¿Qué decir de los diez o doce años que siguieron? Poco, tan poco. ¿Cuántos días y noches se necesitan para olvidar lo que os ha hecho vivir, lo que os ha importado más que cualquier cosa? Los acontecimientos pasan por mí y me he convertido en la piedra inmóvil que se cubre, poco a poco, de este liquen de un brillante amarillo. Desde el exterior, para los muy raros visitantes, pescadores o aventureros que pasan por Itulia, nada es anormal, salvo tal vez la piel café con leche, los ojos almendrados y los lisos cabellos de uno de los tres muchachuelos que juegan ante la casa. Encuentran una pareja de pioneros piadosos, empecinados en la tarea, entregados a sus ocupaciones. Al abrigo del acantilado se ha construido un pontón, luego una de esas casas de ladrillo y plancha habituales en la Patagonia. Detrás, un gran corral se llena en la época del esquileo y, a un lado, el jardín ha aguantado y los frutales resisten. Por el valle serpentea un camino de traviesas de madera que lleva a un aserradero impulsado por una máquina de vapor. A uno y otro lado de la playa, las habituales chozas de los yámanas con su mezcla de abandono y vitalidad. Un observador más atento advertiría, como máximo, que la dueña de la casa pasa más tiempo de lo habitual cuidando a los indios y que, a veces, desaparece en largos paseos, mientras los niños se refugian junto a la vieja Elisa. He aquí lo que deben de percibir de Itulia, ahora que han pasado más de diez años desde el nacimiento de Lukka y que se acerca el fin del siglo.
Ouchouaya, al parecer, ha cambiado mucho pero jamás he regresado allí, de acuerdo con mi promesa. En los pocos meses que siguieron a mi partida, la familia del pastor vio aparecer un bajel de guerra argentino. Tras haber sometido definitivamente a los pueblos tehuelches, prosiguieron su avance hacia el sur, en una carrera contra sus vecinos chilenos que hacían lo mismo al otro lado de la cordillera de los Andes. La colonia protestante representaba el último objetivo de la conquista. Me dijeron que el pastor los había acogido con deferencia y había reconocido su autoridad. Pero ¿tenía otra opción? Tras muchas salvas de artillería e izados de bandera, Ouchouaya se ha convertido en una subprefectura argentina en la que reina el gobernador Félix Paz. Numerosas construcciones crecieron luego al norte de la bahía, edificios administrativos, hangares, algunos comercios y las casas de los colonos, cada vez más numerosos. La rada sirve de estadía para los barcos de pesca que trabajan en el Antártico. Tras haber agotado los recursos de las aguas patagonas, la caza de la ballena se ha desplazado. Hay que aprovisionar en agua, leña y carne salada a los navíos. Han aparecido incluso embarcaciones movidas por una máquina a vapor y para ellas se ha renovado un almacén de carbón. Se ha construido también una prisión para algunos marineros borrachos e indios camorristas.
Por lo demás, una oleada de locura cayó sobre este sur patagón cuando en la arena de las playas, a la entrada del canal de Beagle, se encontró oro. Ochocientos buscadores, al menos, invadieron la zona, dando paletadas como locos, tamizando toneladas de arena hasta la roca para arrancar escasas pizcas de oro. A fin de cuentas, los filones no son muy ricos. A medias antiguos reos, a medias europeos que no hicieron fortuna en Buenos Aires, estos pobres diablos carecen de fe y de ley. Los disturbios no tardaron en estallar. Robos, riñas y, a veces, crímenes proliferaron, tanto entre ellos como con los onas y los yámanas que han sido expulsados de las zonas mineras. Para su desgracia, estos descubrieron el alcohol junto a los recién llegados. Su constitución, al parecer, lo resiste peor que la nuestra. Los indios de Ouchouaya se sumen en la más completa decadencia.
Paul y Sarah Smiley, igual que el bueno de Samuel, entregaron sus almas a Dios y he acogido a Elisa a nuestro lado. Simon y Fiona, la arpía, han logrado que les atribuyeran una concesión ganadera, como la que soñaban, hacia el cabo San Pablo, allí donde divisé por primera vez la Patagonia. Al pastor le han llegado otros catequistas más jóvenes. Harry ha vuelto casado de su diaconato en Inglaterra y ayuda a su padre. Beth y Mary están en un internado, en Buenos Aires, y la pequeña Jane se acerca ya a los catorce años. Solo veo a Joachim, siempre con la misma alegría, cuando el Alenn Gardiner, del que es ahora el patrón, viene a recoger nuestros animales y nuestras tablas. Es un hombre más bien apuesto, ahora, alto y fornido, con el rostro curtido por el mar y pequeñas arrugas que ponen de relieve sus hermosos ojos grises. Sin embargo, no parece sacar partido de ellos y le embromo con ello.
—Vamos, Joachim, acepta ya regresar a Inglaterra. Satisface a tu padre que sueña con que algún día seas pastor; ve a estudiar allí en vez de pasar días y días bajo la lluvia y noches y noches angustiándote por si tu ancla aguantará en un fondeadero perdido. Estoy segura de que alguna damisela no se mostraría insensible al aventurero sudamericano.
—Demasiado tarde, Emily, hoy soy argentino, he nacido en esta tierra y vivo en este mar. ¿Me ves con un traje al fondo de un coche de punto? Ningún lugar del mundo me dará la profunda belleza de la Patagonia. Tienes razón, es una tierra de angustia, pero incluso tras una noche insomne, cuando veo levantarse el día con su luz tan pura, el reflejo exacto de los acantilados en el agua calma, una bandada de golondrinas marinas…, me siento mil veces recompensado. Te confesaré que, a veces, brotan lágrimas de mis ojos, pero de felicidad. Siento en eso que un corazón late, más atractivo que el de las damiselas, y si el Creador debe ser alabado por su obra, debe serlo aquí. Además, en ninguna parte tendré tanta libertad. ¡No serás tú, Yekadahby, la que me reproche mi gusto por la libertad!
Solo cuando habla de los indios, que se han convertido en su tema favorito, su mirada se vela.
—Este invierno hemos sufrido el sarampión, como hace dos años. Ochenta muertos más, por lo menos. Ni un solo indio va a cazar, diríase que ya no saben. Se limitan a mendigar pequeños trabajos y el alcohol los debilita. Emily, se desarrolla un drama ante nuestros ojos. He calculado que, en quince años, la población yámana ha perdido un tercio de sus miembros. Este pueblo está desapareciendo con sus costumbres, su lengua. Entre los onas es peor aún. Todo el norte de la Tierra de Fuego se ha entregado a los ganaderos. Cazan a los indios cuando estos hurtan algunos corderos a los que llaman «los guanacos blancos». Me han contado atrocidades. ¿Puedes creer que algunos pagan a asesinos que deben probar sus fechorías mostrando las orejas? ¡Una libra por cada par! ¡Te das cuenta! ¡Orejas humanas, de hombres, de mujeres, de niños incluso! Un tipo presumió de haber conseguido catorce en una sola jornada. Y no decimos nada. ¡Somos cómplices! Supliqué al gobernador Paz que les concediera tierras a las que pudieran retirarse pacíficamente. Dice que es imposible, pues harían falta demasiadas para que fueran verdaderos territorios de caza. De hecho, le importa un pimiento. La mano de obra fácil conviene a todo el mundo, y cuando hay follón, llena la cárcel. ¿Qué hacer, Emily, qué hacer?
Da nerviosas patadas a un banco, con su gran cuerpo sacudido por la rabia.
—¿Qué quieres hacer? ¿La guerra? Y más sufrimiento, muertes, huérfanos. Recordarás que el doctor Hyades decía que cuanto antes se adaptaran mejor sería para ellos. Ya has visto a dónde me ha llevado mi revuelta. Disfruta tu libertad y no sueñes. Acepta este país como es y encontrarás ahí tu felicidad.
Contemplamos, en silencio, la bahía. El mar desciende, descubriendo el banco de limo irisado aún de humedad en el que hurgan delicadamente los ostreros con sus largos picos rojos. Junto al islote reina una gran efervescencia de mujeres y niños. Han hecho una barrera de ramas y tendones y recolectan ahora pequeños peces. En el aire calmo, los gritos y las risas parecen muy cercanos, llenos de una feliz evidencia. Las hayas agarradas al acantilado se cubren de un rojo otoñal y llamean al sol matutino. Todo está tranquilo, aquí, pequeño puerto de paz en el océano de tormenta que Joachim describe. ¿Hasta cuándo permaneceremos al abrigo del mundo?
Ya no combato. Desde hace diez años vivo al día, disfruto cada momento como un frágil cristal. He pagado su precio. De hecho, tengo dos vidas. Como mujer de catequista, soy irreprochable, dividida entre los cuidados de la familia y los de la casa. Cedo casi cada noche mi cuerpo al señor John Doodle y le he dado dos muchachos, Elie y William. Nunca he sentido placer en este ejercicio de carne, pero no siento ya repugnancia, solo el tedio de unos torpes abrazos que mi indiferencia no ha contribuido a hacer florecer. Acude a mi cuerpo y luego se va, es el inconveniente de la relativa independencia que me concede. Desde nuestra lejana conversación en el banco, nunca ha intentado hablarme de nuevo de sus sentimientos. Me trata con indefectible cortesía y sigue regándose con agua de Colonia. Se obstina todo el día alrededor del aserradero y su sacrosanta máquina de vapor.
