Algunos brotes han perforado la nieve, han aparecido placas pardas que se ensanchan con el paso de los días. Cierta mañana, veo de nuevo los ibis bajo mi ventana. Me gustan estos pájaros desconfiados, su plumaje ceniciento del que salen un cuello y una cabeza dorados. Sus largos picos curvos hurgan en la tierra a golpecitos, como distraídamente. Los pájaros son los primeros colores que vuelven a nosotros: rojo del carpintero y de la lessonia, amarillo de los fringílidos y los rayaditos, anaranjados de los somormujos. Me atiborro de esta primavera. Acaricio las hojas, cierro los ojos para concentrarme en los cantos de los pájaros, me sumo en la contemplación de un pez que zigzaguea bajo la superficie, de un insecto, de una gota de rocío en las hierbas.

A principios del estío, regresa Aneki. Reconozco a lo lejos su silueta inmóvil a proa de la piragua donde se amontonan, al menos, diez personas. Salta a tierra.

—Buenos días, Yekadahby.

El dolor le ha hecho hombre. Las comisuras de la boca descienden un poco, sus ojos se han hecho más grandes, pero conserva esa mirada dulce e interrogadora. Me lleva varias veces a pescar con él. Al principio con otra mujer de la aldea y, cuando considera que comienzo ya a saber remar, salimos los dos. De hecho es muy fatigoso permanecer horas y horas de rodillas. Nuestras morfologías de europeos no están acostumbradas a ello y sufro calambres. Me concentro en la presión que debo dar al remo según la altura de la mareta y su dirección. Él puede permanecer media hora del todo inmóvil, levantando el brazo con su jabalina, tensando los músculos sin un solo temblor de fatiga. Como los niños, me fijo objetivos que debo alcanzar:

—Si no dejo de remar hasta el acantilado, entonces tendré… tendré…

Pero ¿qué tendré, a fin de cuentas? ¿El reconocimiento de un indio que ni siquiera ve mis esfuerzos? ¿Un mayor valor, ante mis propios ojos de Emily-soldado-valiente? No lo sé, pero no por ello dejo de respetar la apuesta.

Parte del ganado que habíamos establecido en Itulia, una bahía a una jornada de navegación de Ouchouaya, al oeste, ha pasado solo el invierno. Las ovejas deben de estar preñadas. Obtengo autorización para unirme al grupo que va allí. Harry, Simon, Aneki y Ufhtaradeka, al que llamamos Uf y que substituye a Okolo, además de Joachim y yo para reunir los corderos.

Lenta navegación, poco viento, bromeamos reunidos todos en cubierta, y por primera vez tengo la sensación de formar parte de la tripulación, de ser de esos que hacen del mar su segunda patria. Harry, nombrado capitán, se las arregla bien y ha aprendido a ojear las «negras», esas pequeñas ráfagas que se ensortijan sin futuro alguno. Charlo con Uf. Tiene cinco hijos de dos mujeres. Contratarlo no ha carecido de problemas pues el reverendo no quiere polígamos. Pero Uf es especialmente robusto y conoce la región como la palma de su mano. Me enseña cómo observar las contracorrientes siguiendo el movimiento de las grandes algas laminarias. En un pequeño esquife, el menor detalle tiene su importancia y eso desarrolló su sentido de la observación. A cada escotadura de la costa, tiene una historia para contar. Aquí volcaron dos piraguas, hubo cuatro muertos; allí, una mujer se ahogó entre las laminarias al amarrar su embarcación; dos cayeron de ese acantilado donde anidan los cormoranes, uno de ellos el padre de Aneki; allí embarrancó una ballena y lo festejaron durante toda una luna. Los óbitos no parecen entristecerle más que el banquete. Cuando la muerte es lo bastante antigua, no hay ya tabú en convertirla en un tema de conversación como otro.

