Cuando se detuvo en el semáforo en rojo, en la concurrida Sheridan Road, Wales vio que una mujer se caía en la nieve. Perdió pie de pronto en los caballones de nieve resbaladiza, endurecida por las pisadas, dejados por las quitanieves en el paso de peatones. Wales se dijo que debía de ser mayor, aunque era de noche y no pudo verle la cara, sólo distinguir que caía, hacia atrás. Llevaba un largo abrigo gris de hombre, botas y un gorro de punto muy encasquetado. Claro que podía estar borracha, pensó mientras la observaba a través del parabrisas rociado de sal durante la espera. Tal vez fuera joven. Tal vez fuera joven y estuviera borracha.
Wales conducía en dirección a The Drake para pasar la noche con una mujer llamada Jena, una mujer casada cuyo marido se había forrado hasta las orejas haciendo de agente inmobiliario. Jena había alquilado una suite en The Drake por una semana: para pintar. Tenía cuarenta años. Tenía permiso de su marido. Ella y Wales habían hecho el amor cinco noches seguidas. Y él quería que la cosa continuara.
Wales había estado trabajando catorce años en el extranjero, como corresponsal, para diversas emisoras de radio y televisión, en Barcelona, Estocolmo, Berlín. Siempre en inglés. Últimamente se había dado cuenta de que llevaba demasiado tiempo fuera, de que había perdido contacto con lo norteamericano. Pero un amigo, un reportero que había conocido años atrás en Londres, le llamó y le dijo que volviera, regresa a tu país, vente a Chicago, imparte un seminario acerca de qué se siente exactamente al ser James Wales. Sólo un par de días por semana, un par de meses, y luego te vuelves a Berlín. «La literatura de la actualidad», dijo su amigo, que ahora era profesor, y se rió. Era divertido. Tan divertido como Hegel. Ninguno de los alumnos se lo tomaba en serio.
La mujer que se había caído —joven o vieja, ebria o sobria, no estaba seguro—, tras levantarse, por alguna razón se había llevado una mano a la coronilla, como si hiciera viento. El tráfico pasaba a gran velocidad ante ella en Sheridan Road, pues los coches aceleraban al dejar atrás el semáforo. Altos bloques de apartamentos construidos en los sesenta —había una larga hilera, todos ellos con hermosas vistas— separaban la calle del lago. Era principios de marzo. El tiempo era invernal.
El semáforo permaneció en rojo para el carril de Wales, aunque los coches que venían en dirección contraria comenzaron a girar delante de él en veloz procesión hacia Ardmore Avenue. Pero la mujer que se había caído y tenía la mano en la coronilla aprovechó ese momento para cruzar la calle. Y, por pura suerte, el conductor del carril más cercano, el que había junto a la acera, aminoró la velocidad y se detuvo para dejarla pasar. Aunque la mujer ni se dio cuenta, ni se enteró de que al dar dos, quizá tres, pasos imprudentes, se había puesto en peligro. Quién sabe lo que le ronda por la cabeza, pensó Wales, que seguía mirándola. Hace un momento estaba tendida en la nieve. Y un momento antes de eso todo iba perfectamente.
Los coches que venían en dirección contraria seguían doblando a toda prisa hacia Ardmore Avenue. Y fueron los conductores de los coches de ese carril —el carril central, el de girar— los que no vieron a la mujer mientras caminaba, indecisa, cruzando la calle. Aunque pareció que ella sí los veía, porque extendió con la palma hacia fuera la misma mano con que se había estado tocando la coronilla y la mantuvo así, como si esperara que los coches que giraban se detuvieran mientras ella invadía su carril. Y fue uno de esos coches, una furgoneta oscura que parecía una pequeña nave espacial (y que, se dijo Wales, iba demasiado deprisa, mucho más de lo que era razonable dadas las circunstancias), uno de esos coches que pasaban a toda velocidad, el que chocó contra ella, la golpeó directamente en el costado como si la embistiera un barco, sin acordarse de que existían los frenos, y al hacerlo no la lanzó por los aires o bajo las ruedas o sobre su inexistente capota, sino que la arrojó a un lado, sobre la calzada, y la mujer, joven o vieja, quizá sobria quizá ebria, vestida con un abrigo gris de hombre, se convirtió en un mero bulto informe sobre la helada calzada.
Muerta, pensó Wales. No estaba ni a metro y medio de donde él y los coches de su carril comenzaban a pasar ahora velozmente, pues el semáforo se había puesto verde y ya se oían algunas bocinas detrás de él. Por el espejo retrovisor del lateral vio el cuerpo inmóvil de la mujer en la calzada (ya estaba a media manzana de la escena). La calle estaba congestionada en los dos sentidos, y ahora atronaban más cláxones. Vio que la furgoneta se había detenido —sus luces traseras eran de un rojo brillante— y una figura corría hacia la mujer agitando los brazos enloquecidamente. También acudían los que estaban en la parada del autobús, y gente de los edificios de apartamentos. El tráfico se había detenido en aquel lado.
Wales pensó en detenerse, pero mientras miraba por el retrovisor, ya a una manzana de distancia, se dijo que eso no habría servido de nada. Un grupo de figuras borrosas estaba ahora en la calzada, mirando a la mujer. Wales no la veía. Pero nadie se arrodillaba para ayudarla, un detalle que parecía definitivo. El corazón se le disparó. Un sudor frío le brotó del cuello, a pesar de la calefacción del coche. De pronto, se puso muy nervioso. Siempre es mala cosa morir cuando no quieres. Éste había sido el lema de un hombre llamado Peter Swayzee al que había conocido en España, un fotógrafo, un idiota que ahora estaba muerto, cosido a tiros mientras cubría una escaramuza en África Oriental, en algún lugar donde los periodistas creían estar protegidos. Wales nunca se había dedicado a eso, a cubrir guerras o escaramuzas, conflictos fronterizos o tiroteos. Eso no le interesaba. Era una insensatez. Prefería los lugares donde no había guerra. La cultura. Y ahora estaba en Chicago.
Al doblar hacia el sur para coger el Cinturón de Ronda que bordea el lago, Wales comenzó a considerar qué le parecía extraordinario de la muerte que acababa de presenciar. En cierto modo, pensaba que necesitaba aclararse, desahogarse. Siempre era importante examinar las propias reacciones.
En primer lugar: si la mujer estaba muerta; hasta qué punto podía estar seguro de ello; nada que no fuera la muerte parecía concebible. No era una cuestión moral. Había otras personas que la ayudarían en el caso de que no estuviera muerta. En cualquier caso, había ayudado a gente anteriormente; una vez, en el metro de Berlín, cuando los kurdos hicieron estallar una bomba de plástico en la hora punta. En la estación nadie podía ver a causa del humo, y ayudó a salir a varias personas llevándolas de la mano hasta la soleada calle.
