Me llamo Emily y maté a mi madre. Más exactamente, murió al darme a luz, lo que viene a ser lo mismo. ¿Lo supo, sintió, precisamente cuando yo me deslizaba hacia la vida, que estaba perdiendo la suya? ¿Luchó? ¿Admitió la derrota? ¿Renunció al combate? ¿Me odió porque le robaba a su marido, a su hijo y el seto de retama dorada de aquella primavera? Aulló entre el humo de las velas, rodeada por ancianas impotentes.
Padre nunca volvió a hablar de ella, nunca volvió a casarse. Sé que antes de mi nacimiento la casa estaba llena de vida, de vecinas y de hijos. A nadie le gusta la desgracia, y menos aún quienes la cultivan, de modo que nos convertimos en «los de Doherty», un ensamblaje inconveniente de un hombre joven aún acompañado por un bebé y un niño de cuatro años. Estuve un año con una nodriza y padre me recuperó, pretextando que no era hombre que abandonase a su hija tras haber perdido a su mujer. Caminamos los tres, soldados en torno a esa ausencia. Arrimados los unos a los otros, como quien se apretuja en la tempestad. Crecí en esa extraña atmósfera en la que cada cual protegía al otro tanto como podía. Nuestro trío estaba imbuido del sentido de la fragilidad y la urgencia de estar juntos. A los niños nada les parece nunca anormal. La regla familiar es la vida, y eso es todo. Tanto más cuanto los puntos de comparación eran muy escasos, puesto que a Doherty acudían pocos visitantes. Solo cuando todo se detuvo tomé conciencia de haber sido la única y pequeña campesina de Escocia que había tenido semejante infancia. Para mí, esa felicidad era banal.
Padre nos llevaba a todas partes: a los campos bajo pieles de cordero, al establo bajo la paja, al anochecer junto a la chimenea, uno en cada rodilla. A menudo dejaba de trabajar para trenzar para mí una corona de abeto o hacer un arco para Greg. Dos o tres veces al año íbamos al pueblo para vender un poco y comprar menos aún. Cuando llegaba la época de la cosecha, durante unos días echaba una mano a los vecinos y estos le correspondían. Por lo demás, nosotros éramos sus únicos interlocutores. Se tomaba tiempo para hablarnos, como a adultos, de los animales y del cuidado que exigen, de las plantas y de sus virtudes, de las leyendas e historias tan antiguas que ya no se sabía quién las había vivido.
Tuve muy pronto que ocupar mi lugar. A los cinco años sabía ordeñar, sentada en el taburete que padre me había fabricado. A los seis sacaba agua del pozo. A partir de los siete era la mujer de la casa, cocinaba, cosía, mal sin duda, pero habitada por el desesperado deseo de borrar mi pecado original.
Soñaba con ser un muchacho. Correr por las landas, montar a caballo, cazar e incluso cortar leña y matar bestias me ha atraído siempre más que remover el calducho o hilar interminablemente. Por fortuna, Greg, que no tenía compañeros de su edad, me dio la posibilidad de escapar de mi condición de niña. Me llamaba Em, haciendo que desapareciera la sonoridad femenina de mi nombre. En cuanto teníamos tiempo libre, me arrastraba hasta la copa de los árboles, me enseñaba a hacer saltar las piedras y a disparar con el arco, conducíamos las vacas y los corderos. Los apacibles animales nos dejaban tiempo para fabricar lazos de caza, ejercitarnos con la honda contra los pardillos y las alondras de los alrededores e incluso para luchar. Nos revolcábamos por el prado; yo conseguía de vez en cuando ponerle una zancadilla que le hacía soltar una carcajada y exclamar:
—¡Bravo, Em, serás un buen soldado!
Yo temblaba de orgullo y mis noches se poblaban de uniformes con botones dorados y de cierta recluta más pequeña, pero más valerosa que todos, blandiendo su bandera, como en los grabados del almanaque.
Un caballo, tres vacas, unos veinte corderos, las gallinas, un campo de centeno y algunas verduras. No éramos pobres, tampoco ricos.
