi lado para conocer esos pensamientos, pues le habrían hecho considerar el mundo como un lugar implacable, cosa que, en realidad, no es.
A la mañana siguiente cogí un vuelo de la TWA de regreso a Saint Louis. La noche antes alguien había llamado para preguntar si el cachorro perdido que aparecía en mi cartel estaba vacunado contra diversas enfermedades peligrosas. Tuve que admitir que no tenía ni idea, pues no llevaba collar. Le dije a esa persona que me parecía bastante sano. (No consideré los repentinos ladridos y el que orinara de manera espontánea cosas importantes.) Estaba claro que la persona que llamaba era una mujer mayor y negra, pues hablaba con fuerte acento criollo y un par de veces me llamó «monada», pero, por lo demás, no se identificó. Sin embargo, dijo que era más probable que el cachorro le resultara atractivo a alguna familia si lo vacunaba y un veterinario certificaba su salud. A continuación me habló de una agencia privada, situada en el barrio residencial, especializada en colocar a perros en hogares con personas ancianas o que no podían salir de casa, y, diligentemente, anoté su nombre: Amigos de los Animales. En nuestra prolongada charla siguió diciéndome que el gesto de hacer que un veterinario examinara al cachorro y lo vacunara contra la rabia daría fe de la buena voluntad necesaria para cuidar al animal y aumentaría las probabilidades de que alguien lo aceptara. Al cabo de un rato comencé a pensar que aquella anciana estaba completamente chiflada y se dedicaba a llamar a los números de teléfono que veía en los carteles en la lavandería automática, y a cotorrear durante horas acerca de gatitos perdidos, clases de macramé, clases de piano según el método del doctor Suzuki, cosas que, probablemente, no recordaba al día siguiente. A lo mejor era vecina nuestra, aunque ya no quedan muchas ancianas negras en el Barrio Francés. Sin embargo, le dije que seguiría su sugerencia y que apreciaba su consideración. Cuando, con toda inocencia, le pregunté su nombre, soltó una sorprendente blasfemia y colgó.
—Yo lo haré —dijo Sallie a la mañana siguiente mientras yo colocaba algunas camisas limpias en mi portatrajes, a punto de salir hacia el aeropuerto para coger el avión—. Hoy tengo un poco de tiempo. No puedo permitir que toda esta angustia de la maratón secuestre mi vida.
Miraba por la ventana del piso de arriba hacia el jardín. Yo aún no había decidido qué hacer con el cachorro. Supongo que esperaba que alguien lo reclamara. Seguía en el jardín. No habíamos trazado ningún plan de acción, aunque le había mencionado a Sallie lo de la agencia Amigos de los Animales.
—¡Qué cosita más linda! ¡Qué pena me da! —dijo. Había miedo en su voz. Se sentó en la cama junto a mi maleta, dejó caer las manos entre las rodillas y miró al suelo—. Esta mañana he salido al jardín y he intentado jugar con él, quiero que lo sepas —añadió—. Ha sido mientras estabas en la ducha. Pero no sabe jugar. Simplemente, se puso a ladrar y se meó e intentó morderme de una manera bastante odiosa. A su dueño, probablemente, le parecía divertido que se comportara así. Es un crimen, de verdad.
Eso parecía entristecerla. Me acordé del siniestro muchacho de ojos azules y ropa negra acuclillado en el fétido portal cerca del Mercado Francés, con su nuevo perro y sus tres acólitos. Parecían personajes de uno de los sueños bélicos de Sallie.
—En Amigos de los Animales probablemente encontrarán una solución —dije mientras me hacía el nudo de la corbata en el espejo del cuarto de baño. Aunque en Nueva Orleans era ya casi verano, en Saint Louis hacía un frío anormal en aquella época del año, y me había puesto mi traje de lana.
—Si allí no encuentran una solución, y nadie llama —dijo Sallie muy seria—, tendrás que llevarlo al refugio cuando vuelvas. ¿Estamos de acuerdo? Ya he visto lo que les ha hecho a las plantas. Se pueden reemplazar por otras. Pero este perro no es nuestro problema.
Se volvió hacia mí y me miró desde el otro lado de nuestra cama, en la que su difunta abuela sueca había pasado su primera noche de bodas, muchos años atrás. La expresión que había en la cara redondeada de Sallie era sombría, pero decidida. Estaba dispuesta a cuidar del cachorro porque aquel día estaba de humor, y porque tenía que marcharme y sabía que me sentiría mejor si lo intentaba. Es un rasgo humano admirable, y la manera como ocurren, sin duda, casi todas las buenas acciones: porque se te presenta la ocasión, y no hay ninguna razón de peso para obrar de otro modo. Pero sabía que no le importaba en absoluto lo que le pasara al cachorro.
—Tienes toda la razón —dije, y le sonreí—. Ojalá esto tenga un buen final. Te agradezco que te encargues de él.
—¿Te acuerdas de la vez que fuimos a la cabaña de Robert Frost? —dijo Sallie.
—Sí, me acuerdo.
¡Ya lo creo que me acordaba!
—Bueno, pues cuando vuelvas de Missouri me gustaría volver a la cabaña de Robert Frost.
Me sonrió tímidamente.
—Creo que podré —dije mientras cerraba la maleta—. Me parece una idea estupenda.
Sallie se inclinó de lado hacia mí y me acercó su cara tersa y perfecta para que se la besara mientras rodeaba la cama con mi maleta.
—No renunciaremos a eso —dijo.
—No, nunca —respondí, y me incliné para besarla en la boca. Y entonces oí el claxon del taxi delante de la casa.
