Corren los días y no los cuento. El alba nos encuentra anidados el uno contra el otro, economizando nuestro calor, con nuestros cuerpos encajados en forma de «S», su mano en mi seno. Siento que su sexo despierta, que se despliega contra el final de mi espalda. Camina dulcemente, lo aguardo, me estremezco, me apacigua. Encuentro placeres ahora en estos incendios del cuerpo. Tal vez el pastor lo llamaría pecar, pero yo veo en ello solo la naturaleza que celebra la unión que ha deseado y que perpetuará la vida. Es demasiado gozosa para ser concupiscencia. A veces, durante el día pienso de nuevo en sus manos morenas sobre mi piel blanca, en la excitación de mis sentidos. Ignoro si lo que hacemos es normal o si es, también, un modo especial de los indios. Como con el resto de mi vida, he caído del lado de Aneki y no hay ya regateo posible. Soy una mujer yámana, aunque sea incapaz todavía de nadar en el agua helada o fabricar cestos de hierba.

Confieso que no todo es siempre fácil. Cada instante me impaciento porque me falta una jarra para traer agua, una especia para variar los eternos mariscos y pescados, un jabón. Me obligo a tragar goosh, esa baya esponjosa a la que encuentro un sabor a podrido y que Aneki parece degustarla. Sueño a veces en confeccionar los púdines de calafates que tanto gustaban a Joachim, y no tener medio alguno para conservar lo que la naturaleza nos da hoy y mañana necesitaremos, me sume en la desolación. He hablado a Aneki de construir una choza más sólida, levemente elevada para no estar en la humedad del suelo donde mi ropa de recambio se enmohece. Un verdadero hogar de tronco hueco para canalizar el humo y no tener que elegir entre toser y temblar. Me ha mirado con una sonrisa burlona.

—¡Eh, Yekadahbi!, ¿por qué todo ese trabajo si nos marchamos mañana? La choza es solo para dormir, la vida está fuera.

Tiene razón, pero a veces me domina la angustia al sentirnos tan vulnerables. Intento pensar en la parábola de los «pájaros del cielo que no siembran, ni cosechan, pero nuestro Padre que está en los cielos vela por ellos». Contemplo las grandes garzotas blancas. Las pacientes garzas o las hermosas gaviotas de pico rojo y me pregunto por qué no consigo tener ese abandono y esa desenvoltura cuando todo, en torno a mí, me ofrece su espectáculo.

Lo esencial de la jornada transcurre buscando nuestro alimento o preparando los instrumentos necesarios para su recolección. No es habitual para los indios permanecer mucho tiempo alejados del grupo familiar. Normalmente, una comunidad reúne de diez a veinte personas y permite la ayuda mutua. Ocultos por un tiempo indeterminado, debemos representar todos los papeles. Nuestra isla es grande y está cubierta de bosque en su mayor parte. Otras bahías más rocosas o más expuestas bordean las costas sur y oeste, y la vertiente norte es solo un gran acantilado. En el este, donde estamos, se encuentra nuestra pequeña bahía, una vasta playa de guijarros, propicia a los mejillones y a los erizos de mar y, por fin, un gran número de estrechas cañadas por las que algunos riachuelos se arrojan al mar.

Me obligo a caminar descalza, y reservar así mis zapatos para el invierno. A Aneki le divierte mucho ver cómo me retuerzo al caminar y, por la noche, arranca con su cuchillo las astillas de mi piel excesivamente tierna. En cambio, no he cedido a vivir desnuda. La mayor parte del tiempo llevo enaguas y camisa, para acostumbrarme al frío. Me hace sufrir, sobre todo cuando es preciso permanecer al acecho durante demasiado tiempo. Los montones de hierba seca que Aneki me pone en las axilas, supuestamente para calentarme, no son de mucha utilidad.

Nuestro primer trabajo consiste en cazar una otaria o un león marino. En este inicio de primavera, los machos ocupan la ribera y aguardan a las hembras que van a parir y a las que, luego, cubrirán. Aneki aguza cuidadosamente su arpón con unas piedras. Es una punta de hueso de unos treinta centímetros con varias bárbulas talladas, atadas con correas de piel sobre un largo astil de haya. Cuando nos acercamos a pie, el animal se yergue sobre sus patas y ruge como un perro. Aneki lo asusta golpeando dos pedazos de madera mientras yo me acerco a la canoa. No se recomienda cazar una otaria en tierra, sin perro. Es muy rápida y agresiva. Sus fuertes colmillos infligen heridas que curan mal. En el agua, está más tranquila, va y viene en los bajos fondos. Nos acercamos en silencio, el arma silba. En cuanto se ha clavado, el extremo del astil gira perpendicularmente al arpón. La sangre colorea el agua con un círculo rosado, el macho se debate e intenta llegar a mar abierto. Seguimos el rastro rojo y los remolinos. Da varios respingos, cada vez más lentos, a causa del astil que lo frena y de su herida. Le seguimos mucho tiempo, comentando esa vida que se agota. Aprovechando el momento en que sale a la superficie, Aneki le asesta fuertes golpes de bastón en la cabeza y lo iza a la canoa. Gritamos de placer. Estos animales se han hecho escasos, pero este se nos ha ofrecido y le damos gracias.