En segundo lugar —y esto tal vez sí era una cuestión moral—: estaba conmovido, sin duda, por el recuerdo de la mujer tal como la vio al principio, cuando se cayó en la nieve, casi suavemente, y luego se enderezó, se puso en pie y se llevó la mano a la coronilla. Ponía de nuevo las cosas en su sitio. La vida seguía, y ella volvía a controlarla, un tanto perpleja. Y, a continuación —mientras la observaba—, tres pasos, posiblemente cuatro, y todo acabó. En su mente Wales lo desmenuzó: primero, como si nada de lo ocurrido hubiera sido inevitable. Y luego como si todo fuera inevitable, un sereno desarrollo de los hechos. En su línea de trabajo, a nadie interesaba aquella clase de indagación. En su línea de trabajo, la actualidad lo era todo.
El lago quedaba a la izquierda, oscuro como petróleo e invisible más allá de los deslumbrantes carriles del tráfico que volvía de trabajar y se dirigía hacia el norte. Viernes por la noche. Delante de él, a lo lejos, el centro de la ciudad iluminaba las nubes bajas que envolvían los grandes edificios, cuyas partes más altas habían desaparecido, e incendiaba el cielo desde dentro. Los nervios reales, comprobó, no habían durado mucho. Lo que quedaba de ellos no era más que cierta sensación de desasosiego —bastante familiar—, como si hubiera necesitado demostrar algo declarando que alguien a quien ni siquiera conocía estaba muerto, y no lo hubiera conseguido. Aquello muy bien podía deberse, simplemente, a la impaciencia por encontrarse con Jena.
A las seis de la tarde The Drake estaba atestado de gente, incluso la galería comercial de la planta baja, donde había tiendas caras y uno de esos restaurantes imitación cabañita de madera con tejado a dos aguas en el que él y Jena habían cenado la primera noche, la mar de satisfechos de estar juntos. Cada noche Wales entraba por allí —la puerta trasera—, y por allí salía cada mañana. Si el marido de Jena empleaba a un detective para vigilarla, éste, había decidido, vigilaría la entrada principal. Sabía que no era de los que saben engañar. El engaño era algo demasiado norteamericano.
Hombres bien trajeados, acompañados de sus esposas, que llevaban vestidos estampados, invadían el vestíbulo e iban de un lado para otro a paso vivo; llevaban unas tarjetas de identificación que decían BIG TEN. Quería dejarlos atrás. Pero un hombre pareció reconocerle mientras se abría paso entre la multitud que hormigueaba en la galería comercial rumbo hacia la zona de los ascensores.
—¡Eh! —gritó—. ¡Wales! —El hombre atravesó la multitud; era alto y fornido, de cuello recio, sonriente, y llevaba un reluciente traje azul. Un ex atleta, desde luego. Su tarjeta de identificación de plástico blanco decía JIM, y debajo, PRESIDENTE—. ¿Vienes a nuestro cóctel?
—No lo sé. No. —Wales sonrió. Estaba rodeado de gente que hacía demasiado ruido. Las parejas iban entrando en la gran sala de banquetes, donde había luces brillantes y se oían carcajadas y una fuerte música de piano.
Conocía a aquel hombre, Jim. Pero lo recordaba de un modo vago, sin recordarlo realmente. Quizá de alguna cena de la universidad. Ahora, sin embargo, ahí estaba de nuevo, estorbando. Chicago era grande, pero no lo bastante. Era de esos sitios que son grandes sin dejar de ser pequeños.
—Bueno, estás invitado —dijo Jim jovialmente mientras se le acercaba.
—Gracias —dijo Wales—. Bueno. Sí.
No se habían dado la mano. Ninguno de los dos quería retener al otro por mucho tiempo.
—Lo que quiero saber es si tienes una oferta mejor, Wales —dijo Jim. Tenía la piel demasiado blanca, y demasiado gruesa en el perímetro de su poderosa barbilla.
—Bueno —dijo Wales—, no sé.
Estuvo a punto de decir: «Depende», pero no lo hizo. Tenía la sensación de que allí todo el mundo podía verle.
—¿Recibiste las entradas que te envié? —dijo Jim en un tono de voz bastante alto.
—Claro. —No tenía ni idea de qué estaba hablando Jim. Pero dijo—: Las recibí. Gracias.
—Entonces soy de los que cumplen, ¿no te parece?
A causa de la creciente algarabía, el hombre hablaba a gritos.
Wales miró hacia donde estaban los ascensores, un poco más adelante. Las relucientes puertas de latón se abrían y cerraban lentamente. Unos triángulos verde claro: hacia arriba. Unos triángulos rojo claro: hacia abajo. Una melodía suave y seductora.
—Gracias por las entradas.
Quería estrechar la mano de Jim para que se fuera.
—Saluda a Franklin de mi parte —dijo el hombre, en un tono que parecía sarcástico. Al sonreír su mandíbula, grande y singular, recordó la de Mussolini. Franklin, se preguntó Wales. ¿Quién era Franklin? No recordaba a nadie en la universidad que se llamara así. Se sentía ebrio, aunque no había bebido. Una hora antes estaba dando clase. Atrapado en una sala revestida con paneles de madera en compañía de sus alumnos.
Bing… bing… bing. Los ascensores se marchaban.
—Ah, sí —dijo Wales—, lo haré. —Y por tercera vez sonrió.
—Y ahora —dijo Jim— a ser bueno.
Todos sus dientes delanteros eran postizos.
Jim se adentró en la multitud, que había comenzado a moverse más deprisa hacia la sala de banquetes. Justo en ese momento le llegó a Wales un olor a puro, fuerte, denso y acre. Le hizo acordarse del Paris Bar de Berlín. Había algo en el humo y en la luz ambarina de la galería comercial que le hicieron pensar en ese local. Una noche entró en él con una amiga para tomar una copa y comprar condones. Cuando fue al lavabo de caballeros, se encontró con que la máquina estaba junto a los urinarios, permanentemente ocupados. Y resulta —posiblemente los nervios, de nuevo la impaciencia— que se le cayó la moneda. Y porque había estado bebiendo, y porque quería comprar los condones, los necesitaba desesperadamente, se acuclilló junto a un hombre que estaba orinando y agarró la huidiza moneda, que estaba sobre los azulejos, entre las piernas abiertas del desconocido. Éste le sonrió desde lo alto, indiferente, como si aquello fuera lo más natural del mundo. «Esta noche debo de tener hidropesía», dijo Wales mientras toqueteaba el disco de metal plateado, que ni siquiera se había mojado. Y a continuación se echó a reír, unas sonoras carcajadas. Lo más probable era que nadie en los lavabos conociera la palabra inglesa que significaba «hidropesía». Era divertido, muy divertido. Un típico problema idiomático.
—Viel Glücky mein Freund —dijo el hombre al tiempo que se subía la cremallera y miraba a su alrededor, la mar de contento.
—Sí, bien. Der beste Glück. Natürlich —dijo Wales, e introdujo la moneda en la máquina.
—Ahora todos lo sabrán —dijo su amiga cuando salieron del bar para adentrarse en la cálida noche de verano de la Kantstrasse. Aquel incidente la hacía reírse. Allí conocía a todo el mundo.
—Seguro que a nadie le importa —dijo Wales.
—Claro que no. A nadie le importa nada. Todo es completamente estúpido.
Jena le había dado la llave, una tarjeta blanca y rígida que, cuando la insertaba en la ranura, encendía una lucecita verde, lo que causaba un suave chasquido, después del cual se abría la puerta. Habitación 839.