De la playa de Uarutoaya solo han quedado con vida las mujeres y los niños que se habían ocultado en la montaña. Luego se dispersaron y nunca he vuelto a ver a ninguno. No me he movido ya de Itulia. Miro cómo crecen mis hijos, cómo se desarrolla la granja, me veo envejecer, sin demasiado interés. Mi recurso me ha llegado de estos lugares, de esta Tierra de Fuego que es, sobre todo, paradójicamente, una tierra de agua y de viento. No sé decir por qué sigue dominándome la fascinación que sentí al llegar. Hay aquí, en los elementos, una potencia que puede asustar a algunos, pero que se comunica a otros, a quienes la aceptan y la acogen. Sola revivo, cuando las largas marchas me agotan, cuando sin aliento, con el corazón desbocado, llego a la meseta y el viento del oeste está a punto de arrojarme al suelo. Respiro a pleno pulmón ese olor a tierra y sal mezclados, tan típico de la Patagonia, y me lava por dentro. Me tiendo entonces entre las bolas de musgo, de un tierno verde, siento los guijarros que entran en mi piel y la humedad que atraviesa mi vestido. No quiero moverme ya, apenas formar un solo cuerpo con esta tierra que, no sé por qué, ejerce sobre mí semejante influencia. A veces me reprocho haber sido demasiado torpe, demasiado ignorante, no haber combatido bastante cuando estaba sola con Aneki. ¿Qué habría pasado si hubiéramos superado el primer invierno? Por mi culpa tuvo que renunciar y devolvernos a Uarutoaya. Yo, la europea que no veía en esta naturaleza más que un vasto terreno de juego, un estuche para el amor. Jamás sería una verdadera mujer yámana. Jamás tendría esa intimidad perfecta, esta aceptación, esta evidencia, este abandono al medio que da el hecho de haber nacido en una choza, de tener solo ante los ojos este endiablado océano y esta foresta sin fin. Sé que, a pesar de todo, necesito recuperar los tranquilizadores muros de piedra, encender una lámpara, leer un libro, todas esas cosas que me enseñaron mis semejantes. Soy Emily, campesina escocesa, hija adoptiva de pastor. Sigo zambulléndome en la Patagonia, como en los ojos de un amante, sin jamás conseguir sondear lo que se oculta tras sus pupilas. De vez en cuando, recupero los deslumbramientos del «día de la orca». Soy inexplicable, brutalmente poseída por una connivencia perfecta con las plantas o los animales, hasta el punto de ponerme en su lugar. Eso me serena de nuevo, me incita a pensar que, poco a poco, podré evolucionar aún hacia un conocimiento secreto, aun sin la ayuda de Cushi. Pero por mucho que cultive estas intuiciones con largas meditaciones, siguen siendo relámpagos sin futuro.
Merodeo a menudo alrededor de las chozas, dividida entre la nostalgia y la esperanza. Me maravilla siempre su aptitud para prever el tiempo, para imitar el grito del pato vapor o para reír por cualquier cosa. Los hombres y las mujeres van cada vez más vestidos. Desdeñan la corteza en la construcción de canoas, prefieren construirlas más sólidas, con troncos, ahora que tienen herramientas para ello. Cada vez parten menos para vagabundear entre las islas y permanecen aglutinados aquí durante el invierno, a la espera de un pequeño trabajo en el aserradero. Algunos se ejercen en el cultivo. Debiera alegrarme de ello, viéndoles salir de la edad de los primitivos. Pero veo, también, menos fiestas, menos cacerías colectivas, cada vez más disensiones por una posesión material, menos hospitalidad, y cada vez se comparte menos. Yo había soñado en una sociedad mezclada, pero advierto que es imposible. Una cultura sustituye a la otra, lenta, inexorablemente.
La salud de los indios me preocupa también. Como en Ouchouaya, cada invierno trae su porción de epidemias, sarampión, viruela, tos ferina, todo les afecta. En cuanto oigo una tos, sé que pronto veré cráneos afeitados en señal de luto y las tres columnas de humo brotando de la choza del difunto. Con frecuencia, al amanecer, me despiertan los largos lamentos y recriminaciones contra Watoineiwa cuando se descubren los cadáveres. Muchos yámanas me toman por una yekamush. Mi aprendizaje se interrumpió brutalmente, pero consideran que he sucedido a Cushi. Me he convertido en una especie de madre y de recurso.
—Yekadahby, ven a cantar para mi pequeño, aparta al espíritu maligno.
Me agoto en largas letanías, buscando cierta correspondencia, en el fondo de mí misma, con ese cuerpo sufriente. Mis cantos reconfortan más a los parientes que curan al enfermo.
Poco a poco, veo extinguirse a las familias y, cuando las tribus de las islas vienen de visita, tengo ganas de expulsarlos para que no extiendan el mal en otra parte, por otras tierras.
Lukka es un niño silencioso. Está sano pero parece carecer del resorte de la vida que anima a sus hermanos en ruidosos juegos. Nunca ha conocido sus orígenes y sin embargo, a veces, sus ojos negros se clavan en mí como un reproche. Tiene la habilidad y la paciencia de su raza. A menudo encuentro su oscura cabellera emergiendo de las hierbas secas, con su larga vara provista de un nudo corredizo en la mano, silbando como un somorgujo o una pequeña garza, hasta que el pájaro pone su cabeza o su pata en la trampa. Suelta entonces una risa silenciosa en la que, por un instante, me parece encontrar la malicia de Aneki.
Tengo con él connivencias que no tengo con mis otros hijos. Tenemos en común esa atención a las más pequeñas cosas. Cuando paseamos juntos, señala silenciosamente con su dedo, como hacía su padre, el imperceptible estremecimiento del agua provocado por algún pez, el rastro de una liebre, mientras que los demás solo piensan en gritar y tirar guijarros. A John le parece lento y demasiado soñador, pero no se atreve a decirlo, sin duda para no reavivar viejas heridas. Una invisible fractura atraviesa la familia, dos mundos se rozan y se codean con las prudentes maneras de un constructor de pirámide de naipes milimetrando sus gestos. Por un lado están un padre y sus dos hijos, conquistadores y seguros de sí mismos, por el otro una madre y su hijo, como una viuda y un huérfano, apoyándose secretamente el uno en el otro.
A menudo siento deseos de hablarle a Lukka de su verdadero padre. Compartir mis recuerdos, esas mil anécdotas, me ayudaría a mantener viva su imagen. Quisiera que se sintiese orgulloso de sus orígenes. Sueño en que no sea un bastardo de indio, como dicen abiertamente en Ouchouaya, sino un nexo, la esperanza viva de una Patagonia ideal. Eso supondría, sin duda, hacerle llevar un pesado fardo. Me limito a aprovechar todas las ocasiones para llevarlo hacia los indios, enseñarle su lengua, ayudado por su «tío Joachim», cuyo diccionario contiene ahora más de veinte mil palabras. Lo acepta con entusiasmo. A veces estamos ambos en una piragua, en la buena estación, él a proa, adolescente de torso desnudo, con la lanza apuntando hacia el menor remolino de las aguas; yo, atrás, remando como una india, diciéndonos escasas palabras en yámana. Pienso de nuevo en la frase del viejo capitán:
—Salvaje un día, salvaje siempre.
Sin saber por qué, los años de cifras redondas debieran estar asociados a acontecimientos excepcionales, un tipo de superstición, claro está. Desde este punto de vista, el año 1900 tendría que ser un hito singular. Es el decimosexto año de mi reclusión en Itulia. Advierto que, ahora, he vivido más tiempo aquí, en la Patagonia, que en Escocia. Hasta hoy, yo veía correr el tiempo en la edad de los niños. Esta cifra redonda me hace tomar de nuevo contacto con una forma de realidad, me sugiere un nuevo comienzo. ¿O es una vieja premonición debida a mi aprendizaje yekamush que me asalta y me despierta por la noche, segura de que algo va a acontecer pronto?
Celebramos con desacostumbrada alegría y una pizca de solemnidad esa entrada en el siglo XX. Los indios a quienes hemos invitado a las oraciones para que esta época sea la de la concordia y la prosperidad no comprenden nada de ello. Les divierte mucho que pueda medirse el tiempo. Para ellos no tiene origen ni fin. Como antaño, les hago cantar Amazing Grace, distribuyo luego pasteles y ropas advirtiendo que, ahora, no las desgarran ya para ceñirse con ellas la cabeza. Las mujeres más jóvenes se entregan a pruebas dignas de talleres de costura, buscando las telas más coloreadas y peleándose ruidosamente. Les cedo parte de mi guardarropía personal. Nunca ha sido muy rico, pero cada vez me complazco menos en mí misma y en los cuidados de la coquetería. Por lo que a mí se refiere, tendría solo dos vestidos, alternándolos por semanas.
Con casi treinta y cinco años, sigo estando tan flaca, aunque de una delgadez más seca, como curtida por el frío y el sol. Mi única elegancia es la cabellera de mi juventud, y la cuido maniacamente. Mis secretos son las cien pasadas matinales de cepillo y otras tantas por la noche; el emplasto de huevo batido con una pizca de aguardiente, el licor que nos llega del norte, cada semana. Ese inútil cuidado solo beneficia a John. Hunde en mi pelo el rostro después del amor. Pero ¿debería llamar así nuestros retozos? Suelta entonces discretos hipos que parecen sollozos y siento compasión de él. Yo, durante años, he seguido pensando en Aneki por la noche, hasta despertar con el cuerpo en trance. Cada vez me sucede menos, ahora, y lo cargo en la cuenta de la edad o de la resignación.