La sangre nos llega a los codos, está tibia aún. Despedazamos el animal con cuidado para conservar intacta la piel, y Aneki ha cortado trozos de carne, rasca ahora minuciosamente los huesos para que no se pierda nada. Corta con delicados movimientos de muñeca, como si no quisiera herirlo más, mientras canta una melopea llena de grititos y gruñidos que simbolizan la lucha del hombre y el animal. Le habla, le dice que es hermoso y bueno y que tomamos prestadas su fuerza y su vitalidad. Todo servirá, la carne, la piel, los tendones, los huesos, la grasa. Todo se convertirá en alimento o herramienta. El sol juega en el pelaje húmedo aún de la otaria. Dos caracarás atraídos por el empalagoso olor vienen a posarse en las ramas bajas, aguardando el encarne. Voy a buscar el fuego para poner de inmediato dos enormes pedazos en el espetón, gotea el jugo, la carne con sabor a pescado es firme. Reímos. Hace dos años, habría aullado de horror viendo a esa salvaje, con el moño alborotado, la piel enrojecida por el sol, la ropa manchada, desgarrando la carne a dentelladas.

«Salvaje un día, salvaje siempre», decía el capitán. ¡Y he aquí que una civilizada regresa a la naturaleza y se encuentra muy bien por ello!

Al día siguiente, a pesar del gris y el frío que han regresado, cargamos nuestro botín en el esquife y partimos hacia el norte y la gran isla donde encontraremos hombres. Por si acaso, he ocultado el fusil bajo los cestos.

Bordeando la costa, acabamos descubriendo una humareda. Nuestra llegada produce gran agitación. Algunos individuos van a la orilla, armados con largos palos. Pero levantamos las manos, con las palmas al aire, una señal de paz que todos los pueblos comprenden. Parecen hoscos e inquietos. Ofrecemos un gran pedazo de carne, en signo de apaciguamiento, que es puesto de inmediato a cocer. Los alakalufes son una especie de primos de los yámanas, como ellos son pueblos de pescadores que viven en sus botes y en las playas, en toda la costa oeste de la Tierra de Fuego. Las uniones entre ellos se hacen amistosamente. Los onas, gente de tierra, cazadores de guanacos, son sus comunes enemigos. Tienen una lengua bastante distinta de la nuestra, pero Aneki la comprende un poco y los gestos la suplen. El palabreo dura mucho tiempo. No es correcto ir enseguida al grano. Comprendemos que han sido atacados recientemente por los onas. Hubo un muerto, tres heridos y fueron raptadas dos mujeres. Los atacantes se acercaron en embarcaciones, lo que no es habitual en ellos. Debieron robar esas barcas en otra parte e intentan implantarse en el sector. Los ojos se desorbitan y las bocas se retuercen, los hombres imitan a los grandes guerreros disparando flechas. Mi presencia provoca también una oleada de preguntas salpicadas de risas y exclamaciones. Las mujeres tocan mis vestidos, la piel, los pechos para verificar mi género. Los hombres van a ver a los perros, instalándose en cuclillas. La conversación crece como una ola, refluye, deja paso a algunos silencios. El asunto se concluye de pronto. Un pequeño bastardo de pelaje blanco y negro es para nosotros, la carne y la piel son para ellos. Sube la bruma y nos ponemos en marcha de nuevo, entre el gris, hacia nuestro reino, atentos a los movimientos sospechosos en la ribera que indicarían un campamento de onas.

