Subo lentamente la colina de Ouchouaya, sostenida por dos marinos. Como de costumbre, cuando un navío arriba, la pequeña comunidad se agrupa al pie del pontón, pero hoy no hay grito de bienvenida ni sonrisas. Dorothy, Joachim, Harry y todos los demás están inmóviles y mudos. Soy consciente de que parezco atontada, flaca y harapienta. Mi gran vientre sobresale como un desafío. Durante los dos días de nuestro viaje para llegar a la colonia, no he abierto la boca. El capitán ha venido a verme con frecuencia, intentando ofrecerme comida. Por sus palabras, he comprendido que no estaba al corriente de mis aventuras. Piensa que he sido raptada por los «salvajes», que me habrían apresado y violado.

—Es la primera vez que vengo por aquí. Me lo habían avisado… Malditos salvajes, ¡que Dios los condene! Pobre señora, todo se ha arreglado ahora. Algunos colegas me han dicho que un pastor tenía una colonia en el canal de Beagle, estará segura allí. ¿Cómo ha podido sucederle todo eso? ¿Iba usted en un barco? ¿Naufragó? Esta sucia raza le puso la mano encima en vez de socorrerla. No me extrañaría de esta pandilla de viciosos. Nos han atacado por la espalda, en cuanto hemos intentado inspeccionar sus madrigueras. Tenían un fusil. Vaya a saber a quién han degollado para procurárselo. Vamos, la estoy cansando con mi cháchara, intente comer un poco, está tan flaca que da miedo.

No hago movimiento alguno, postrada en la yacija húmeda. Ni siquiera deseo abrir los ojos para encontrar su compasiva o chocarrera mirada, y sobre todo no quiero darle explicación alguna, tan provisto de certidumbres está.

No, no quiero nada ya, ni moverme, ni hablar, ni abrir los ojos al sol o sentir el viento en mi piel. Me dejaré hundir como los ahogados que aceptan por fin dejar de debatirse y abren la boca al agua helada. Todos están muertos, tengo solo a mi alrededor la desolación de los cadáveres y una atroz soledad. Quiero reunirme con ellos en el olvido. La vida en mi vientre se me ha hecho insoportable. La madera del casco rechina contra mi oreja. La lámpara danza en su cardán. No sé ya si duermo o velo. Solo quisiera que todo se detuviese.

Por orden del pastor, me llevan hacia la casa de Samuel y Elisa. Esta, con el delantal siempre de través y los ojos enrojecidos, desnuda la muñeca de trapo que soy, sus manos rugosas se demoran en mi vientre.

—Pobre pequeña, pobrecilla. Y veo que el niño llegará pronto. ¡Ah, el pobre, pobre pequeñuelo!

Soliloquia frotándome con una toalla seca, me pone un camisón, me tiende en uno de esos colchones que recibían, en otro tiempo, a sus protegidos, me mete a la fuerza caldo entre los labios. En poco tiempo, heme aquí de nuevo en manos de una anciana, pero esta vez no tengo ya el valor de luchar por mi vida, no tengo ya felicidad que defender. El niño no tendrá porvenir. Elisa se vuelve y huronea en la estancia. Con los ojos cerrados, la oigo trastear con las cacerolas y detenerse para suspirar. Finalmente, se sienta en el borde del jergón y apoya mi cabeza en su regazo. Su olor seguro me invade, sus marchitas manos me acarician el rostro.

—También yo quise morir un día. Solo tenía ya vergüenza y desesperación, solo noche en mi cabeza, como la siento en la tuya. Y luego Samuel me tendió la mano. No quería agarrarla, no me creía digna de ello. Pero Dios me iluminó, Él debe decidir nuestro tiempo aquí abajo. Querer decidirlo nosotros mismos es pecar por orgullo.

Hace más fuerte su abrazo, sus manos se crispan y siento dos lágrimas que se aplastan y enfrían en mi brazo.

—Dios del cielo, no he vuelto a hablar de ello desde todos estos años, pero no he olvidado nada. ¿Sabes lo más difícil? Fue aceptar el amor de Samuel, decidirme a sonreír de nuevo, a que me parecieran hermosas las flores de los campos que me ofrecían, a sentir el placer del sol del verano, el frescor del arroyo, el olor del fuego en la chimenea. Yo cultivaba mi desgracia, me envolvía en mi soledad. Ya ves, al hacerlo daba la razón a quienes me habían forzado.

