Negra noche. Tiemblo en mi cama. Acecho la tranquila respiración de las niñas. Sin novedad. Será hoy. He oído la casa adormecerse, los crujidos del arcón que se cierra en la contigua habitación de John, las voces que se han apagado en la gran sala, las puertas que se cierran. No hay viento y el profundo silencio es turbado por algunos roces de insectos en el armazón y por los suspiros de una madera que trabaja. Lentamente, salgo del lecho donde estoy ya vestida. Saco de debajo los últimos efectos que no han sido aún escondidos en la gruta.
Queda lo más duro: abrir la ventana. Desprendo, milímetro a milímetro, la barra de madera que la cierra y tiro del batiente. El menor ruido me inmoviliza, chorreo sudor. El aire helado percute mi pecho, ¡siempre que no despierte a las niñas! Mi hatillo, mi capa… Aterrizo en el suelo blando aún tras la nieve que se ha fundido.
Imagino, a cada segundo, las llamadas, las lámparas encendiéndose, el chirriar de la puerta de entrada. A tientas corro hacia la gruta, el suelo es desigual, mis piernas de algodón, tropiezo.
Mis pasos hacen un ruido ensordecedor en las viejas hierbas.
—Emily, Yekadahby.
El susurro ha brotado de la oscuridad. Algo a mi derecha. Su mano me agarra.
—Despacio, despacio, allí, la piragua, todo está listo.
—¿Incluso el fusil?
—Todo.
Es la última hazaña de Joachim, por la tarde ha sacado discretamente del cobertizo uno de los fusiles y una caja de cartuchos. Me siento más segura llevándolo conmigo, aunque sería incapaz de disparar contra un ser humano, por muy feroz que sea. Aneki acerca como la primera vez nuestros dos rostros, el uno al otro, nariz contra nariz, frente contra frente. Está tranquilo, como si tuviéramos todo el tiempo. Recupero un poco de paz. Él toma el remo, solo él puede guiarnos cuando las nubes han devorado incluso el fulgor de las estrellas. La costa se adivina solo por su olor a madera vieja y por el chapaleteo del pequeño oleaje que va a morir en la ribera. La piragua corre por esa oscuridad de fin del mundo, acompasada solo por la pala que se hunde con un ritmo de reloj. No tengo ya miedo alguno, me entrego a la noche, a Aneki. Este viaje oscuro es un renacimiento. Como un niño abandona el seno de su madre para nacer a la luz, esta oscuridad me protege y va a abrirme una vida nueva. Hace ya un rato que hemos tenido que abandonar el abrigo de la costa pues, como los ciegos, detecto que el espacio se ha ensanchado a nuestro alrededor y que llegamos al canal. Durante horas, Aneki no da señales de fatiga. Avanzamos hacia el oeste. Nuestro proyecto es partir hacia el país de los alakalufes. Hay allí miríadas de islotes donde podremos ocultarnos. Sé también que Aneki no quiere huir hacia los yámanas y permanecer a la merced de cualquiera que quisiese quedar bien ante el pastor y denunciarnos. Pasan las horas, una franja lechosa se insinúa al este. Gradualmente, el negro cede ante un gris profundo, más pálido luego y que se tiñe de rosa. Nace el día detrás de las nubes. Miro a Aneki, detalladamente, a aquel por quien he tomado esta decisión tan definitiva, por quien he elegido este camino sin retorno. Arrodillado, vestido solo con su taparrabos a pesar de la fría noche. Ha debido depilarse cuidadosamente, sus mejillas y su mentón lampiños ponen de relieve los altos pómulos. Los ojos negros, afilados, me contemplan con calma. No hay miedo, ni sorpresa, ni preguntas en esta mirada, solo se ha posado en mí, como en una evidencia. El flequillo liso baja hasta las cejas y el cabello se extiende por su cuello dándole un aspecto dulce, casi femenino, que desmienten los poderosos brazos que reman como si acabara de comenzar. ¿Qué pueden decir un cuerpo y un rostro del alma que los habita?
Nos zambullimos, el uno y el otro, en nuestras miradas. Su pupila parece una pequeña, muy pequeña puerta de entrada hacia un mundo interior. ¡Le conozco tan poco!