—Oh, me moría de ganas de que llegaras —dijo Jena con su voz melodiosa, más grave de lo habitual.
Wales apenas podía verla. La habitación estaba a oscuras a excepción de una vela que Jena había colocado junto a su caballete, que quedaba en la sombra al lado de una ventana. Era una suite alargada, en forma de ele, que acababa en un pequeño desnivel que llevaba a unas altas ventanas que daban al Cinturón de Ronda. Las apetecibles vistas al norte. Las vistas caras. La cama estaba en el otro extremo, donde no había luz, sólo la radio despertador, que indicaba que eran las 6.05. Una estupenda y amplia habitación americana, pensó Wales. Mucho más bonita que las europeas. Podrías pasarte la vida en una habitación como aquella, y sería una vida excelente.
Jena estaba sentada en una de las dos butacas que había colocado junto a las ventanas. Había estado contemplando los coches que pasaban por el Cinturón de Ronda. Extendió el brazo para coger la mano de Wales. Jena era irresistible. Más atractiva que cualquier otra mujer.
—¿No llegas tarde? —dijo—. Me parece que es muy tarde.
—Había mucho tráfico —dijo Wales.
Jena volvió la cabeza hacia él. Al inclinarse para besarle la mejilla, le llegó su aliento, que olía levemente a ácido cítrico.
Jena había subido la calefacción. Siempre tenía frío. Wales pensaba que estaba demasiado delgada, más de lo que parecía con la ropa puesta; era una mujer menuda de pelo oscuro y brazos finos, no exactamente guapa, pero sí seductora. Tenía la cara ligeramente puntiaguda, y sus labios suaves y sonrientes eran un tanto demasiado delgados. Lo que la hacía tan seductora era la sensación de imprudencia que emanaba de ella. Era ingeniosa, impredecible, pensaba casi constantemente en sí misma, se reía de forma inesperada. Era rica, esposa y madre, y quizá por ello, pensaba Wales, no tenía mucho mundo, no el suficiente para saber lo que no había que hacer, y era tan egocéntrica; una cualidad que él también encontraba seductora.
Wales había sido invitado a dar una conferencia como parte de sus obligaciones con la universidad. Y había decidido darla acerca del modo como la prensa inglesa había abordado la muerte de la princesa Diana. La había titulado «Un ejemplo de actualidad trucada». Esas noticias, dijo, eran las más fáciles de cubrir: tú, simplemente, creaban las emociones, les dabas la magnitud que querías, inventabas lo que era importante. Era muy normal en Inglaterra. Había citado a Henry James: «Escribir acerca de una cosa la hace importante.» Admitió que eso no era exactamente periodismo.
Jena había asistido a la conferencia «como miembro de la comunidad intelectual»; había bajado en coche desde la zona residencial donde vivía, lago arriba. Luego invitó a Wales a tomar una copa. En el bar charlaron hasta tarde acerca de que los Estados Unidos estaba perdiendo su posición de dominio en el mundo; acerca de la necesidad global de sentir más; acerca de una sensación cada vez más extendida de dolor global; acerca de la divertida coincidencia de su apellido: Wales.[1] Era menuda, descarada, incitante, rara vez profundizaba en un tema, se reía demasiado; la risa, pensó, de una mujer acostumbrada a que no se fíen de ella. Pero también pensó: ¿De dónde vienes? ¿Dónde puedo volver a encontrarte? Al principio ella se había mostrado insegura, aunque no tímida, de tímida no tenía nada; se sentía protegida, libre y despreocupada, lo que le permitía parecer insegura, y así atrevida. Eso también le gustaba. Era incitante. Wales, naturalmente, sabía que cuando las mujeres iban a las conferencias, lo hacían porque buscaban algo; supuestamente, algo inocente, pero siempre buscando algo. Eso había ocurrido hacía dos semanas. Cuando salieron del bar, ella le cogió del brazo y dijo:
—Tendremos que darnos prisa si queremos hacer algo juntos. Te marcharás pronto.
Hasta ese momento no habían hablado de hacer nada juntos. Pero sí era cierto que él se marcharía pronto.
—Entonces démonos prisa —dijo. Y eso hicieron.
—Tienes las manos heladas.
Jena las cogió entre las suyas. A Wales aquella mujer le gustaba muchísimo.
Se arrodilló y la rodeó con ambos brazos, de modo que su mejilla quedó contra el pelo de Jena. Llevaba un corto vestido negro de Chanel que dejaba ver su cuello, y lo besó, y luego le besó el pelo, que sintió seco en su boca. Podía olerse a sí mismo. Olía a agrio. Pensó que debería darse un baño. Un baño le aliviaría.
—En el vestíbulo vi a un hombre que me conocía —dijo—. Me preguntó por un tal Franklin. No sé quién es.
—Probablemente, te confundió con otra persona —dijo en voz baja Jena, que seguía con la cara pegada a la de Wales.
—Es posible.
A lo mejor sí, sólo que el hombre le había llamado Wales. ¡Dios mío!, se dijo entonces, era la típica noticia sin interés que le contabas a tu esposa cuando no tenías nada más que decirle. Cosas sin importancia. Wales no estaba casado.
Las cinco noches que habían pasado juntos en The Drake, Jena había querido hacer el amor en cuanto él llegaba, como si mediante ese acto reafirmaran su relación y eliminaran todo lo demás; el tiempo que estaban juntos era serio, urgente, efímero. Ahora Wales deseaba enormemente hacerlo; pero aunque estaba excitado, también se sentía un tanto alicaído. Después de todo, aquella noche había visto morir a una mujer. La muerte dejaba alicaído a cualquiera.
Sólo que, si había algo que Jena no soportaba, era la debilidad. En ninguna circunstancia. De modo que Wales no quería parecer alicaído. Jena era una mujer a la que le gustaba controlarlo todo, pero también que la dejaran un poco descolocada, perpleja, como si el misterio fuera una forma de interesar a la inteligencia. Por tanto, necesitaba que él pareciera controlarlo todo, incluso que se mostrara distante, enigmático, hasta misterioso…, lo que fuera, menos débil. Era su mundo ideal.
Y, sin embargo, el mostrarse distante era una carga muy grande. Al fin y a la postre, ¿qué más daba mostrarte tal como eras? Acababas haciéndolo, quisieras o no. Wales se dio cuenta de que estaba permitiendo que Jena interpretara el papel más interesante. Era una forma de generosidad. Lo más real para ella, después de todo, eran las cosas que deseaba.
—Me gustaría charlar —dijo Jena—. ¿Podemos charlar un rato, antes?
—Esperaba que lo hiciéramos —dijo Wales. Eso fue bastante enigmático. A lo mejor le hablaba de la mujer que había visto morir en Ardmore.
—Siéntate en esta butaca, a mi lado. —Jena levantó la mirada, sonriente—. Podemos contemplar las luces y charlar. Te echaba de menos.
A él tanto le daba lo que hicieran; había muchas maneras de pasar una buena velada. Ya harían el amor. Luego saldrían a la amplia avenida iluminada, en medio del frío y el viento, y cenarían en cualquier sitio. Sólo eso ya sería estupendo.