La sacuden ahora los sollozos y sorbe ruidosamente. Quisiera huir de ella, su solicitud me importuna. Sé que ha sufrido, pero eso no puede compararse con el asesinato de Aneki ante mis ojos, con mi vida rota por este horror. El sol, el arroyo, el fuego, nada de todo eso contará ya nunca, incluso sería una obscenidad complacerme de nuevo con ello. Soy cuerpo y alma en abandono, a pesar de las pequeñas patadas que me agitan el vientre. Elisa prosigue su monólogo pero ya no la escucho.

No llevo ya la cuenta de los días y las noches. Apenas me levanto para las necesidades ordinarias y para tragar una sopa. Nadie viene a verme, ni siquiera el pastor, como si ya no existiese, como si hubiera pasado ya del lado de las sombras. Cuanto más rápido vaya, mejor será. La muerte me sigue: mi padre, mi madre, el ona, Cushi, Aneki… Sueño en extinguirme dando la vida a mi vez y redimir así mi falta original.

Cierta noche, llega el parto. Las sombras de las mujeres que se atarean se proyectan como formas diabólicas a la luz del fuego y de las lámparas que han acercado. Flota un olor asqueroso de lienzo hervido. El dolor llega a ráfagas, sube a lo largo de mi espalda, me quita el aliento. ¿Es eso morir? ¿Ese incendio que impide pensar? Cada desgarrón me acerca a la madre agonizante de Doherty, al hombre herido en la playa. Sus rostros pálidos y serenos se inclinan sobre mí. ¡Esperadme, ya voy!

No sé ya si pasan minutos u horas. Las viejas mascullan, suspiran y me suplican. Sus manos se apoyan sobre mi vientre sin vergüenza. A veces, un paño fresco va y viene por mi frente. Las crispaciones son cada vez más violentas, mi fin se acerca. Sé que aúllo pero no me oigo y un paquete mojado se desliza entre mis piernas. Sigue un largo y doloroso respiro.

Sigo ahí, en esta casona, en lo más hondo de la Patagonia, viva. Más aún, acabo de dar la vida. Elisa y Sarah han abandonado mi cabecera, las oigo exclamar y chismorrear como si estuvieran en el mercado.

—Más de tres kilos, ¿no?

—Seguro. Normal, es un chico.

—Vamos, tiene buen aspecto, no era evidente teniendo en cuenta de donde viene.

Se ríen y tengo la sensación de no ser más que una vaca tras haber parido, con el cuerpo magullado, manchado, pero que no vale ya atención alguna. Finalmente, Elisa se acuerda de mí y me acaricia el pelo.

—Tienes un hermoso muchacho. Será como mi nieto.

Por un instante sus ojos se llenan de lágrimas, que seca con un movimiento del paño, y empieza a palpar mis dolorosos pechos.

—Bueno, creo que lo de la leche funcionará. Espera, ahora te dejaremos limpia y te lo daré.

El bebé ya está vendado, solo deja ver un rostro enrojecido y arrugado. Dos ojos negros, como almendras, algo rasgados y extrañamente abiertos de par en par, me miran. El niño no llora, no grita, me mira. Las lágrimas me inundan al instante, por primera vez desde hace largos meses. No es ya mi derrota y mi sufrimiento lo que estoy viendo, sino al hijo de Aneki. Años de rebeldía en Grenook o en Ouchouaya, meses de vagabundeo y de libertad en las islas, tantos seres queridos perdidos se concentran en esas calmas pupilas. De pronto, sé que tendré que estar a la altura. Debo dejar de compadecerme, tragarme los lutos y las penas. La imagen de la zorra de Itulia se me impone. Tomo con la mayor delicadeza que puedo el cuerpecito y froto mi nariz y mi frente contra las suyas. Fuera, una plancha golpea al viento, el día se infiltra con dificultad bajo las nubes.

He visto por la ventana al pastor que se acerca pesadamente. Entra sin llamar y Elisa desaparece de inmediato en el desván. Sin dirigir una mirada a la cuna, se sienta con la espalda recta. Va vestido de domingo, como cuando íbamos al templo. Le encuentro envejecido. Bajo el bronceado aparecen manchas rojizas, las venas de sus manos sobresalen y se retuercen como serpientes malvas. Sus ojos están levemente inyectados. Hay en su voz fatigada lentitud.

—He rezado mucho para que el Señor la ilumine y la lleve de nuevo a Él. He reflexionado mucho también y he aquí mis decisiones. Exijo se someta a ellas. Es lo menos que puede hacer para redimir sus faltas. Estaba decidido a enviarla a Inglaterra y dejar al niño en un orfelinato.

