Itulia, Itulia aún y siempre, me miro en el espejo, veo a una anciana. La cabellera negra que era mi orgullo se ha teñido ampliamente de blanco, indelebles arrugas me surcan la frente, la piel comienza a colgar bajo el mentón. Solo los ojos conservan cierto fulgor, a pesar de las bolsas.
El parloteo de una niña me saca de mi huraña contemplación. La vida prosigue en esta niña rubia y pálida como lo era Beth, la tercera que me han dado Elie y Sarah, su mujer. ¡Abuela en el fin del mundo! ¿Lo habría imaginado cuando abandoné la alta casa de Grenook, para convertirme en «gobernanta» en la Patagonia?
¿Qué he hecho de esta vida que Dios me ha dado? Ahora que, por mil pequeños tormentos y renuncias del cuerpo, sé que se acerca la muerte, ¿es tiempo todavía de hacerse esta pregunta? Siento una vez más la necesidad de trepar por la colina que está detrás de la casa. Adosado a un haya centenaria, me he hecho construir un refugio, un simple sobradillo de ramas donde me refugio ahora que me agotan las largas caminatas. Todos saben, cuando me ven allí, que no deben molestarme, que estoy ausente del hoy, cara a cara con mi pasado.
¡Itulia! Desde aquí, domino el río que holgazanea en cien brazos, acarreando de vez en cuando su hielo translúcido. Aguas arriba se percibe una lengua del glaciar constantemente anieblado, salvaje, inquietante; aguas abajo, la bahía estrecha, prudentemente velada por sus siete montañas. Volviéndome, veo a los hombres y su industria: la gran casa que ha reemplazado la cabaña de antaño, rodeada de otras casitas y jardincillos de las familias que trabajan para la estancia, los edificios de la granja, los corrales, el gran huerto, los vergeles. Cuando hace buen tiempo, este paisaje es bucólico como una campiña europea cualquiera. Solo la silueta de las hayas muy inclinadas, cuyas ramas parecen peinadas por el viento, revela la Patagonia. En los montículos, cerca de la playa, a un lado y otro del pontón, quedan aún algunas chozas yámanas aunque a menudo solo son simples rastros hundidos en la tierra, testimonio de antiguas habitaciones.
Desde lo alto de mi pequeño promontorio, estoy en la encrucijada de estas sendas, naturaleza en bruto por un lado, labor de los hombres por el otro. Es el único lugar donde me siento apaciguada, sin necesidad de elegir entre una y otra, tan feliz de ver cómo huye un guanaco, de oír su risa sarcástica, o de ver girar un cóndor que desciende en amplios círculos hacia una carroña, como de oír el chasquido de una vela, los balidos y los relinchos tranquilizadores de la granja. Nunca habré sabido, pues, elegir entre mis dos vidas, sacudida por los acontecimientos, mi única certeza es este país. No es hora ya de preguntarse por qué, y desde hace mucho tiempo no busco ya la respuesta. ¿Se comprenden alguna vez las razones de un amor? Aquí está, indecible, inevitable. Fue el primer flechazo de la muchacha que se impacientaba en la batayola de un navío. Será, lo sé, mi postrer fragmento de felicidad, en el umbral del gran paso. He soñado que los indios me dan sus llaves, que gracias a compartir su ciencia atávica puedo yo, también, fundirme en estos paisajes. A veces he pensado que lo conseguía en esos fulgores de presciencia en los que me creía yekamush. He imaginado que, siguiendo a Aneki, cambiaría mi naturaleza profunda, borraría cualquier huella de mi educación, como si bastara con desnudarse y pintarse el cuerpo para convertirse en yámana.
Cuando, a consecuencia de nuestro pequeño complot, el Alenn Gardiner desapareció en la noche, cuando me quedé sola en la playa con el canto del viento por toda herencia, yo sabía que actuaba bien. A pesar de mi amor de madre, a pesar de la dulce atracción por Joachim, más allá de las esperanzas de una vida nueva en un país nuevo, el apego por la Patagonia fue más fuerte. Aquella noche, creí quedarme por Aneki, por fidelidad a su memoria.
En la calma nocturna, había visto yo el fanal izado por tres veces en la cofa de la goleta, señal de que las puertas de la prisión se habían abierto y los nueve hombres habían llegado a bordo sin trabas. Ya solo quedaba venir a buscarme con Elie y William. No reflexioné, no decidí, bajé sola y sin equipaje hacia la ribera. La luna inundaba la bahía, proyectando la tranquilizadora sombra de las montañas, haciendo brotar de la nada las altas placas de nieve. Las olas difractaban la luz en mil pequeños candiles, hechizando el canal. En los islotes de enfrente, las hierbas silvestres relucían como alfombras de plata. El viento arrugaba los matorrales de la orilla y solo algunas golondrinas marinas tartamudeaban en sus guaridas. ¿Qué había allí, además de un encantador paisaje bajo la luna? Nunca lo sabré. Pero yo era suya y él mío y yo no deseaba otra parte. Estaba segura de que debía quedarme.