Tras los años de rebelión interior, me apaciguo poco a poco. Recorro menos la montaña y los fuertes vientos, prefiriendo los cortos paseos abrigados por la foresta. Me gustan estos viejos troncos descarnados, doblados, retorcidos por los vientos de los que, a veces, solo subsiste un copete de ramas en la copa que guarda, desesperadamente, algo de vida en el viejo árbol. Me reconozco en ellos, no del todo muertos y no del todo vivos. Apoyo mi mejilla en la corteza gris y rasposa e intento, como antaño, sentir la savia que corre todavía y contar las antiguas leyendas sacadas de la tierra. Las que hablan de un hábil cazador que murió por el hermoso cabello de una mujer blanca. Tras haber degustado todos estos años el salvajismo de estos paisajes, descubro en ellos la fragilidad y una suerte de ternura. Me maravilla como a una niña ver los polluelos en su nido y me enojo cuando los yámanas los capturan para dejarlos piar y atraer a los padres. Permanezco horas y horas contemplando la alfombra de minúsculas flores multicolores que se han abierto en la meseta, en el seno del musgo, y forman un sorprendente jardín en miniatura. En invierno aprecio más los sombríos momentos de calma, cuando apenas se oye cantar el riachuelo bajo la nieve, que los aullidos de la tempestad que antaño me llenaban de excitación. Me satisfago cultivando el huerto y cuido maniacamente mis cosechas.
Elie y William, que tienen nueve y doce años respectivamente, han recibido de su padre una piel pálida, pero son más fornidos, robustos, como arraigados naturalmente en el suelo para luchar contra ese viento que doblega los árboles. Pasan su tiempo en el aserradero que funciona a todo tren y no es raro que los encuentre alrededor de la máquina de vapor, con el sudor dibujando regueros claros en su rostro cubierto de virutas. Tienen el carácter simple y feliz de los hijos de pioneros, aptos ya para todo como lo era cierta niña en los altozanos de Doherty.
Lukka, que se acerca a los dieciséis años, me da más preocupaciones. Es un muchacho de gran belleza. Ha heredado el pelo negro y liso, los pómulos prominentes y los ojos negros, rasgados, de su padre. Con el transcurso de los años, la diferencia con sus hermanastros se ha acentuado tanto que, frecuentemente, sorprendo la mirada turbada de los huéspedes de paso, cuando presento a los tres juntos. Por debilidad, o por no privarle de lo que habría podido ser su cultura, le he dejado frecuentar tanto como ha querido las chozas indias y construirse, incluso, una pequeña canoa.
Poco a poco, el niño tímido se ha convertido en adolescente tozudo y rebelde, pareciéndose en eso tanto a su padre como a su madre. Desde sus doce años se puso a refunfuñar ante los trabajos de la granja que, sin embargo, domina perfectamente y tomó mi relevo en los vagabundeos. Por vez primera, el año pasado, no regresó por la noche. Velé hasta el alba en la ventana. Había aumentado la llama de la lámpara para que viera una señal si se había perdido pero, en el fondo de mí misma, sabía que no era así. En esa noche sin luna, los cristales devolvían la luz como un doble fantasmagórico, como si alguien sujetara la misma lámpara, allí, muy cerca, en la oscuridad exterior, alguien imposible de alcanzar. Durante horas hablé a ese reflejo, a ese hijo al que sentía lejos ya de mí. A veces, estaba segura de su muerte, ahogado en las inmensas algas que te aprisionan las piernas, agonizando en un barranco, presa de los espíritus hanushs y cushpijs. Como Beth antaño, habría querido poder acurrucarme contra un cuerpo tibio y apaciguador, olvidándolo todo. Otras, sentía cólera y frustración, acusando a Lukka de ser indigno de la confianza que había depositado en él dejándole en relativa libertad. Finalmente, recordaba mis impulsos de la infancia, cuando trepar a los árboles y disparar el arco me importaba más que permanecer en casa y le perdonaba.
Cuando regresó, dejé que John le castigara. Porque no se sentía su padre, jamás había blandido contra él la fusta, algo de lo que no se priva con los pequeños. Su educación era cosa mía pero ahí, yo había fallado. Lukka no protestó y le miró sin parpadear ni emitir un lamento, como si se tratara de una prueba iniciática. Yo estaba más trastornada que él.
Dos días más tarde, se fugó de nuevo y decidí hablar con él a solas.
—Bueno, ¿adónde vas así?
—Paseo, cazo, pesco.
Adopta el aire terco que tenía su padre al negarse a ir a cortar la leña del pastor.
—Pero si no vale la pena, aquí hay de todo para comer y te necesitamos.
—Mamá, este trabajo me aburre. Siempre es lo mismo. Cuando me voy, por el contrario, es la verdadera aventura, nunca sé lo que me aguarda. La semana pasada, divisé una hembra de guanaco que amamantaba a su pequeño. Es raro, ¿sabes? Acostumbran a ser esquivos. Oh, mamá, eran tan hermosos, tan tranquilos. A veces me voy con Kuanip y su familia, y les ayudo a coger pájaros en el acantilado. Por eso no regresé la otra noche. Hay que ir con antorchas. Se cubre la luz con cortezas y se descubre de pronto. Si lo vieras, se aterrorizan todos y caen al mar. Basta con zambullirse para recogerlos. ¿Sabes?, los yámanas son fantásticos. Saben muchas cosas de la naturaleza que nosotros ignoramos. Con frecuencia se les trata de idiotas pero es injusto.
Escucho con una mezcla de melancolía y envidia. Recuerdo la felicidad de la zorra y los zorreznos que me había conmovido tanto, en mi placer al descubrir la habilidad de los indios, en mi sed de recorrer a mi guisa este país. Conozco en exceso esta suerte de carácter para saber que no lo domas con castigos. Sin que yo le diga nada, Lukka se siente atraído por la vida de sus antepasados. Impedírselo sería renegar de Aneki. Cedo pues a sus escapadas, negociando su presencia en el parto de las ovejas y el marcado de los animales jóvenes, en el esquileo y la carga del Alenn Gardiner. De hecho, no hubiera debido poner esta última tarea en la balanza, pues está entusiasmado por aquel a quien llama «mi tío Joachim» y que le corresponde del todo. Apenas unas semanas después de este pequeño regateo, Lukka vino a verme con una jeta de conspirador.
—Mamá, quisiera autorización para partir varias semanas con Joko.
Joko es un viejo yekamush que está con frecuencia en Itulia. Esmirriado, desdentado y afligido por una perpetua peladera, es muy respetado y le considero sabio.
—¿Y qué quieres hacer con él todo ese tiempo?
Se retuerce y, también aquí, creo sentir mi antigua turbación cuando había sentido la necesidad de confesar mis proyectos de boda al pastor.
—Me ha dicho que podía ir al Ciexos, la ceremonia de iniciación para hacerte adulto. Todos los jóvenes de mi edad van. ¡Sería formidable, mamá! Luego podría participar con ellos en todo. Es la vida que quiero, pero para eso debo ser de los suyos.
Por primera vez debo oponerme, impedirle ir demasiado lejos. Yo sé muy bien, por haberlo intentado, que no te conviertes en indio. Como mucho es posible acercarte a técnicas, conocimientos, pero el espíritu de un pueblo no se aprende.
—Lukka, tú no eres yámana. El Ciexos es cosa suya, no tuya. Ve a cazar o a pescar con ellos, ten amigos, si lo deseas, pero te equivocarás yendo más lejos. No te dejaré actuar así. Sabes cómo te quiero y cómo conozco las tribus. Confía en mí, todo esto es solo un sueño.
Hablamos largo rato y acabé ganando al poner en la balanza todo mi peso de madre. En ciertos momentos, como cuando contó que todos los extraños a la aldea le tomaban por un indio, tanto se parecía a ellos, he tenido la desagradable sensación de que sabía más de lo que quería decir. Ninguno de nosotros dos, sin embargo, ha dado el paso de hablar del pasado.
Esta mañana, escardo las coles absorbiéndome en el ruido craso y el olor de la tierra pacientemente removida. Acaba de llover y un vientecillo acerbo seca mi piel a medida que voy sudando. Las nubes tienden como un pelaje de leopardo sobre la tierra y la bahía, jugando con el sol. Una muy fresca primavera ha llegado. Me gustan esos momentos en los que el espíritu se ausenta, dejando que el cuerpo se entregue a sus rituales. Repaso en mi cabeza la última conversación con Lukka, la mañana está muy avanzada. Un clamor interrumpe el curso de mis pensamientos, en la playa reina gran agitación. Veo que se arrojan las piraguas al agua con precipitación y unos gritos de alegría que no he oído desde hace mucho tiempo, del lado de las tiendas.
—¡Wapisa! ¡Mi padre-Wapisa-la-ballena! ¡Allí! ¡A la entrada de la bahía!
¡Una ballena! Se ha hecho tan raro que se aventuren por el canal. Me han hablado tanto de esas memorables cacerías. Corro hacia la ribera.
