¡He aquí mi país! Me siento tan intimidada como excitada al imaginar lo que me aguarda en esta tierra nueva. Ni siquiera sé cuántos años pasaré en ella; pero ¿acaso importa? La elegí, he querido ir, y allá voy. Desde hace dos días el tiempo ha mejorado, es bueno incluso. El viento ha girado hacia el norte y nos deslizamos por un mar gris, sordamente recorrido por los rayos de luz que brotan de entre las nubes. Algunos albatros delicadamente subrayados de negro nos acompañan, fisgando la estela en busca de alimento. Liberada del innoble mareo que me mantuvo en la cama durante el descenso desde el Río de la Plata, permanezco en cubierta durante todo el día para huir del olor a moho de mi camarote. El aire me parece cargado de una indefinible energía, una vivacidad que me llena los pulmones, hace que me den ganas de cantar, que me alegre de haber tomado la irrazonable decisión de establecer aquí parte de mi vida.

El segundo oficial, el señor Sellers, siempre ha sido previsor. Él, más que el capitán a quien se lo encargaron, vela por mí. Me acompañó cuando quise desembarcar, tanto en Lisboa como en Buenos Aires, y me ayudó a comprar una pastilla de jabón y dos hermosas piezas de tela de algodón estampado. En esta última ciudad, sobre todo, habría sido muy imprudente circular sola. Este país, Argentina, que fue una posesión española y es independiente desde hace apenas sesenta años. En vez de aportar la paz a sus habitantes, aquella rebelión condujo a incesantes guerras civiles y contra sus vecinos. El señor Sellers dice que, ahora, todos los argentinos han designado al general Mitre como su jefe y que regresará la concordia. Pero permanecen en Buenos Aires, su capital, muchos hombres desmovilizados que vagabundean, armados y sin trabajo. Hay otra razón para que reine la inseguridad en este extraño país: casi todos sus habitantes han llegado recientemente de Europa. Aparte de algunos indios, esta tierra estaba desierta. Mucha pobre gente apostó todos sus ahorros en un pasaje de un barco que se dirigía hacia esa tierra de promisión, y aún no han sido compensados. En pleno verano, entre un calor tormentoso, a orillas de un río lodoso, con barracas junto a los almacenes, se grita en todas las lenguas. Todo eso asusta bastante y me satisface que Ouchouaya, nuestro destino, se encuentre a tres semanas en barco de esta Babel y no tenga más habitantes que nuestra comunidad misionera y los indios de los que vamos a ocuparnos. Tras haber dispuesto agua y víveres, zarpamos y, al cabo de unos días el horizonte estaba tan vacío como durante nuestra travesía del Atlántico. Imposible sospechar que navegábamos cerca de la tierra. Cuanto más hacia el sur íbamos, más descendía la temperatura, el viento era más fuerte y mi entusiasmo más débil. Permanecía echada en mi litera, siempre con náuseas.

El pequeño ojo de buey destilaba una luz verdosa, pero tal vez fueran imaginaciones mías a causa del mareo. A menudo me reprochaba haber accedido a hacer ese viaje. ¿No habría sido mejor, me preguntaba, soportar a aquellas arpías, las hijas del pastor, unos años más y luego independizarme y colocarme en Escocia como gobernanta? Había mandado una misiva a Greg antes de partir, pero no había obtenido respuesta. Tal vez él hubiera cambiado de granja o se hubiese establecido en alguna parte. Si lo hubiera encontrado, pensaba, habríamos recuperado juntos Doherty, restaurado la chabola y reanudado nuestra vida de antaño.

No soy muy bonita, decidí. Siempre se han burlado de mi delgadez, mi gran talla y la inexistencia de «atributos femeninos». Me han dicho de todo: ¡espárrago, palo de escoba, tabla de planchar! Pero sé que tengo en mi favor unos cabellos largos y rizados y unos ojos verdes que he recibido, decía con nostalgia padre, de mi madre, y además soy dura ante las dificultades y el trabajo. Con todo, habría podido casarme y trenzar, a mi vez, coronas de espino o fabricar arcos para mis hijos. En vez de ello, me siento muy sola, de camino hacia una tierra de salvajes.