Se suceden los días, en gris, en azul, en viento, el calor asciende por el aire, las flores prometen sus frutos. La vida se reduce a lo fundamental: alimento, vestido, choza. Me acostumbro a lo no permanente. Aneki me enseña el lento acoso de los peces, dejar que la mano derive en la corriente, a contra sol, sentir las escamas rozándote la palma, pasar los dedos bajo el vientre del animal y arrojarlo de un golpe seco al fondo de la piragua. Me enseña cómo hacer sedales con mis cabellos, anzuelos con espinas de pescado. Pero comprendo, sobre todo, que el éxito de la caza o de la pesca reside en el hecho de que van a adivinarse las reacciones del animal, excitar su curiosidad, engañarle con la comida o la imitación de la llamada de un congénere. Para ello, soy bastante buena. Me siento verdaderamente cerca de esta naturaleza, y mis sentidos, desde que vivo en ella, me parecen increíblemente exacerbados.

A menudo necesitamos tres cuartas partes de la jornada para atrapar nuestra comida. El indio no prevé, no amontona, no conserva. Si la caza ha sido buena y nos basta para dos o tres días, pasamos largos momentos de ocio en la tibieza del sol, tendidos como lagartos, o decidimos que la choza es demasiado vieja y nos alejamos algunos metros. Intento hacerme un manto de piel de otaria, pues algún día mis vestidos estarán demasiado gastados, pero el hilo de tendón y la aguja de hueso se rompen en mis manos y Aneki se burla como siempre, amablemente.

—Irás como una mujer, con la capa en los hombros.

Río algo molesta, pero de momento es verano y no necesito en absoluto manto.

Me dejo acunar por esa rutina que a otros les parecería aburrida. Unas veces es dulce y chusca como un juego de niños, otras me maravilla, a veces me enojo pero la cosa no dura. Cuanto más pasa el tiempo, más siento ese cuerpo a cuerpo, cara a cara, corazón a corazón con lo vivo que me rodea. Hablo con los árboles, con los insectos, con las plantas y, sin duda, en otra parte, me creerían loca. Pero, salvo Aneki, no hay nadie para conversar e invento personajes que se me hacen extrañamente familiares, hasta el punto de que tengo la impresión de identificarme con ellos. De vez en cuando me ahogo como el pescado que saco del agua, o siento que mi pulso se acelera cuando el lazo se cierra sobre la liebre. Le susurro entonces lo que me pasa por la cabeza, les explico que los necesito como hizo Aneki con la otaria, y me parece que eso los apacigua como un agonizante a quien se cuenta la vida futura de sus hijos y nietos, a guisa de consuelo. Me vuelvo tan atenta al comportamiento de cada animal que saco de ellos conclusiones que rozan el paganismo del que se quejaba el pastor. Me burlaba de la vieja Rosy que afirmaba ver en sueños si la caza sería buena, pero ahora la lechuza que grita, el perro que gime me son también signos del éxito de la pesca.

Estos pocos meses me han cambiado más que años de mi vida en Doherty o en Grenook.

Un día permanecerá grabado para siempre en mi memoria. Es una clara mañana, la luz es cortante, la playa está vacía en un aspecto de abandono e indiferencia. Aneki ha ido a por escorza de hayas para hacer una piragua nueva. Las embarcaciones no duran mucho más de un año con el rasposo contacto de los guijarros. Yo he decidido pescar sola y darle la sorpresa de una cesta de mariscos. Estoy desnuda, abandonando la última protección de los vestidos. Tiemblo, no de frío ni por un pudor que nadie puede molestar, sino por el sentimiento de que no soy nada, solo un cuerpo, un montón de piel, carne, músculos y huesos. Soy como esos animales que caen bajo la lanza de Aneki, solo mi espíritu me separa de ellos. Despojada de todo en esta playa perdida, estoy en el último estadio del desprendimiento de lo que había forjado mi vida de antes. No es lo que yo había previsto. Había imaginado una mezcla que solo retendría lo mejor de cada modo de vida: una casa sólida, el cultivo y la ganadería, la religión, pero también el conocimiento de la naturaleza, las prácticas ancestrales, la posible comunidad de los pueblos. La huida no me ha dado otra opción que esta desnudez del alma y del cuerpo.

Me zambullo. El agua gélida me golpea en la caja torácica, me corta la respiración, agrede cada centímetro de mi cuerpo y, como un incendio, petrifica mis músculos. Con el cesto en una mano, un cuchillo en la otra, corro hacia la mancha sombría del grupo de rocas, batiendo pies y manos como un perro, incluso abrir los ojos es un sufrimiento. Desprendo uno a uno mejillones grandes como media mano. Me apresuro antes de que la falta de aire me ahogue o sufra un calambre. Es demasiado, voy a solidificarme allí, debo regresar a la orilla so pena de desaparecer, de disolverme en esta agua demasiado clara. Mi cosecha es magra. Es preciso volver una vez más, y otra luego. No tengo derecho a desmerecer, yo he elegido esta vida. Las aplicaciones de grasa de nada sirven, a la cuarta zambullida me siento blanda y débil como una medusa. Corro por la playa y me froto con hierbas para devolver la sangre a mis miembros muertos. Apenas tengo lo bastante para la comida de esta noche, pero estoy más allá de mis límites y sin valor para seguir buscando erizos. Vuelvo a vestirme y me agacho, con los brazos rodeando mis rodillas para dejar que el calor ascienda desde el hueco de mi vientre. La playa se entibia lentamente, el sol salpica el islote, la copa de los tres pequeños árboles parece untada de miel. Ahí estoy, tan inmóvil como las rocas de alrededor, las gaviotas que me rozan se engañan.