Wales se sentó entre ella y su mesa de trabajo, donde estaban los pinceles, los recipientes con agua y trementina, los tubos de pintura, los lápices, los borradores, los trapos, las cuchillas de afeitar, un jarrón que contenía tres jacintos. Ya había visto sus cuadros anteriormente: fotografías en blanco y negro ampliadas de un hombre y una mujer, fotografías de los años cincuenta. Iban bien vestidos y estaban de pie en el jardín delantero de una pequeña casa de madera que se alzaba en lo que parecía campo abierto. Eran los padre de Jena, que había pintado esas fotos rodeando los cuerpos del hombre y la mujer de sombras verdes o azules, emborronando las caras, distorsionándolas, haciendo que parecieran feos, pero no cómicos. Había hecho toda una serie. Eran cuadros deprimentes, pensaba Wales, e inútiles.
—Bacon lo hizo primero, desde luego —había dicho Jena, segura de sí misma—. Pero él no mostró a sus padres, y yo sí.
Cogió un jersey largo y rojo de cachemira del respaldo de la silla y se lo puso encima del vestido. Junto al cristal de la ventana el aire era helado. Era embriagador estar allí: parecían encontrarse al borde de un abismo, a punto de saltar a él.
Había ocho plantas hasta el suelo, y el Cinturón de Ronda estaba abarrotado de coches —faros delanteros y faros traseros—; los apartamentos de lujo que había más allá del barrio de casas bajas de Gold Coast se veían suntuosos e iluminados de amarillo, aunque tristes, inanimados. La luz rosa del letrero del hotel descoloría el negro intenso de la noche que había encima. El lago era como un precipicio sin luz. Los lagos eran aburridos, pensó Wales. No había dramatismo en ellos. Se había criado cerca del océano, que nunca decepcionaba, nunca hacía concesiones.
—El lago tiene algo hermoso, ¿verdad? —dijo Jena mientras se acercaba al cristal. Diminutas motas de humedad surcaban lentamente el aire teñido de negro que había más allá.
—A mí siempre me decepciona.
—Oh, no —dijo Jena dulcemente, y se volvió para sonreírle—. Me encanta el lago. Es tan reconfortante. Y tan tranquilo. También me encanta Chicago.
Se volvió hacia el cristal y pegó la nariz a él. Era feliz.
—¿De qué hablaremos? —dijo Wales.
—De mi familia —dijo Jena—. ¿Te parece bien?
—Haré una excepción.
—De mis padres, quería decir, no de mi marido ni de mis hijas.
Jena llevaba veinte años casada, aunque sus dos hijas eran relativamente pequeñas. Una tenía diez años, recordaba, y la otra, alrededor de seis. Le gustaba su marido: era rico y la animaba a hacer todo lo que quería. A tomar clases de vuelo. A pasar los veranos en Ibiza sola. A no pensar jamás en trabajar. A conocer a otros hombres. Lo único que tenía que hacer era seguir casada con él: ése era el trato. Era mayor que ella, de la edad de Wales. Era un acuerdo satisfactorio, No del todo perfecto.
Jena colocó las yemas de sus diez finos dedos en el frío cristal y las mantuvo allí como si apretaran teclas de piano; al cabo volvió a mirarle y sonrió.
—¿Dónde viven tus padres? —preguntó. Ya se lo había preguntado dos veces antes, y había olvidado la respuesta.
—En Rhode Island —dijo Wales—. Mi padre tiene ochenta y cuatro años. Mi madre, bueno… —No es que le importara decirlo, pero, aun así, titubeó—. Mi madre tiene Alzheimer.
—¿Te reconocería?
—¿Si me reconocería? —dijo Wales—. Supongo que me reconocería, si pudiera.
—¿Te reconoce?
—No.
—¿Tus padres tienen más vástagos?
Esto no se lo había preguntado antes. A menudo elegía palabras rebuscadas. Vástagos. Interacción. Entramado. Vínculo. Palabras que decían sus amigos.
—Tengo una hermana mayor que yo. En Arizona. Nos vemos muy poco. No le tengo mucho aprecio.
—Mmm. —Jena apartó los dedos un poco y a continuación volvió a tocar el cristal. Tenía las piernas cruzadas y descubiertas e iba descalza, y, probablemente, sentía frío. Le había hecho aquellas preguntas por pura cortesía—: Mis padres hablan muy poco —dijo, y exhaló un suspiro de cansancio—. Proceden de una familia muy pobre del sur de Ohio, un lugar donde nadie tiene nada realmente importante que decir, de todos modos, y no sabían que existieran todas esas cosas que has de saber decir para hacer que el mundo funcione. —Asintió con la cabeza, como corroborándose—. Mi madre, por ejemplo. No se te acercará y te dirá: «Hola, soy Mary Burns.» Simplemente, se pondrá a hablar; simplemente, te soltará lo que necesite decir. Y luego se te quedará mirando. Y si muestras sorpresa, te cogerá ojeriza por ello.
Jena pareció fijar la mirada en los coches que, como lava, fluían debajo de la ventana. Ésa era su historia, pensó Wales, una parte de su pasado que no podía superar, una historia completamente insignificante que, según ella, había tenido mucho que ver en sus principales fracasos: por qué se había casado y con quién. Por qué no había ido a una universidad mejor. Por qué no tenía más éxito como artista. Él tenía su propia historia que no podía superar, ocurrida también años atrás: 1958, un día nublado en la bahía de Narragansett, en compañía de su padre, los dos de pesca en un bote. Su padre le confesó que se entendía con una mujer medio portuguesa de Westerly, algo de lo que ni su madre ni su hermana se enteraron nunca. La historia permaneció anclada en su mente durante años, aunque no la había recordado hasta aquel momento.
Sin embargo, esas cosas no eran importantes. Te imaginabas el pasado, no lo recordabas. Y te lo podías imaginar diferente de como había ocurrido. Le diría que era una mujer maravillosa. Eso era lo que importaba.
—¿Te aburro? —dijo Jena al tiempo que se arremangaba las mangas del jersey por encima de sus finos codos. Su pelo negro brillaba con el parpadeo de la vela—. No quisiera aburrirte.
—No me aburres —dijo Wales—. En absoluto.
—Muy bien, así pues, te hablaré de mi padre —añadió enseguida—. Era incapaz de entrar en un restaurante y pedir una mesa. Se quedaba de pie. Luego daba un pasito adelante con la esperanza de que el encargado comprendiera lo que quería, como si con el simple hecho de estar allí ya estuviera todo explicado. —Jena meneó la cabeza, echó el aliento contra el cristal y contempló meditabunda el vaho que se había formado—. Qué raro —dijo—. Se comportaban igual que inmigrantes. Sólo que no lo eran. Supongo que es una forma de arrogancia.
—¿Es eso todo? —dijo Wales.
—Sí.
Volvió la cara hacia él y parpadeó.
—No parece muy importante —dijo Wales.
—Sólo trato de explicarte por qué fracasaron como seres humanos —dijo Jena sin perder la calma—. Eso es todo.
—¿Significa eso mucho para ti?
Le sorprendió que eso fuera todo lo que necesitara contarle. Le parecía algo tan íntimo como irrelevante.
—Son mis padres —dijo.
—¿Te aprecian?