Pero hoy las agradables condiciones barren mis negras ideas. Soy de nuevo Emily, el buen soldadito, dispuesto a todas las aventuras. Y, puesto que una felicidad nunca viene sola, mientras saboreo esta hermosa luz, el señor Sellers se reúne conmigo en cubierta y con una amplia sonrisa dice:

—Mire, señorita Emily, ¡ahí está la tierra!

Se necesita una vista muy buena o el legendario optimismo de los marinos para ver un continente tras el trazo grisáceo que mi compañero me señala. Pero, poco a poco, aparece una barra, y va creciendo en el horizonte, como una bestia que emergiese de la nada. Un acantilado beis y desnudo va precisándose, salpicado de playas de guijarros y, más allá, cabrilleos hasta perderse de vista con los que juegan unas manchas de sol. Eso es todo lo que me aguarda. Ni un solo indicio de vida humana, ni aldeas, ni caminos, ni el lento serpentear de humaredas rasantes, solo naturaleza en bruto. Casi siento vértigo al tomar conciencia de este vacío. El mundo es grande, y me siento tan pequeña.

Nuestro navío se ha acercado a la costa «para dirigirse hacia el cabo San Pablo», dice el capitán. Pero ¿cómo se orientan pues? A cada punta sucede otra. El interior de la tierra se parece a mi Escocia. En la lejanía, adivino algunas montañas. Las zonas más claras son praderas, vallecillos que imagino empapados, entretejidos con espejeantes arroyos. Las zonas oscuras son bosques que trepan hacia las alturas. Ocultos en ellos, sin duda, nos espían algunos ojos. Los marineros me han avisado.

—Uno cree estar en un desierto, dicen, pero no se confíe, señorita, los salvajes lo ven todo. Apenas has echado el ancla cuando ahí están esos rostros pintarrajeados, gritando como diablos. No es que sean muchos, pero no se les escapa nada. Sí, es usted muy valiente. Dios me perdone, esos cafres jamás comprenderán nada de la religión.

Hombres de poca fe. Dios creó a estos primitivos como a nosotros. ¿Por qué no van a escuchar su mensaje?

El domingo entramos en el canal de Beagle, bautizado con el nombre del navío del señor Fitzroy, un gran marino que cartografió ampliamente estas regiones desiertas. Es un paso que une, en el extremo sur de América, el Atlántico con el Pacífico, separando la gran isla de Tierra de Fuego de las más pequeñas que llegan hasta el cabo de Hornos.

En pleno verano austral, el panorama es deslumbrador. Al norte, se levantan grandes bosques que se interrumpen bruscamente, a cierta altura, como si se hubiera propinado un tijeretazo al manto oscuro, para dar paso a caras rocosas sembradas de placas de nieve. Al sur, unas colinas más agradables alternan bosques y praderas. Al oeste, el canal se pierde en un misterio de picos, rocas y cumbres cubiertas de hielo. La luz del sol, tibio ya, pone de relieve cada detalle con absoluta claridad. El paisaje parece brillar desde dentro, habitado por alguna alma secreta. Casi he sentido ganas de llorar ante tanta belleza.

—Palabra, señorita Emily, nos trae usted suerte, de lo contrario no tendríamos tan buen tiempo en este maldito lugar. La última vez tardamos una semana en embocar el canal y desgarramos tres veces el trinquete —comenta el contramaestre.

Damos lentamente bordadas entre las riberas, con viento débil, y corriendo de un lado a otro de la borda, devoro con los ojos la ribera. Hay en ella algo que se parece a los lugares que he conocido, aunque centuplicado, como si fuese más indomable, más enérgica. Desde el primer día siento que se establece en mí un profundo pacto con esta naturaleza; me consagraré a ella y jamás me traicionará, estoy donde debo estar. Pienso una vez más en Doherty, en Greg y en padre, pero sin añoranza. Estos lugares serán como un estuche de belleza para mis pensamientos hacia ellos, digno de su recuerdo. No quiero vivir en la nostalgia. Aunque me reproche tener ahora que hacer un esfuerzo para evocar los tupidos cabellos de mi padre, su barba negra y los pliegues de su boca que se dirigían tristemente hacia abajo, aunque me cueste imaginar a Greg como un hombre hecho y derecho, rodeado de hijos, sé que mi porvenir no está allí y que debo mantener su imagen en una caja de recuerdos, en un rincón de mi cabeza, y dejar sitio para ese futuro que se me presenta.