Con el cerebro vacío, todo el pensamiento entumecido por el frío o la fatiga, me dejo habitar por una multitud de sensaciones. Siento como mi cuerpo se dobla hacia el suelo, me parece que corre entre las piedras, rodea las raíces y las semillas, camina en la oscuridad de la matriz terrestre para arraigarse en las viejas rocas. Como una planta, chupo la energía de esta tierra y la veo enriqueciendo la corriente roja y cálida de mi sangre. Estoy habitada por los latidos de mi corazón que me hacen vibrar hasta la punta de mis dedos. La pulsación se retarda y acaba concordando con un pulso lento, el del universo. Oigo el zumbido de la ola y soy la gota de agua que espumea una fracción de segundo, cae, se infiltra entre los granos de arena, los maltrata, los lava y los aspira irresistiblemente en su reflujo. Miro el haya torturada que se tiende de nuevo al sol, circulo bajo la vieja corteza, soy la savia que se estrangula en unos vasos demasiado estrechos. Distingo el crujido del escarabajo pelotero que hace rodar su fardo, vacila, suspira, se pone de nuevo en marcha. Oigo el frufrú del ala que bate el aire, el resbalar del rocío que abandona a regañadientes la hoja para aplastarse sobre el musgo. El mundo se hace un estruendo, de llamadas, de chirridos, de crujidos, de silbidos, los ruidos de una vida que corre directamente hacia delante. Algunos colores danzan ante mis párpados cerrados. Me parece que a cada matiz le corresponde un sentimiento, un grito de alegría, de cólera, de sufrimiento, lanzado por los innumerables seres que me rodean, cada cual es un deseo o una añoranza. Soy asaltada por todas partes, olores, ruidos, tocamientos. Pierdo pie, la cabeza me da vueltas. Me siento como los funámbulos a quienes aplaudíamos en la feria de Grenook, pero bajo mi maroma de equilibrista se extiende un abismo sin fin, lleno de este rumor del mundo. No oigo solo con mis oídos, no veo solo con mis ojos, sino con cada uno de los poros de mi piel que, de pronto, se abren de par en par a todos los vientos. Quisiera que esto cesara, pero no tengo el poder de arrancarme de este universo como no lo tiene la rama de hacer cesar el viento que la agita. Permanezco allí, posada en la playa, impotente y abierta, abandonada a este desencadenamiento.

Ignoro cuánto tiempo he permanecido así. Oigo luego la voz de Aneki abriéndose paso en este estruendo, una llamada tenue y algodonosa, como cuando te sacan de un profundo sueño.

—¡Yekadahby! ¡Emily! ¡Vuelve!

Pongo toda mi energía en abrir los párpados. Todo es difuso e incierto, todo está sumido en una espesa niebla. Solo emergen los dos ojos oscuros de Aneki y su voz lacerante que me llama. Vuelvo a mi cuerpo. En la bahía, tres grandes aletas de orca merodean.

—He visto las orcas, he corrido, las he visto en ti. Te han elegido, te quieren.

Hay una especie de reverencia en su voz.

—¿Las orcas, por qué?

—Ellas eligen a los yekamush. Te tenían para ellas. Te daban el poder de fundirte en la vida de las plantas, de las bestias y de los hombres.

—No, solo me sentía extraña, creo que no he soportado el baño frío, estaba cansada, soñaba.

Las tres grandes dorsales se alejan en la bruma matutina.

—Te he llamado mucho tiempo, tú no oías, estabas en otra parte, allí donde te han mandado. Cushi me lo había dicho, hay cosas a tu alrededor. Todo lo que te ha sucedido es deseado.

Estoy demasiado fatigada para discutir. Esta historia de orcas es una pamplina, una superstición india. ¿No estaré volviéndome loca? Separada de mis raíces, de mis costumbres, de todo lo que era mi cotidianidad, ¿no estaré divagando? Me estremezco de miedo, o de fatiga.