—Claro. Soy rica. Me tratan como si fuera de la realeza. Por eso soy pintora —dijo Jena—. No cumplieron con su deber de ordenar el mundo de una manera responsable. De modo que tengo que decir cosas con mi pintura, porque ellos no lo hicieron.
Wales pensó que, a lo mejor, el tiempo que pasabas con niños, haciendo algo de la nada, distorsionaba tu punto de vista.
—¿Y eso te molesta? —preguntó Wales.
—No —dijo Jena—. Me gustaría reflejarlos en una novela. ¿Crees que serían creíbles como personajes novelísticos?
Tenía la esperanza de llegar a escribir una novela. Le gustaban todos los medios de comunicación.
—Seguro que sí —dijo Wales. Y pensó: ¿Le sería muy difícil escribir una novela? Mucha gente lo hacía. A Wales le gustaban las novelas porque abordaban lo inconmensurable, las cosas que no podían expresarse de otra manera. Lo que él hacía era todo lo contrario. Se dedicaba a los hechos de más rabiosa actualidad. La envoltura del Reichstag con telas de color rosa. El entierro de una princesa de pacotilla. Una actualidad trucada, y sus propias reacciones a fin de compensar ese defecto.
Alguien llamó con fuerza a la puerta que estaba al final del reducido y oscuro recibidor, y, a continuación, la abrió. Wales había olvidado echar el cerrojo.
—¿Le cambio las sábanas? —dijo una mujer con fuerte acento extranjero. Una línea de luz amarilla entró en la habitación procedente del pasillo.
—¡No! —gritó Jena, y Wales pudo ver que su rostro, tan próximo al suyo, se contraía con una fea mueca de sobresalto. Aquella boca era capaz de hacerla parecer sorprendentemente cruel, cosa que, por lo que él sabía, no era cierta, ni mucho menos—. ¡No cambie las sábanas!
—¿Le cambio las sábanas? —volvió a decir la voz, alegremente—. ¿Quiere que le abra la cama?
—¡No! —gritó Jena—. ¡No! ¡No quiero que me abra la cama!
—Muy bien. Gracias.
La puerta se cerró con un chasquido.
Jena se quedó sentada por un momento en su butaca, a la luz de las velas, como si estuviera muy contrariada. Tenía las manos entrelazadas y los labios apretados. Wales podía percibir el agitado latir del corazón de Jena, unos latidos insistentes. Él había pensado, como es natural, que era su marido. Y ella, al parecer, también. Y algún día, por supuesto, lo sería, pero entonces ya le daría igual.
—¿Te gustaría que abrieran tu cama? —dijo ella tristemente.
Wales recorrió la habitación en penumbra con la mirada. Un reloj de madera y latón de considerable altura, que tenía un péndulo de latón inmóvil, se apoyaba contra la pared en las sombras. Había una bonita chimenea, muy decorativa, y una repisa. Había un grabado con marco dorado. Caravaggio. Vocación de San Miguel. Lo había visto en el Louvre. Me tomaría un vaso de vino, pensó. Miró a su alrededor buscando una botella en la mesa, pero no vio ninguna. Las ropas de Jena estaban recogidas y guardadas, igual que si llevara meses viviendo allí; y es que así le gustaba que estuvieran las cosas: que tuvieran un aspecto ordenado, un aura de permanencia, como si todo, ella incluida, contara con una larga historia. Era su forma de ser amable: hacer que las cosas parecieran sólidas, fiables.
—¿Alguna vez has matado a alguien? —dijo ella.
—No —dijo Wales.
Le gustaba hablarle como si fuera un espía, no un periodista. Era su manera de hacerle enigmático, de quedarse descolocada. Le había hecho muy pocas preguntas acerca de su profesión. La primera vez, cuando fueron a tomar una copa, pareció interesarse por ella. Pero luego se le pasó.
—¿Matarías a alguien?
—No —dijo Wales—. ¿Piensas en una persona concreta?
Se dio cuenta de que aún llevaba puestas la chaqueta y la corbata.
—No —dijo Jena, que le sonrió y abrió mucho los ojos, como si fuera una broma.
Por segunda vez en una hora Wales pensó en la mujer cuya muerte había presenciado en Ardmore Avenue, en cómo se habían desarrollado aquellos sucesos. Aquel movimiento lento encerraba tantas posibilidades, tantas opciones de acabar bien… Uno debería poder ver cómo van a acabar las cosas antes de que ocurran, poder prevenir un mal resultado. Lo mismo podría aplicarse a las relaciones amorosas.
—Resulta sorprendente que no quieras matar a nadie —dijo Jena—. Pero es porque eres periodista. Si fueses un escritor de verdad, serías diferente.
Le sonrió, de nuevo, y Wales pensó por un instante que podría amarla, que podría penetrar el misterio que la envolvía gracias al amor, pero que tendría que darse prisa, porque su oportunidad pronto se acabaría. Le encantaban la bravuconería de aquella mujer y la frescura con la que te soltaba cualquier barbaridad. La experiencia no había hecho mella en Jena; al contrario, era su falta de experiencia lo que la hacía tan libre y espontánea.
—¿Qué haces en Europa? —preguntó Jena.
—Voy a ver cosas y escribo sobre ellas. Eso es todo.
—¿Eres famoso?
—Los periodistas no se hacen famosos —dijo—. Hacemos famosos a los demás.
Jena no sabía nada de los periodistas. Eso también le gustaba a Wales.
—Algún día tendrás que contarme qué es lo más raro que has visto. Me gustaría saberlo.
—Algún día te lo contaré —dijo Wales—. Te lo prometo.
Cuando, por fin, hicieron el amor, fue toda una experiencia. Al principio ella se mostró juguetona, aunque selectiva, vagamente teatral, experta. Y luego, al cabo de un tiempo —aunque muy corto, a decir verdad—, concentrada, precisa, incansable, exactamente como si todo fuera improvisado, una novedad, hicieran lo que hicieran. Jena era capaz de inventar cosas que parecían nuevas con gran naturalidad, y a él le emocionaba la sensación de que algo nuevo pudiera ocurrir con alguien: esa conciencia de ti mismo podía absorberte y durar un buen rato. Él no se resistía a nada, no rechazaba nada, procuraba estar siempre a la altura de Jena. Era lo que deseaba.
Y, cuando todo acabó, Wales fue incapaz de decir nada durante un buen rato. Ella había encendido la lamparilla que había junto a la cama y se había quedado dormida con una mano sobre los ojos. Y él había pensado: ¿Adónde llevaría esto mi vida? ¿Cómo podría conservarlo? Y luego: No puedes. Estas cosas son ajenas a nuestra voluntad. Simplemente, las aceptas cuando vienen.
El reloj que había debajo de la lamparilla marcaba las 9.19. Wales olía el disolvente y los jacintos que había sobre la mesa de pintar, aromas intensos que se mezclaban confusamente en la habitación caldeada. Se oían voces fuera, en el pasillo. El teléfono sonó dos veces. Wales se duchó y luego se acercó a la ventana mientras ella dormía. Miró la foto pintada, las dos personas, sus rasgos sonrientes, típicos del Medio Oeste, distorsionados. Cómo debía de odiarlos. A continuación recordó los Bacon que había visto en la Tate. Los simios agonizantes.