—Ven pronto, Yekadahby, los hombres han visto una ballena. Hainola-la-orca nos la regala. Buena grasa para lunas y lunas.
Salto al bote. A media hora de allí, el animal se ha refugiado en aguas poco profundas, visiblemente herido, nadando con lentitud entre olas rojizas. Las pequeñas embarcaciones se despliegan en arco a su alrededor para cortarle cualquier retirada. Vuelan las azagayas y, a cada impacto, la bestia sufre un estremecimiento que huele a agonía. Dos hombres saltan sobre su lomo cortando directamente pedazos de grasa, se libra de ellos pero, apenas caídos al agua, vuelven al ataque, como abejones en una carroña. Los cazadores aúllan de excitación. De pronto, soy presa de uno de mis antiguos trances, soy yo misma la herida, cuya carne se desgarra y que agoniza. Aúllo con ellos, pero de dolor. Un velo blanco oscurece mi visión. Cuando vuelvo en mí, dos niñas me velan en la arena.
—¿Estás enferma Yekadahby? No es el momento, ¡Wapisa es nuestra!
Los cuerpecitos están manchados de sangre y sus ojos están desorbitados. Una se retuerce, imitando a la vencida ballena. Sueltan esa risa ácida y triunfante de los vencedores. Al borde del agua, el animal que está siendo despedazado ya se agita en los postreros respingos. Unas treinta personas se apretujan con las manos en la grasa y la boca chorreante. Siento de nuevo, por un instante, el horror de mis primeros días ante unos seres salvajes.
Rápidamente, las mujeres construyen chozas, pues la aldea va a instalarse aquí hasta que nada quede de la bestia, ni carne, ni huesos. Todo es un regalo de mi padre-Wapisa-la-ballena y de Hainola-la-orca que la ha herido. Dejar una sola migaja sin utilizar sería hacerle una afrenta. Los hombres alimentan un gran fuego de leña verde y cuatro señales de espeso humo avisarán a todas las tribus de los alrededores. Semejante ganga debe ser colectiva. Me acerco y, de pronto, el enorme ojo me mira, lleno de angustia y reproche.
—¿Por qué me miras? Nada tengo que ver. No he sido yo quien te ha herido.
Dicen que los árboles se sobrecargan de frutos, justo antes de morir. La agonía de este animal me parece una parábola, un último regalo de la naturaleza a este pueblo exangüe. En medio de los gritos de excitación y de los cantos de victoria, tengo ganas de llorar.
Bajo la lluvia, apenas apunta el alba cuando los niños sobreexcitados me suplican que los lleve a ver la ballena. Lukka no ha esperado mi permiso. Ahora hay más de cien personas atareándose alrededor del animal muerto. No han debido de dormir pues estridentes modulaciones han recorrido la noche, infiltrándose en plena casa. Parecen agotados y sus gestos son lentos. Los hombres cortan metódicamente pedazos de grasa y las mujeres trenzan a toda prisa cestos para meterlos. Serán enterrados como reservas de grasa en pleno invierno. Pero una buena parte es devorada ya, en permanentes ágapes. Es para preguntarse cómo meten tanta comida en sus flacos cuerpos. De vez en cuando, uno de ellos va a vomitar, regresa luego con la sonrisa en los labios para emprenderla con un nuevo pedazo. Veo en ello todo el goce de pueblos a menudo hambrientos tomando su revancha. Lukka ha puesto de inmediato manos a la obra, manejando el cuchillo como un hombre. No tarda en cubrirse de mucosidad, barro y sangre cuajada. Los dos pequeños permanecen apartados, fascinados y vagamente inquietos, negándose a probar la carne cruda. Por la noche, evidentemente, Lukka se queda a dormir con la tribu. Por la ventana, contemplo largo rato el fulgor de las hogueras que se refleja en las nubes bajas como regueros sanguinolentos y difusamente amenazadores.
El despedazamiento ha proseguido toda la semana. El cadáver de la ballena hiede y el olor que da náuseas flota hasta la casa. Pero eso no molesta en absoluto a los indios, que son cada vez más numerosos, más de ciento cincuenta ahora. Me paso todo el día comprobando el cambio de mi hijo. Salvo por su superior estatura, poca cosa le distingue ahora de los demás.
Hoy es uno de esos gloriosos días que la Patagonia sabe ofrecer. La primavera es tibia ya. El canal es de un azul-gris profundo, agitado por las olas salvo en la rada donde, al abrigo, las aguas son calmas, negras y lisas, turbadas solo por los centenares de gaviotas y golondrinas de mar que se zambullen en busca de algunas migajas del festín. Hacia mediodía, resuena un grito de cólera.
—¡Los onas!
En la línea del acantilado, ha aparecido una hilera de hombres. Las siluetas, más altas y macizas que las de los yámanas, no engañan. Se detienen como para evaluar la situación. De pronto se hace entre nosotros el silencio. La luz parece repentinamente cortante como una navaja de afeitar. El mundo se ha petrificado en este cara a cara mudo y tenso ya. Van casi desnudos, pues han dejado las largas capas de piel de guanaco que, a veces, les hacen parecer animales. En la distancia, el sol recorta a contraluz su poderosa musculatura. Las pinturas blancas con las que se han untado relucen. Ese lenguaje del cuerpo se basta a sí mismo. El blanco es la guerra, la muerte. El pasmo se ha apoderado de los yámanas, petrificándolos como estatuas. Entregados a sus ágapes, habían olvidado este peligro secular. Los onas tienen hambre también. Tienen mujeres y niños que van a penar para pasar el invierno. Los guanacos se hacen escasos, ahora que los bosques desaparecen por las talas y que son expulsados de sus tierras. Vienen a tomar su parte del regalo de la orca y han decidido no perder tiempo en discusiones. El llanto de un bebé resuena extrañamente en el silencio, como la llamada de las generaciones por venir, y los yámanas se sobreponen. No se trata solo del simple rapto de una mujer sino de defender el alimento de toda la tribu, la supervivencia del grupo. Estallan los gritos, los hombres corren hacia los arcos y las lanzas, las mujeres arrastran a los pequeños hacia la espesura. Unas manos tiran de mí y me obligan a agacharme bajo un matorral.
Durante los primeros momentos, ambos grupos se limitan a mantenerse frente a frente, agitando sus armas, sacando la lengua y estirándose los ojos como niños que se desafían. Se apostrofan para burlarse o darse valor. Las pieles se estremecen, algo de baba corre por las barbillas, todos dan brincos como impacientes por llegar a las manos. Uno avanza, vindicativo, luego vuelve la espalda de pronto, mascullando, y se instala una suerte de respiro. Diríanse gatos que permanecen horas cara a cara, con el pelaje hinchado de cólera, para largarse por fin. Los yámanas no son guerreros. Entre ellos, a menudo, todo queda en ese estadio y, luego, siguen largas discusiones. Pero en los ojos de los onas leo el placer de la caza y del combate por venir. No transigirán. Recuerdo el ataque que sufrimos con Aneki. Estaban igualmente decididos a no dejarnos posibilidad alguna. Solo el fusil nos salvó. Hoy no tengo armas. Vuela un bastón que alcanza a un ona en un hombro. Entonces los cuerpos se precipitan unos contra otros, chocan con un ruido mate, ruedan por el suelo. Los gritos se convierten en gruñidos, jadeos en lo más hondo de la garganta que huelen a rabia y furor. Silban las flechas y las lanzas. Estoy aterrorizada, veo de nuevo las chozas que arden y los cadáveres abandonados de Uarutoaya, la violencia de aquellas muertes brutales.
Distingo a Lukka en un grupo de tres que la ha emprendido contra uno de los asaltantes, va armado con un bastón y golpea con rabia, pero el otro le hace caer y blande una especie de hoja. Mi sangre se hiela. Suenan entonces unos disparos. John y dos de sus ayudantes aparecen a caballo, disparando en todas direcciones.
—¡Emily! ¿Está usted…?
No ha terminado su frase cuando una flecha le alcanza en el pecho. El caballo, aterrorizado, cocea y le desarzona. El centro de la batalla se vuelve hacia esos recién llegados. Capto inconscientemente los disparos que se multiplican, pero solo veo a Lukka, tendido, cubierto de sangre. El ona la emprende ahora con sus dos compañeros. En medio del jaleo de la batalla, tengo la impresión de oír solo el siseo de un líquido que corre, de una herida que se vacía y de una vida que se pierde. La tierra bebe la sangre de mi hijo como hizo con la de la ballena, con la del hombre que maté quince años antes, como la de Aneki y la de Cushi. Me arrastro, aprovechando la confusión, tomo a Lukka por debajo de las axilas, con una fuerza que no sospechaba, tiro de él hacia el refugio de los árboles. Tiene una profunda herida a la altura del omoplato derecho, pero respira. Desgarro mi vestido para vendarle apresuradamente. Sí, lo confieso, en momento alguno se me ha ocurrido socorrer a John.