Al anochecer, fondeamos ante Itulia, a resguardo de un acantilado donde unos árboles retorcidos luchan valerosamente en la menor grieta. Se ve perfectamente, en el eje de la bahía, que el viento se encoleriza siempre y, por contraste, este rincón nos procura una sensación de paz y seguridad. Ante nosotros, al pie del acantilado, una playa de guijarros, hierbas rubias y colinas escalonándose tranquilamente entre las hayas. Pero esta dulzura se ve trastornada por Monseñor el Glaciar. El fondo del valle es solo una sucesión de sombras blancas y vertiginosas que se pierden en una permanente condensación. Las nubes deshilachadas por los vientos de altura se agarran allí en jirones que desvelan, sucesivamente, abismos y picos. El glaciar desciende de allí, potente, pulidor, arrancándolo todo a su paso. Ha excavado un amplio valle lleno de un caos indescriptible, una inmóvil cascada de blancos, azules, verdes insensatos. Nunca habría pensado que el hielo pudiera tener tantos colores. Todo no es más que grietas, agujas, improbables amontonamientos, fracturas, esquirlas, un montón de aristas vivas. El frente del glaciar mide más de veinte metros de altura y puede decirse que pare regularmente. Con un estruendo de trueno, pequeños fragmentos van acumulándose en la ribera opuesta al viento. Al fondo de la bahía, las aguas del deshielo adoptan un color del Veronés que se pierde hacia la desembocadura en largos trazos y curvas, en el seno de las más negras aguas. Diríase leche que se ha derramado en agua carbonosa. Del lado este, velan siete colinas iguales, suavizadas por la erosión. En sus laderas, anchas estelas de pinos y hayas derribados dan testimonio de la violencia de los vientos.

Las dos cabañas construidas el año pasado están justo más allá de la playa, tras un islote que las protege del oleaje y el viento del glaciar. Ciertamente, el paisaje es magnífico pero, aquí, no es excepcional. Soy incapaz de decir por qué me conmueve tanto. Fuerza, armonía, fragilidad, tenacidad, esperanza, las palabras que se me ocurren no hacen justicia a mis sentimientos. Tengo la impresión de haber llegado por fin a alguna parte. Años después de que una niña fuera arrebatada a sus colinas escocesas, en el extremo opuesto del mundo este paisaje, sin razón alguna, me dice que he llegado a buen puerto.

Esta noche solo se oye el parloteo de las golondrinas de mar en sus madrigueras sobre las playas y el discreto zambullirse de un pez. El día termina en la dulzura con la que comenzó, y tengo paz en el corazón.

Nuestra pandilla estará alegre toda la semana. Hay que reparar las cercas que el viento y la nieve dispersaron y reunir a los corderos. Junto al glaciar se extiende una larga llanura donde corren dos hermosos ríos de aguas lechosas. Estos animales son de los más tontos y más solapados de la Creación. Se ocultan en los pliegues del terreno y detrás de los árboles. El menor obstáculo hace que el rebaño se disperse y todo deba empezar de nuevo. El valle resuena con nuestros aullidos.

—¡Por aquí, Uf, empujo tres hacia ti!

—¡Cuidado, Simon! Hay un grupo que escapa, a tu izquierda.

—¡Allí, la que está balando espera su cría, yo me encargo!

El sudor empapa nuestra ropa que un cálido sol seca de inmediato. Somos libres y felices, activos codo a codo, blancos e indios. Por la noche, para complacer a Harry, cantamos canciones. Aneki y yo interpretamos Amazing Grace. Me estremece oír su grave voz que se mezcla con mis agudos.

Tal vez entonces todo da un vuelco.

El penúltimo día, Aneki quiso ir a cazar el guanaco para hacer una buena comida de despedida, y le seguí. Caminamos en silencio a lo largo del río. Solo se oyen su glu glu y algunos patos a lo lejos. Procuro imitar su paso de gimnasta, pero mi vestido me molesta y envidio sus piernas desnudas. Como de costumbre, permanece atento a todo, se agacha para examinar una cagarruta o una huella, vigila el lindero de los bosques, se vuelve y señala silenciosamente un gran matorral de margaritas que, lo sabe, me gustan. Tres horas más tarde hemos llegado al extremo de la llanura y nuestras manos siguen vacías. Nos detenemos para comer, con los pies en el agua helada y la cabeza al sol.

—Aneki, ¿eres feliz con nosotros? ¿Te gusta tu vida en el barco y con los corderos?

—Aprendo todas las cosas nuevas que traéis.

—Sí, pero ¿te gusta, te parece mejor que tu vida de antes? ¿Eres más feliz ahora?