Quería recordar el día del entierro, en Londres. Recordarlo era un alivio. Era sábado; la temperatura, agradable, veraniega. Había tomado el tren, pues se hospedaba en casa de unos amigos que vivían en las afueras de Oxford. La estación —Paddington— se hallaba vacía, y sus andenes largos y resonantes estaban en silencio, bañados por una luz acuosa, y lo mismo ocurría en las calles cuando salió. Aunque la prensa amarilla ya había colocado sus titulares como lápidas: ¡ESTAMOS AFLIGIDOS! ¡LAMENTAMOS TU MUERTE! ¡TE LLORAMOS! ¡ADIÓS!
En el Hotel Russell, donde tenía alquilada una habitación, lo vio por televisión. Era un acontecimiento para ver por televisión: sus reacciones ante él le inspirarían el artículo. Por la pantalla pasaron el cortejo, la recua inacabable de coronas y ramos de flores, los soldados, el ataúd, la reina, el príncipe. El impresentable hermano. Los hijos, de dientes grandes y perfectos, con el blanco de los ojos demasiado blanco. A través de la ventana abierta, traída por la brisa, le llegó la voz de una mujer —probablemente, estaba en el cuarto de al lado, y, al igual que él, lo veía todo por la tele—: «Esto nunca volverá a suceder, ¿verdad?», dijo. «Eso no lo puedes decir de muchas cosas, ¿verdad? Totalmente único, ¿sabes? Bueno, ella no, desde luego. No era única. No era más que un putón. Bueno, un putón quizá no, pero ya sabes…»
En los Estados Unidos eran las cinco de la mañana. Se preguntó si alguien estaría levantado mirándolo.
Y, mientras contemplaba todo aquello, sus reacciones fueron: Qué raro debe ser emparentarse con una familia real. Ella nunca fue una belleza. ¿Cuánto ha costado todo esto? Morir en accidente de coche es siempre algo un tanto trivial. La gente aplaudió al paso de la carroza. ¿Qué se anota en un libro de condolencias? A quien compadecen en realidad es a sí mismos. ¿Cómo se sentirán dentro de un mes? ¿Y de un año? Lo magnificamos todo para averiguar si tenemos razón. Alguien… —Y eso fue lo que escribió finalmente, el meollo de todo aquello, la literatura de la actualidad trucada—. Alguien tiene que decirnos lo que es importante, porque ya no lo sabemos.
Al día siguiente se enteró de que la esposa de su amigo había muerto en Oxford. Un aneurisma. Una cosa repentina. Breve e indolora. Sólo que nadie pudo mandarle flores. Todas estaban ya encargadas, lo que parecía uno de esos detalles que dan la medida de las cosas.
—¡Los ingleses! Hemos aprendido algo acerca de nosotros, ¿verdad, James? —dijo su amigo amargamente mientras estaban sentados en su coche delante de la estación de Oxford, esperando a que llegaran otros amigos. Al otro entierro. A aquel cuya actualidad no había sido trucada.
—¿El qué? —dijo Wales.
—Que somos tan estúpidos como el que más. Tan estúpidos como vosotros. Todo esto nos resulta nuevo, ya ves. Hasta ahora no nos habíamos dado cuenta.
No supo por qué recordaba todo eso en aquel momento. Generalmente, se olvidaba de lo que escribía. Aunque luego había resultado fácil escribir una conferencia cuyo título era: «Un ejemplo de actualidad trucada: Cómo descubrimos el significado de lo que vemos.» En ella había relatado la historia de la muerte de la mujer de su amigo como contraste. Y entonces Jena había aparecido en escena, y habían empezado a darse prisa.
Desde la ventana contempló el parque público en forma de cuña que quedaba entre la entrada trasera del hotel y el Cinturón de Ronda, aún atestado de coches a pesar de la hora. Pasaban taxis con las luces amarillas de LIBRE buscando clientes. Un tipo con un chándal naranja chillón corría solo por la playa de cemento que giraba hacia Lincoln Park. Un hombre que paseaba a dos perros weimaraner se detuvo a echar migajas sobre los bancos del parque. Todos exhalaban su silencioso aliento a la noche.
Caminaron por la fría avenida rumbo al restaurante favorito de Jena. No estaba lejos, en la calle Walton. Le gustaba ir al mismo local una y otra vez, hasta que se hartaba, y luego ya no volvía. Soplaba un viento racheado. Se veían brillar muchas luces Michigan Avenue arriba. Zumbaba el tráfico, ahora cada vez más ralo. El cañón que corría entre los edificios parecía festivo, un blanco telón de luz nocturna, y una asombrosa media luna casi se perdía en la brumosa lejanía. Había caído un poco de nieve sobre las aceras. Todo el mundo llevaba gruesos abrigos. Wales se sentía bien, en paz con lo divino y lo humano. A sus anchas. Nada alicaído.
En los bajos del hotel se había celebrado un banquete nupcial, pero no había ni rastro del Jim de las entradas. Ni había rastro de detective alguno cuando salieron por la puerta principal.
Mientras caminaban a paso vivo, la mente de Jena estaba relajada después de hacer el amor, como si ahora todo encajara. Mencionó a su marido y al psiquiatra a cuya consulta asistían los dos: todo era idea de su esposo, dijo con la cara oculta en una parka de marta cibelina que, sin duda, había pagado él. Ella le aseguró que siempre había estado a la altura de las circunstancias. Pero su marido quería algo más, algo que era incapaz de detallar, pero cuya falta padecía intensamente. Se sentía descolocado —decía el marido—, le faltaba algo que ella tenía que aportar.
—Pensaba que un psiquiatra me diría, al menos, algo importante, ¿no? —dijo Jena—. Como: «Olvídese del matrimonio.» O: «Existe una manera mejor de hacerlo.» ¿Por qué ir, si no? Sólo que ir forma parte del lote. Y no es un lote barato.
Wales pensó en el marido de Jena, en las conversaciones que podrían mantener. En si se caerían bien. No había duda de que aquel hombre pensaba que Jena estaba mal de la cabeza por ser como era, tan diferente, por así decirlo, de una propiedad inmobiliaria. Le hacía feliz pensar que Jena tenía en él a alguien en quien confiar; que tenía en él a alguien dispuesto a ser cómplice de su propio engaño; que tenían aquellas hijas. Que ellos eran el círculo de afecto de Jena. ¿Qué otra cosa es el matrimonio, sino un círculo de afecto?
—La verdad es que no parece que eso tenga remedio, ¿no crees?
Jena se rió, demasiado fuerte.
—Quizá es que nadie podría…
Wales iba a decir algo en extremo banal, pero se calló. Negó con la cabeza, «no». Eso hizo que los labios un tanto hinchados de Jena se abrieran en una leve sonrisa y los rasgos de su rostro se suavizaran. Incluso en medio de las ráfagas de aire resultaba atractiva. Le apretó la mano a Wales, que notó que temblaba. De nuevo, el vigor de hacer el amor, pensó. Sintió el impulso, un fuerte impulso, de decirle que la amaba, allí, en medio de la calle. Pero se detuvo a media frase, y, de nuevo, no le manifestó sus sentimientos. Jena preferiría dejar así las cosas. Una declaración de amor resultaba poco apropiada, aun cuando la hiciera de corazón.