Entretanto, la batalla ha cambiado en favor de los yámanas, que tienen la fuerza del número. Los onas han sobrestimado su poder o subestimado la rabia de los otros, defendiendo la primera presa de una ballena desde hacía muchos años. Veo unos veinte que huyen. Los vencedores aúllan su alegría sin preocuparse por los muertos y los heridos. Allí, en medio de los cuerpos que cubren el suelo, yace John. Visiblemente el primer golpe ha sido fatal, luego ha sido pisoteado sin vergüenza. Su rostro contusionado muestra aún la expresión de la sorpresa. La muerte ha dulcificado su rostro anguloso, le ha devuelto una expresión infantil. De pronto siento ternura por este hombre que ha perseguido sus sueños sin jamás alcanzarlos. Sueño de conversión y de reinado de Dios entre los indios, sueño de una vida acomodada a la cabeza de una explotación próspera, sueño del amor de una mujer.
El discreto ruido de las cucharitas contra la porcelana contrasta con el estruendo de la tormenta que se desencadena en los cristales. El gobernador Paz se muestra apuesto, ceñido aún en el uniforme con el que ha asistido al oficio celebrado por la muerte de John.
—Usted decide, señora. Yo debiera incitarla a permanecer entre nosotros. Ha tenido usted una suerte loca y su hijo también. Ahora está viuda y no me tranquiliza saberla aislada, a más de una jornada de barco. La sangre llama a la sangre. Los onas intentarán vengarse. Si vende usted sus rebaños, la ayudaremos a establecerse aquí. Pero conoce a los indios mejor que yo y dejo que juzgue. Sé su apego por su propiedad. Si me lo pide, pondré algunos hombres a su disposición a la espera de que la situación se calme. Por lo demás, voy a iniciar la caza de los asesinos de su marido y haré la más severa justicia. Hay que enviar una señal a las tribus. Ahora deben cumplir la ley. La ley de su país, Argentina.
Desde mi llegada a Ouchouaya, él y su mujer Eugenia me han llenado de atenciones. Me alojo en la «gobernación», una especie de casa burguesa que destaca de los edificios que el viento y la lluvia han destartalado ya. Ver de nuevo ese lugar, tras todos estos años, me resulta extraño y, para decirlo todo, no muy agradable. El pastor es un anciano enfermo y Dorothy tiene el aspecto de un ratón acartonado, pero son venerados por todos como pioneros y eso los llena de suficiencia. Se las han arreglado para no tener que acogerme cuando llegamos con los niños. El reverendo casi no se ha dirigido a mí, ni me ha pedido noticias de Lukka que, lentamente, se recupera de su cuchillada. Solo Elie y William han recibido sus favores, los colma de regalos y les ha propuesto, incluso, quedarse a vivir con él, pretextando que tendrían una mejor educación y relaciones más adecuadas a la grandeza de su padre mártir. Algo que a los niños de su edad les importa un pimiento.
En la misión, la versión es que soy responsable, con mi «bastardo», de la muerte de John, obligado a intervenir en una pelea india en la que su mujer y el hijo que había tenido la generosidad de adoptar se habían metido.
El gobernador es más perspicaz, o tal vez le sea políticamente ventajoso dar una lección al pastor. No ha mordido el anzuelo de esta historia. Caritativamente, han debido de ponerle al corriente de mis antecedentes, pero es un hombre pragmático. Está ahí para desarrollar una Patagonia argentina, que proporcionará animales, lana y madera a Buenos Aires. La granja de Itulia, puesto avanzado en el oeste de la civilización, no le disgusta precisamente. La muerte no asusta a este antiguo soldado que venera el valor. Le han contado que yo había combatido físicamente para recuperar a Lukka, herido, y luego para sacar el cuerpo de John de la refriega. Me ha recibido pues con la consideración de un general por sus valerosas tropas.
«¡Bravo, Em, serás un buen soldado!», el lejano recuerdo de la voz de Greg me viene a la memoria y, con ella, la inocente ceguera de la niña. La guerra no es ese cuadro glorioso de las gacetas de mi infancia. Es el medio que te intoxica, el barro, la sangre.
—Sepa también, señora —prosigue el gobernador—, que seré muy feliz recibiendo su petición de ciudadanía argentina. Hace casi veinte años que vive usted aquí. Su afecto por este país nos honra. Unas pocas formalidades permitirán regularizar sus posesiones de Itulia.
Las ráfagas mugen, como siempre, con ese salvajismo seguido de un inexplicable respiro. La lluvia cae en un redoblar de tambor sobre las planchas. Me absorbo en su ruido, dejando en suspenso la conversación. ¿Hacerme argentina, permanecer aquí, volver a Itulia, marcharme a otra parte? De pronto me sumerge la nostalgia. Quiero regresar. Ver de nuevo Escocia. ¿Encontraré Doherty con el techo derrumbado y los muros invadidos por los abrojos? ¿Habrá todavía alguien para recordar a la huérfana o me habrán olvidado definitivamente? ¿Tengo esperanzas de reencontrar a Greg tras estos veinte años? ¿Podrán jugar mis hijos con unos primos en zuecos y hacerlos soñar en pueblos salvajes, desnudos bajo la nieve? ¿Será considerado Lukka un extraño? ¿Cuál es mi país? ¿El de mis orígenes o esta Argentina donde he construido una vida caótica? La súbita libertad que me procura la muerte de John me produce vértigo.
De nuevo un día de viento. Las olas muestran los colmillos y rompen en arco iris a lo largo de la ribera. El Alenn Gardiner es un valeroso caballito que muerde las salpicaduras, sin inmutarse bajo su desconchada pintura. Tan abierto y luminoso, casi pacificado, es el bajo paisaje hacia el este, cuanto al oeste es sombrío, cargado de nubes agarradas a altas montañas.
Muy pronto, las casas de Ouchouaya parecen juguetes abandonados. Están acurrucadas en las colinas, sus tejados verdes y azules destacan contra el dorado de la hierba y el verde oscuro de la floresta que las domina, apretadas unas contra otras para mejor defenderse. Recupero mi primera impresión de muchacha al descubrir esta Patagonia. Somos tan pequeños y este país es tan grande. El viento azota mi moño deshecho y las partículas de sal se incrustan en mi piel. Me siento regenerada. Apoyada en la batayola, rumio las preguntas que he dejado sin respuesta. Me gustaría que uno de esos deslumbramientos que a veces tenía y que me hacían identificarme con la naturaleza haga de nuevo presa en mí y me imponga la evidencia de un destino. De momento, he decidido regresar a Itulia donde el parto de las ovejas va a comenzar, y he contratado a un alto tiparraco escocés y pelirrojo, como cada vez los hay más por aquí, para que me ayude. De momento discute a popa con Joachim, dejándome, sin duda por respeto a mi viudez, a solas con mis pensamientos. Lukka, que ha recuperado su vigor, se ha apasionado primero por las maniobras de salida de la rada. Ahora está acurrucado a mi lado, mudo. Se parece tanto a su padre, la piel apenas más clara y los ojos algo menos rasgados.
—Lukka, ¿te gustaría que fuéramos a Escocia, a conocer la tierra de tus abuelos? Es también un hermoso país.
No responde, como absorbido por las costas y los árboles desgreñados por el viento. Procuro tener un tono ligero.
—He pensado que tú y tus hermanos podríais recibir allí una educación mejor que la que me empeño en daros. Hay allí muchas cosas que descubrir, grandes ciudades llenas de luces, numerosas personas a las que podrías conocer, muchachos de tu edad.
—Mamá —habla con una voz aguda que no le conocía—, ¿acaso no tengo abuelos aquí también?
Sus ojos negros se clavan en los míos.
—He oído algunas cosas en Ouchouaya —prosigue—, yo no me parezco a Elie o a William sino mucho más a un yámana. Lo advertí hace ya tiempo. ¿No es verdad, mamá? Dime, ¿era John mi padre? ¿Eres tú mi madre? ¿Quiénes son mis parientes? También he oído la palabra «bastardo» y sé lo que quiere decir este insulto.
Su voz está asustada, es suplicante, vagamente colérica. Tomo valor del rayo de sol que forma una mancha dorada y móvil entre las nubes.
—Eres hijo de un hombre y una mujer que se amaban. Nuestra unión no estaba bendecida por la Iglesia, aunque eso habría acabado por hacerse, pues Dios es misericordioso para con el verdadero amor.
—Mi padre era indio, ¿no es cierto? ¿Dónde está ahora? ¿Por qué no me has hablado nunca de él?
—Murió, poco tiempo antes de que tú vinieras al mundo. John nos recogió y te crio como a su hijo. Debes venerarlo por eso.
—¿John mató a mi padre?
Ahora hay que decírselo todo, jugarse el todo por el todo, antes de que reciba migajas del pasado de bocas malevolentes. Cuento a chorro: el joven tan diestro en la pesca, los sueños, la huida, la vida libre, el combate, la muerte. Son tan pobres las palabras. Hubiera querido, para él, la belleza de las cosas y el mundo. Me sorprendo disfrazando la verdad, para suavizar su pena, hablo de malentendidos, de situaciones que habrían acabado arreglándose, de la vida que hubiéramos tenido a medio camino de dos culturas, destrozada por la equivocación de unos marineros que se sintieron amenazados sin razón.
Sigue callando, clavando los ojos en la línea del acantilado como si buscara allí un apoyo.
—Entonces, yo habría podido ser un hombre indio. Si mi padre no hubiera muerto, ¿viviríamos como ellos? Ahora somos libres. No tenemos ya necesidad de quedarnos en Itulia, podemos marcharnos a las islas. Mi padre, el de verdad, tiene sin duda una familia. Quiero conocerla, es preciso.