La barca llegó silenciosamente, con Joachim a los remos. No hubo necesidad de palabras, cuando me vio sola. Su mirada se veló de pena y su voz se cargó de la bravuconada de un buen soldadito.
—¿Sabes? Me ha costado un montón que Lukka se decidiera a aprovecharse de la libertad. El muy animal estaba dispuesto al martirio. Solo la idea de ver colgados con él a sus compañeros le ha decidido. ¿De qué servirán los cadáveres? No creo en la revuelta de los yámanas, si hubieran tenido que llevarla a cabo estaría hecha hace ya mucho tiempo. También yo amo este país, pero la vida debe ser más fuerte. Aquí no hay ya nada que hacer. ¿Y a ti qué te retiene ahora?
Ante mi silencio, movió tristemente la cabeza y prosiguió:
—Lo sabes muy bien, mi deseo más enloquecido y más caro es que recomencemos juntos. ¿Piensas abandonar a Lukka? ¿Acaso no crees que William y Elie tendrían un mejor porvenir al otro lado del Atlántico?
No me atrevía a mirarlo, a él, que acababa de arriesgarlo todo y se condenaba al exilio para salvar a Lukka y los suyos. Las palabras sufrían en mi garganta.
—Lukka está lejos de mí desde hace mucho tiempo. William y Elie son argentinos. Tienen una tierra, una granja, una vida aquí. ¿Qué pasaría en África del Sur? Estoy cansada de esperar. Joachim, eres un hermano para mí, tu partida me destroza, lo sabes muy bien. Pero abandonar Itulia me es sencillamente imposible. He vivido más tiempo en la Patagonia que en ninguna otra parte. Cada vez que abro los ojos, por la mañana, a estos paisajes, siento que Aneki me acompaña. Soy demasiado vieja para empezar de nuevo en otro sitio. Me quedo. Debo quedarme.
La cólera del gobernador fue memorable. Ouchouaya tembló. El soldado que había sido sobornado cometió el error de intentar huir a pie. Los onas enviados a perseguirlo le encontraron rápidamente, empapado y hambriento en la foresta, y partió bien custodiado hacia un tribunal militar, en Buenos Aires. No doy ni un chavo por su cabeza.
Recibí, muy de vez en cuando, cartas de Joachim, pero nunca una sola de Lukka. Mantuvieron un violento altercado cuando le pidió que le dejara, a él y a sus hombres, en la entrada del canal de Beagle para proseguir la lucha. Joachim, indignado, se negó. No había corrido todos esos riesgos por nada y se sentía responsable, ante mí, de la vida de mi hijo. También los demás indios se negaron a desembarcar, contentos sin duda de haber salvado la piel. Lukka se encerró luego en el silencio y, llegados al cabo, desapareció de a bordo inmediatamente y, con él, el último rastro de mi vida de india. Finalmente me sentí aliviada al no tener ya noticias. ¿Era la tentación de poder imaginarle así un feliz porvenir cualquiera? A veces, me parece que Lukka no ha existido, que era solo la quimera de una muchacha exaltada. Mi propia historia me parece extraña e incluso el rostro de Aneki se esfuma. ¿Qué más me habrían proporcionado un marido y un hijo indios, ahora que sé imposible la alianza? A fin de cuentas, he encontrado algo mejor que la vida salvaje, mi propio equilibrio y algo que se parece a la felicidad. No tengo ya esa sensación de vergüenza por haber fallado. Cushi tenía razón: «Lo que debe ser, será», y el destino eligió por mí.
Joachim, tras haberse dedicado unos años al cabotaje con el infatigable Alenn Gardiner, terminó sedentarizándose y cría avestruces cuyas plumas, me dice, hacen furor en Europa. Sus misivas están llenas de la misma admiración de la que daba pruebas aquí por la naturaleza y de la misma indignación ante las poblaciones negras envilecidas y tratadas como esclavos. Los hombres son así, pues. De un extremo a otro del planeta, no soportan sus diferencias. Pero los africanos son infinitamente más numerosos y vindicativos y tiemblo cuando me cuenta sus historias de mujeres incendiadas y blancos asesinados.
