Soy Cushinjizkipa, del país de Yeskumaala, cerca, muy cerca del fin del mundo.

Soy Cushinjizkipa; keepa porque soy una mujer y cushinjiz porque nací en la bahía de los numerosos patos. Los míos me llaman Cushi, los demás me llamaron Rosy. Este nombre no quiere decir nada, pero debo responder a él.

Dice el relato que uno de los padres de mis padres vio a los otros por primera vez. Un día de cada día, había llovido toda la jornada y el cielo huía llevándose a Akainix, el arco iris. Saliendo de la bruma, estaba aquella inmensa ballena, tan extraña, con tres árboles plantados en el lomo. Mi pueblo tiene buena vista, puedo todavía, a mi edad, distinguir la sombra del cormorán, por la noche, en las cavidades de los acantilados.

El padre de mis padres gritó que veía grandes pájaros azules y rojos encaramados en todas partes. La gente se apretujaba en la playa. El animal se acercó a la ribera y dio a luz un cachorro en el que se posaron algunos pájaros. Cuando tocaron tierra, todo mi pueblo lo vio entonces. No eran pájaros, sino seres parecidos a nosotros. Andaban, tenían dos brazos, dos piernas y una cabeza, pero sus cuerpos eran casi invisibles, cubiertos de esas pieles coloreadas que les habían hecho parecer pájaros. Eran terriblemente feos, algo más altos que nosotros pero, sobre todo, más robustos, sin ni un ápice de esa finura que forja la belleza de los cuerpos. La piel de su rostro era pálida como la de los muertos y estaba devorada por unos largos pelos. Algunos tenían ojos descoloridos, casi transparentes, como los que se atribuyen a Yetaite, el maligno espíritu de la Tierra. Llevaban unos bastones, que brillaban bajo el tímido sol. Akainix, el arco iris, no es un espíritu maligno, no castiga, no es signo de desgracia. Entonces, el pueblo de los hombres sintió confianza y permaneció en la playa, por curiosidad, pero también porque es de regla acoger a quienes trae el mar. Soy Cushinjizkipa, vivo hoy lejos de mi país, a más de una semana de canoa.

El barco de los blancos llegó antes del alba. Todo estaba tranquilo y límpido, el sol se deslizó hacia el cielo, en el eje del canal. En el bote que los desembarcó había una mujer, una desconocida. Tengo poderes, soy una yekamush, formo parte de aquellos que saben hablar con los espíritus. Entonces, vi. En lo alto de la colina, tan lejos, vi y supe que ella traía la tormenta.