Unos brazos me llevan, unos brazos me frotan, flota un olor a hierbas secas. Llegan a mi cerebro algunas sensaciones pero no tiene lógica. Un interminable canto se insinúa en mi cabeza que, en mi delirio, asocio a un color. Verde, rojo, blanco, amarillo, las notas se alternan, se enlazan y se funden. La melodía se hace como un paisaje, los gritos crean sombras o luces. El ataque del sonido, el impulso desde el fondo de la garganta, el trémolo, la disonancia, suenan como llamadas, órdenes, imprecaciones. Una boca se posa en mi vientre y mi pecho, los chupa largo rato, corre la baba, se infiltra a través de mi piel, me quema. La siento en mi carne, en mis huesos, provocando un terrible combate. Aúllo, y la boca vuelve a su trabajo. Todo es blanco a mi alrededor. Me percibo como un esbozo de difusos contornos. El olor es empalagoso ahora, es el de la sangre vieja y el agua estancada.
Estoy tendida. Detrás de mis párpados cerrados veo un gran fuego. Su calor me cuece el lado derecho. Unos hormigueos corren por todo mi cuerpo, mil pinchazos dibujan cada pliegue de mis miembros. Un poco de agua fresca corre entre mis labios, apaga el incendio, el canto sigue allí, se ha hecho imperceptible. Me duermo.
Abro de nuevo los ojos, una piel morena y ajada como una corteza tapa mi campo visual. Emite unos gruñidos, lentos unas veces, casi dulces, otras agudos como para perforarte los oídos. El canto parece girar con el humo de la choza en angustiantes volutas. De pronto, brinca como para capturar algo sobre el cuerpo extendido, luego se encoge de nuevo. Unos ojos blancos no se apartan de mi vientre. Es Cushi, la abuela de Aneki.
Cushi se detiene de pronto, vuelve su rostro hacia el mío y su boca desdentada se abate en una sonrisa.
—¡Aquí estás, hija mía! El yekamush de los onas te ha soltado por fin. He combatido contra él durante días y noches. Pero la vieja Cushi tiene su poder aún.
Ríe sarcástica, su aspecto contradice sus palabras. Tiene el aire huraño. Algo de espuma seca en la comisura de sus labios, una cinta de un blanco sucio sujeta sus cabellos que se han hecho escasos, su rostro está cruzado por una ancha raya blanca flanqueada por otras dos, rojas y más finas. Pero el sudor o las lágrimas han hecho chorrear la pintura hasta su cuello. Quisiera besar esta cabeza de espantajo. Sé que me ha salvado la vida. Lo recuerdo todo de esa huida, mis manos se posan en mi vientre y la sólida patada que responde me atraganta de alivio.
—¡Oh, sí, el pequeño está ahí! Ha luchado contigo, no quería partir antes de haber llegado.
Brota la luz cuando la piel de la puerta se levanta y Aneki ocupa todo el espacio. Toma mi rostro, frente contra frente, nariz contra nariz, como de costumbre. Siento los sollozos que agitan sus hombros. Es la primera vez que le veo llorar. Fuera, los perros, algunas voces, los golpes secos de una piedra contra una madera, la vida que rumorea.
El lugar se llama Uarutoaya, muy cerca del lugar donde los franceses habían levantado su campamento, y numerosas tablas, cajas de hierro y sacos demuestran que nada se ha perdido después de su partida. La aldea comprende seis chozas en buen estado y una docena abandonadas. Estamos en la linde de la foresta. Hacia el sur, el mar es de un gris pizarra y las islas Wollaston extienden al débil sol sus calvas cimas y su vello de hierbas de un amarillo pálido. Bandadas de albatros se atarean, se elevan y se zambullen en una masa móvil y compacta. Algunas piraguas dan vueltas en los remolinos de las algas. He querido arrastrarme hasta fuera para respirar el aire helado. Todos se acercan, me toman de las manos, me acarician el pelo, me traen mejillones y grasa gris que yo masco como una golosina. Las mujeres acuclilladas en círculo hablan y hablan de nuestra llegada, hace seis días, cuando todos me creyeron muerta y de Cushi, que no ha dormido durante todo este tiempo, cantando para expulsar el espíritu del ona. Se bambolean, imitando los ojos en blanco de la vieja, sueltan la carcajada y los niños, indiferentes, se persiguen riendo. Recupero esos cuerpos desnudos, solo su taparrabos y una piel de nutria en los hombros para protegerles en pleno invierno, esas jetas redondas, esos pechos marchitos, esas largas piernas, esas pieles oliváceas a menudo surcadas por cicatrices. Este pueblo que es, ahora, el mío.