—Capitán, ¿veremos algunos nativos? Dicen que acuden fácilmente al encuentro de los navíos para mendigar regalos.

—No tenga tanta prisa, señorita, ignoro lo que le han dicho, pero esos tipos no siempre son tratables. Mire, la isla de ahí delante; la llaman Gardiner, por el nombre del primer evangelista que quiso establecerse ahí. Estos indios le hicieron la vida dura, le robaron todas sus cosas y estuvieron a punto de matarlo, a él y a sus cinco compañeros. Huyeron a la bahía Sloggett, que hemos dejado atrás esta mañana. Pues bien, créame si le apetece, pero estos salvajes los dejaron morir de hambre durante todo el invierno. Los encontraron meses más tarde, rígidos como cirios, Dios me perdone. Y aún fue una suerte que no los devoraran.

—¡Pero si no son antropófagos!

—Eso no es tan seguro. Se dice que, en caso de hambruna, se comen a las ancianas que ya no sirven para nada. La emprenden con los viejos y sin embargo respetan sus perros, para poder cazar. Piense usted lo que quiera, pero los salvajes son siempre salvajes. A mí ya me va bien no acercarme demasiado a ellos.

—Sin duda, esa gente vive casi como los animales salvajes y no conocen la compasión, pero el reverendo Mac Kay me dijo que también se hacían correr muchas mentiras. En especial, no son antropófagos.

El capitán replica con aspereza:

—Bueno, hablaremos de ello cuando vuelva a pasar por aquí. Seis meses deberían bastar para que se haga una idea de sus protegidos. Ahora perdóneme, debo verificar nuestra ruta.

De pronto me siento invadida por la tristeza. A bordo, todo el mundo ha escuchado nuestro altercado y nadie, ni siquiera el señor Sellers, me dirige ya la palabra, como si yo hubiera justificado alguna práctica bárbara.

El anochecer se extiende con infinita lentitud, el cielo y el canal se cubren sucesivamente de rosa, de fucsia y de magenta. El viento cesa y permanecemos encalmados en ese universo de colores. Ni un solo rizo en el agua, ni un ruido en la ribera, nada turba ese esplendor. Pero la serenidad me ha abandonado.

Navegamos una jornada aún divisando una sola vez canoas, a lo lejos, zigzagueando más allá de las islas. No se acercan, y ya no me atrevo a decir nada. La noche siguiente me despierta el ruido del ancla. Sin luna y con un cielo cubierto, apenas si se distingue la ribera.

En pleno estío, las noches, como en Doherty, no duran mucho más de tres o cuatro horas. En cuanto clarea el alba me apresuro para ver el lugar donde viviré. Me da buena impresión. La bahía de Ouchouaya está rodeada de altas montañas, la inevitable foresta ocupa casi todo el contorno a excepción de unas colinas bajas, al oeste, prolongadas por islotes que separan el fondo de la bahía del canal, formando así un vasto puerto natural, bien protegido. En una de estas colinas se levantó la misión. Poca cosa, de hecho, un muelle, un camino, hacia la izquierda, tres casas de ladrillo y madera, cada una rodeada por un cercado, algo separado un edificio mayor, visiblemente en construcción, que debe de ser el templo para el que el reverendo Bentley reclamaba fondos. Junto a la orilla, otras cuatro casas, de madera, que parecen abandonadas y, frente a ellas, una docena de chozas. Este es el «pueblo». Junto al agua, entre grandes algas pardas, algunas finas canoas. Unos perros se pelean ruidosamente. A pesar de la hora matutina algunas personas van y vienen entre las chozas. ¡Mis primeros yámanas! Porque así se denomina esta tribu. Desgraciadamente, a causa de la escasa profundidad hemos echado el ancla lejos de la playa y veo mal.

En el navío, siguen poniéndome mala cara. Son hombres de rencor tenaz. Tasco el freno durante horas, esperando a que todo el mundo se desperece, que suban a cubierta mi baúl y las innumerables cajas que llevamos. Por fin, hacia las ocho, echan el bote al agua.