—Me gustan las cosas que sabéis hacer, «mejor» no sé qué quiere decir. El barco, los corderos, sí, es bueno. Pero los blancos cortan la foresta, que es la casa del guanaco y de los pájaros, toman todas las ballenas y las otarias, ni siquiera para comérselas, y los yámanas entonces tienen hambre. A mi pueblo le gustan los vestidos rojos, los cuchillos de hierro y las galletas. Pero los vestidos, los cuchillos, las galletas no son la felicidad.

Esta conversación me entristece, me recuerda lo que decía el doctor Hyades.

Aneki sonríe.

—Pero tú no eres como los demás. Tú cazas y pescas conmigo, aprendes mi lengua. Cushi dice que tienes el rojo de la vida y me gusta pasear contigo.

Nos ponemos en marcha hacia la foresta. Los viejos árboles lucen una pesada capa de musgo del lado sur y parece que los troncos sean bicolores. Cae en cendales desde las ramas retorcidas y hace que el lugar se parezca a una selva de cuento de hadas, de donde podría salir algún gnomo escocés sin que eso te sorprendiera. La marcha es incómoda, dificultada por los troncos muertos y las espesuras. De pronto, Aneki se inmoviliza en el lindero de un pequeño calvero, como hace antes de lanzar su arpón en el mar, y me tira de la muñeca para que me agache. Es bastante insólito, pues normalmente no nos tocamos nunca.

—¡Allí!

No es un guanaco sino una zorra y sus dos cachorros. El zorro patagón es grande como un perro, con un hermoso pelaje gris y rojizo y una larga y tupida cola. No es muy feroz y a veces vemos alguno en el lindero del bosque, venteando nuestros olores. El calvero es luminoso y calmo. La hembra juega y enseña el acecho a su progenitura. Brinca, se oculta tras una mata, se tiende y se deja encontrar. Como niños que se aplaudieran por haberse encontrado jugando al escondite, los tres se revuelcan entonces unos con otros, con el sedoso pelo de los cachorros sobre el recio pelo de la madre, en un silencioso encuentro. Intercambian golpes con sus patas de terciopelo, se huelen, se lamen, luego la madre se echa de espaldas y deja que mamen de ella antes de brincar para volver a esconderse. La alegría, la vitalidad y la ternura de la escena me arrancan lágrimas. Aneki sigue sujetándome la mano y estamos de rodillas, prietos el uno contra el otro.

—¡Ahí! Ahí está la felicidad, ¿lo ves? La felicidad de la zorra.

Las lágrimas empañan la imagen de los animales que se vuelven difusos como en un sueño. De pronto sé lo que quiero: permanecer allí, junto a Aneki, para que me enseñe la felicidad, en esta foresta, en este país. Comprendo que Aneki es indispensable para mí. Sin él, voy a marchitarme entre el huerto y el templo. Itulia, lo había presentido, es efectivamente el lugar de este florecimiento, y él es mi felicidad: este salvaje medio desnudo, de una raza que al principio me daba miedo; este hombre capaz de sumirse en la contemplación de unos zorreznos que no le suponen alimento ni bien material alguno. Me devora un fuego, me llena el vientre y el pecho, voy a consumirme allí. Nada se ha movido, solo hay, aún, el ruido del viento en las cimas y los rayos del sol en los pelajes rojizos. Sello este pacto. Pongo mi otra mano en su muñeca. Él me mira y no parece asombrado. Solo un poco de fuego se enciende, tal vez, en sus ojos y permanecemos allí.

Mientras los animales siguen jugando, no nos movemos. De pronto, la hembra levanta el hocico. ¿Un ruido, un olor? Se desprende brutalmente de su prole, permanece al acecho unos segundos, luego se aleja hacia las frondas trotando, justo a la velocidad suficiente para que sus pequeños la sigan. Podría creerse que estamos petrificados, como los humanos que han visto a los elfos de mis historias de niña. El sol ha avanzado un poco y roza el hombro de Aneki. Quisiera ser este rayo. Nos levantamos, nuestras manos se separan y retoma el camino de la foresta como la zorra, él por delante y yo, tropezando, detrás.