—No, Lukka. No es posible ya. Hoy está la granja y tus hermanos. Y, además, creo que la vida que llevamos es mejor para ti. Piensa en qué difícil es la existencia de los yámanas.
Se vuelve de pronto hacia mí, con aire terco, y prosigue, sumido en su razonamiento.
—Tal vez para ti era difícil. Pero yo tengo sangre india. Lo noté cuando despedazábamos la ballena, hacía yo todos los gestos necesarios, como si los hubiera hecho ya mil veces. Durante la batalla, no he tenido miedo, no vacilé. Mi padre es yámana y yo soy yámana. Tú puedes quedarte con Elie y William, pero yo quiero conocerlos. Quiero marcharme a las islas.
Me imagino a su edad, enterándome de esta terrible realidad. Mi espíritu me dice que le aparte de estos proyectos, pero mi corazón los comparte. Prohibir que se reúna con su tribu va a incitarle. Mejor será dejarle partir, pues sé ya que volverá. La educación que ha recibido le hará sentir pronto nostalgia de los libros, de las herramientas y de las técnicas que hoy parece desdeñar. Lo siento estremecerse a mi lado, dispuesto a la revuelta, y cedo, para ganar tiempo también.
—Eres ambas cosas, Lukka, yámana y blanco; quiero pensar que es una suerte para ti. Ve a los canales, aprende de los tuyos lo que desees y luego volverás.
—Ya lo veremos.
Por primera vez, no es ya el niño quien me habla. El tiempo ha pasado tan deprisa. Lukka tiene casi la misma edad que su padre cuando nos encontramos. Me doy cuenta de que no sé cómo dirigirme realmente a él. He intentado protegerlo, dejar siempre para más tarde el momento de revelarle sus orígenes, como si fuera posible eludir para siempre la cuestión. Hoy lo pago. Permanecemos uno al lado del otro, comulgando ya solo en la fascinación por la ola de roda que muere y renace sin cesar. La voz alegre de Joachim rompe el silencio.
—Lukka, ven a echar una mano para la llegada. Te enseñaré cómo preparar el fondeo.
Lukka, visiblemente aliviado por la distracción, huye hacia la barra, sin decir palabra.
La vida se ha reanudado, una vez más, tan parecida y, a la vez, tan trastornada, como después de cada uno de los dramas de mi existencia. He ofrecido la gerencia del aserradero a dos familias que han venido a construir alrededor de nuestra cabaña, trayendo a seis niños que encantan a William y Elie. Empleo también a un segundo escocés, tan pequeño y encogido como el otro es alto y flaco. De nuevo doy el pego, representando mi papel de dueña de granja. Somos argentinos y se me han concedido treinta mil hectáreas de tierras y bosques. El gobernador Paz lo ha arreglado todo para mí. La antigua y pequeña campesina escocesa es ahora potencialmente rica. He hecho todo eso sin creer realmente en ello, como una huida hacia delante. Lukka no está casi nunca en casa. Siempre se ha negado a hablar del pasado. Se ha construido una piragua y desaparece semanas enteras. Los yámanas de paso me han indicado su presencia, vagando por los canales, uniéndose temporalmente a las tribus. Sé que ha pasado por Uarutoaya. Cuando está entre nosotros, permanece fuera todo el día cuidando el ganado. Por la noche, alrededor de la mesa solo hay discusiones con los escoceses sobre el cuidado del rebaño, digresiones de los dos pequeños y los crujidos de la casa atormentada por el viento. De él, ni una sola palabra y menos aún miradas. Cuando le veo coger comida y su fusil, sé que al día siguiente la canoa será solo un punto bailando en el lindero de la bahía.
Los indios son cada vez menos numerosos, cada vez están más enfermos. Ahora ni un solo grupo se libra. Incluso los más aislados han acabado contaminados por una enfermedad u otra. Un poco como yo, no parecen rebelarse, deslizándose día tras día hacia el abandono de sus tradiciones. Tres onas de los que nos habían atacado han sido apresados y colgados en Ouchouaya y el resto de su tribu ha sido confiada a los padres salesianos que han abierto algunos albergues. Joachim maldice aún:
—Esos lugares son morideros, Emily. Dicen que los recogen para educarlos. Si lo vieras, ¡es lamentable! Van harapientos, están enfermos, amontonados, yámanas, onas, alakalufes, todos mezclados. Es absurdo hacer vivir juntas estas tribus que siempre se han combatido. En cuanto pueden encontrar alcohol, las peleas son interminables. He visitado dos de estos centros, he creído morir de vergüenza. Obligan a las mujeres a tricotar y a los hombres a escarbar la tierra. Están atontados y embrutecidos. Unos años más y estos pueblos no existirán ya en la superficie de la Tierra. Mi diccionario se convertirá en un objeto de antropología.
—Pobre amigo mío, ¿y qué quieres hacer?
—Nada, sin duda. Pero ya ves, si fuera indio no me dejaría envilecer así. Me extraña que no tomen las armas para defender sus territorios.
—Cállate, estás divagando.
Joachim viene a menudo a visitarme, más de lo necesario para cargar la lana y la madera. No pasa ni una sola vez por el canal sin dar una vuelta por aquí. A menudo nos instalamos, después de la cena, en el banco de madera delante de la casa. A veces se inflama por la causa india, pero la mayor parte del tiempo charlamos, bromeamos por naderías durante horas. Siempre acaba haciéndose el silencio, es un dulce silencio, respetando cada cual el recogimiento del otro. A las primeras estrellas, nuestro común placer es desafiar el frío y seguir oyendo los crujidos del glaciar, la llamada de las lechuzas, el refunfuñar del viento en el acantilado y, por encima de todo ello, el sordo canto del océano que brota de más allá de las islas. Sin duda yo solo tendría que decir una palabra. Lo noto en su mirada, en su forzada alegría conmigo, en sus atenciones para con la granja y la familia, dignas de un padre. Pero resisto sus alusiones, estoy fatigada.
Hemos sufrido una sucesión de inviernos muy duros. Por la noche, me despierta el estallido de las ramas que se rompen bajo el frío. Por la mañana, no es raro que el hielo recubra, como antaño, el interior de las ventanas e, incluso, parte del mobiliario. Hemos tenido que intervenir varias veces para intentar liberar a los corderos de una ganga de nieve. Para calentarse, los animales se agrupan y acaban asfixiados bajo el manto nivoso. A menudo sacamos a la luz una carnicería que llena de júbilo a caracarás y cóndores.
Elisa nos ha abandonado. Se apagaba poco a poco como la llama de una lámpara. Una mañana la encontramos muerta en su cama. Echo en falta a mi pequeña yekadahby más de lo que imaginaba. Al alba, la oía hurgando en la chimenea, procurando que la familia se levantase con una buena llama, luego se adormecía esperándonos. A menudo he contemplado ese rostro ajado preguntándome cuáles eran las claves de este destino que nos lleva a envejecer en el otro extremo de la tierra, y quién recordaría un día su discreta bondad.
He reanudado mis paseos solitarios. Camino sin objetivo, contemplando la llanura helada e inmóvil, surcada solo por los vapores procedentes de los ríos. Este universo negro, gris y blanco me conmueve aún. Trepo por el acantilado, a trancas y barrancas, con la nieve reciente hasta las rodillas, imponiéndome recorridos cada vez más alejados, cada vez más altos, como pruebas iniciáticas. La pendiente es tan empinada que el paisaje no aparece poco a poco, como cuando se trepa a una colina. Me agarro a los matorrales, me arrastro a veces por el acantilado y, de pronto, he desembocado en la altiplanicie, me posee la inmensidad del cielo. Si el viento sopla del norte, se arrastran altos zarpazos de nubes resplandecientes y, a veces, rosadas por un cielo de un azul profundo. Si sopla del oeste, son pesados amontonamientos de tortas llenas de agua y tormenta. Siento ese aliento helado abrasándome los pulmones y, una vez más, me dejo atrapar por la energía que de él se desprende. Percibo los latidos de mi corazón enloquecido que repercuten hasta la yema de mis dedos y un fresco bienhechor que me invade el cerebro. No tengo ya, entonces, preguntas sin respuesta, sino solo una certeza jubilosa e inexplicable.
No son ya las marchas llenas de cólera y rencor de mis comienzos aquí. No busco ya divisar señales, he abandonado mis quimeras de ser yekamush e incluso yámana. Andar, estar atenta solo al crujido de mis pasos, al toc-toc de un pájaro carpintero, a una charca que adivino bajo las hierbas por su olor empalagoso. Todo eso focaliza mis pensamientos. Me parece que mi alma, en reposo así, lo aprovecha para cicatrizar viejas heridas.
Desde Itulia no se ve el mar, pero lo siento allí, envolviendo con su violencia ese extremo del mundo. Dirijo un pensamiento a los marinos cuyos cuerpos descansan en alguna parte, en el agua negra, más allá de las islas, sin sepultura. ¿Cuántos sueños, cuántas esperanzas de descubrimientos o riquezas les condujeron aquí? Tienen razón los indios cuando se extrañan de que vengamos a morir en estos parajes hostiles cuando nuestros países tienen climas y recursos infinitamente más ventajosos. Partir es una idea que supera su entendimiento y allí, jadeando ante la desgreñada bahía, comparto esta evidencia.