Durante quince días sigo débil, tosiendo a diestro y siniestro, vacía de mi fuerza. Tengo derecho a un tratamiento de favor, duermo tanto como quiero y en mi sueño siento la presencia de Cushi como un escudo contra las pesadillas. Continuamente pasa una mujer para depositar marisco o pescado en las calientes piedras del hogar. Cuando hace buen tiempo salgo y me obligo a caminar de un lado a otro por la playa. Al comienzo, cada paso me hace sudar. Pachaoelikipa y Chakaluchulupipa, que viven en mi choza, se han improvisado enfermeras. Me sostienen, me meten la comida en la boca, me obligan a hablar y a salir de mi letargia. Me entero por ellas de que el pastor me hizo buscar mucho tiempo. Durante todo el verano, el Aleen Gardiner ha recorrido las islas, prometiendo una recompensa a los indios que le dieran noticias mías y el infierno a quienes nos ocultaran. Varios yámanas, tentados por esas promesas, iniciaron la caza y solo debemos nuestra seguridad al hecho de que estábamos en territorio alakalufe, una débil protección pues las noticias acaban circulando siempre. Lo que extraña a las mujeres es que partiéramos solos.
—No es bueno vivir lejos de nosotros, eso arrebata un cazador al clan. Aneki es un buen cazador, a nosotros nos es útil también.
—Además, ya ves, nos necesitas. Sin nosotros estarías muerta.
Sé que tienen razón, pero echo en falta a menudo los meses felices y solitarios, aquella libertad de nuestra vida del estío. Aquí, cada choza forma una familia de complejo parentesco que tiene una suerte de independencia. Bajo nuestro techo de ramas viven Pacha, Chaka, sus maridos y sus cinco hijos, Cushi, Aneki y yo. La seguridad del grupo se paga en promiscuidad. Por la noche, apretados unos contra otros en nuestro lecho de hierbas, en la humedad y el empalagoso olor de los cuerpos dormidos, sueño a veces en mi cama fresca de Ouchouaya. Siento una terrible turbación al oír los retozos de mis vecinos y pongo por excusa mi enfermedad y mi preñez para frenar a Aneki en sus impulsos. En cualquier momento los hombres pueden decidir que levantemos el campo para buscar mejores terrenos de pesca. De un día al otro, una familia se instala o se marcha. Es el reino de lo no permanente. Los grupos van y vienen y no se apegan a nada. Los únicos bienes personales son los que puede contener la piragua: sus cestos, su material de pesca y de caza y algunas pieles. Esos objetos pueden provocar un orgullo o una envidia enfermizos. Como si nada, se exponen y se reciben los cumplidos con aire de falsa modestia. Tanto es solidario el grupo para compartir una caza común y ofrecer alimento a quienes no lo tienen, cuanto el robo, la mentira, las disensiones son frecuentes. Las disputas a gritos estallan por cualquier cosa dejada sin vigilancia y que ha sido acaparada. Ni justicia, ni policía, ni siquiera jefe para resolver las diferencias, se insultan, gesticulan, se finge el combate, pero la conciencia de la debilidad común impide llegar a las manos. Entonces, se finge ceder restituyendo el objeto con un:
—Toma, te lo doy, soy tu amigo y quiero complacerte.