Lo de la cabaña de Robert Frost es una historia estupenda que nos pasó a Sallie y a mí. La primavera del primer año que pasamos en New Haven [6] comenzamos a leernos en voz alta el uno al otro los poemas de Robert Frost como antídoto contra las agotadoras horas que pasábamos estudiando los casos de desahucio y las leyes de enfiteusis y las teorías de la intencionalidad y la negligencia, los grilletes que los estudiantes de Derecho suelen llevar en época de exámenes. Ahora, veintiséis años más tarde, me acuerdo muy poco de los poemas: «Mejor una digna decadencia / con una amistad comprada a tu lado / que la soledad. Sé precavido, sé precavido.» Creíamos entender lo que Frost quería decir: que en la vida y en el mundo te espabilas —te espabilas hasta el final— lo mejor que puedes. De modo que, acabado el curso, cuando llegó el calor y ya no había más clases, nos subimos al viejo Chrysler Windsor que mi padre me había regalado y fuimos hasta Vermont, al lugar donde habíamos leído que Frost tenía su cabaña. Supuestamente, el estado la había conservado como recuerdo del poeta, aunque tenías que atravesar un bosque lleno de mosquitos y seguir un sinuoso sendero de leñadores para encontrarla. Queríamos sentarnos en el porche de la cabaña de Frost, en la rústica silla que él utilizaba, y leernos más poemas el uno al otro. Al ser jóvenes del Sur educados en el Norte, creíamos que Frost representaba un americanismo anticuado, pero indiscutiblemente auténtico, una forma de entender la vida que nos había sido vedada durante nuestra infancia y nuestra adolescencia a causa de los problemas raciales y de la absurda obsesión contra el Sur de algunas personas que hubieran debido saber mejor lo que se hacían. Siempre habíamos añorado aquella forma de entender la vida, a pesar de todo, y nos parecía que representaba la rectitud puesta en práctica, una sabiduría manifiesta, y un sentido de la justicia expresado por una inclinación sin pretensiones por las artes. (Desde entonces he oído decir que Frost no era así, ni mucho menos, sino que era miserable y tacaño, y odiaba más que amaba.)
Sin embargo, cuando Sallie y yo llegamos a la pequeña cabaña de troncos en aquel bosquecillo de árboles jóvenes, estaba cerrada a cal y canto, y no había nadie por los alrededores. De hecho, daba la impresión de que nadie iba nunca por allí, aunque los carteles parecían indicar que estábamos en el lugar correcto. Sallie rodeó la cabaña y tanteó las ventanas hasta que encontró una que no estaba cerrada. Y, cuando me lo comunicó, le propuse entrar, y echar un vistazo, y leer los poemas que nos viniera en gana, y si venían y nos decían que nos marcháramos, pues bueno.
Pero una vez estuvimos dentro, hacía mucho más frío que fuera, como si la madera y la argamasa hubiesen captado y conservado el invierno, y algo del verdadero espíritu de Frost. Y al poco dejamos de leer, después de repasar Design, Mending Wall y Death of the Hired Man delante del frío hogar. Y, en parte para entrar en calor, decidimos hacer el amor en la antigua cama de Frost, que estaba hecha y tal como debía de haberla dejado años antes. (Luego se nos ocurrió que en aquella cabaña no parecía haber pasado nunca nada, y que, tal vez, nos habíamos equivocado de cabaña y habíamos hecho el amor en una cama en la que Frost no durmió jamás.)
Esa es la historia. Y a eso se refería Sallie cuando mencionó la visita a la cabaña de Robert Frost: me invitaba a hacer el amor con ella cuando regresara de Saint Louis, algo de lo que muchas veces nos olvidamos a causa de los años y de nuestro agitado ritmo de vida. De pronto, creímos oír voces en el sendero, y, llenos de pánico, nos vestimos a toda prisa y salimos de allí corriendo, por lo que nos dejamos olvidado el libro de Frost en el frío suelo de la cabaña. Naturalmente, nadie apareció.
Aquella noche llamé a Sallie desde Saint Louis, al final de una jornada de intensos preparativos con los abogados de Missouri (cuyos clientes sentían fundado temor a tener que abandonar su negocio a causa de una demanda judicial colectiva de doscientos cincuenta millones de dólares). Ella, sin embargo, sólo tenía malas noticias. Algunos propietarios intentaban hacer que se prohibiera la maratón contra el sida porque un cambio de ruta hacía que pasara demasiado cerca del elegante barrio de Audubon Place. Además, uno de los organizadores de la primera maratón estaba al borde de la muerte (una noticia que no cogió a nadie por sorpresa). Sallie insistió en lo de que la gente hacía cosas que estaban bien por razones que estaban mal, ahora refiriéndose a algunos de sus colaboradores en el orfanato, y también me habló de varias personas muy ricas que habían cometido actos que estaban francamente mal porque no les gustaba la maratón y no querían saber nada del sida. Además, nuestros planes para colocar al cachorro en Amigos de los Animales tampoco habían salido bien.
—Lo llevé a vacunar —dijo Sallie con tristeza—. Y se comportó perfectamente mientras el veterinario lo tenía sobre la mesa. Pero cuando lo llevé a Amigos de los Animales, en Prytania, la encargada, una tal señora Myers, abrió la puertecilla de alambre de la jaula que le había comprado, sólo para verle. Y el cachorro pegó un salto hacia ella, intentó morderla y comenzó a ladrar. Y la tal señora Myers se quedó horrorizada y dijo: «Bueno, ¿qué demonios le pasa?» «Está asustado», le dije. «No es más que un cachorro. Alguien lo ha abandonado. No entiende nada. ¿Es que nunca le había pasado algo así?» «Por supuesto que no», me dijo. «Y, de todos modos, tampoco podemos aceptar un cachorro abandonado.» Me miraba como si estuviera intentando robarle. «¿Es que no es a eso a lo que se dedican aquí?», dije. Y estoy segura de que levanté la voz.
—Y con razón —dije desde Saint Louis y su clima extrañamente invernal—. Yo también la habría levantado.
—Le dije: «¿Para qué está aquí? Si no hubieran abandonado a este cachorro, ¿cree que habría venido? No lo habría hecho, ¿no le parece?»
Y ella va y me dice: «Bueno, tiene que comprender que intentamos encontrar un hogar para perros más maduros cuyos propietarios, por alguna razón, no pueden seguir teniéndolos, o se les traslada a trabajar a otra ciudad.» ¡Dios mío, no sabes cómo la odié, Bobby! Era una de esas zorras culonas de la Asociación de Amas de Casa que ya se han aburrido de hacer ramos de flores y jugar a la canasta en el Boston Club. En aquel momento, dudaba entre marcharme de allí con el perro o darle un puñetazo. Le dije: «¿Quiere decir que no se lo queda?» En aquel momento el cachorro estaba en la jaula, callado y portándose bien. «No, lo siento, está sin amansar», me dijo esa mujer estúpida y mal vestida. «¡Sin amansar!», dije. «¡Es un cachorro abandonado, joder!»
Entonces se me quedó mirando como si, de pronto, hubiera sacado una bomba y saltara a su alrededor. «Es mejor que se vaya», me dijo. No debía de llevar ni dos minutos en aquel lugar y ya me estaba ordenando que me fuera. Le dije: «¿Qué le pasa?» Sé que entonces le grité. ¡Me sentía tan frustrada! «¿Usted no es amiga de los animales?, ¡qué va!», le grité. «¡Usted es enemiga de los animales!»