Los tres años siguientes han fluido como un respiro. Me he instalado en mi nueva rutina. Ha tardado este verano en plantar sus cuarteles, contrarrestado sin cesar por un regreso de lluvias violentas y frías, traídas por el viento del sudoeste. Por fin ha llegado la calma. Han nacido doscientos corderos. Más de los que nunca hemos tenido. Y hay ahora treinta personas trabajando en la propiedad. He hecho montar una forja y un taller de tejido y me entrego al juego de ver cómo se amontonan en las calas del Alenn Gardiner las tablas y las telas. Cuando se aleja del pequeño pontón, de él solo se distingue la mancha parda de las velas y, debajo, la blanca de los corderos apretujados en cubierta. Ouchouaya se ha desarrollado y los precios suben para nuestro beneficio.
Hace casi seis meses que no he visto a Lukka. La última vez que vino, tuvimos nuestra primera pelea de verdad. Poco a poco se había suavizado conmigo. Pasaba durante unos días, montando jaleo con sus hermanos y, a veces, estrechándome en sus poderosos brazos de hombre joven. Apoyar mi cabeza en un hombro es un lujo que no creía ya poder disfrutar. A un período de aspecto austero ha sucedido, sin que yo supiera por qué, cierta euforia. Parecía feliz viviendo en la naturaleza, me explicaba con aires de conspirador que por fin había sido iniciado como debe serlo un yámana. Le gustaba, con una pincelada de fanfarronería, deslumbrarme con su habilidad en la caza y en la pesca. Me hablaba a menudo de las mismas personas y parecía haberse tejido la familia que yo no había sabido ofrecerle. No me habría asombrado que, un día, me trajera una mujer y un hijo. Pensaba que, tras el golpe del descubrimiento de su filiación, se había poco a poco acostumbrado a ello, como un adulto acaba aceptando las realidades de la vida. Se encontraba en una fase donde, a fin de cuentas, quería saberlo todo de su padre, de nuestra breve existencia común y de su trágico fin. Me preguntaba sobre los detalles de lo que el pastor me había dicho al oponerse a nuestra boda, sobre lo que pensaba el doctor Hyades de los indios, sobre lo que había ocurrido cuando yo había vuelto encinta. Uarutoaya salía a menudo en nuestras conversaciones. ¿Cuánta gente en el barco de pesca? ¿Quién había disparado primero? ¿Había luchado Aneki? A cada una de mis respuestas, inclinaba la cabeza como quien ve confirmarse sus deducciones. Hubiera debido desconfiar de esa curiosidad mortífera, pero creía ayudarle a hacer su luto y no le ocultaba nada.
Aquel día me pareció hora ya de llevarle a superar este pasado.
—Lukka, tengo que hacerte una proposición. Stew, el contramaestre escocés, me ha anunciado su partida cuando termine la temporada. Las grandes granjas del norte tienen atractivos pecuniarios contra los que no puedo combatir. El puesto está libre y tienes edad de establecerte. Sé cómo te gusta vagabundear por los canales, en su tiempo disfruté de ello. Pero debieras reflexionar. Llegará pronto el momento en el que fundarás una familia. La vida india no te bastará, la conozco. No os protegerá del frío, del hambre y de las enfermedades. Te daré libertad para que contrates a tantos yámanas como necesites. Contigo, tendrán también una seguridad y un porvenir.
Le vi apretando de inmediato las mandíbulas, pero proseguí mi alegato como alguien que intenta sembrar una semilla.
—Confieso que sería tan feliz teniéndote de nuevo junto a mí. Y, además, he soñado tanto en encontrar una reunión posible entre estas culturas. Tú, que perteneces un poco a ambas, tendrás éxito donde yo fracasé.
—Mamá, ¿qué sabes tú de la cultura india?
Se había levantado brutalmente evitando mi mirada y contemplando a través de los cristales la bahía que resplandecía bajo el sol.
—Viviste solo unos meses de vacaciones indígenas. —Había escupido con rabia estas palabras—. Yo vivo con ellos desde hace tres años. Sí, tengo frío y a veces hambre, pero soy libre y estoy de su lado, ahora y para siempre.
—Vamos, Lukka, no vayas tan deprisa. No te pido que renuncies a corretear por el canal. El ganado necesita cuidados sobre todo en verano, nada te impedirá recuperar tu libertad de vez en cuando.
—¡No!
Había gritado y, de pronto, me había dado miedo.
—… Nunca participaré en lo que estáis haciendo de este país. Talar la foresta, correr tras los corderos, amontonar pieles y tablas, ¿es ese el porvenir que me propones? Conserva pues tus escoceses que tan bien saben contratar, como tú dices, indios por un salario de miseria que se beben en Ouchouaya. ¡Yo, nunca! Soy yámana, mi mujer y mis hijos serán yámanas y viviremos como nuestros antepasados hicieron siempre.
—Hijo mío, estás soñando y yo soñé como tú. Mira el fondo de tu corazón. Sabes muy bien que la vida salvaje está llegando a su fin, lo quieras o no. Hace veinticinco años que vivo aquí. Creo saber más que tú sobre la Patagonia y sus habitantes. He visto las tribus prefiriendo, poco a poco, nuestro modo de vida. Muchas de ellas trabajan ahora en las estancias. No se lucha contra el tiempo que pasa y la vida que cambia. Reflexiona tranquilamente y volveremos a hablar de ello.
—Todo está decidido. Estoy al lado de mi pueblo. Hay aún en las islas gente que vive libremente. He hablado mucho en el canal de lo que ha ocurrido, no solo en Uarutoaya sino en otros muchos lugares y del mismo modo. Tú misma me dijiste qué cobardes y asesinos habían sido los marineros, cómo el pastor y su pandilla nos consideraban animales. ¿Que vuelva a vivir aquí, codeándome con quienes asesinaron a mi padre? ¿Con quienes nos desprecian y nos meten en zoos? ¿Con quienes me tratan de bastardo?
—No digas eso, eres injusto. No olvides tampoco que eres blanco también. Contigo, en la granja, se abre una ocasión única de establecer un puente, de olvidar los combates, de suavizar la suerte de parte de este pueblo al que amas, de sacarlo de la miseria.
Me plantaba cara, agitado por temblores de cólera, como lo son los guerreros.
—Hay otros medios de supervivencia distintos de la granja. Algún día expulsaremos a quienes nos destruyen. La cólera ruge. Yo no soy blanco, he elegido la sangre de mi padre, mi padre que fue masacrado por haber creído en buenas palabras. Me has dicho bastante como para saber que jamás seré de los vuestros. Y si debo defender mi campamento con las armas en la mano, me sentiré orgulloso.
—No digas locuras. Te lo repito, los tiempos han cambiado y el pasado ya no regresará. Ahora Argentina es tu país y ya no se trata de tribus sino de una nación donde estaremos todos mezclados: indios y europeos. Créeme, las armas me dejaron viuda dos veces, no permitiré que mi hijo sucumba también.
—Entonces prescindiré de tu permiso. Adiós, mamá. Yo no soy argentino.
Había salido como una borrasca, le había visto echar su canoa al agua sin volverse, dejándome exangüe, ahogando un dolor sin lágrimas, como no lo había conocido desde la muerte de Aneki.
Desde entonces, a pesar de mis artimañas para hacerlos hablar, ningún indio parece tener noticias suyas, y solo puedo rezar para que su rabia se agote o una esposa sensata le haga recobrar otros puntos de vista.
Los dramas han caído sobre mí siempre con el buen tiempo, y hubiera debido desconfiar de esta mañana gloriosa.
En el alba rosada, difusos echarpes de bruma ascendían de los valles. La bahía estaba tan apacible que oí a lo lejos el petardeo del navío a vapor del gobierno, que de vez en cuando viene a visitarnos.
El oficial, embutido en su uniforme, se mordisqueaba el bigote.
—Señora, el gobernador desea verla urgentemente. Tenga la bondad de tomar algunos efectos, la reclama en Ouchouaya, sin duda por algunos días.
—¿Qué ocurre, teniente? Estamos en pleno trabajo, me es difícil ausentarme ahora.
—No estoy autorizado a decírselo, señora. Pero sin duda aprobará usted esta diligencia cuando conozca el motivo. De cualquier modo que sea, he recibido la orden de llevarla a toda prisa.
Era la autoridad dirigiéndose a la ciudadana argentina, solo quedaba obedecer y, además, yo sabía, adivinaba, que se trataba de Lukka.
El hombre que me indica ahora un asiento en el gran despacho no es ya el gobernador afable y compadecido, difusamente admirado de hace tres años. Es un militar en ejercicio. Una profunda arruga cruza su frente. Sus grandes cejas casi se unen, tan fruncidas están, sus ojos me escrutan como los de un fiscal.
—Señora, ¿sabe usted dónde está su hijo mayor?
La sangre se hiela en mis venas. Farfullo:
—Dios mío, no, gobernador. A decir verdad, no lo he visto desde hace algunos meses. Es muy aficionado a las aventuras y corre con frecuencia por la naturaleza. ¿Le ha sucedido algo?
Sé que su respuesta va a aniquilarme. Quisiera retener el tiempo, permanecer todavía unos minutos en la feliz ignorancia.