Y el honor está a salvo. Pues nada hay peor que ser tratado de ladrón o de mentiroso. Me cuesta defender mi ropa. Chaka se ha pavoneado, varias veces, con una de mis camisas alrededor del cuello y he tenido que fingirme enferma para que acepte «devolvérmelas». Hasta el punto de que ahora vivo con casi todas mis prendas encima y por la noche duermo sobre ellas. Aneki se marcha a menudo en compañía de algunos hombres, a cazar la foca y la otaria con los perros. Voy de una choza a otra, a preguntar por un niño, mordisquear marisco. No soy ya la blanca que viene a hacer caridad, soy como ellas. Juntas, hablamos de nuestros hombres, de los progresos de los bebés, del temor a la hambruna y los accidentes. Sienten mucha curiosidad por mi antiguo modo de vivir. A veces, tengo la impresión de haber regresado a las preguntas de Dorothy sobre las alfombras y la vajilla de Grenook. Otras, me cuesta responder.
—¿Por qué habéis venido aquí, en vuestros grandes barcos?
—Para descubrir riquezas y países nuevos, cazar focas, ballenas o guanacos, cortar árboles en las forestas para hacer tablas, casas y muebles.
—¿Por qué? ¿No hay forestas en vuestro país, no hay peces en el mar o animales para comer o frutos en verano? ¿Tiene hambre tu pueblo?
—Algunos tienen hambre, a veces, cuando las plantas que cultivamos o los animales que criamos mueren de frío o de sequía. Pero otros tienen para comer mucho más que vosotros y guardan el alimento en sacos, en sus casas de piedra como las de Ouchouaya.
—Te estás burlando de mí. ¿Cómo pueden unos tener hambre cuando otros tienen comida en sus casas de piedra?
—Bueno, algunos han trabajado más y tienen más cosas en sus casas, o quizá sus padres les han dado tierra al morir y esas tierras producen más.
—Pero la tierra no se da. Está ahí para el recolector y el cazador.
—No, entre nosotros no. Si, por ejemplo, yo poseo esta foresta o esta isla tú tendrás que darme algo para ir a cazar o a pescar.
—Entonces, aquí, vais listos porque nadie da nada para cazar o pescar.
—De momento, no. Pero quién sabe, eso podría cambiar algún día.
Pacha suelta la carcajada y se palmea los muslos. No cree ni una sola palabra.
He recuperado el placer de remar con Aneki. Degusto las largas horas al fondo de las radas, una pareja de pesados gansos caiquén turbados, el viento que riza el agua al volver un cabo. La naturaleza me apacigua de nuevo.
El fusil ha provocado mucha conmoción. Todos los hombres han querido probarlo, lanzando grandes aullidos cada vez que un pájaro caía muerto, pues son endemoniadamente diestros. El tema apareció de nuevo con ocasión de una comida en la que nos habíamos reunido todos. Pacha ha contado la historia de la tierra de los blancos donde hay que dar algo para ir a cazar. La conversación ha arrancado con vehemencia.
—¿Crees que los blancos harán lo mismo aquí? ¿Tomar la tierra y que se tenga que dar algo para cazar?
—Sí, si vais a los lugares donde tenemos cultivos y animales. Mira en Itulia, donde pusimos corderos con cercas. Puede decirse que, ahora, no debéis ya ir allí.
Eso provoca un gran jaleo.
—Pero siempre hemos estado allí. Si el guanaco va, nosotros podemos ir.
—Bueno, supongo que será preciso compartirlo, habrá lugares para vosotros y lugares para nosotros.
Tellapakacha, el marido de Pacha, es un hombre vindicativo. Es pequeño, flaco, con el pelo muy largo que le devora la cara, pero con músculos de acero que le convierten en un infatigable luchador.
—Ni hablar. Los blancos pueden venir, pero deben dejar en paz a los yámanas, de lo contrario los expulsaremos.
La conversación se convierte en un follón, todos quieren dar su opinión. Comienza a crecer una especie de rugido de cólera. Por un pelo no corren todos a buscar sus arcos para defenderse inmediatamente de un supuesto peligro. Aneki es el único silencioso. Mira el fuego alimentándolo metódicamente. Cuando el jaleo se apacigua, se yergue. Me mira a los ojos con una especie de turbación. Nunca habíamos abordado juntos este tipo de tema. Tella le apostrofa.