—Te pusiste hecha una furia —dije, feliz de no haber estado allí.
—Y que lo digas —dijo Sallie—. Me dejé llevar por la furia porque quería asustar a aquella horrible mujer. Quería que se diera cuenta de lo estúpida que era y de lo mucho que la odiaba. Se volvió hacia el teléfono como si estuviera pensando en llamar a la policía. En aquel momento entró alguien que conozco. La señora Hensley, de la Asociación Artística. De modo que me fui.
—Bien hecho —dije—. Tenías razón en todo lo que hiciste.
—Sí. Eso creo. —Sallie inspiró y espiró con fuerza en dirección al auricular—. De todos modos, hemos de librarnos de él. Ahora. —Se quedó un momento en silencio, y a continuación dijo—: He intentado llevarlo de paseo por el barrio con la correa que le hiciste. Pero no sabe ir con correa. No hace más que forcejear y gañir, y, además le ladra a todo el mundo. Y, si intentas acariciarlo, se mea. Vi a algunos de esos chavales de negro sentados en la acera. Me miraron como si fuera tonta, y una de las chicas hizo un ruidito con los labios, como si le mandara un beso, y le dijo algo amable, y el cachorro se sentó en la acera y se la quedó mirando fijamente. Le dije: «¿Es tuyo este perro?» Eran cuatro, y se miraron unos a otros y sonrieron. Sé que era suyo. Tenían otro perro, uno negro. Tendremos que llevarlo a la perrera, pasado mañana, cuando vengas. Ahora lo estoy mirando, está fuera, en el jardín. Está sentado y mira fijamente, como en una película de Hitchcock.
—Lo llevaremos —dije—. Supongo que nadie ha llamado.
—No. Y vi que alguien ponía carteles nuevos y quitaba los tuyos. No dije nada. Ya he tenido bastante con Jerry DeFranco a punto de morir y con que intenten prohibir la maratón.
—Una lástima —dije, porque era lo que pensaba, que era una lástima que nadie apareciera y se quedara con el cachorro por puro acto de bondad.
—¿Crees que alguien lo dejó como si fuera un mensaje? —dijo Sallie. Su voz sonaba rara. Me la imaginé en la cocina, con una taza de té recién hecho delante de ella, sobre la encimera de azulejo mexicano. Era una suerte que hubiera abandonado la práctica de la abogacía. Sallie se implica en las cosas de una manera demasiado emocional. La distancia resulta esencial.
—¿Qué clase de mensaje? —pregunté.
—No lo sé —dijo. Por extraño que parezca, comenzaba a nevar en Saint Louis, unos pequeños copos secos sobre (era lo que se veía desde la ventana de mi hotel) el paisaje de la ciudad, desierto y bañado por una luz ámbar, y la parte superior del gran arco plateado. Es una ciudad bonita y cordial, aunque no tiene nada que la haga especialmente distinguida—. No sé si alguien pensó que éramos las personas adecuadas para tener un cachorro, o intentó expresarnos su desprecio.
—No lo creo —dije—. Yo diría que fue algo fortuito. Era fácil dejarlo detrás de nuestra puerta. Eso es todo.
—¿Eso te molesta?
—¿Qué?
—Que fuera algo fortuito.
—No —dije—. Me sirve de consuelo. Libera la mente.
—A mí nada me parece fortuito —dijo Sallie—. Detrás de todo tiene que haber un plan.
—Mañana solucionaremos esto —dije—. Me llevaré al perro y todo irá mejor.
—¿Quieres decir para nosotros? ¿Es que nos ocurre algo? Esta noche he tenido un mal presentimiento.
—No —dije—. Nada. Pero es de nosotros de quienes hemos de preocuparnos. Y, ahora, buenas noches, cariño.
—Buenas noches, Bobby —dijo Sallie con voz resignada, y colgamos.
Aquella noche, en el Hotel Mayfair, con las persianas abiertas a la curiosa nieve de primavera y a la oscuridad teñida de naranja, tuve un extraño sueño. En él me iba a cazar patos a las marismas que rodean Nueva Orleans. Era invierno, primera hora de la mañana, y alguien me había llevado a un aguardadero. De hecho, aún voy a cazar patos. Pero cuando me hube instalado en el escondite con la escopeta, me encontré con que a mi lado, sobre el banco de madera, estaba uno de mis socios del bufete, sentado con la escopeta entre las rodillas y ataviado con unas extrañas ropas de cazador de lona roja, algo que jamás te pondrías para ir a cazar patos. Y mi socio tenía al cachorro con él, el mismo que estaba en nuestro jardín esperando a que se cumpliera su destino. Y mi socio estaba con una mujer, que era Liv Ullmann o se parecía muchísimo a ella. Mi socio era Paul Thompson, un hombre del que (ya fuera del sueño) tengo fundadas razones para creer que tuvo un lío con Sallie, lo cual casi provocó que nos separáramos, a pesar de que nunca hemos hablado de ello. Por cierto, Paul, que era mayor que yo, alto, fuerte y de aspecto tosco, murió de repente, en un aguardadero, cazando patos, de un ataque al corazón. Es algo que puede ocurrir debido a la excitación del tiroteo.
En mi sueño, Paul Thompson me hablaba y me decía: «¿Cómo está Sallie, Bob?» Y yo le contestaba: «Está bien, Paul, gracias», porque fingimos que él y Sallie nunca tuvieron ese lío que intenté confirmar contratando a un detective privado… y casi lo confirmé del todo. La mujer que se parecía a Liv Ullmann no decía nada, simplemente estaba sentada con la espalda apoyada en una de las paredes de madera del aguardo, con aspecto triste, y tenía el pelo rubio, largo y lacio. El cachorrillo blanco con manchas negras estaba a su lado, sobre el suelo de tablas, y me miraba fijamente. «La vida resulta tan frágil tal como la experimentamos, Bobby…», me dijo Paul Thompson, o su fantasma. «Sí, es cierto», dije. Supuse que se refería a lo que había estado haciendo con Sallie. (Hubo algunas fotos sospechosas, aunque, para ser honestos, no creo que a Paul le importara mucho Sallie. Sólo lo hizo porque tuvo la oportunidad.) El cachorro, mientras tanto, seguía mirándome. La mujer que se parecía a Liv Ullmann me lanzó una mirada irónica.