—¡Bienvenida, mi querida Emily! Dorothy y los niños la aguardan con impaciencia. Gracias a Dios, ha hecho usted un buen viaje.

Me cuesta reconocer en el hombre que me tiende la mano al favorito del pastor Mac Kay. Ciertamente, ahí está esa silueta de talla media, algo corpulenta, ese cráneo que comienza a despoblarse y esa tupida barba, que habían hechizado algunos anocheceres en Grenook, pero la impresión es muy distinta. ¿Acaso la vida en este extremo del mundo lo ha transformado hasta tal punto? Su incipiente panza parece aquí una masa densa y musculosa, las manos son anchas y agrietadas, los brazos arremangados permiten ver unas sobresalientes venas que serpentean bajo una piel marcada, el rostro se ha enrojecido y los ojos están inyectados en sangre. Del conjunto del personaje se desprende una impresión a un tiempo de solidez y deterioro. Me hace pensar de inmediato en esas grandes rocas aisladas que siembran los campos en Doherty, macizas, inquebrantables y, sin embargo, surcadas por grietas y fisuras que atestiguan los ataques del tiempo.

Apenas tengo tiempo de balbucear un agradecimiento cuando ya no se ocupa de mí para enzarzarse con el capitán en una apasionada conversación sobre Inglaterra. No me invitan a participar aunque, sin duda, no habría sido capaz de hacerlo, pues el espectáculo del lado de las chozas me deja pasmada. ¡Estos seres son horribles! Había visto yo, en los libros del reverendo Mac Kay, que los indígenas tienen morfologías muy distintas de las de las personas civilizadas, pero hasta ese punto es difícil pensar que tenemos algo en común con esta raza miserable. Son bajos, no mucho más de un metro sesenta. Pero son, sobre todo, desproporcionados, con un tronco desmesurado con respecto a unos miembros enclenques. Sus piernas son especialmente flacas y sin finura. Aunque son sus rostros, sobre todo, los que muestran su pertenencia a una raza inferior: una cara redonda, una boca ancha y fea, unos párpados pesados bajo una pelambrera negra que, naturalmente, nunca ha conocido un peine. Con la excepción de algunos niños, tienen unos ojillos negros de mirada apagada y huidiza. Esta impresión de decadencia se ve reforzada por la ropa que llevan. Casi todos van vestidos, pero no me atrevo a decir que «a la europea». Los harapos que los cubren son irreconocibles. Mugrientos, desgarrados, a veces reducidos a jirones con los que se envuelven cómicamente, reforzando la impresión de abandono y decadencia. De todos modos, con su distinta morfología, nuestra ropa, en ellos, solo puede flotar en algunos lugares para ceñirse demasiado en otros. Su piel es de un moreno claro. En los jóvenes, parece aún más o menos lisa, pero en las dos viejas que han salido para examinarme diríase pergamino. Más aún, estas mujeres van casi desnudas. Solo una tela oculta sus partes pudendas y sus pechos triangulares cuelgan sin recato. No esperaba que estos seres primitivos fueran bellos, pero lo que veo supera el entendimiento. ¿Cómo hacerles entrever ciertas luces si sus espíritus van a la par de estos cuerpos degenerados?

No tengo tiempo de demorarme, el señor Bentley, que ha llegado ya a lo alto de la colina, me llama, y huyo con alivio.

Me refugio en la casa del reverendo como si de un puerto se tratara. Desde el exterior no tiene buena pinta: basamento de ladrillo, paredes de madera, techo de plancha, sin el aspecto tranquilizador de los buenos muros de piedra de Doherty ni, claro está, la clase de la fachada enlucida de Grenook, pero una vez abierta la puerta, encuentro la calidez del hogar de mi infancia. Entro en una amplia estancia donde arde un fuego que sigue siendo necesario, incluso en pleno verano. Dos bargueños, un vasar, una larga mesa y una decena de sillas debieron de hacer el viaje desde Inglaterra, dada su cuidada factura. El resto, suelo, estantes, taburete, trinchero, tiene el tosco y nudoso aspecto del haya local, que aprenderé a conocer. Al revés que en la casa Mac Kay, atestada de alfombras, marcos y chucherías, encuentro aquí un agradable ascetismo. Con las paredes casi desnudas, el espectáculo lo proporcionan las ventanas que dan al este, a la bahía, y a las atormentadas cimas. Respiro ese olor a granja, a madera, a sebo, a humedad, a aromas de cocina y de humanos amontonados. En las cuatro esquinas, cuatro puertas: tres dan a las habitaciones y la cuarta a la lavandería y al cuarto trastero.