Una oleada de angustia me sofoca pero, antes de que yo diga nada, prosigue en un tono seco:

—Silencio. Esta solución tenía el inconveniente de airear el escándalo y podía acabar con los subsidios de los que vivimos. ¡Imagine a nuestros bienhechores sabiendo que nos revolcamos en la desvergüenza gracias a sus donaciones! Tampoco quiero soportar los gastos de su pasaje hasta allí. El Señor ha iluminado a John y he aceptado su caritativa proposición. Se casará con él este fin de semana y partirá a establecerse, con él, en Itulia. La casa es habitable. No falta trabajo. Tendrá usted prohibido abandonar el lugar sin mi expresa autorización y se someterá a él en todo. Le está prohibido intentar ponerse en contacto con miembros de la tribu de… —vacila—, del indígena que es el padre. John se encargará de expulsarlos si se presentan. Su vida de plegaria y sumisión no redimirá la enormidad de su falta, pero al menos no será un peso para nuestra comunidad. Eso es todo.

Por una vez, no me ha mirado a la cara. Se levanta, se dirige a la puerta y suelta de paso:

—En su gran bondad, John acepta que conserve usted al niño. Encuéntrele un nombre cristiano, ya puestos a ello lo bautizaremos.

Suena un portazo en el silencio, una bandada de patos pasa gritando. Heme aquí, pues, casada, no es ya tiempo de rebeldía, estoy sola con un bebé. Si rezongo, me lo arrebatarán. Me pregunto sobre John. Vuelve a mi memoria la discusión con el pastor, cuando le dije que quería casarme con Aneki. Espontáneamente, había mencionado a John. ¿Una casualidad?

Sin amor, este sacramento es una farsa. Sin embargo, esa mañana, prometo ante Dios someterme a este hombre, y la promesa me obliga. Pocas ceremonias han debido de ser más lúgubres. Hace un frío hiriente en el templo. Una luz macilenta atraviesa a duras penas los cristales. Pero solo han destinado una vela para las lecturas. Los rostros son tristes. La reprobación, el desprecio, la compasión en el mejor de los casos, se leen en esas miradas que me evitan y se clavan en el pastor. Tengo la sensación de ser transparente, incluso cuando avanzo sola hacia el altar, con un vestido verde oscuro, reformado, que me da el aspecto de una penitente más que de una novia. Unos pasos resuenan en la estancia casi vacía, acompañados por un fuerte olor a agua de Colonia, una voz casi ahogada repite a mi lado las fórmulas sagradas. He pedido que bautizaran a mi hijo como Lucas. No he confesado a nadie que el padre de Aneki se llamaba Lukka.

Mi última noche en Ouchouaya es tranquila y algodonosa, envuelta en las brumas que se arrastran hasta la playa. La humedad se condensa de inmediato en pequeñas perlas sobre mi ropa. Sigo meditando, como agotada por esta sucesión de acontecimientos a cual más improbable. En muy poco tiempo, la Patagonia me habrá dado un amor, un período de vida salvaje, un hijo y un esposo. ¡Qué ingenua era la muchacha de Grenook cuando se veía dispensando caridad, rodeada de buenos salvajes! Este nuevo país, estos nuevos pueblos han despertado en mí una nueva vida. No sé dónde va a llevarme, siento que vivo al día, como Aneki me enseñó a hacer en plena naturaleza.

Antes de entrar, me he sorprendido murmurando en la oscuridad, he pedido a Watoineiwa que elija a Asapakaila como espíritu custodio del niño, pues simboliza el cielo y el Sur. Quisiera que le comunicaran su indomable inmensidad, la que me hace vibrar con esta felicidad postrera. ¿Lo hago por real creencia o por superstición? No importa, lo he hecho.

El Alenn Gardiner se empecina contra la brisa del oeste, pero la tripulación tiene ahora ese dominio que da la experiencia. Se siente cómo adivinan lo que el barco espera, demasiado trapo aquí, demasiado ceñido allá. Maniobran sin hablar, sin ni siquiera mirarse tan seguros están de que los demás efectúan los gestos complementarios. A cada lado del canal, juegan a rozar el acantilado que conocen de memoria, con sus zonas sanas y sus traidores bajos fondos. El tiempo es bueno de nuevo y el viento arrastra el olor de la foresta y del sotobosque. Al abrigo de la cabina, en mis brazos, Lukka se ha dormido pero yo sigo murmurándole una de las melodías que Cushi me enseñó. Este canto es hoy el único regalo que puedo hacer a mi hijo mestizo. Despierta en mí esas sensaciones casi sobrenaturales de connivencia con la naturaleza, esa impresión de ser la ola y de estallar contra la borda, de ser la rama y doblarme bajo la brisa. Cierro los ojos y me absorbo en la danza de puntos oscuros que bailan bajo mis párpados. La embarcación sigue su ruta hacia Itulia y acabo adormeciéndome soñando que soy la zorra.