Para que nos perdonen por regresar con las manos vacías, hemos vuelto por las colinas llenando el cesto de calafates. Los demás nos han recibido acusando de malos modos a Aneki de ser un mal cazador. Él se ha reído y hemos intercambiado, brevemente, la misma mirada que en el calvero. No, no he soñado.

No sé qué hacer. No duermo ya. ¿Es, acaso, amor lo que siento, como en las historias de los almanaques que leía a hurtadillas en casa de los Mac Kay? No lo sé. Eso me parece mucho más potente, extraño, indescriptible. ¿Qué amor puede existir entre una mujer blanca y un indio? ¿El mismo que entre el pastor y Dorothy, Elisa y Samuel? No, sin duda. ¿Qué más podemos inventar? Salvo en mis confusas divagaciones a bordo del barco que me traía a la Patagonia, nunca he pensado demasiado en el matrimonio. Hasta hoy no he sentido atracción por un hombre. ¿Estaré dispuesta a entregarme a este, a vivir con él como marido y mujer? A veces, esta idea me avergüenza y me siento ridícula al darme, incluso con el pensamiento, un esposo pescador desheredado, factótum de un grupo de pioneros. Pero solo algunas veces. El resto del tiempo me dejo invadir por singulares sueños y estremecimientos, por algunas humedades que el reverendo calificaría de concupiscentes.

Bajo cada día a la aldea con una bola en el vientre. Si se ha marchado en el Alenn Gardiner, acecho las velas blancas en la boca del canal, como todas las mujeres de marinero. Si está allí, me siento torpe y no sé qué decir. Él se comporta como si no hubiera pasado nada y de pronto siento miedo de haberme construido toda esta historia en mi cabeza. Y, luego, regresa esta mirada, insistente, tierna, una pizca burlona. Me ha regalado un collar como los que llevan las mujeres yámanas. Son pequeñas conchas blancas y pardas, enhebradas en un tendón de foca. Fueron elegidas con cuidado, exactamente del mismo tamaño y pulidas para que reflejen la luz. La vieja Rosy me ha mirado largo rato con sus ojos azulados y he tenido la impresión de que veía a través de mí. Era como un examen de paso cuyo resultado no conozco. Fiona Meesh, esa peste que mejor habría hecho abandonando la colonia puesto que sueña tanto en fundar su propia «estancia», y que ahora encuentra mil pretextos para denigrar nuestra vida, se ha fijado en el collar.

—Caramba, querida, ya va decorada como una salvaje, solo le faltan las pinturas de guerra.

Me he sentido descubierta con las manos en la masa como si mis pensamientos salieran a plena luz y he mentido.

—Oh, me lo han confeccionado los niños de la escuela.

Luego lo he escondido en un bolsillo y solo lo saco cuando voy a la aldea. Nadie en la comunidad de los blancos podría comprender mi vinculación a Aneki. Incluso quienes sienten real caridad o interés por los indios solo podrían reprobar semejante unión. Lo sé. Estoy atrapada en una nasa. Tengo cambios de humor que Beth me ha reprochado:

—¿Por qué te ríes y luego me riñes? Incluso si no he hecho nada. Y a veces, pareces triste sin motivo.

—Es la fatiga, Beth, demasiado trabajo este verano.

Que está llegando a su fin. Me había prometido dejar pasar dos meses para ponerme a prueba. El tiempo ha llegado. Le propongo a Aneki una partida de pesca. Partimos hacia la primera bahía, al oeste de Ouchouaya, que los indios llaman Lapataia. Está protegida por los islotes y sus aguas son tranquilas bajo un cielo gris. Remo, Aneki lanza el arpón. Salvo por mis ropas europeas y mi piel clara, de lejos podrían tomarnos por una banal pareja pescando. Recurro a mi valor.

—Aneki, ¿podrías vivir en una casa sólida como la nuestra? ¿Podrías tener una mujer que no fuera de tu raza?

—Entre nosotros, el hombre y la mujer se eligen juntos. A veces, un yámana y una alakalufe se casan, e incluso sucede que una yámana se deje raptar por un ona, pues lo está deseando.

—Pero ¿entre los yámanas y los blancos?

—Un hombre es un hombre. Una mujer es una mujer. Los blancos han tomado esposas indias.

Tiemblo.