Aquí, la evasión de Lukka supuso el final de la efímera revuelta. Prosiguió el declive de los indios. Hoy, en 1932, casi cincuenta años después de mi llegada, solo queda el diez por ciento del conjunto de las poblaciones autóctonas. Ninguno de los hanushs, que poblaban el extremo este del canal de Beagle, ha sido divisado desde hace diez años. Al parecer han sucumbido a las enfermedades. Algunos onas habrían sido eliminados a sabiendas con alimentos envenenados depositados en las playas, pero me cuesta creerlo. Los supervivientes están casi todos empleados en las estancias donde su robustez hace maravillas. De los alakalufes y yámanas que vivían del mar en el canal, no quedan ya prácticamente poblaciones aisladas. Se ha instalado en ellos una especie de fatiga colectiva. De una epidemia a otra, parecen haber perdido cualquier resorte vital. Los nacimientos se hacen escasos, como si se les hubiera hecho inútil perpetuar su raza. Las ceremonias de iniciación son excepcionales puesto que no hay ya impetradores. La tradición de los yekamush no se transmite ya. Vestidos a la europea, con frecuencia alcohólicos, algunos especímenes vagabundean por Ouchouaya. Del lado sur del canal de Beagle, convertido en tierra chilena, las autoridades intentan agrupar a los supervivientes, en forma de poblado que corresponde muy poco a sus nómadas costumbres.
Los de Itulia son los menos desgraciados, creo. He prohibido el alcohol en la propiedad y cuando hago venir para nosotros el médico de Ouchouaya, le pago las consultas de los indios. Unas quince familias cultivan pequeños rodales, pescan y echan una mano en los trabajos de la granja.
Varios etnólogos nos han visitado. Tengo la reputación de ser una de los que mejor conocen la cultura autóctona. Bombardean a los yámanas a preguntas sobre los vínculos de parentesco, los rituales del Ciexos, las leyendas, compran a alto precio cestos, armas y herramientas. Luego se pelean entre sí sobre la cuestión de saber si los indios creen en un dios único y tienen una visión del más allá. Pero ¿de qué sirven esos estudios que van a aterrizar en anaqueles polvorientos y esos objetos que acabarán en los museos?
El tiempo de estos pueblos ha terminado, para siempre.
Tras la partida de Lukka y Joachim, me lancé a cuerpo descubierto al trabajo. Agotarme era, una vez más, mi recurso. Ocho mil corderos, unos cincuenta caballos, un centenar de vacas, un corral a medida hacen de Itulia la más hermosa granja del canal de Beagle. Mis hijos, casados, me descargaron poco a poco de los trabajos, permitiéndome esas largas horas de contemplación de las que no me canso. Un rincón de luz fulgurante, una bandada de ibis o cóndores, un haya de ramas torturadas puntúan mi jornada de pequeños gozos y justifican esa lejana decisión de haber sido fiel, ante todo, a esta tierra.
En esta tarde de pleno viento, en mi altozano, sueño en terminar aquí, en cerrar los ojos ante este esplendor que me acompaña, hechizada, consolada durante toda mi vida. Mi único pesar será abandonarla. Contemplo un albatros que se ha aventurado por la bahía. El viento es lo bastante fuerte como para que se deje acunar planeando. Entonces, como en los tiempos en los que me creía yekamush, tengo súbita conciencia de cada hilillo de aire en sus plumas. Adivino la angulación de su ala que utilizará un ínfimo ascenso creado por las olas para brincar de la superficie del agua hacia el cielo. Las pesadas masas nubosas parecen estar allí suspendidas en ingravidez con sus bases estrictamente al mismo nivel, puestas sobre un invisible almohadón que fuera transparente. Soy el pájaro. Utilizo mis alas del todo recientes, extrañada al moverme ahora en tres dimensiones. Vuelo, y el olor agridulce de las algas en descomposición llena mis pulmones y me atrae hacia una mancha de laminarias. Percibo los brillos de minúsculos peces que saltan allí, recibiendo la luz en esquirlas multicolores como las gotas de una cascada. En una franja de sol, cierta tibieza me llena de pronto el cuerpo, me colma de una energía tan inagotable como el propio astro.
Sobrevuelo la maraña de golfos y cabos, de glaciares, de praderas, de forestas. El color de las aguas va del turquesa costero, reluciente bajo un rayo de luz, al azul oscuro de las grandes profundidades del canal, al negro de un reflejo de nube. El mar de fondo se enrolla en cada punta para entrar en las bahías, enviando hileras de olas, como batallones en desfile, para que mueran en ribetes de espuma. El verde forestal no resiste, en altura, al pardo de la roca que, a su vez, cede ante la blancura sin compromiso de la nieve, componiendo la costa como un milhojas, veteado por el trazo sinuoso y sombrío de los ríos. Unos puntos blancos o pardos se mueven lentamente por los pastos, grupos de corderos, de vacas o de caballos y, bajo los escasos cuadrados verdes o anaranjados de los tejados protegidos por las colinas, unas mujeres se atarean por la supervivencia doméstica.
Allí abajo, al fondo, donde las cimas tutean por fin a las nubes, se levanta el gran vapor de los aulladores cincuenta y los solitarios sesenta.