Los meses son largos. El tiempo, lento. El invierno parece haber tomado posesión, para siempre, de la Patagonia, sujetar con sus garras este pedazo de tierra, insinuándose en cada terrón y en el corazón de cada guijarro. Aunque la tempestad no retuerza aullando los árboles, una capa gris y una lluvia metódica nos mantienen días y días en casa, cuando no es el paso de los torbellinos de nieve que se extienden ahora hasta la ribera, cediendo solo en la clara línea de la marea alta. Ciertamente hay días hermosos o noches límpidas en las que pueden contarse todas las estrellas del cielo, pero es así porque un frío de todos los diablos ha llegado, petrificando todas las cosas en una ganga de hielo. Por la noche, se oyen, en un silencio de tumba, las ramas de los frutales que estallan bajo el hielo. En las habitaciones, hiela a lo largo de los cristales en el interior de las ventanas y adopto la costumbre de dormir en la cama grande, con las pequeñas. Pegadas unas a otras bajo una pesada capa de mantas, parecemos tres náufragas en ese océano oscuro y gélido.
Numerosos indios vienen a pedir trabajo, pues entre ellos la imprevisión hace su tarea y reina el hambre. El número de chozas ha aumentado considerablemente. Cada día bueno trae una o dos piraguas cargadas hasta el borde. Somos el único lugar, en centenares de kilómetros a la redonda, donde puede esperarse un comistrajo de harina y grasa a cambio del propio trabajo. Con Joachim, nos las arreglamos para sisar algunos restos o el fondo de algún saco, que meto en los grandes bolsillos de mi capa, para nuestros protegidos de la escuela.
La seguridad de estar dos horas calientes nos vale una numerosa concurrencia. En cuanto puedo abandonar los trabajos domésticos, voy a tocar una campanilla que el reverendo ha tenido la bondad de darme para indicar que la clase va a comenzar.
Cierto día, tuvimos la sorpresa de ver cómo llegaba Aneki, acompañado por otro joven: Okolo, su amigo. Este es algo mayor, casado como de costumbre con una mujer más vieja que, de todos modos, le ha dado dos hijos. Es muy característico de su raza: un torso y unos brazos largos, piernas enclenques, hombros poderosos, poco cuello, cara redonda, la frente baja. El conjunto resulta poco atractivo, pero unos grandes ojos negros, vivaces y llenos de curiosidad y bondad atenúan la mala impresión. Río para mí al pensar que, hace solo un año, habría huido asustada al encontrarme con semejante personaje. Hoy le recibo sin pestañear.
—Buenos días, amigos, ¿qué queréis?
—Aprender —dice sobriamente Aneki, acuclillándose en el suelo entre los niños.
Nos hemos acostumbrado a ver a esos dos grandes cuerpos escuchando gravemente nuestras lecciones y entonando los cánticos. La lengua de los yámanas es ronca y gutural. A menudo tienes la impresión de que gritan o riñen más que hablar, y eso refuerza la sensación de su animalidad. Pero les gusta cantar y, entonces, su timbre se dulcifica. Tienen gran capacidad de modulación y pueden aguantar las notas durante mucho tiempo. Esas dos voces graves entre el agudo de los niños acaban por formar una coral presentable.
Okolo y Aneki son buenos alumnos. Al mismo tiempo, Joachim y yo progresamos también en su lengua, más compleja de lo que su desnudez física haría pensar. Tienen mil y un matices o entonaciones de las mismas sílabas para facilitar una información, cuya precisión puede ser esencial para la navegación o la pesca. Así, hay varias palabras para decir playa, dependiendo de su orientación o según haya una tierra o un brazo de mar entre esta y el interlocutor. Por lo que se refiere a los grados de parentesco, al parecer existen por lo menos cincuenta palabras para describirlos con precisión.
Los dos jóvenes me han bautizado Yekadahby, que significa «madrecita», por lo general la tía materna que se encarga de los hijos de su hermana. He comprendido que, por extensión, era un apelativo afectuoso y me siento más bien orgullosa.