—¿Y si yo quisiera?

—Entonces, yo querría también.

Le contemplo y me gustaría obligarme a la crítica. Pero sus ojos negros levemente almendrados, sus altos pómulos, el flequillo de pelo oscuro en un óvalo regular, la boca demasiado grande, un poco, el cuerpo lampiño y musculoso me son irresistibles y capitulo sin condiciones. Toma mi rostro en sus manos y permanecemos inmóviles largo rato, nariz contra nariz, frente contra frente. ¿Así se corteja entre los yámanas? El cielo ya no es gris, mi corazón late lenta, gravemente.

¿Y ahora? Tengo que hablar con el reverendo. Le propondré que vayamos a establecernos en Itulia. Podríamos vigilar los rebaños, llevar a los pastos vacas y caballos, cazar, pescar y ser una especie de puesto avanzado para Ouchouaya. Titubeo durante noches y noches, intentando presentarle nuestro proyecto como benéfico para nuestra sociedad. Puedo jugar con su ambición de desarrollar no solo la ganadería, sino también el aserradero. Los bosques de Itulia se prestarían a ello, salvo el de la zorra que deberemos respetar, claro está. Pierdo dos ocasiones de hablar con él, corroída por la ansiedad. No consigo decidirme. Por la noche sueño en que soy perseguida. En cuanto creo haber burlado una amenaza, surge otra, despierto sudando. Elisa, a quien he confiado estas pesadillas, dice que es señal de que tengo un problema que resolver. ¡En efecto!

La explicación no sale, finalmente, de mí sino del propio pastor. Tenemos pocas conversaciones, salvo por motivos materiales. Es así con todo el mundo y, supongo, también con su mujer. Nada de charlas frívolas o estados de ánimo. Está demasiado acaparado para eso. Esta noche, regresamos del aprisco donde un animal, que buscaba su cría, nos ha retenido largo rato. El aire es fresco y ascienden lentas brumas del canal.

—Emily, hija mía —esboza una sonrisa turbada como si dijera una palabrota—, permítame que la llame así, ya sabe usted que me es querida como una de mis hijas. ¿Qué le pasa? Todo el mundo la ve preocupada desde hace unas semanas. Dorothy me habló de eso y la he observado.

Tengo las palabras en la punta de la lengua, pero se me adelanta.

—¿Algo la hace infeliz aquí? ¿Siente nostalgia del país?

—Oh, no, reverendo, al contrario. Me veo aquí construyendo mi vida.

Se detiene y me mira. Debo de estar roja como una amapola, siento que el sudor brota de mis sienes. Hurga nerviosamente en su bolsillo.

—Claro, claro… Es usted una muchacha hecha y derecha. Comprendo que sueñe en fundar un hogar. Tal vez sea un poco joven, pero…

Saca las manos de sus bolsillos, vuelve a meterlas.

—Bien. John es un buen muchacho. No me opondré en absoluto…

—¡No, John no!

El grito ha brotado de mi corazón. ¿Cómo? ¿Ese tiparraco siempre demasiado pálido y amanerado? ¿Eso cree? Da un respingo y me mira ahora con gravedad y un fulgor de inquietud.

—¿Harry? Entonces, jovencitos, habrá que esperar. Harry es demasiado joven para fundar una familia. Quiero mandarle a Inglaterra para que le ordenen diácono, pero no antes de dos años. Si sus sentimientos, los de ambos, siguen siendo firmes cuando regrese, la recibiré con gusto como mi nuera, Emily.

No parece muy convencido de lo que dice y su fornido cuerpo se balancea murmurando, como para convencerse:

—Harry, Harry…

—¡Oh, reverendo! ¡No!

Esta vez, me lanzo. Las palabras brotan de mi boca como las aguas del torrente forzando un resalto. Intento poner en mi voz la fría convicción de quien ha reflexionado concienzudamente, pero siento las temblorosas sombras que la habitan aún.

—¡Reverendo, es Aneki! Quisiéramos casarnos. Él es viudo desde este invierno. Habla un buen inglés y yo también me expreso en yámana. Es honesto y trabajador. Vendrá a la religión. Puede tener una excelente influencia sobre los demás indios, será un modelo…

Doy mis argumentos a toda velocidad mientras me queda valor.