—¡Eh, tú, Aneki! Conoces a los blancos, viviste con ellos en Ouchouaya. ¡Tu mujer es una de ellos!
En su voz se insinúa el desafío. Se hace un silencio ansioso, como si Aneki fuera a enunciar la verdad y resolver con una frase el problema.
—A mí —dice con voz insegura— el pastor me dijo que los blancos sabían utilizar mejor que nosotros la naturaleza, hacer tablas para sus casas con los árboles, hacer que crezcan los corderos para comerlos. Dice que serán más numerosos los blancos que vengan y que podrán enseñarnos.
Tella escupe, desorbita los ojos y ríe sarcástico.
—Ah, Aneki ya no quiere ser un cazador, tal vez su vista mengua. Además, no ha podido alimentar a su mujer y, afortunadamente, la ha traído aquí para que le demos de comer. Aneki hará de hombre blanco, con los corderos blancos. Que vaya, pero yo seguiré viviendo como siempre. Los blancos no saben nada. Tienen fusiles, pero no ven la liebre que corre sola por la nieve. Cortan la foresta y hacen huir a los animales, a los yámanas e incluso a los onas de potentes arcos. Toman las ballenas y las focas para meterlas en sus barcos y los yámanas ya no tienen buena grasa para pasar el invierno. Que se vayan de una vez y que Aneki se vaya con ellos, si quiere.
Aneki se estremece de cólera. Se inician movimientos hostiles, se forman grupos, dentro de un instante la discusión puede acabar en combate. Pero Cushi se ha levantado. Muy erguida, con sus ojos blancos clavados en los árboles, a lo lejos. Está plantada sobre sus viejas piernas que parecen dos troncos arraigados en el suelo, con los brazos levemente tendidos, con las palmas abiertas, como implorante. Cushi suele hablar poco, se limita a canturrear y a gorgotear, aparece, desaparece, sigue con lo suyo y no parece preocuparse por los demás. De modo que, a sus primeras palabras, ha prevalecido el silencio.
—Eres un idiota, Tella. ¿No lo comprendes? Los blancos no se marcharán nunca, vendrán cada vez más porque les gusta la tierra y el mar de aquí y encuentran con qué llenar sus barcos y sus casas de piedra. Tienen el corazón hecho para tomar y si algún día se marchan de aquí es que no habrá ya un solo pájaro en el cielo ni un pez en el mar. Los he visto y he comprendido. Cuando ya no tienen hambre, siguen cazando; cuando tienen demasiado, no dan a quienes no tienen nada. Nunca están en reposo. ¿Por qué han venido aquí si dicen que tienen tierras, plantas y animales en el lugar del que vienen? Afirman que su Dios se lo ha mandado. No sé quién puede exigir una cosa semejante, pero llevan el deseo en los ojos y eso los hace fuertes. Tienen los fusiles y sus miradas brillan cuando los utilizan. Los yámanas no podrán hacer nada, ni los alakalufes, ni siquiera los onas de poderosos arcos. Tomarán todo lo que quieran tomar. Y no habrá refugio para nosotros pues aquí es, ya, el fin de la tierra.
Se inmoviliza, con los ojos muy abiertos, levemente temblorosa, y un sordo lamento al fondo de la garganta. Solo el reflejo de las llamas parece ya animar su cuerpo petrificado. Cushi es yekamush, ve lo que ha sido y lo que será. Siento una piedra en mi corazón, mis manos se enlazan alrededor de mi vientre para protegerlo de este desastre anunciado. Por un buen rato, solo se oye el ruido de la resaca, incluso los perros parecen petrificados.
—Entonces —dice Tella con voz sorda—, tomaremos sus fusiles y los arrojaremos al mar. Tenemos uno ya. Si hablamos con los demás hombres, nos agruparemos e iremos a Ouchouaya.
«Arrojarlos al mar», un torrente de hielo corre por mi pecho. ¿A los de Ouchouaya? ¿A Joachim, Beth, la buena Elisa e incluso al pastor? Intento intervenir.