—Hablar de la verdad tiende a aniquilarla, ¿no te parece? —me dijo Paul Thompson.
—Sí —respondí—. Seguro que tienes razón.
Y a continuación, por un instante, pareció como si hubiese sido el cachorro el que hubiese hablado. Vi que movía la boca siguiendo las palabras ya pronunciadas. Entonces el sueño se desvaneció y se convirtió en otro distinto, en el que aparecía la exhibición de fuegos artificiales de la Nochevieja del nuevo milenio, pero no se me quedó grabado como el de Paul Thompson, que aún no he olvidado.
No le doy más importancia a ese sueño que a los de Sallie, aunque estoy seguro de que Merle Mackey tendría mucho que decir acerca de él.
Cuando a la tarde siguiente llegué al aeropuerto, me encontré con Sallie, que había ido a buscarme en su Wagoneer rojo.
—Lo llevo en el coche —dijo mientras nos dirigíamos al aparcamiento. Comprendí que se refería al cachorro—. Quiero llevarle al refugio antes de volver a casa. Será más fácil.
Parecía que había estado nerviosa por algo, pero que ya se le había pasado. Llevaba unos shorts color aguamarina y una blusa rosa y holgada que dejaba al descubierto sus hermosos hombros.
—¿Ha llamado alguien? —pregunté. Caminaba más deprisa que yo, pues me lastraban la maleta y una caja con expedientes. Me había pasado la mañana trabajando duramente en una ciudad desconocida y fría, y me sentía cansado y acalorado. Habría preferido un martini de vodka a ir al refugio de animales.
—Llamé a Kirsten y le pregunté si sabía de alguien que quisiera quedarse con el pobrecillo —dijo Sallie. Kirsten es su hermana y vive en Andalusia, Alabama, donde tiene una floristería con su marido, que es abogado para un importante consorcio algodonero. Ninguno de los dos me cae muy bien, sobre todo, por sus ideas políticas simplistas y conservadoras: son partidarios de la bandera confederada, los rezos en las escuelas públicas y la abolición de la discriminación positiva, causas, todas ellas, en pro o en contra de las cuales me he manifestado abiertamente. Sallie, no obstante, a veces se olvida de que fue a Mount Holyoke y Yale, y, cuando se junta con su hermana y sus primos, vuelve a ser una sureña linda y parlanchina—. Dijo que probablemente sabría de alguien —prosiguió Sallie—, y le contesté que haría que le enviaran el cachorro a casa mediante un servicio puerta a puerta. Hoy. Esta tarde. Pero entonces me dijo que eso era demasiada molestia. Le dije que no sería ninguna molestia para ella, que me encargaría de todo. Y entonces me dijo que me volvería a llamar, pero no lo ha hecho. Lo que resulta típico del escaso sentido de la responsabilidad de mi familia.
—¿Y si la volvemos a llamar? —dije cuando llegamos al coche, en el que había un teléfono. No me hacía ninguna ilusión visitar la Protectora de Animales.
—Debe de habérsele olvidado —dijo Sallie—. Si la llamamos, se pondrá nerviosa.
Cuando miré por la ventanilla trasera del jeep de Sallie, vi que la jaula de alambre del cachorro estaba colocada en el portaequipajes. Vi que su cara blanca miraba hacia atrás, en la dirección de la que había venido. ¿En qué estaría pensando?
—El veterinario me dijo que será un perro realmente grande. Basta ver el tamaño de sus patas.
Sallie estaba entrando en el coche. Coloqué mi maleta en el asiento de atrás para no alarmar al cachorro. Ladró dos veces con su vocecilla aguda y desesperada. Posiblemente, me reconoció. Aunque comprendí que nunca sería uno de esos animales a los que es fácil cogerle cariño. Mi padre tenía la inteligente costumbre de dar la vuelta a las propuestas que le hacían como método de ponerlas a prueba. Si un asunto parecía tener un resultado obvio, imaginaba lo contrario; si un negocio parecía tener un beneficiario evidente, se preguntaba a quién beneficiaba sin que lo pareciera. Ni que decir tiene que se trata de un modo de razonar muy útil para un abogado. Me puse a pensar —si bien no se lo dije a Sallie— que, aunque creyéramos que le estábamos haciendo un favor al cachorro al intentar encontrarle un hogar, quizá nos lo hacíamos a nosotros al pensar que éramos de esas personas, supuestamente decentes, que hacen esa clase de cosas. Yo, por ejemplo, soy de los que se detienen en la autopista interestatal para sacar de allí a una tortuga cuando hay mucho tráfico, o que recogen a una mariposa en el aparcamiento del centro comercial y la llevan hasta los matorrales para darle una oportunidad de sobrevivir. Sé que todo esto son gestos inútiles de inútil generosidad. Sin embargo, siempre que lo hago, me meto en el coche con una opinión más elevada de mí mismo. (Aunque últimamente también estoy empezando a verme como un farsante.) Pero la alternativa es dejar morir a la mariposa allí donde está, o que la tortuga sea aplastada camino de la laguna; y abandonarlas a su suerte haría que acabara acusándome a mí mismo de crueldad, o que me invadiera un profundo sentimiento de culpa. Es probable que haya quien piense que esas cosas son demasiado insignificantes para hablar de ellas en serio, puesto que, hagas lo que hagas, lo olvidas a los cinco minutos.
Exceptuando una conversación desganada acerca de mi mañana en Roger, Todd, Jennings, y la victoria de Sallie al haber conseguido cambiar la ruta de la maratón contra el sida, que iba a celebrarse el sábado, no hablamos mucho camino de la Sociedad Protectora de Animales. Estaba claro que Sallie había buscado la dirección, pues en la interestatal tomó una salida que yo nunca había cogido, la cual inmediatamente nos llevó a un amplio bulevar con viejos coches aparcados en la zona neutra y largos bloques de casas baratas con las aceras llenas de papeles, donde había negros sentados en los peldaños de las entradas o vagando por la calle, al parecer, sin rumbo fijo. Había unas cuantas cafeterías de aspecto lúgubre en las que servían sopa de hibisco y carne asada, y dos talleres de neumáticos en los que el trabajo se hacía en mitad de la calle. Un negro menudo, de pie sobre una caja de fruta, le cortaba el pelo a un cliente sentado en una silla de comedor y que como peinador llevaba una hoja de papel de periódico. Unos viejos habían sacado una mesa a la mediana cubierta de hierba de la calle, y jugaban a cartas al sol. No se veía ni un blanco. Era una parte de la ciudad, de hecho, a la que casi todos los blancos habrían tenido miedo de ir. Y, sin embargo, no era un mal barrio, y era probable que los negros que vivían en él no vieran el mundo como un lugar sin esperanza.