Tiene ese brillo divertido de chiquillo que hace una jugarreta, aunque también una pizca de gravedad. ¿Se da cuenta de la locura de esta empresa? Por mí, abandona su familia y su clan. Se arriesga a una vida de paria, perseguido sin cesar. Quiero también leer en su mirada la ternura, la búsqueda del otro a la que llamamos amor. Pero ¿qué es para él el amor? Nunca hemos intercambiado las palabras tiernas que al parecer se dicen los enamorados. Nunca nos hemos besado. En realidad, soy incapaz de ello, no sé cómo se hace. Ni siquiera estoy segura de desearlo. Estamos ahí, solos en esta embarcación, dispuestos a ser marido y mujer. Pero, con él, me desposo con una vida muy distinta.
—¿Adónde vamos?
—Allí, al final —dice, señalando el oeste.
—Nos buscarán.
—Nos esconderemos dentro de un rato, en los bosques, durante el día.
La fuga prosigue hasta media mañana. Hemos llegado a la mitad del camino de Itulia cuando se dirige hacia la costa. Con precaución, sacamos del agua la canoa de corteza y la ocultamos bajo el follaje. Mientras él reúne ramas para hacer un refugio, yo descargo la embarcación. Comemos pan y pescado seco que he robado. Es mi noche de bodas, bajo este irrisorio cobijo, sobre un lecho de hierbas, me dejo llevar, con su cuerpo sobre el mío, su piel sobre la mía. Cierro los ojos, acojo esos extraños olores, esos movimientos instintivos, ese nacimiento de un largo temblor. ¿De modo que es así? No puedo decir si es agradable. Es otra cosa, como si me fuera dado un sexto sentido que brota del fondo del vientre. Me duele un poco, él gime, un líquido tibio corre entre mis muslos. De modo que es así. Se ha levantado el viento que agita nuestro techo de hojas, un brillo de sol pálido juega entre las ramas. Me mantiene estrechamente abrazada. Ya no nos movemos. Soy una mujer, siento de pronto por ello un extraño orgullo. Se duerme y me gusta este peso abandonado sobre el mío. Quiero grabar en mi cuerpo todas estas sensaciones pues este es un día único, una hora única. Unas briznas me picotean la espalda. Tengo frío en los pies y en las piernas, sus cabellos se deslizan por mi cuello y percibo la presión regular de su respiración contra mi pecho. Atrapada entre la tierra y este hombre me siento ligera. Cada centímetro de mi cuerpo está vivo. Mi espíritu escapa y contempla a esos dos seres, unidos en su madriguera como desde el alba de la humanidad. Oigo los sonidos de la foresta, el chirrido de un árbol, la llamada de un ganso, los roces de un roedor. Soy la foresta, soy el árbol y el pájaro y el animal que corre entre las hierbas. No tengo miedo.
Huimos cuatro días más. Dos de ellos son ventosos y lluviosos y nos deslomamos en el oleaje. Intento coger mi parte de remo, pero me cuesta, sin visibilidad, mantener la dirección adecuada y mis torpezas me avergüenzan. De modo que Aneki está muy a menudo a popa y yo alimento aplicadamente nuestra pequeña hoguera en su lecho de hierbas húmedas. Para encender el hogar, los yámanas utilizan pedazos de pirita de hierro, frotándolos el uno contra el otro sobre una alfombra de ese musgo verdoso que cuelga de los árboles. Cada familia cambia los preciosos guijarros a los alakalufes que los recogen no sé de dónde. Los llevan encima, en un estuche de piel. Pero es costumbre no dejar nunca que el fuego se apague. Lo protejo a trancas y barrancas con mi capa empapada. Hablamos poco. No es necesario, bastante lleno de presencia está el aire. Siento que derivo, inmóvil bajo la lluvia, sin ni siquiera advertir que tiemblo. No sé qué absorbe mis pensamientos, salvo el tamborilear de las gotas, seco sonido en el agua del canal, sonido mate en mi ropa. Esta embarcación es mi crisálida, no sé qué mariposa saldrá de ella pero, como el insecto, me economizo en el exterior para dejar que se consuma la revolución interior. Son días muy distintos de lo que imaginaba antes de partir. Tenía yo pensamientos materiales: víveres, fusiles, cuchillos, ropa, cuando lo que me ocupa son los impulsos de mi alma. He deseado esta zambullida en lo desconocido, la he preparado, pero me siento como un marino principiante que va a alta mar previendo una hermosa brisa y se encuentra con un huracán. Entonces, como él, me lanzo sobre el lomo de las olas y me dejo llevar por su espuma sin intentar adivinar a qué costa puede lanzarme este viento.