De todos modos, Wales hubiera deseado que no le temblaran las manos, puesto que aquél era el mejor momento, el momento después de hacer el amor, cuando todo parecía posible, fácil, cuando podían sorprenderse el uno al otro con una mirada, cambiarlo todo con una observación espontánea. Eso no tenía nada que ver con manifestar tus sentimientos.
—Cuando te marches de Chicago, ¿adónde irás? —dijo Jena.
Le cogió el brazo, igual que había hecho la primera noche, y salieron a Michigan Avenue, a la luz. El aire era más frío en aquella calle ancha. Un grupo de monjas jóvenes que caminaban muy deprisa se cruzó con ellos; se dirigían a The Drake y vestían unos hábitos azul claro. Se reían del frío. Jena les sonrió.
—A Londres —dijo Wales.
El gélido viento se le metía por el cuello de la camisa. Había vuelto a pensar en Londres, y en su amigo que vivía en Oxford y había enviudado. Prefería volver a Europa pasando por Inglaterra. El acceso más fácil.
—¿Aún tienes tu piso de Berlín?
Jena, simplemente, hablaba por hablar, sin prestar atención, alegre después de hacer el amor con él. Estaban en una calle de Chicago, en invierno, era tarde y se iban a cenar. Decir «tienes tu piso» era agradable. O, al menos, lo era para él. Era como decir: «Vivimos en la Sexta.» O: «Está justo delante de King’s Road.» O: «Alquilamos unas habitaciones detrás del Prado.» Cosas sencillas, inofensivas.
—Sí. Está en la Uhlandstrasse —dijo Wales.
—¿Eso está en el Este?
—No. Está donde viven los ricos. Cerca del zoo y del París Bar. Kudamm. Savignyplatz.
Jena no sabía qué significaban esas palabras, pero tanto se le daba. Le gustaba cómo sonaban.
Ya se veía el restaurante. La gente salía por la puerta y forcejeaba con sus abrigos para ponérselos. En la avenida el viento se paró de repente, y el ambiente se volvió casi primaveral. Pasaron junto a los escaparates de una librería grande y muy iluminada, donde la gente tomaba café y charlaba en mesas altas y redondas. Cuántos libros, pensó Wales. Sería agradable —se le ocurrió de pronto— coger el tren en Gatwick y tener una mañana para él, leer un libro. Era una idea estupenda, pensó.
—Si te preguntara algo importante —dijo Jena—, ¿te escandalizarías?
Tiró del brazo de Wales para que aminorara el paso; seguían delante de la librería.
—Procuraría evitarlo —dijo Wales, y la miró con afecto. No era su estilo pedir nada. Pero resultaba agradable. Y nuevo.
—Si te pidiera que mataras a mi marido, ¿lo harías? —Jena levantó los ojos hacia él y parpadeó. Eran de color avellana, y, aunque parecían tiernos, estaban secos. Dos discos oscuros en un mar blanco que daban la impresión de hacerse más y más grandes. Le miraba fijamente—. ¿Lo harías por mí? ¿Si yo te amara? ¿Si me fuera contigo? ¿Al menos por un tiempo?
Wales pensó por un momento qué aspecto debían de tener. Él, un hombre alto y apuesto, vestido con un grueso abrigo de pelo de camello. Sin sombrero, con vetas grises en el pelo. Llevaba zapatos negros, muy relucientes, traídos de Alemania. Y Jena, con su parka de marta cibelina, sus pantalones de lana, sus guantes gruesos y caros. Sus botas caras. No estaban mal, incluso en aquella calle fría. Hacían buena pareja. Era posible que llegaran a enamorarse.
—No, creo que no lo haría —dijo Wales.
Jena se volvió y le echó un rápido vistazo a la avenida, donde un conductor había dado un frenazo y derrapado sobre la calzada helada. Dos policías en un coche patrulla azul y blanco detenido junto al bordillo observaron cómo el coche se detenía de lado en mitad del cruce. Quizá le había parecido que alguien la seguía.
—Hasta ahora hemos hecho exactamente lo que hemos querido, ¿verdad? —dijo ella, distraída por el alboroto.
—Yo sí —dijo Wales.
Jena le miró y le dirigió una tensa sonrisa. Nunca sabía a qué santo quedarse con aquella mujer. Probablemente, se parecía más a sus padres de lo que imaginaba.
—Sólo hablaba por hablar —dijo, y se aclaró la garganta—. No deberías tomarme tan en serio.
—Estupendo —dijo Wales, y sonrió.
—Créetelo, pues —dijo Jena un tanto rígida—. Todo el mundo va delante de alguien y siempre hay alguien que va detrás. —Hizo una pausa, como si quisiera decir algo más, pero no lo hizo—. ¿Por qué no cenamos? —dijo, y comenzó a dirigirse hacia las puertas de cristal, que en aquel momento volvían a abrirse hacia fuera.
En la cena Jena habló de todo lo que le vino a la cabeza. Dijo que deberían ir a bailar, que ella sabía de un sitio al que podían ir en taxi. En un barrio negro. Le preguntó a Wales si le gustaba bailar. Sí, dijo. Le preguntó si le gustaba el blues, y dijo que sí, aunque no demasiado. Ahora se la veía pálida, con su jersey de cuello cisne negro y un collar de pequeñas perlas. Llevaba su alianza y un anillo con una gran esmeralda cuadrada que Wales no había visto antes. Bebieron vino tinto y comieron pichón e hicieron manitas como dos enamorados sobre la pequeña mesa, que estaba junto a la ventana. Alguien podía reconocerla, pero no le importaba. Se sentía atrevida. ¿Qué mal hacía?
Hablaron de una novela que ella estaba leyendo con gran interés. Trataba de una muchacha inglesa que de joven había representado papeles de ingenua. Había hecho una película en Francia, una película influyente, y durante un tiempo fue famosa. Pero luego todo le salió mal. Finalmente, se había ido a vivir a Praga, sola, mayor, ex adicta. Jena se identificaba con ella, dijo, pensaba que su historia podía ocurrir en los Estados Unidos. Y que sus padres también podrían aparecer en ella.
Después se puso a hablar de sus hijas, a las que quería, y luego siguió hablando de su marido —un rato antes le había pedido a Wales que lo matara—, el cual, dijo, era, en sus mejores momentos, un amante dulce y considerado. A Jena le habían tenido que raspar la córnea en Munich, y le contó con pelos y señales aquella experiencia, terrible, según ella: encontrar un oftalmólogo que hubiera estudiado en los Estados Unidos, que hablara inglés, que esterilizara las cosas debidamente, cuyos ayudantes no fueran adictos a la heroína o hemofílicos. Wales comprendió que nada de lo que pudiera hacer o decir tendría ningún efecto sobre ella. No obstante, ¿qué clase de persona llegaría a ser Jena si pudiera influir en ella, aunque sólo fuera un poco? Y estar con ella era tan agradable… Le hacía sentirse estupendamente, era una experiencia única. Quería volver a verla. La próxima semana. Quedar en algo para entonces.