—No, Tella, no todos los blancos son malos. Los hay que quieren la paz y están dispuestos a enseñar a los indios a plantar y a criar ganado, a tener una vida más fácil en la que se está caliente y se come todos los días. Algunos son malos, pero los blancos pueden hacerse mutuamente la guerra y expulsar a los malvados. Si los yámanas van al combate, provocarán la cólera y la venganza.
—Entonces, si son buenos, ¿por qué has huido de ellos?
Tella ha aullado, casi, su respuesta, escupe de nuevo y Aneki vuelve a tomar la palabra.
—Cushi ve lejos y el espíritu habla en ella. Los blancos no se marcharán. Pero también Emily tiene razón, no todos son malos. A nuestras mujeres les gustan sus tejidos rojos, nosotros nos disputamos sus duros cuchillos, nuestros hijos comen la carne de los corderos cuando tienen hambre. He visto piraguas reuniéndose en Ouchouaya, en invierno, a los hombres pidiendo trabajo al pastor. Si queremos seguir siendo lo que éramos antes de que llegaran, no hay que ir entonces hacia ellos y de ellos nada hay que esperar.
De nuevo se entrecruzan las conversaciones y nadie se pone de acuerdo. Algunas mujeres acarician con expresión pensativa las baratijas de tejido con que se emperifollan.
Tras esta velada, las cosas nunca han sido como antes. Una inquietud se ha apoderado de la comunidad. Cada familia que pasa, procedente de otro campamento, es objeto de conciliábulos, pero las voces se apagan cuando me acerco. Me siento perdida, ni de allí, ni de aquí; ni blanca, ni india.
La primavera crece, los días grisean antes y la nieve se transforma en puré cerca de la orilla. Pero en vez de la jubilosa actividad que normalmente se apodera de los yámanas en semejante período, crece una tensión malsana. Tella toma con frecuencia los hombres aparte y los veo gesticular recorriendo la playa. Aneki se encierra en el silencio.
Tengo miedo. Cushi me serenará y de una extraña manera. Cierta mañana, me lleva hacia el pequeño acantilado que flanquea la playa. El sol calienta ya, la foresta reluce de rocío, los pájaros se desperezan. Nos llegan los alegres gritos de los niños, los ladridos de los perros. Todo es sereno.
—Pronto entraré en la sombra. Mi kespix abandonará mi cuerpo. Es el orden de las cosas. No habrá que maldecir a Watoineiwa por ello. Pero siento, sobre todo, la gran amenaza. El mundo va a cambiar, veo el blanco de la muerte alrededor de todos nosotros, salvo de ti. A ti te ha hablado Hainola-la-orca. Aneki me lo ha contado. Lo supe desde que vi llegar tu barco, el primer día, a Ouchouaya. Lo sentí al inclinarme sobre ti cuando estabas enferma. Tienes la fuerza de los yekamush, debes aceptar la iniciación. Eres blanca, pero la sangre de los yámanas vive en tu vientre. Deja que te diga todo lo que me han enseñado el ibis, el zorro, el guanaco, las plantas y los seres de la tierra. Te enseñaré el modo de luchar contra Yetaite, o los espíritus de los hanushs, de ejercer tu poder contra el del ona y desbaratar sus hechizos. Entonces podré partir en paz, pues viviré en los hijos de tus hijos.
De pronto, esta mujer que me asustó y asqueó la primera vez que la vi, me llena de emoción. Su descarnada mano tiembla, posada en la redondez de mi vientre. Es la abuela que yo no conocí, es la mujer que ha recorrido años de tormentos, de alegrías y de incertidumbres, intentando proteger a su familia y su pueblo. Siento por ella respeto y ternura. Quién sabe si yo, la india blanca, no seré un primer signo de renacimiento y de unión entre los antiguos y los nuevos habitantes de la Patagonia. Frente a la guerra posible, aceptar su enseñanza es elegir la alianza.