Una mujercilla rubia, tan flaca y pálida como grueso y bronceado es su marido, me recibe. Es Dorothy Bentley.

—¡Mi pequeña Emily, por fin! —exclama—. Me tranquiliza tanto verla. Vamos, preparemos un té para estos caballeros.

No me gusta demasiado que me llamen «mi pequeña», sobre todo porque, en este caso, soy más alta que ella. Pero me da pena con su aire extenuado, desbordada por un marido enérgico que emprende tres obras cada día. Está ahí por el amor de Dios y de ese hombre. Comprendo íntimamente su desesperada voluntad de estar a la altura de la tarea que me recuerda el pacto de los «tres de Doherty». Heme aquí, de inmediato, con un lactante en un brazo, pescando con el otro las tazas y la leche.

—¡Niñas, venid a saludar a vuestra gobernanta!

Me cuesta no sonreír. ¡Gobernanta! En esta barraca, en medio de la nada, lejos de cualquier sociedad… Agarrándose a los usos y costumbres de este mundo, Dorothy, lo descubriré más tarde, consigue mantener a distancia el salvajismo de este entorno. Fuera, el frío, salvajes, el viento furioso en el canal; dentro, su hogar, unos hijos corteses, la cubertería de su boda y el servicio de té. La mujer del reverendo filtra la realidad, la expurga mentalmente de todo lo que se aparta de la vida que hubiera debido llevar en pleno Sussex o Hampshire.

Salieron de una habitación dos niñas. De no ser por su distinta edad, nueve años Mary y cinco Beth, podrían ser gemelas. Cuerpo pequeño y frágil, trenzas rubias, ojos de porcelana, parecían tan desplazadas allí como yo gobernanta. Tengo apenas tiempo de advertir que Mary me mira de soslayo con aire contrariado, cuando Beth corre riendo a plantarme un beso. No tengo tiempo de demorarme en ello, hay que servir el té, pelar las judías, cambiar al bebé. Durante las semanas en el mar he desarrollado una especie de letargia, en concordancia con la perpetua agitación del océano. Me complace recuperar la verdadera vida. Los de la casa deben su supervivencia al empecinamiento de unos y otros. Aquí, no hay nadie para cortarnos la leña o llevar el agua, cuidar a los animales y el huerto, coser la ropa. No hay más que un puñado de seres luchando para mantener una apariencia de civilización en este desierto.

La cena será animada. El reverendo Bentley ha decidido ofrecer una comida a toda la colonia. Acostados los niños, descubro a quienes acompañarán mi vida futura. Además del capitán y su segundo, se estrechan alrededor de la mesa Joachim y Harry, los dos muchachos de la familia, a quienes tratan ya como adultos, John Doodle, el catequista soltero que se aloja con nosotros, Elisa y Samuel Pierce, el herrero que envió Mac Kay, y dos parejas más, los Simley y los Meesh, los hombres de las cuales hacen de agricultores, carpinteros o lo que haga falta.

—Agradezcamos al Señor su viaje sin tropiezos y la llegada de nuestra querida Emily. Que con Su ayuda, alcemos más aún Su palabra. Fortalezcámonos unos a otros para que Su gloria brille hasta en estos olvidados rincones del mundo y atraiga hacia Él los pueblos de la tierra. Amén.