Sallie se equivocó al salir del bulevar, y nos metimos en una calle residencial venida a menos de casitas baratas color pastel, donde unos jóvenes negros vestidos con pantalones holgados y grandes zapatillas de deporte negras jugaban a baloncesto sin canasta. Nos miraron al pasar, pero no dijeron nada.
—Me he equivocado al girar —dijo Sallie en tono distraído, vacilante.
No se siente cómoda estando entre negros si ella es la única persona blanca; un resabio de su privilegiada infancia en Alabama, donde todo el mundo y todas las cosas tenían un lugar que les correspondía, y allí tenían que quedarse.
Sallie aminoró la velocidad en la esquina siguiente y miró a derecha e izquierda, dos calles pequeñas y parecidas de casitas baratas. Casi todos los negros lavaban el coche o esperaban el autobús al sol. Me di cuenta de que estábamos en Creve Coeur Street, donde el Times-Picayune afirmaba que cada año ocurría un número insólito de asesinatos. Las muertes sucedían por la noche, naturalmente, y se trataba de negros que se mataban entre sí por asuntos de droga. En aquel momento eran las 4.45 de la tarde, y me sentía totalmente seguro.
El cachorro volvió a ladrar en su jaula, un ladrido suave, intuitivo. Sallie nos llevó hasta la manzana siguiente y de inmediato divisó Rousseau Street, la calle que buscaba. Allí terminaban los edificios residenciales y comenzaban ruinosas construcciones de uso industrial de una y dos plantas: una fábrica de tuberías submarinas, una empresa de marisco congelado, un centro de reciclaje cerrado en el que la gente había seguido dejando la basura en bolsas de plástico. Había una construcción, en forma de pequeño cubo sin ventanas, que albergaba una clínica para marinos de paso embarcados en buques extranjeros. La reconocí porque nuestro bufete en una ocasión representó a los propietarios en un pleito por daños personales, y recuerdo que vi unas fotos con mucho grano del edificio y me dije que no me dejaría caer por allí ni borracho.
Cerca del final de la manzana estaba la Sociedad Protectora de Animales, que ocupaba una larga y triste construcción de ladrillo rojo que parecía un almacén, con un pequeño cartel rojo junto a la calle y un diminuto aparcamiento cubierto de grava. Cualquiera hubiera dicho que los propietarios no querían que su presencia fuera fácilmente detectada.
La entrada a la Sociedad Protectora no era más que una sencilla puerta de metal al final del edificio. No había jardincillos, ni aparcamientos para minusválidos, ni señales que indicaran por dónde entrar, sólo aquel edificio bajo, de mal agüero y techo plano, con altas ventanas de nave industrial que daban al aparcamiento y a la congeladora de marisco. En la parte de atrás había un viejo cobertizo de madera. Y un pequeño cartel, que no había visto porque estaba colocado a una altura demasiado baja, decía: DEBE TRAER LA CORREA. TODOS LOS ANIMALES DEBEN IR ENCERRADOS. LIMPIE LO QUE SU ANIMAL ENSUCIE. SI SU PERRO MUERDE A ALGÚN EMPLEADO, USTED ES EL RESPONSABLE. GRACIAS.
—Ve por la jaula —dijo Sallie, tan eficiente como siempre. Me señaló el edificio con la nariz y añadió—: Entraré y empezaré el papeleo. Ya les he llamado.
Ni se volvió hacia mí.
—Muy bien —dije.
Cuando salimos del coche me sorprendió de nuevo el calor que hacía, y lo denso y bochornoso que era el aire. Parecía que el verano había llegado mientras yo estaba fuera, lo cual no es inusual en Nueva Orleans. Me llegó un fuerte olor animal, algo totalmente previsible, combinado con un olor a pescado y a algo metálico que noté caliente y ligeramente candente en la nariz. Y en cuanto estuve en medio del aire caliente e inmóvil oí ladridos procedentes del edificio. Supuse que al oír el motor de un coche que llegaba todos los perros se ponían a ladrar. Los perros se adiestran a sí mismos para oír el esperanzador sonido de los motores.
Delante de la Sociedad Protectora, al otro lado de la calle, había más casas baratas que no había visto. Había ancianos negros sentados en sillas metálicas de jardín en sus pequeños porches que observaban mis movimientos. Me dije que aquél tenía que ser un lugar difícil para vivir, y que debía de costar acostumbrarse al ruido y al constante ir y venir de personas y animales.
Sallie franqueó la poco acogedora puerta de metal, y yo abrí la portezuela trasera del Wagoneer y saqué la jaula con el cachorro. Cayó hacia un lado cuando agarré los travesaños de alambre, luego soltó varios ladridos agudos y lastimeros, y comenzó a arañar el alambre de la jaula y mis dedos, lo que me hizo un buen rasguño en los nudillos, y estuve a punto de soltar el artilugio. La jaula, incluso con el cachorro dentro, seguía siendo muy ligera; mi cara estaba tan cerca de su cuerpo, que podía oler su orina.
—Tienes que seguir aquí dentro —dije.
Por alguna razón, y con la jaula entre mis manos, miré a mi alrededor, a aquella gente de color que había en la calle y me miraba en silencio. No se me ocurría qué decirles. Estaba seguro de que comprendían lo que ocurría y pensaban que era mejor que la crueldad. Había comenzado a sudar porque aún llevaba el traje. Saludé con la mano, pero nadie me contestó.
Cuando hube acercado la jaula a la puerta metálica, sin saber por qué, miré a la izquierda y vi el mugriento callejón que quedaba entre la Protectora de Animales y la clínica de los marineros, donde había un recipiente redondo de acero adosado al edificio de la Protectora mediante unos grandes tubos de aluminio ondulado; aquella instalación era de color negro, y parecía nueva. Tuve la certeza de que se trataba de un dispositivo de eliminación de restos animales, aunque no sabía cómo. Probablemente, se trataba de algún invento para incinerar que no tenía válvula de salida ni cañón de chimenea, algo muy eficaz. Era tremendamente siniestro, y me recordó lo que se decía años atrás acerca de las terribles cámaras de vacío y de gas para cargarse a los animales no deseados. Esas historias, probablemente, no eran ciertas. Ahora, por supuesto, les ponen una simple inyección. Se duermen, convencidos de que despertarán.