Salimos a dar largos paseos para encontrar plantas y me enseña sus poderes. Cierta corteza hace bajar la fiebre, cierta raíz marinada alivia el vientre, ciertas hojas masticadas, mezcladas con grasa de foca, se aplican sobre las heridas. Canta continuamente y sus entrecortadas melopeas se me hacen familiares.
De un día a otro, me acucia cada vez más, parece sentir urgencia, me acecha en cuanto levanto la piel de la puerta y me toma nerviosamente las manos para arrastrarme.
Cierto día, me cubre con hojas muertas prohibiéndome moverme durante toda la tarde, mientras ella canta a mi lado. Otro, me pinta el rostro y el cuerpo, me enseña algunos masajes. Gran parte de los «ejercicios» se hacen para exacerbar mis percepciones.
—Pon tus manos sobre la corteza y siente la vida en el interior del viejo árbol. Como el día de Hainola, pero esta vez tú dirigirás la visión.
Esta mañana, ella se tiende y yo debo palparla.
—Tus dedos deben ver el color de mi vida. Cierra los ojos. ¿Sientes que mis rodillas son blancas pues han muerto de vejez? Posa tu boca encima y aspira su fatiga, luego escúpela.
Lo hago, no muy segura de sentir algo mientras ella masculla que no sirvo de gran cosa o empieza a imitarme, y rompemos a reír.
Paso a paso, entro en la cultura de los yámanas. No hay un dios único, creador y ordenador de todas las cosas. Son ajenos a la plegaria como nosotros la conocemos, a la idea de pecado y de redención. No se interrogan sobre el comienzo o el fin del mundo, sobre el sentido que debe darse al universo. Watoineiwa no es un dios supremo, más bien una entidad que representa la naturaleza por completo, pero no da línea directriz del comportamiento. Este es fijado por signos de la naturaleza que permiten interpretar los elementos: has de permanecer silencioso en presencia de Lejuwa-el-ibis, que es un animal susceptible y puede enviar, para vengarse, una tormenta de nieve; el gorjeo de Lufenia-la-lechuza indica que mañana habrá carne; no debes hacer el amor antes de salir al mar pues eso contraría a Hainola-la-orca.
Me vienen a la mente las creencias escocesas que no son menos risibles. El hombre no es, para ellos, la obra suprema de Dios, destinada a reinar sobre todas las criaturas, sino un elemento más en medio de los seres vivos y los espíritus. Debe establecer con todos las mejores relaciones posibles, amansando a los fuertes, usando la astucia con los malvados, celebrando a los que son amistosos. Así se comulga con las plantas y los animales. Los yekamush no son sacerdotes, sino personas que tienen una sensibilidad suplementaria que les permite entrar en un contacto más profundo con todas estas entidades visibles e invisibles, dialogar con ellas. No puedo decir si «creo» en todas estas cosas. Absorbo estas nuevas nociones. Diríase que me llenan la cabeza al igual que mi vientre se tensa con una vida futura. No intento comprender, acojo. De todos modos, rezar como antes me parece irrisorio. Me siento dispuesta a todo lo que Cushi desea. Tanto me reconforta esta relación con la anciana. Ella siente por mí la ternura de una madre que acompaña los inciertos pasos de su hijo. ¡Una madre… por fin!
La primavera ha huido, la tierra se caldea y se acerca mi término. Es una noche como las demás. La calma está poblada solo por el rumor de las olas en los guijarros de la playa. Los perros se han puesto a aullar. Todo el mundo ha brincado fuera de las chozas. Justo en el reflejo de la luna, protegida por el acantilado, una goleta de pesca está anclando. Sobre la forma negra se agitan antorchas, gritos, ruidos de cadena. ¿Vienen simplemente a buscar reposo, a comerciar con pieles? ¿O conocen mi presencia? Dominados los perros, todo nuestro grupo se ha retirado en silencio hasta el lindero de la foresta para deliberar. Tella está exultante. Susurra con voz ardiente:
—Esta es la ocasión de conseguir fusiles. Esperemos a que duerman y nademos hasta el barco para atacarlos.