Sigue un solemne silencio. Cada cual piensa, creo, en su propia llegada y su destino, tan lejos de la patria. Luego la conversación versa todavía, y siempre, sobre Inglaterra. Todos se sienten ávidos de conocer los hechos y gestos de nuestra reina Victoria, las noticias del Imperio de las Indias, del Canadá, y mil cosas más que les son por completo inútiles. Al capitán le encanta ser el centro de las conversaciones. El reverendo se descubre dos entusiasmos: uno por las máquinas a vapor de las que sueña con hacer venir un ejemplar para desarrollar el aserradero, otro por una reciente teoría que permite deducir las facultades intelectuales de los seres gracias a la forma de su cráneo. Sería aquí de gran utilidad, para estudiar a los autóctonos e incluso identificar a los que fueran más aptos para la educación. Las mujeres me suplican que les describa con detalle la casa del reverendo Mac Kay, el color de las alfombras, el dibujo de los platos. Advierto que casi lo he olvidado ya, pero mi imaginación lo suple. Más tarde, una u otra me preguntará de nuevo algunos detalles o emitirá un comentario. Nada se les habrá escapado, como si esas pobres palabras las tranquilizaran, les conservaran la capacidad de regresar algún día al país sin parecer tontas. Su curiosidad me enoja y me parece muy vana. Pero, dentro de algunos años, ¿no seré yo quien acose a una visitante, curiosa ante esas futilidades? Esta idea me incomoda tanto que pido permiso para retirarme, alegando la fatiga del viaje.

La ventana de mi habitación da al sudeste. La vista llega muy lejos, hasta el canal de Beagle. Todo es gris esta noche y se amontonan grandes nubes con forma de huevo. Nada es corriente aquí, ni siquiera las nubes. Las montañas se reflejan majestuosas en un agua lisa, creando una turbadora simetría. Las niñas duermen juntas en la cama grande. Beth, acostada de espaldas, abandonada, con las manos abiertas, ronca levemente. Mary, por el contrario, está hecha un ovillo, encogida, con los puños apretados, como tensa en el meollo mismo de su sueño. Yo ocupo la cama pequeña, justo debajo de la ventana, y eso me permite ver el cielo que se oscurece lentamente y me recuerda a Doherty en verano. Algunos ecos de conversación, uno o dos ladridos, el piar de un pájaro, nada más. Por primera vez en mi vida, me cuesta dormirme. Mientras duraba el viaje, me quedaba aún la sensación de poder dar marcha atrás, nada permanecía inmóvil, cada día un paisaje distinto, las escalas, el descubrimiento del mar. Heme aquí ahora como un árbol trasplantado que debe echar nuevas raíces. Me doy cuenta de que me he aficionado al hervidero que es la ciudad y también la casa de los Mac Kay. Tengo sentimientos contradictorios. Por un lado, esta naturaleza me habla, me atrae, me hechiza. Me siento ya en connivencia con ella. Por el otro, una especie de vértigo se apodera de mí cuando imagino toda mi vida aquí, con las mismas diez personas y tropas de indios degenerados por único horizonte.

—¡Señorita! ¿Puedo meterme en tu cama? ¡Tengo miedo!

No he advertido que me adormecía y debía de estar sumida en un profundo sueño, pues no he sentido que se levantaba el viento. La borrasca sacude la casa. Se la oye primero golpear el bosque, rugiendo, para luego hacer temblar la ventana. Estoy acostumbrada a las tempestades escocesas, pero el viento aquí parece más salvaje e imprevisible. Se detiene a menudo, de pronto, dejando que planee un inquietante silencio que tortura los nervios. Diríase una fiera que gira en torno a su presa y se encoge antes de brincar sobre ella.

Una bola tibia se ha insinuado bajo el cobertor, acurruca su cabeza contra mi cuello.

—No soy señorita, soy Emily. ¿Por qué tienes miedo? Estás bien caliente en tu cama, con Mary.

—Mary no quiere tomarme en sus brazos y yo sí quiero.

Siento contra mi piel su rostro húmedo de lágrimas.

—¿Por qué tienes miedo?

—Es el viento, va a romper la casa, ruge, ¿lo oyes? Rosy dice que es Hanush, el hombre salvaje de los bosques. Tengo miedo de que me agarre, pues se lleva a la gente y la ahoga.

—No sé quién es Hanush, ni Rosy, pero creo que son tonterías. La casa es sólida y el Señor nos protege.

Pero Beth ha ganado la partida. Esta noche, acurrucada la una contra la otra, sellaremos un pacto que nunca se romperá, ella rechazando sus miedos de niña, yo mis preguntas sin respuesta.