Dentro del edificio se estaba fresco, y Sallie ya casi había acabado. Los ladridos que había oído fuera no habían cesado, pero el olor a animal era reemplazado por un intenso aroma a desinfectante que lo invadía todo. La zona de recepción era un cubículo con un par de escritorios de metal y tubos fluorescentes en el techo, alto, y un calendario en la pared que mostraba a un perro de presa dorado en medio de un campo de trigo con un faisán muerto en la boca. Dos chicas que aún tenían edad para ir al instituto se encargaban del papeleo, y una estaba ayudando a Sallie a llenar los impresos. Sin duda, aquellas chicas amaban a los animales, trabajaban después de las clases y aspiraban a ser veterinarias. Detrás de los escritorios, en la pared, había un cartel que decía COLOCAR A LOS CACHORROS ES NUESTRA PRIORIDAD. Lo habían puesto, me dije, para que la gente como yo no se sintiera tan mal al abandonar a sus perros. Para que olvidar fuera más fácil.
Sallie estaba inclinada sobre uno de los escritorios y llenaba un formulario verde de muchas hojas. Miró a su alrededor y me vio justo en el momento en que una mujer mayor, de aspecto severo, vestida con una bata de laboratorio blanca y botas de goma negras, entraba por una puerta lateral. Su cara, pequeña, y sus manos tenían esa textura fofa pero también curtida, típica de la piel de las mujeres sureñas: demasiado sol, demasiado alcohol, demasiados cigarrillos. El cabello, tupido y muy abundante, de un castaño rojizo mate, le rodeaba la cara, lo que hacía que pareciera aún más pequeña. Era en extremo amable y sonreía con facilidad, aunque por sus rasgos y por la ropa que llevaba supe que no era veterinaria.
Sujeté la jaula hasta que una de las muchachas se levantó de su escritorio y miró en su interior y dijo que el cachorro era mono. El perro ladró, y la jaula tembló en mis manos.
—¿Cómo se llama? —dijo, y sonrió de una manera soñadora. Era una muchacha robusta, muy pálida, y tenía el ojo izquierdo vago. Llevaba las uñas pintadas de un naranja brillante y no muy cuidadas.
—No le hemos puesto nombre —dije.
Sostener la jaula se me hacía cada vez más incómodo.
—Le pondremos uno, pues —dijo la chica, y metió los dedos en la jaula. El cachorro le alargó una pata y le lamió las puntas de las uñas; soltó unos grititos cuando la chica las apartó.
—Colocan el sesenta y cinco por ciento de los animales que les traen —dijo Sallie mientras seguía llenando el formulario.
—Lástima que no sea época de vacaciones —dijo la mujer que llevaba la bata de laboratorio con voz ronca mientras contemplaba cómo escribía Sallie. Tenía el acento de los que viven al otro lado del Atchafalaya, por lo que tal vez su lengua materna fuera el francés—. Por Navidad esto es una ciudad fantasma, ¿saben?
La muchacha que había estado jugando con el cachorro salió por la puerta lateral que daba a un largo y oscuro pasillo de cemento lleno de jaulas metálicas. Los perros volvieron a ladrar, y un hediondo olor animal entró en la zona de recepción. Un extraño lugar para buscar empleo, pensé.
—¿Cuánto tiempo los guardan? —dije, y coloqué la jaula del cachorro sobre el suelo de cemento. Los perros ladraban al otro lado de la puerta, y había uno que por la voz parecía especialmente grande, aunque no lo veía. Un gato grande, amarillo y atigrado, que, al parecer, tenía libertad para moverse a su antojo por el despacho, caminó sobre el escritorio en el que Sallie seguía escribiendo y se restregó contra su brazo, lo que le hizo fruncir el ceño.
—Cinco días —dijo la mujer de la cara fofa, y sonrió, como si estuviera la mar de contenta—. Intentamos colocarlos. Constantemente viene gente en busca de mascota. Los cachorros son los que prefieren, a no ser que tengan algo malo. —Sus ojos vieron la jaula en el suelo. Le sonrió al cachorro como si éste pudiera entenderla—. ¡Qué mono! —dijo, e hizo un ruido seco, como si lo besara.
—¿Qué es lo que normalmente los descalifica? —dije, y Sallie se volvió hacia mí.
—Que sean demasiado agresivos —dijo la mujer, que miraba al cachorro con aprobación—. Si no hay manera de enseñarle, nos lo devuelven. Y eso no es bueno.
—A lo mejor el animal está asustado.
—Algunos lo están. Y los hay que parecen predestinados. En una hora están fuera. —Se inclinó con las manos en las rodillas encima de su bata y miró a nuestro cachorro—. Y tú, ¿qué me dices? ¿Estás predestinado? ¿Costará colocarte? Creo que costará colocarte.
El cachorro estaba sentado en el suelo de alambre de la jaula y la miraba con indiferencia, igual que me había mirado a mí. Pensé que ladraría, pero no lo hizo.
—Ya está —dijo Sallie, y se volvió hacia mí e intentó adoptar una expresión alegre y cordial. Se metió el bolígrafo en el bolso. Temía que cambiara de opinión, pero no era esa mi intención.
—Entonces está todo arreglado. Nosotros nos encargaremos —dijo la supervisora.
—¿Cuánto hemos de pagar? —pregunté.
—Nada —dijo la mujer, y sonrió—. Acuérdese de mí en su testamento. —Se acuclilló delante de la jaula como si fuera a abrirla—. Cachorro, cachorrillo —dijo, y a continuación rodeó con las manos los lados de la jaula y la levantó sin la menor dificultad mientras se ponía de pie. Soltó un leve gruñido, pero era una mujer más fuerte de lo que parecía. En ese momento otra ayudante rubia, que llevaba un aparato ortopédico metálico en la pierna izquierda e iba encorvada, entró por la puerta que llevaba a las jaulas de los perros, y la supervisora pasó junto a ella, sujetando la jaula, mientras los perros del largo y oscuro pasillo comenzaban a ladrar frenéticos.
—Puede quedarse con la jaula —dijo Sallie.
Quería salir del edificio, y yo también. Permanecí allí un momento más y observé cómo la mujer que llevaba la bata de laboratorio desaparecía entre la hilera de jaulas llevándose a nuestro cachorro. Luego la puerta verde de metal se cerró y todo acabó. De manera muy poco ceremoniosa.