—Eres un ingenuo, hacen guardia y te verán venir —responde su hermano—. Aguardemos a mañana, más bien, para ver lo que quieren. Tal vez solo carguen agua y nos ofrezcan regalos.
—¡Puah! No quiero regalos de estos ladrones —se indigna Tella—, ¿somos hombres o liebres temblequeantes? Tenemos un fusil, no son muchos, la ocasión es única.
—Iré a hablar con ellos para ver lo que quieren —propone Aneki—. Luego, decidiremos. Emily, tú debes esconderte. Nos traerías desgracias si te vieran aquí. Ve a la foresta con Cushi y volved solo cuando partan. Nosotros nos quedamos, abandonar las chozas sería darles la alarma.
—Pero ¿y si nos atacan? —gime Chaka, apretando contra ella a sus dos somnolientos pequeños.
—No tienen razón alguna para estar contra nosotros —la tranquiliza Aneki—. Que Chifcunjiz, que es el mejor tirador, se agazape en el acantilado con el fusil, para defendernos si es preciso, pero no estoy preocupado. Tella, no iniciemos la guerra, conozco a los blancos, la perderíamos.
—¿Piensas entonces vivir oculto, toda tu vida, con tu mujer? ¿Oculto en tu propia tierra? —se burla Tella, imitando el tono conciliador de Aneki—. Te lo digo yo, si no entablamos la guerra, jamás seremos respetados. ¿Qué dices tú, Cushi? ¿Qué te dicen los espíritus?
Cushi, encogida, tiembla y calla.
—Bueno, ¿qué ves en este barco? ¿El mal o el bien? —se impacienta Tella.
—Mi alma está llena de niebla. No veo nada. Pero lo que deba ser, será.
Todo el mundo titubea. El alba verdea lentamente al este y brotan los primeros cantos de los pájaros. La silueta del navío sigue allí, sombría como una muda amenaza.
—Que quienes quieran partir, partan —decide Chifcunjiz—; que los demás vuelvan a las chozas antes de que llegue el día.
Me repugna alejarme, abandonar a Aneki, aunque sé que tiene razón.
Frota como de costumbre su nariz contra la mía, su frente contra la mía.
—Ve, esos blancos se marcharán dentro de unos días, como máximo. Cuando el niño esté aquí, partiremos todos hacia Tushcalapan u otra isla donde estemos tranquilos.
Huir, huir siempre, ¿tendrá razón Tella? En el fondo de mí misma, algo se desgarra. Ya no soy blanca, ni india, sino solo una fugitiva, todavía y siempre. De pronto, me siento acorralada en ese extremo del mundo y ese inmenso océano. No veo ya porvenir, ni para mí ni para los yámanas. Para quienes no quieran pasar bajo las horcas caudinas, el territorio va a reducirse inexorablemente. La pesca, la ganadería, el talado de las forestas devorarán el espacio y los recursos. Viviremos cada vez más acosados, atemorizados, a merced de las decisiones que se tomen sin nosotros. No creo en la revuelta que Tella predica. Si estallan disturbios, los blancos se organizarán como sé que pueden. Un día, intervendrán los argentinos. Recuerdo lo que contaba Harry con respecto a las tribus del norte de la Patagonia, diezmadas, deportadas a campamentos. Llegará nuestra vez. Mi única esperanza es que el deseo de concordia y de respeto pueda prevalecer, a pesar de todo. Una loca esperanza. Ahora penamos en los sotobosques viscosos de humedad. Cinco mujeres y una decena de niños. Cushi abre la marcha y, con el vientre preñado, me cuesta seguirla. A cada paso me digo que hubiera debido quedarme para servir de intermediaria y calmar los enfados.