—¡Emily!

La voz es ronca y el tono casi suplicante. Desde nuestra boda de ayer, no nos hemos hablado. El pastor exigió que yo fuera a dormir a casa de Elisa y Samuel y prohibió que me despidiera de nadie. Cuando llegué a la embarcación, mi baúl estaba ya a bordo y nadie me esperaba en el muelle. John me condujo hacia la cabina y se absorbió en cubierta. Al llegar, todo el mundo se ha apresurado a descargar los escasos muebles, las herramientas y los víveres, luego el Alenn Gardiner fue a fondear para aparejar de nuevo al alba. Bajo el sobradillo de la casa, hay un banco, de cara al sur, mirando al canal. Las crestas de los Siete-Hermanos prolongan su sombra hacia la foresta, la bahía está animada solo por el chapaleteo de una bandada de patos vapor. Me invade la sensación de estar de vuelta en casa.

John se sienta. Ni demasiado cerca ni demasiado lejos.

—¡Compréndame! —resopla con demasiada fuerza—. Desde el comienzo, desde que llegó usted a Ouchouaya, yo… en fin… me turba usted, Emily. Dios no ha querido que el hombre viva solo. Tomé conciencia de ello cuando usted se marchó. Creo que, antes de su partida, su mera presencia y mis quimeras bastaban para hacerme feliz. Sepa que le he perdonado todo. Usted es hoy la señora de John Doodle, acepto a su hijo y nadie le faltará al respeto. Si usted lo desea, Emily, arraigaremos aquí. La tierra es buena para el ganado, hay madera y agua suficientes para hacer girar un molino y un aserradero. Apoyados el uno en el otro, daremos testimonio del Señor haciendo fructificar este país.

Su voz se afirma a medida que se aleja de los temas sensibles para él. Dentro de un minuto, me hablará de máquinas de vapor. Estallo justo antes.

—¡Jamás, no lo olvidaré jamás! No le he elegido, John, lo sabe. Se ha casado usted con una viuda. Le estoy agradecida por haberme tendido la mano. Me he comprometido ante Dios y no le traicionaré. No pida más. Este país es el de los yámanas, de los onas y de los alakalufes, de quienes cayeron en la playa de Uarutoaya. ¿No lo comprende? ¡No son más salvajes que nosotros!

John se agita sin atreverse a acercarse y adopta el tono del que habla con una enferma.

—Tranquilícese, Emily, el tiempo apaciguará su dolor y rezaré por usted. Entremos ahora, las noches son frescas.

La puerta rechina. La luz se apaga en una niebla rosada. Emergen las estrellas, parpadeando primero a través de la bruma, luego cada vez más brillantes a medida que ascienden por el horizonte. Justo en el eje de la bahía, la Cruz del Sur brilla por encima de las montañas. John tiene razón, una corriente de aire desciende ahora del glaciar y el frío me sube por las piernas. Por un instante imagino que voy a dormir en una choza de ramas. ¡Quimeras!

No es ya el momento de construirla y, ahora, nadie me calentará en ella. Entro procurando no hacer rechinar la puerta.

A través de la tela, unas manos se excitan y me palpan. John me ha pedido que me pusiera el camisón de casada, que Dorothy me confeccionó a toda prisa, una especie de saco que solo deja sobresalir mis pies, mis manos y mi rostro, con una hendidura a la altura del sexo. Ven en ello un signo de castidad, reservando la unión carnal para la procreación. Pero yo veo en su furia el alivio de una excesiva espera y la frustración por no poder tocarme realmente. Por lo demás, ¿soy yo real? La envoltura de tejido me aísla. Esta muñeca blanda, a quien solo se atribuye ya un carácter utilitario, es la que sufre sus asaltos. Mi verdadero cuerpo, mi piel, su olor y su sabor se han quedado en la choza de ramas, y el hombre que penetra en mí murmurando agradecimientos me es indiferente. No siento ninguna proximidad con él.

El yámana es un pueblo del tacto. Se estrechan, se abrazan, se espulgan, combaten piel contra piel, cuerpo contra cuerpo. ¿Cómo podría olvidar que es posible dormir unos contra otros, rozarse las manos al compartir la carne, frotarse de placer o revolcarse juntos de rabia, sin sentirse turbados y avergonzados? Mientras él hipa de deseo, me dirijo a la piedra tibia donde Aneki y yo, acurrucados sin pudor, mezclábamos cháchara y caricias. Y sé que este mundo ya no existe.