¿Cuál es la norma? ¿La felicidad o la desgracia? ¿Los equilibra Dios en la vida de cada cual, para poner a prueba nuestros corazones y nuestra fe? Pronto abandoné esa apacible existencia. El heno había sido almacenado justo a tiempo, antes de las tormentas. Las colinas estaban rubias y secas, el riachuelo llevaba poca agua, y me gustaba este período, cuando la naturaleza parece ahíta, satisfecha de haber creado, un año más. Yo tenía once años.
Oí que un caballo se detenía en el patio. Ben Ashley, el vecino, rehuía mi mirada y a las palabras les costaba salir de su boca.
—Pequeña, ve a buscar a tu hermano, ¡tenéis que venir conmigo! La bajada hacia la charca estaba muy húmeda aún. Siempre he dicho que era preciso empedrar bajo los árboles. Tu padre ha quedado atrapado bajo el pértigo. Será un milagro si se libra de esta.
Tres días más tarde, abandonaba yo Doherty creyendo que algún día volvería. Greg se marchaba a treinta leguas de allí, como jornalero, y el reverendo Mac Kay, que vivía en Grenook, emparentado de lejos con mi madre, me recogía. Alma buena, se proponía educarme en la caridad, como una de sus cuatro hijas. De hecho, yo me sentía una criada al servicio de un hatajo de holgazanas cuyo único interés por el prójimo consistía en chismear malignamente.
—¡Emily, agua caliente! ¡Emily, velas! Emily, ¿no has terminado el dobladillo?
La casona de piedras grises habría podido deslumbrarme, con sus muebles encerados y su vajilla de porcelana. Pero, en sueños, yo seguía viendo la choza que, inexorablemente, debía de estar deteriorándose. La ciudad, sus comercios, sus multitudes asustaban a la pequeña salvaje que yo era. Allí descubrí que me era indispensable ver correr un manantial y beber a grandes tragos, oír mis pasos crujiendo sobre las hojas secas, sentir el viento que baja de las colinas capturando, de paso, todos los aromas de centeno tibio o de brezo. Echaba cruelmente en falta estas sensaciones, banales para los campesinos, inútiles para los ciudadanos. Nunca he conocido la naturaleza de mi secreta correspondencia con estas cosas sencillas. Pero, ya a aquella edad, tomé conciencia de que mi vida no podría desarrollarse sin ellas.
Solo me sentía bien en el jardín, binando el huerto y recolectando las manzanas. En otoño, contemplaba el paso de las ocas, como lo hacían sobre las colinas de Doherty, y recordaba que mi padre me contaba que se dirigían al fin del mundo, donde el sol es ardiente incluso en invierno. Me sentía prisionera. El reverendo Mac Kay vino, sin quererlo, a rescatarme. Era un hombre corpulento y barbudo, con manos de mujer y ojos tan profundamente hundidos en sus órbitas que costaba distinguir su mirada. Yo lo consideraba la única alma caritativa de toda aquella casa. De joven, había ido a llevar la palabra de Dios hasta las Indias, antes de que la enfermedad lo devolviera y se casara con la primera de sus ovejas. Le quedaba de ello una sombría biblioteca que parecía contener todos los secretos del mundo. Su contrariada afición a los viajes le había hecho adherirse a asociaciones de ayuda a los misioneros, y la casa recibía a menudo invitados que regresaban de países extraños, para los que organizaba conferencias y cuestaciones. Al comienzo, aquellas visitas me desconcertaban. Contrastaban en exceso con mis costumbres de solitaria. Pero quedé rápidamente fascinada por las historias que contaban en torno a la mesa. Los salvajes completamente negros o amarillos, los animales feroces, los ríos sin fin, los desiertos. Nunca había imaginado tantas cosas y tan distintas en nuestra Tierra. Más de una vez me riñeron por permanecer escuchando en un rincón de la sala en vez de recoger la mesa. Tuve la audacia de hacer preguntas cuando la familia y sus huéspedes se agrupaban ante la chimenea. Esto divertía al pastor.
—Perdonen la curiosidad de nuestra joven Emily, es una exploradora en pañales, si no me equivoco —decía.
Al reverendo le debo también mi único motivo de felicidad en aquella época: aprender a leer y a escribir.