Dos horas más tarde, llegamos a un altozano en el lindero de la foresta. Adosados al acantilado, nuestra vista domina desde arriba la playa. Ha atracado una ballenera pero no es visible agitación alguna, las chozas humean tranquilamente. Solo una señal sospechosa: ninguna piragua ha salido a pescar. A mi alrededor, las mujeres se atarean, cavan el suelo y cortan ramas para levantar un improvisado refugio por si debemos pasar aquí la noche. Estoy demasiado agotada para ayudarlas. Con dos niños en los brazos, me pongo al acecho. Es un día de fin de estío, gruñón, apagado y calmo. Un colchón gris llena de plomo el cielo. En la foresta, jirones de bruma se estancan y las peladas islas se pierden en un océano gris. El bote efectúa varias idas y venidas y, como hormigas, desembarcan unas quince siluetas. Creo ver relucir brillos de acero, pero tal vez solo sea mi angustia que me juega una mala pasada. Lentamente, las horas pasan. Estamos sentadas unas contra otras, mujeres, madres y hermanas impotentes. De vez en cuando brota un comentario, una suposición.
—Es Chifcunjiz, está hablando con los blancos.
—No, es Tella.
—Han desembarcado toneles, solo quieren aprovisionarse en agua.
—No, no veo nada, solo dos hombres que parecen montar guardia junto a las chalupas.
—Si te buscaran, hace rato que habría habido pelea. Hemos hecho mal huyendo, tal vez esos hombres nos habrían regalado vestidos u hojas afiladas.
El sol se infiltra, descendiendo por debajo de las nubes, los niños se impacientan por tener que permanecer tranquilos. De pronto, el mundo se trastorna. Un primer disparo desgarra la calma, seguido muy pronto por varios más. Unas siluetas se agitan, entran y salen de las chozas y de entre los árboles. Imposible comprender lo que ocurre. En un mismo impulso, nos hemos puesto en pie de un brinco.
—¡Atacan, matan a los nuestros!
Un inmenso frío me invade hasta las extremidades, incluso el niño en mi vientre parece un peso muerto. Chaka escupe a mis pies.
—Tú traes la desgracia. ¡Te hemos salvado y mira! Por tu culpa, todo esto.
—Chaka, eres una imbécil —ruge Cushi—, los blancos no necesitan excusas para hacernos la guerra.
Siguen resonando los disparos por encima de la foresta.
—¡Voy, enseguida! Puedo hablar con ellos, me escucharán. No debería haberme marchado.
Bajo por la pendiente. Detrás de mí, oigo a Cushi y Pacha que me persiguen e intentan hacerme entrar en razón, jadeando por la carrera.
—Vuelve, estás loca. Protege a tu hijo.
—Nuestros hombres tienen un fusil, van a defenderse. Tú no puedes hacer nada.
Sin duda no puedo hacer nada, pero me es imposible quedarme sin intervenir. Si soy, por poco que sea, causa de esta locura, entonces debo remediarla o expiar. Me basta media hora para bajar, resbalando sobre el barro y los tocones podridos, con el cuerpo azotado por las ramas. Entre los árboles, bailan ya las llamas. Los disparos se espacian.
—¡Alto el fuego!
Extrañamente, el grito que indicaba el fin de nuestros juegos guerreros, en Doherty, con Greg, ha subido a mis labios. Pero Em ya no es el buen soldadito, sino una mujer despavorida y sudorosa, con las piernas temblorosas y el corazón en ruinas. Mi grito tiene la ventaja de inmovilizar a todo el mundo. Por unos instantes, solo se oye el crepitar de las chozas incendiadas y algunos gemidos.
—¿Aneki?
Cuerpos tendidos, sangre y tierra mezcladas; lanzas y arcos en el suelo; gritos y chasquidos de ramas, testigos de una persecución por los bosques; hombres en armas, temblorosos, con los ojos relucientes, cubiertos también de sangre y de barro.
—¡Dios mío, una mujer!
—¡No se mueva, señora! ¡Hay todavía salvajes armados!
Una forma se yergue dulcemente en la playa, corro hacia ella pero chasquean simultáneamente dos detonaciones y la cabeza de Aneki estalla. Caigo de rodillas y vomito largo rato. A mi espalda, oigo los aullidos de Cushi y Pacha.
—¡Cuidado! ¡Estas hembras están rabiosas, dispara, Jim!
No tengo más recuerdo que el de las manos que me llevan, el olor a cerrado de la cabina y la sensación de una noche perpetua.