Soy Emily, del país del fin del mundo. Desde hace mucho tiempo, tanto tiempo, mi kespix ha abandonado mi cuerpo.

Mi carne ha alimentado el gusano, el gusano ha alimentado el pájaro, el pájaro ha alimentado la zorra y hace crecer sus retoños. Mis huesos han alimentado la tierra, la tierra ha alimentado las hayas, las hayas han dado yacija y refugio a los animales de la foresta.

Mi sangre ha corrido por el suelo, ha corrido por el río, ha llegado al canal y se ha fundido en las aguas grises del mar.

Estoy aquí para siempre.

La cruz de madera de mi tumba está corroída por el musgo y los hijos de mis hijos han regresado hacia las luces de las ciudades. Itulia, de la que me sentía orgullosa, ha sufrido los reveses que los hombres saben infligirse a sí mismos. Otros han proporcionado, en otra parte y con menor esfuerzo, las tablas y la carne. Las vacas y los caballos se han vuelto salvajes y algunos les disparan en vez de a los guanacos que se hacen escasos. Un solo peón guarda una casa decrépita.

Ya nadie llama a Akainix, el arco iris, ni a Hainola-la-orca, ni a Yetaite. Los que ahora van y vienen no conocen ya el sentido de la llegada de los ibis, o de la precoz aparición de los leones marinos, ninguno sabe ya conducir una piragua o perseguir los cormoranes y las otarias.

Los pueblos del agua, los pueblos de la foresta ya solo son grabados.

Al otro lado del canal, en tierra chilena, al borde de un lodoso burgo, una falsa choza ofrece lamentables cestos y una o dos ancianas se hacen pagar para contar leyendas.

Siguen habiendo velas en el Beagle y alrededor de las islas, pero son alegres hombres blancos que pasean y se extasían ante cualquier cosa. Los caminos de porte son recorridos por inocentes caminantes que no deben buscar su alimento. Ouchouaya se ha convertido, no se sabe por qué, en «Ushuaia», una ciudad-pulpo. A orillas del mar, las chozas desaparecieron hace ya mucho tiempo para dar paso a pesadas construcciones, y los pobres fueron empujados hacia arriba, en cuchitriles corroídos por los bosques de las colinas.

Pero el viento enloquecido sigue ahí, y el mar sin fin, y la luz desnuda, y la alianza de los grises, azules, verdes y blancos y la indefinible energía de su pacto íntimo, mucho antes que los hombres y mucho después de ellos, indiferente a sus razas y a sus sueños.

Estoy ahí, alma feliz, serena por fin. Se me reconocerá en un ala de martín pescador, en una flor de hierba cana bajo la nieve, en el pelaje rojizo de una zorra que pasa. La zorra que corre y corre, por una pradera de la Patagonia.