Mientras volvíamos al centro íbamos sumidos, como es natural, en un silencio incómodo, abatido. En cuanto cogimos la interestatal el espectáculo de la vida urbana sureña y moderna, y la proliferación de edificios nuevos y ambiciosos en lo que antaño había sido una vieja y alegre ciudad fluvial de casas bajas, me parecieron algo horrible y poco halagüeño, y, probablemente, lo mismo le ocurrió a Sallie. A mí, que trabajaba en una de aquellas moles de vidrio y metal (de hecho, en aquel momento podía ver las ventanas de mi despacho en Place St. Charles, unos rectángulos pequeños y vulgares que relucían allá arriba, entre muchos otros), me resultaba algo ajeno a la historia y a mi propio temperamento. Detrás de aquellas ventanitas cuadradas había seres humanos que escribían y discutían y preparaban casos; y en otras plantas llevaban a cabo biopsias, hacían ecografías, taponaban caries y daban buenas y malas noticias a gente que esperaba: clientes, pacientes, socios, esposas, niños. De hecho, había gente que me esperaba aquella misma tarde, impaciente por saber qué había ocurrido en el caso Brownlow-Maisonette: cómo estaban las cosas, cuáles eran nuestras posibilidades, cuál era mi impresión del asunto y qué esperanzas teníamos de llegar a un acuerdo (y la verdad es que mi «impresión» no iba a ser muy halagüeña). No tardaría en reunirme con ellos —una compañía que no sería precisamente alegre—, y me olvidaría de que había ido por la autopista contemplando el paisaje por la ventanilla y lleno de tristeza por el destino de un insignificante perrillo. La verdad, eso me hacía sentir bastante estúpido.
Sallie dijo de pronto, como si hubiera estado eligiendo las palabras mientras yo meditaba apesadumbrado:
—¿Te acuerdas de aquel día, poco después de Año Nuevo, en que nos sentamos y comentamos que a veces una cosa cambia y hace que todo lo demás sea diferente?
—La Osa Mayor —dije cuando tomamos nuestra salida habitual, que rápidamente nos llevó hasta una zona pobre que linda con nuestra calle de casas lujosamente reformadas. Todo parecía más tolerable a medida que nos acercábamos a casa.
—Sí —dijo Sallie, como si las palabras Osa Mayor fueran un reproche hacia ella—. Pero te diré una cosa, aunque tal vez pensarás que es una locura. Y, a lo mejor, lo es. Ayer por la noche, cuando estaba en la cama, comencé a pensar en nuestro pobre cachorrillo como una fuerza maligna que ponía toda nuestra vida en un terrible peligro. Y, en cierto modo, corríamos un riesgo. Me dio miedo. Eso es algo que no quiero.
Miré a Sallie y vi cómo una lágrima de cristal le brotaba del ojo y resbalaba por su hermosa mejilla suave y redondeada.
—Cariño —dije, y le cogí la mano que tenía en el volante—. Todo va bien. Has pasado malos momentos. Y yo estaba fuera. Simplemente, necesitas que esté cerca de ti para prestarte todo mi apoyo. No hay nada que temer.
—Eso espero —dijo Sallie con firmeza.
—Y si las cosas no van del todo bien ahora —dije—, pronto se arreglarán. Volverás a enfrentarte al mundo tal como lo haces siempre. Y los dos nos sentiremos mejor.
—Lo sé —dijo—. Lo siento por el cachorro.
—Yo también —dije—. Pero hicimos lo correcto. Probablemente estará bien.
—Y lamento que haya cosas que me amenacen —dijo Sallie—. No debería asustarme, pero no puedo evitarlo.
—Todos sentimos que hay cosas que nos amenazan —dije—. Nadie se libra de ello.
Eso era lo que entonces pensaba del asunto. Ya podíamos ver nuestra casa. La verdad es que ya no quería hablar más de todo aquello.
—¿Me quieres? —dijo Sallie, de manera inesperada.
—¡Oh, sí! —dije—. Te quiero. Te quiero muchísimo.
Y eso fue todo lo que dijimos.
Hace una semana, en una revista de Derecho, leí uno de esos jocosos artículos de relleno que se colocan para lograr que cuadren las columnas. Suelo hacerlo para reírme un poco, pero en aquella ocasión había un par de cosas que me interesaron de verdad. Siempre eligen los temas para poder hacer un comentario sardónico acerca de la ley, y a menudo son hilarantes y ciertos. El primer artículo decía: «Unos científicos predicen que dentro de cinco mil años la Tierra será atraída por el Sol.» Y continuaba, más o menos, así: «De modo que no debe preocuparse demasiado por aumentar la cobertura de su seguro de negligencia», o una chorrada parecida. Pero he de admitir que me sentí extrañamente incómodo al enterarme de esa noticia acerca de la Tierra, como si tuviera algo importante que perder con tan lejana desaparición. No sabría explicar qué podría ser ese algo. Ninguno de nosotros es capaz de pensar en lo que pasará dentro de cinco mil años. Y habría jurado que nadie sería capaz de sentir nada al respecto, excepto de una manera vagamente religiosa. Sólo que yo lo sentí, y no soy una persona religiosa, ni mucho menos. Lo que sentí se parecía mucho a la sensación descrita por el viejo dicho «Alguien acaba de caminar sobre tu tumba». Alguien, o eso me parecía, había caminado sobre la tumba donde estaré enterrado dentro de cinco mil años, y no me gustaba. Lamentaba tener que pensar en ello.
El otro artículo satírico lo encontré casi al final de la revista, detrás de las Ofertas y Demandas Laborales, y decía que unos astrónomos habían descubierto la estrella más vieja que se conocía; creían que estaba a cincuenta millones de años luz, y la habían llamado Estrella Milenio por razones obvias, aunque el auténtico milenio había quedado atrás sin que yo hubiera notado ningún cambio en nada. Cuando le pidieron que describiera la composición química de la Estrella Milenio —que, naturalmente, no podía verse—, el astrónomo que la había descubierto dijo: «Oh, bueno, no lo sé. Es imposible remontarse tanto en el tiempo.» Y —sentado en mi oficina, con los documentos del caso Brownlow-Maisonette esparcidos delante de mí y el cálido sol de Nueva Orleans penetrando a raudales por la mismísima ventana que había visto desde el coche cuando Sallie y yo volvíamos de abandonar al cachorro a su destino— pensé: «¿El tiempo? ¿Por qué dice tiempo, cuando lo que quiere decir es espacio?» Y lo que sentí entonces fue muy parecido a lo que había sentido antes, al leer que la Tierra acabaría precipitándose contra el Sol: que en todas partes y en todo momento ocurren muchísimas cosas, y que sólo conocemos una fracción insignificante y risible de todo ello.