El pastor parece fulminado por un rayo, ni siquiera sus manos se agitan ya. Intento algunas palabras más que parecen morir como pequeñas olas al asalto de una playa.

—Oh, reverendo, se lo ruego, si desea usted mi felicidad como un padre, deme su bendición.

Silencio. Tiemblo, él no. Me agarra de la muñeca, pero no es la dulzura de Aneki sino, más bien, una zarpa que me inmoviliza.

—Está usted completamente loca, hija mía. ¡Casarse con un salvaje! ¿Cree que me haría cómplice de semejante extravío? ¡Despierte! Dios nos ha traído aquí para traer las luces de la fe, no para la fornicación. —La palabra parece chasquear en su boca—. Nunca formará una pareja cristiana con ese individuo. Tal vez Aneki sea muy pillo y muy dotado para ciertas cosas, pero no tiene ningún valor moral. Permanece en el oscurantismo de su raza, siempre dispuesto a correr desnudo hacia no sé qué ceremonia descreída. ¡Dios del cielo! ¿Se imagina cargada de niños negros? ¿Le apetece pasar sus días en una choza maloliente, mordisqueando mejillones?

Estoy desesperada, me lanzo a una última batalla.

—Pero podríamos ir a Itulia, construir una casa de verdad. Un buen huerto y cuidar el rebaño serían una ayuda para todo el mundo. Estaríamos lejos de quienes pudieran escandalizarse por esto. Aneki está dispuesto a hacerse cristiano.

—¡Basta!

Se ha recuperado ya de su sorpresa, él es el jefe, el pastor y yo la oveja descarriada.

—Me reprocho haberle dado esa libertad de la que tan mal uso ha hecho. Me decepciona usted profundamente. ¿No habrá pecado, al menos?

—Oh, no, no reverendo. Nos consideramos prometidos.

—¡Prometidos! Ya solo faltaba esto. Va a regresar de inmediato a casa y le prohíbo que salga más allá del huerto. El trato con los indios, su apasionamiento en defenderlos que ya había advertido y su irresponsabilidad ya han causado muchos estragos. No se da cuenta de cuán artera y calculadora puede ser esta raza. Aneki solo piensa en obtener poder, gracias a usted, para reinar sobre sus semejantes y obtener todos los favores. Ha explotado su inmadurez que confunde benevolencia y ceguera. No informaré de esto al pastor Mac Kay, que se sentiría desesperado siendo la fuente de semejante trastorno. Pero sepa que, desde ahora, pienso en enviarla a Inglaterra, a menos que me dé usted pruebas inmediatas de que se corrige y pida perdón a Dios por estas culpables locuras. Ahora regrese, voy a hablar de inmediato con este criminal.

Me arrastra del brazo. Titubeo. No sé qué prevalece en mí, si la cólera o la desesperación. Bajamos por la colina, me arroja al interior de la casa y me refugio en mi habitación, atontada, llorosa, ante la mirada interrogadora de toda la familia. Apenas media hora más tarde, oigo de nuevo la puerta.

—¡A la mesa, Emily! Y abandone ya sus niñerías.

Nadie mira mi rostro abotargado. Esta hipocresía rampante me sumerge. Todos están con él, sin saber ni siquiera por qué. He vuelto a ser aquella a la que se tolera y que molesta. Ya no tengo familia. Al terminar la bendición, el reverendo remacha el clavo.

—Y roguemos por Emily, que Dios le dé fuerza para salir de su ceguera y de sus culpables proyectos.

Largo y pesado silencio. Incomprensión, tensión palpable. La sala está oscura como en pleno invierno, pues la cena se retrasa. El fuego ilumina la mitad de unas caras hoscas. Solo Joachim intenta una mirada de soslayo.

El alba me encuentra apoyada en la ventana. El día sufre, del todo gris contra el cristal. No necesito ir a verlo. Sé que una canoa se desliza ya entre la brisa del oeste, que la vieja Rosy ha tomado de nuevo el remo y una silueta está inmóvil, erguida en la proa. ¡Expulsados, como unos puercos, como criados ladrones, como seres inferiores! Ardo, siento vergüenza, tengo miedo.

Por primera vez en mi vida, quisiera estar muerta.