—Pues bien, mejor habría hecho vigilándolo de más cerca. Su afición por la aventura, como usted dice, le ha conducido a muy culpables extremos. No solo corre por la naturaleza sino, sobre todo, entre las tribus para levantarlas. No me andaré por las ramas. Lukka va a pasar de inmediato ante el tribunal militar que yo presido, por asesinato.
Aúllo, pero él lo espera. No se inmuta, ni siquiera el menor parpadeo. Es inhumano, bajo el pecho condecorado no late su corazón. Me produce el efecto de una máquina, un engranaje insensible, sobre el que mis súplicas, lo adivino de antemano, van a romperse.
—Vuelva a sentarse y sobrepóngase. Comprendo su angustia —dice con un aire falsamente cortés—, pero la situación es gravísima. Su hijo, todos los testigos lo confirman, se puso a la cabeza de una horda que atacó a los granjeros a quienes acabábamos de conceder la isla de Gable. Una pareja y sus dos hijos fueron asesinados. Avisados, enviamos un destacamento. Estos bandidos nos tendieron una trampa. Asesinaron al explorador indígena y a tres de mis soldados e hirieron a cuatro más. Habríamos podido terminar allí con ellos, pero yo había dado órdenes de atraparlos vivos y que actuara la justicia. Solo la ejemplaridad de la pena restablecerá la calma. Tendrá derecho, como sus ocho cómplices, a un proceso en toda regla. He nombrado a un oficial como abogado. Nuestro gobierno debe proteger a sus ciudadanos, estará usted de acuerdo, y castigar a los criminales. —Hace una leve pausa y finge suavizarse—. Lo lamento mucho, señora, decididamente los indios le habrán ocasionado muy grandes tormentos.
El «proceso» se celebra dentro de tres días. Solo tengo derecho a ver a Lukka una vez, en la penumbra rayada por los barrotes. Un cuerpo tendido, marcado todavía por los golpes, un rostro hosco y dos ojos negros que no parpadean, como los del gobernador; eso es todo lo que queda de mi hijo.
—El granjero disparó primero. Esa tierra no era suya. Era de noche. Luego los militares atacaron el campamento. Despanzurraron a hombres sin armas. Nos defendimos. Si tengo sangre en las manos, es la de los asaltantes. No tengo miedo de ellos. Pueden colgarme, otros llegarán para arrojarlos al mar.
—Lukka…
No se levanta, ni siquiera intenta tomar la mano que le tiendo. El muro invisible entre ambos es más palpable que las rejas que nos separan. El silencio solo es roto por el viento que ronca entre los barrotes. No levanta la cabeza. Su voz se hace lenta y grave. Ha construido su razonamiento, lo ha afilado, pulido, aunque sea irrisorio y quimérico, tiene que agarrarse a él para justificar ese estropicio. Y yo nada vi venir de ese arrebato, cuando habría estado en condiciones de apartarle de él antes de cometer lo irreparable.
—Mamá, tú eres la única, con Joachim, por la que siento compasión. Todo lo que me contaste me ha abierto los ojos. No hay lugar para la paz entre nosotros y los blancos. Tú lo soñaste pero ya has visto cómo su odio y su desprecio arruinaron esas esperanzas. Ahora es cuestión de vida o muerte. Os expulsamos o desaparecemos. Hoy es solo el comienzo del combate. Muchos yámanas tienen miedo aún, pero son valientes. La injusticia que se prepara va a despertarlos. Conocemos este país mejor que vosotros. No tendréis reposo y, si conseguimos establecer alianzas con los onas y los alakalufes, tendréis entonces que subir de nuevo a vuestros barcos. Los tiempos que se anuncian serán sombríos. Sí, se derramará la sangre. Prométeme que abandonarás la Patagonia, llévate a Elie y William a Escocia. Vuelve a tus ancestros y yo regreso a los míos.
¿Qué más decir de un hombre que solo ve la muerte como porvenir y que se encuentra aún en las exaltaciones de la juventud? Me arrojé a los pies del gobernador, incluso pedí socorro a la misión, en nombre de la caridad, de la justicia, del perdón. Me apartaron como a una sarnosa. Tengo el cuerpo roto, el alma rota. Ese hijo de la desgracia acaba en la desgracia. No tengo recursos ya. Maldigo, yo, la antigua insurrecta, ese espíritu de guerra. Desde hace veinticinco años me he engañado, incapaz de comprender, muerte tras muerte, que esta tierra era solo la del desgarro. Demasiadas riquezas, demasiadas avaricias, un muro que es imposible derribar entre los pueblos del agua y la foresta y el del acero.
«Que la gloria del Señor brille hasta en esos rincones olvidados del mundo y lleve hasta Él a los pueblos de la Tierra», decía el pastor. Pues bien, sí, los ha llevado en forma de cadáveres, pues no hay otra alternativa. Estoy acurrucada sobre las mismas rocas donde un día el dulce Aneki había soltado: «¡Qué hermoso es mi país!». El paisaje de hoy le daría la razón. Más allá de los detritus que mancillan ahora la playa, el canal es más espléndido que el día en que lo descubrí. Hace viento y el mar es de un verde lechoso, rasgado por los rompientes. Las nubes pasan tan rápidas sobre las montañas que produce vértigo mirarlas, pesadas masas llenas de los olores del Pacífico. Boquetes de luz incendian esporádicamente los islotes, como fulgores de faro. El viento gime, aúlla, ruge, dobla hasta el suelo los árboles. Pero estos resisten, dejándose inclinar por la tormenta, levantando de nuevo la cabeza a cada calma, agarrados con todas sus raíces. Los albatros han tomado posesión del cielo y se alegran de las ráfagas que les mandan danzando hacia mar abierto.
Una pequeña mancha parda ha aparecido en la esquina de la bahía, una cagada de mosca penando en el horizonte. Diríase que las olas van a tragárselo, a aplastarlo, pero reaparece cada vez, chorreando espuma. El Alenn Gardiner lucha por su vida. Permanezco petrificada, sincronizando mi respiración con las esporádicas apariciones del pequeño navío. ¿Por qué no ha esperado prudentemente fondeado que acabe la tormenta? Creo que adivino la razón de su prisa.
—Carajo, he creído que las cuadernas iban a encallar, tanto nos han sacudido hacia Remolino. ¡Buen barco, todavía tiene agallas!
A la luz de la lámpara de petróleo, Joachim ha recuperado el aire malicioso de su juventud. Su pelo es ya solo una bola de crin y su rostro una placa de sal. Con sus agrietadas manos, rompe metódicamente el pan y sirve en primer lugar a su tripulación, compuesta por tres jóvenes yámanas.
—Pero somos una buena pandilla. No erramos ni un cambio de amura. Debo decir que estábamos motivados, de lo contrario nos hubiéramos dirigido directamente a los guijarros.
Les dirige un guiño y ellos le imitan, al estilo yámana. Me cuesta contener mi impaciencia, pero sé que es preciso darles este momento de júbilo puesto que han arriesgado su vida para encontrarme. Cuando he visto la goleta anclando muy cerca de tierra y echar el esquife al agua, yo estaba ya dispuesta a embarcar. Joachim solo me ha estrechado con fuerza en sus brazos.
—Ya sé. Los indios me avisaron en Puerto-Toro cuando estábamos cargando agua. No se lo permitiremos.
El viento gime aún y el casco es sacudido por los tirones de la cadena del ancla. La camareta, en comparación, es un remanso de paz bajo la lámpara que humea.
—He comprendido bien lo que me has dicho. No hay que esperar clemencia del tribunal. La venganza y el miedo los guían. Si no aplastan de raíz la rebelión, les va a costar años y lo saben. Paz quiere conservar su puesto. Hay pormenores contantes y sonantes que valen ampliamente la vida de algunos indios.
Joachim habla lentamente, como si fuera madurando su plan. Pero con tanta calma que tengo la impresión de que está contándome una historia ya vivida.
—Me extrañaría que alguno de los guardias se resistiese a una buena suma. Conozco a estos tipos. Pobres diablos, campesinos que nunca pidieron venir aquí. Se alistan para no morirse de hambre. Un pequeño peculio, lo necesario para volver al norte y comprar una estancia donde dejar pasar días tranquilos, los tentará endiabladamente. El tiempo se calmará un poco esta noche y la danza se reanudará mañana al anochecer. Conozco esa música. Es perfecto. Tiempo justo para que hagas una ida y vuelta a Itulia, con la tripulación, y vuelvas con los muchachos y todo el dinero de tu calcetín. Yo permaneceré en tierra y me encargaré de ser convincente para que la puerta de la jaula esté abierta la próxima noche.
Suelta la carcajada.
—¿Por qué juego al conspirador siempre por tu causa?
Su mirada se demora y evalúa la camareta con una mirada circular.
—Bah, estaremos un poco apretados. Conozco un buen rinconcito, en las Falkland, para cazar y aprovisionarnos de agua. Luego, con los vientos del oeste, nos quedan tres o cuatro semanas, directamente hacia África del Sur. Siempre he soñado en este país. Dices que son nueve los de la cárcel. Más nosotros cuatro, Elie y William. A fe mía, entre todos no tardaremos mucho en plantar cuatro paredes y un corral allí.
Ignoro si debo reír o llorar, apoyar la cabeza en su hombro, aquí, ante esos hombres, como no hago desde hace tanto tiempo, desde los tiempos de Aneki, descargar por fin mi miedo y mi pena, la que nunca me ha abandonado desde la jornada de Uarutoaya.