—Para qué atiborrar la cabeza de esta niña. No lo necesitará en absoluto —se enojaba su mujer.
—¡Dejémosla, si lo desea! ¿Quién sabe? Tal vez la lectura de la Biblia sea algún día su único socorro —respondía él.
Tengo la intuición de que me veía ya desposándome con uno de sus misioneros y leyendo los textos sagrados a montones de mujeres en sari o en boubou. De modo que, todas las noches, me apresuraba a terminar mi tarea para deslizarme hasta un extremo de la larga mesa, donde sus hijas estudiaban, y creo que fui mucho mejor alumna que ellas.
Pasaron cinco largos años. Me civilicé un poco, abandoné la costumbre de caminar descalza y limpiarme los mocos con la manga. Tenía un estatus ambiguo, entre hija y sirvienta. Mi espíritu de independencia había llamado la atención del reverendo, que veía en mí a una aliada siempre dispuesta a vibrar con el relato de sus antiguas empresas. Era la única que estaba autorizada, cuando había terminado mi trabajo, a entrar en la biblioteca donde él escribía sus interminables misivas. Leía yo con avidez una selección de obras que él me había preparado, en las cuales se celebraban las hazañas y virtudes de algún misionero. Conservo aún el recuerdo del olor a cerrado y a polvo que exhalaban aquellas páginas, de los puntitos pardos de humedad que devoraban sus esquinas y del ruido de insecto del papel de seda que levantas conteniendo la prisa por descubrir un dibujo. A veces, me comentaba una de esas imágenes, le recordaba sus propias aventuras. Para su mujer, yo era solo una pobrecilla impertinente; para él, la secreta quimera de un hombre que nunca más partiría y que sufría por no tener descendencia masculina capaz de retomar la antorcha de la evangelización.
El desenlace llegó de manos del cartero, una luminosa mañana de invierno: dos años antes, uno de nuestros visitantes había sido el pastor Georges Bentley. Recorría Gran Bretaña con el fin de recaudar fondos para su misión en un lugar improbable, el extremo austral de América del Sur. Daba cuenta regularmente a sus benefactores de su implantación en Ouchouaya, donde su grupito de catequistas vivía alejado de todo, rodeado solo de indios. Aquel extraño nombre, que más tarde se deformó en Ushuaia, me complacía por una especie de premonición. Sabría más tarde que eso significa: «La bahía que penetra en el oeste». El señor Bentley poseía verdadero talento como escritor y el reverendo nos leía con frecuencia sus cartas antes de que rogáramos por él. Aquellos textos hablaban de los salvajes que vivían desnudos en medio de la nieve y para los que organizábamos recolectas de ropa vieja. Pero describía también, con énfasis, paisajes sublimes, glaciares que se hundían en el mar, bosques rojizos en otoño…, testimonio, todo ello, de la grandeza del Creador. Por fin, y especialmente, hablaba de aquellas almas simples y rudas a las que aportaba las luces físicas de la civilización y morales de la cristiandad. El reverendo Bentley era el favorito de «nuestros señores misioneros». Aquel día me reprendieron de nuevo por replicar agriamente a la mayor de las Mac Kay.
—Nunca sacaremos nada de esta chiquilla, cada vez está peor. Pronto jurará como un carretero, los castigos no consiguen nada. Se lo digo yo, amigo mío, es semilla de delincuente —atronaba la mujer del reverendo, tras haberme soltado dos bofetones.
Pero la misiva procedente de Ouchouaya terminaba con una acuciante petición. La mujer del pastor Bentley acababa de tener su quinto hijo. Su fatiga, el cuidado de la casa, del huerto, unidos a su solicitud para con las mujeres y los niños indígenas, la agotaban. ¿No conocería acaso a alguna muchacha a la que no desagradase aquel duro clima y que pudiera ir a ayudarla? Mac Kay ya había seleccionado para ella, dos años antes, a un herrero que realizaba maravillas. Bentley confiaba en aquel hombre. Una campesina algo basta sería lo adecuado. De pronto, todos los de la casa se volvieron hacia mí.
El 26 de marzo de 1880 cargué mi pequeño baúl en la diligencia de Glasgow, de camino hacia el Nuevo Mundo. Tenía dieciséis años.