Los días que siguieron a nuestra visita a la Protectora de Animales estuvieron llenos de acontecimientos. Jerry DeFranco, el colega de Sallie, murió, como se temía. Pero no de sida, sino que se suicidó, lleno de desesperación, en su pequeña buhardilla de Kerelerec Street, la noche antes de la maratón, a fin, supongo, de que su vida y el final de ésta se vieran como un triunfo de la voluntad sobre las implacables circunstancias.
Por otro lado, los apelantes del caso Brownlow decidieron de manera repentina e inesperada llegar a un acuerdo antes que pagar años y años las astronómicas minutas de sus abogados y, por supuesto, exponerse a la posibilidad (aunque remota) de sufrir una derrota de consecuencias catastróficas. Era lo que deseaba, y lo consideré una victoria.
La maratón salió como se había planeado y recorrió la ruta que Sallie quería. Por desgracia, estaba en Saint Louis y me la perdí. El mismo día, por la tarde, tuvo lugar una matanza en un restaurante de comida rápida no lejos de la Protectora de Animales, y una persona que conocíamos —un abogado negro— fue asesinada. Y durante ese período comenzaron a llegarme rumores acerca de un posible nombramiento como juez federal, aunque estoy seguro de que nunca lo conseguiré. No son más que habladurías que circulan durante meses y años, se menciona a diversas personas para que estén a punto cuando llegue el momento, y entonces se elige a la persona equivocada por razones completamente equivocadas, después de lo cual queda claro que el nombramiento estaba decidido desde un principio. La abogacía es una extraña profesión. Y Nueva Orleans un lugar único. En cualquier caso, soy demasiado moderado para la gente que ahora corta el bacalao.
Llamaron varias personas preguntando por el cachorro. Habían visto mis carteles y les dije que se dirigieran a la Protectora de Animales. Un par de veces salí a dar una vuelta para comprobar si aún seguían colgados, y vi varios, mezclados con los que anunciaban la maratón contra el sida, lo que me dejó satisfecho, aunque no demasiado.
Cada mañana me sentaba en la cama y pensaba en el cachorro, que esperaba que alguien pasara junto a la hilera de jaulas y le viera, solo y con su mirada fija, y se lo llevara. No sé por qué, pero en mis fantasías nadie lo elegía, ningún niño autista, ningún anciano solitario y desanimado, ninguna mujer recién enviudada, ninguna joven madre con niños alborotadores. Nadie. En todas mis fantasías se quedaba allí.
Sallie no volvió a sacar el tema, aunque su hermana telefoneó el martes y dijo que conocía a alguien llamado Hester, de Andalusia, que se quedaría con el cachorro, y luego las dos hermanas iniciaron una riña tan violenta que tuve que ir al teléfono y ponerle fin.
Algunas tardes, mientras transcurrían los cinco días de espera, pensaba en el cachorro y me sentía un vil traidor por haberlo llevado al refugio. Pero otras veces me parecía haberle dado una oportunidad mejor que la que habría tenido de quedarse en la calle o seguir con sus anteriores dueños. Desde luego, jamás lo consideré una fuerza maligna de la que tuviéramos que deshacernos, ni una amenaza a nada importante. Para mí la vida no es tan frágil. A lo más, el animal fue una víctima de los límites que todos ponemos a nuestra compasión y a nuestra capacidad para afrontar las contradicciones de la vida. Aunque, a lo mejor, Sallie tenía razón en una cosa: en que el cachorro podía haber sido un mensaje para hacernos reflexionar acerca de algo que alguien pensaba de nosotros, o acerca de algo que alguien pensaba que necesitábamos saber. Quién lo hizo, qué pretendía o hasta qué punto puede ser cierto eso es algo que no puedo imaginar. Sin duda, todos estamos implicados en las vidas de los demás, aunque no sepamos exactamente cómo.
El jueves por la noche, antes del último día del cachorro en el refugio, tuve un extraño sueño. Los sueños siempre significan algo obvio, y por ello hago todo lo que puedo para no recordar los míos. Pero ése lo recordé, y lo que soñé de nuevo tenía que ver con mi difunto ex socio, Paul Thompson, y con su hermosa mujer, Judy, una rubia guapa y pechugona que había estudiado ópera y cantaba las partes de coloratura en diversas producciones municipales. En mi sueño, Judy le soltaba un sermón a Paul acerca de una lista de mujeres que había encontrado, mujeres con las que Paul había estado liado, incluso enamorado. Le decía que era un hombre horrible, que le había roto el corazón y que iba a dejarle (cosa que realmente sucedió). Y en su lista —que, de pronto, como a través de una niebla, pude ver— estaba el nombre de Sallie. Y cuando lo vi allí el corazón comenzó a martillearme el pecho, pam, pam, pam, hasta que me incorporé en la cama en la oscuridad y dije en voz alta: «¿Sabías que tu nombre estaba en esa maldita lista?». Fuera, en la calle, oí que alguien tocaba la trompeta, una versión muy lenta y llena de sentimiento de Nearer Walk with Thee. Y Sallie estaba allí, a mi lado, profundamente dormida. Yo, por supuesto, sabía que lo había hecho, que merecía estar en la lista y que, probablemente, esa lista existía, teniendo en cuenta lo imprudente que era Paul Thompson. Como he dicho, nunca había hablado del asunto con Sallie, y hasta ese momento creía que lo había superado. Aunque ahora he de suponer que me equivocaba.
Al día siguiente no me pude quitar el sueño de la cabeza, y por la noche volvió a repetirse. Y como aquel sueño me obsesionaba, hasta el sábado después de comer, cuando me senté para echar una cabezada en una butaca del salón, no me di cuenta de que el día antes me había olvidado del cachorro, y que durante el viernes habían transcurrido muchas horas, y que al final de ellas el cachorro había conocido su destino, fuera cual fuera. Me sorprendió no haberme acordado de pensar en él en un momento tan crucial, después de haberlo hecho tanto en los días anteriores. Y lamenté tener que reconocer que, a la hora de la verdad, no me había importado tanto como pensaba.