Sólo que no podía menos que darse cuenta de que ella hablaba como si estuviera a punto de despojarse de las últimas briznas de interés por él. Debía de haberle parecido débil en algo. Por no haber estado dispuesto a matar a alguien, o, al menos, a decir que lo haría. Subía las apuestas cada vez más, a la espera de que llegara el momento en que él tuviera que retirarse.
—Cuéntame algo que te haya ocurrido, Jimmy —dijo—. Esta noche no has hablado mucho. Yo he estado parloteando todo el rato.
Hasta ese momento nunca le había llamado «Jimmy». Estaba pálida, pero sus ojos avellana centelleaban.
—Esta noche me han robado —dijo Wales—. En la universidad, mientras iba hacia el coche. Un negro me paró en el aparcamiento y me pidió que le prestara un dólar, y cuando saqué la billetera, me la agarró. Me la arrancó de la mano. El dinero salió volando.
—¡Dios mío! —exclamó Jena—. ¿Qué ocurrió entonces?
—Forcejeamos. Intentó recoger el dinero, pero le golpeé, y entonces echó a correr. Se llevó unos cuantos dólares. No gran cosa.
La observó por encima de la mesa llena de platos vacíos.
—No me lo habías contado hasta ahora, ¿verdad?
—No —dijo Wales—. Me sentía feliz de estar contigo y no pensé en ello.
—Pero ¿te hizo daño?
Jena alargó un brazo por encima de la mesa y le tocó suavemente la mano.
—No —dijo Wales—. No me hizo daño.
—¿Te asustaste? —dijo Jena.
El interés se había reavivado en sus ojos. Le gustaba que fuera un hombre que ocultara ciertas cosas, capaz de hacer el amor, de salir a cenar, de pensarse si quería ir a bailar y que, al mismo tiempo, se guardara aquello para sí. Le gustaba que se hubiera peleado con otro hombre. Que hubieran llegado a las manos.
—Sí, me asusté —dijo Wales—. Pero lo que más recuerdo, y no recuerdo gran cosa, es el tacto de su mano cuando golpeó la mía. Lo hizo con una fuerza terrible. Nunca había sentido nada parecido. Había en ese golpe necesidad y desesperación. Me llamó la atención. Seguro que nunca lo olvidaré.
Wales bebió un sorbo de vino y se la quedó mirando. Eso era algo que le había ocurrido hacía dos meses, cuando regresó a los Estados Unidos. No aquella noche. Y tampoco se había peleado con un hombre, pero le habían golpeado tal como se lo había contado, y había sentido exactamente lo que acababa de decirle. Sólo que no había ocurrido hacía unas horas. Por un instante deseó volver a sentir aquella plenitud. Lo satisfactorio que había sido contárselo. La certidumbre. A Jena le gustó esa historia. Quizá arreglaría algo.
—¿Estás seguro de que no te han herido? —dijo Jena, con la mirada baja, mientras doblaba su servilleta.
—Oh, no —dijo Wales—. No estoy herido. Estoy perfectamente.
—Tienes suerte de estar vivo, te lo aseguro —dijo ella, y le miró un instante antes de que sus ojos buscaran al camarero.
—Lo sé —dijo Wales—. Lo añadiré a mi lista de golpes de fortuna.
En la calle, delante de The Drake, se detuvieron cerca de una concurrida esquina de Michigan Avenue, donde los taxis giraban y pasaban lentos. Era más de medianoche, y parecía haber aumentado la temperatura. Ya no hacía viento. En los arroyos junto a la acera, el hielo se convertía en agua sucia. Por encima de ellos, en la noche, brillaba el hotel con una luz dorada.
Se quedaron allí de pie. Wales dirigió la vista hacia la calle lateral, la que subía hacia el lago, como si planeara coger un taxi.
—Vuelvo a casa por la mañana —dijo ella, y le sonrió. Se echó el pelo a un lado y lo sostuvo allí.
—A casa, a casa —dijo Wales—. Entonces yo también me iré.
Deseó poder quedarse más rato. Tocó la tarjeta de la habitación, aún en su bolsillo. Se había acabado.
Un hombre que estaba casi a su lado hablaba por un teléfono público. Llevaba esmoquin y un par de bonitos zapatos de charol. Había estado en una fiesta en The Drake, pero ahora parecía desesperado por algo.
Wales había pensado contarle lo de la mujer que había visto morir, lo atónito que lo había dejado, volver a contarlo: el tiempo que parecía detenerse, la majestuosidad de los acontecimientos, la sensación de que hubiera podido evitarse lo peor, el futuro mejorado por un desarrollo más gradual de las cosas. Pero ahora no deseaba revelarle lo que podía llegar a pensar, ni cómo funcionaba su mente, ni lo que podía llegar a sentir delante de un suceso. Mejor ser un espía, estar cerca de ella ahora, satisfecho con ella, pensando solamente en ella. Wales sabía que todavía no distinguía las cosas perfectamente, no estaba muy seguro de qué sentimientos eran los verdaderos, ni cómo verías las cosas después. Quizá no resultaba tan fácil mostrarte tal como eras.
—¿Has sido feliz estos días? —le oyó decir Wales. Jena le sonreía sobre la fría acera—. Han sido unos días maravillosos, ¿verdad? ¿No sería hermoso almacenar miles de días así?
—Lamento que se hayan acabado —dijo Wales. El hombre del esmoquin colgó de golpe y se alejó rápidamente hacia la marquesina iluminada del hotel—. ¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo. Tenía la sensación de estar gritando.
—Sí —dijo ella—. Pregúntame.
—¿Todo esto te ha aportado algo? —dijo Wales—. ¿Te he dado algo que te parezca importante?
Parecía como si quisieras que aquello tuviera alguna consecuencia.
—¡Qué pregunta más rara! —dijo Jena. Los ojos le brillaban, y, de nuevo, se hicieron más grandes. Pareció que iba a echarse a reír, pero se acercó lentamente a él, se puso de puntillas y le besó en la boca, con fuerza, le acercó la fría mejilla y le dijo—: Sí. Me has dado mucho. Me has dado todo lo que hemos vivido. ¿No es cierto? Es lo que quería.
—Sí —dijo Wales—. Te lo he dado. Tienes razón.
Le sonrió.
—Bien —dijo ella—. Bien.
A continuación dio media vuelta y apresuró el paso hacia las puertas giratorias, igual que había hecho el hombre del esmoquin, y desapareció rápidamente. No obstante, Wales se quedó esperando un rato, justo delante de la marquesina amarilla: era un hombre solo con un abrigo marrón; esperó hasta poder experimentar plenamente todos los sentimientos confusos que había sentido en el momento de separarse, consciente de que luego disminuirían hasta dejar de ser una barrera. No se trataba de sentimientos desagradables, ni de un momento que no hubiera vivido antes, ni de una puerta a la desolación. Eran, simplemente, la consecuencia de todo lo ocurrido. Y al poco, tal vez ya durante su viaje de vuelta hacia la orilla del lago, sentiría una pequeña liberación, como si soltara lastre, la sensación de que la sucesión de acontecimientos había llegado a su culminación, de modo que, con el tiempo, pensaría en todo aquello cada vez menos, hasta que pareciera, al evocarlo, casi perfecto.