La mid-winter es una agradable diversión. Navidad cae, claro está, durante nuestro verano y es bueno celebrar, en pleno invierno austral, el día en que la luz empieza a regresar. Durante toda la semana, hemos confeccionado tortas y púdines y hemos sacado de los baúles ropas usadas que regalaremos a los yámanas. Lo saben. A la una del mediodía, reunimos a todo el mundo en la casa, puesto que el templo no está terminado. Estamos apretados como sardinas, con la estancia invadida de pieles pardas salpicadas por nuestros escasos rostros claros. Nuestra coral hace, casi, maravillas. Hemos cantado En Ti, Señor, mi esperanza, Oh qué hermoso es y, claro está, Amazing Grace, que es mi favorita:
Sorprendente gracia, dulce susurro,
que salvó al miserable que yo era;
estaba perdido pero me he encontrado,
estaba ciego, pero veo…
Han brotado mis lágrimas. Sí, la gracia me ha acompañado hasta ahora. Rodeada por esos niños salvajes, comprendo de pronto que mi responsabilidad es aportarles esa luz que hoy celebramos.
Luego hemos distribuido la ropa, lo que no resulta sencillo. Naturalmente, todo el mundo quiere lo rojo. Ignoro qué les excita en ese color, pero, a fin de cuentas, sienta bastante bien a esas pieles oscuras. Aneki y Okolo se han erigido en ordenadores de la distribución, dada su facilidad para hablarnos. Al revés que muchos otros pueblos, los yámanas no tienen jefes. Los ancianos son los más escuchados, pero su gobierno no supera el círculo de la familia. Luego, todo son discusiones o peleas. Cuando varios se encaprichan de la misma prenda, la desgarran ante las miradas horrorizadas de Dorothy, Elisa y Sarah, la mujer de Paul Smiley, a las que les había costado mucho arreglarlas. En esa escasa luz, con el olor de los cuerpos amontonados, puedes creerte de regreso a alguna caverna de las primeras edades. Algunos lucen una pernera de pantalón a guisa de cinturón o una cinta para la cabeza hecha con una manga de camisa, que ciertamente no les protegerá del frío.
El 15 de septiembre, Harry y Simon están de regreso. El navío es magnífico, de sólido roble, pintado de negro con un reborde rojo. Una cabina con escotilla protege una cámara de la tripulación con cuatro literas y un pequeño fogón. El resto lo constituye una vasta cala que será muy apta para transportar material. De momento, está abarrotada de mil cosas: hierro en placas y barras, clavos, hojas nuevas, material de esquileo, toneles de harina y legumbres secas e incluso fruta confitada, copas con pie para los domingos, candelabros para el templo, múltiples piezas de tela, entre ellas una fina batista a la que las mujeres echan el ojo, cubos, jarras y los inevitables harapos obtenidos de las damas caritativas de Buenos Aires.
Como el día de mi llegada, nos reúne a todos una alegre cena. Harry nos presenta un informe casi militar. Buenos Aires acaba de vivir su primer año como capital federal. El puerto se amplía y todos los días llegan de Estados Unidos y de Europa barcos cargados de mercancías, de emigrantes, de espíritus refinados y de pillos. Roca, el nuevo presidente, es adulado por su pueblo, sobre todo a causa de la inmisericorde campaña que lleva a cabo contra los indios tehuelches. En efecto, después de algunas guerras, Argentina ha estabilizado casi sus fronteras con los vecinos del norte. Ahora quiere conquistar los tres mil kilómetros que se extienden hacia el sur, hasta nuestra casa. Pero los indios no aceptan someterse. Las primeras granjas instaladas han sufrido violentos ataques. Estos terribles guerreros no vacilan en matar, violar y torturar, incluso a sus semejantes si desertaran. Su habilidad ecuestre y las boleadoras, un arma hecha con dos sólidas bolas unidas por una correa de cuero, no pueden competir, sin embargo, con los fusiles del general Roca. A medida que son aplastados, sus tierras se distribuyen a los colonos, que las aprovechan para implantar grandes ganaderías. Desde el primer viaje del señor Charles Tellier, un francés que pudo transportar carne de Argentina a Europa, gracias a un astuto sistema de refrigeración con éter metílico, cuenta Harry orgulloso de su saber, la carne de buey y de cordero se exporta al viejo continente y proporciona fortuna. Decenas de miles de cabezas de ganado se extienden por las llanuras.