Ocultos por la noche, no nos encontramos con nadie y llegamos a la encrucijada de los dos brazos del canal. Por ciertos signos, Aneki quiere detenerse antes. Acostamos en el recodo de una gran bahía y nos estrechamos bajo los árboles, aguardando a que se levante el día para construir nuestra apresurada choza. Es un lugar magnífico, un puro arco que da la espalda al mal tiempo del oeste. Como él ha adivinado, el viento empeora rápidamente. Del lado norte se encoleriza contra un alto acantilado, ladra y ruge entre las piedras. Los árboles, por encima de nuestras cabezas, se doblan en ángulo recto y sus hojas jóvenes maúllan bajo las ráfagas, la arena vuela. Del azul oscuro al abrigo de la orilla, las aguas viran al verde confuso para terminar, cuando la bahía se abre, en una maraña de olas blancas. Por primera vez en mi vida, estoy a merced de esta cólera. Me acuerdo de Doherty y de nuestras enloquecidas carreras bajo la lluvia para acabar brincando alegremente ante el fuego, con la ropa humeante. Me acuerdo de ese júbilo al oír el mal tiempo obstinarse contra los cristales, bien calentita en mi cama de Ouchouaya, protegida por la invencible piedra. Aquí, somos el pájaro en la rama o, más bien, la liebre temblando en su madriguera. Esta tormenta nos permite, al menos, encender por primera vez un fuego de verdad, pues nadie que pudiese vernos se arriesgará a salir. Una difusa tibieza llena la choza, arrastrada muy pronto, con el humo, por las permanentes corrientes de aire. Aneki, desnudo, se seca rápidamente, pero mi ropa de lana empapada de agua es para mí una ganga fría y viscosa.
—Quítatela, lleva la lluvia con ella.
Trae, no sé de dónde, un montón de hierba seca y me frota la piel hasta que se pone escarlata. Mi capa y mi vestido extendidos al sol y al viento, en la playa, atraen a un hermoso zorro que los olisquea con precaución. Solo por ello me gustaría establecerme aquí, pero Aneki piensa que estamos aún demasiado cerca de Ouchouaya y de las tribus que nos conocen.
Esperamos pacientemente la noche siguiente, luego pasamos el día asando mejillones y una pequeña liebre, comenzando a hablar, con prudencia, como domesticándonos. Le hablo de Doherty, de mi padre, de Greg, de mi vida en Grenook, él me explica cuentos, me habla de su padre, que era el mejor cazador de cormoranes que cayó del acantilado. Su mayor tema es su perro preferido, al que ha debido abandonar para huir y está ya añorándolo. Me cuenta detalladamente cómo brincaba de un modo distinto para indicar a su dueño el tipo de caza: cuatro patas a la vez y muy arriba, el guanaco; más bajo, una nutria en la costa; dando saltitos, era una liebre. Piensa ya en cazar un león marino para cambiárselo a los alakalufes por uno o dos de estos endiablados fox que pueblan siempre los campamentos.
Dos noches más de remo, el brazo norte del canal es tres veces más estrecho. Altas riberas abruptas, cubiertas de foresta, dejan solo una calle de estrellas por encima de nuestras cabezas. Regularmente, cruzamos un glaciar que reluce, azulado en la oscuridad, inmóvil río que sopla su frío aliento. Al sexto día, el canal se abre a un rosario de islas. Ahora debemos correr el riesgo de una navegación diurna para encontrar un puerto. Aneki no conoce estos parajes, zigzagueamos. Cierto lugar está demasiado expuesto al mar, otro a la sombra, cierta isla es demasiado pequeña, la otra no tiene foresta protectora. Observa el cielo y los pájaros. Por la tarde, llegamos a una pequeña bahía que se abre al este. Se hunde unos quinientos metros en la ribera y un islote con tres arbustos protege su entrada. En medio retozan algunas parejas de patos vapor. Estos animales no saben volar; cuando nos acercamos utilizan sus alas como remos, cuyo chasquido resuena en el aire calmado. Una otaria se dora en la playa de guijarros, lánguida al sol.
—Aquí es.
Una fronda de árboles añosos, de los que cuelgan cabelleras de musgo verde pálido, flanquea de muy cerca la ribera. Les responde la maraña parda de las laminarias que serán el puerto de la piragua.
—¿Por qué aquí?
—Ocultos del viento, con la buena foresta y el sol de la mañana para despertar los huesos. El pato lo sabe, la otaria lo sabe, esta será Tushkalapan, la «bahía del pato torpe».
Tushkalapan. He aquí mi nueva vida, mi último estío hermoso.