El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que en seguida tome una taza de tila y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al medico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.
Virgilio Piñera.
Cuando somos niños, el infierno es nada más que el nombre del diablo puesto en la boca de nuestros padres. Después, esa noción se complica, y entonces nos revolcamos en el lecho, en las interminables noches de la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos queman —¡las llamas de la imaginación! Más tarde, cuando ya no nos miramos en los espejos porque nuestras caras empiezan a parecerse a la del diablo, la noción del infierno se resuelve en un temor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia nos ponemos a describirlo. Ya en la vejez, el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos. Pasados mil años, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos todavía. Le contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento. Por fin llega el día en que podríamos abandonar el infierno, pero enérgicamente rechazamos tal ofrecimiento, pues, ¿quién renuncia a una querida costumbre?
Virgilio Piñera.
Nuestro amor va de mal en peor. Se nos escapa de las manos, de la boca, de los ojos, del corazón. Ya su pecho no se refugia en el mío y mis piernas no corren a su encuentro. Hemos caído en lo más terrible que pueda ocurrirle a dos amantes: nos devolvemos las caras. Ella se ha quitado mi cara y la tira en la cama; yo me he sacado la suya y la encajo con violencia en el hueco dejado por la mía. Ya no velaremos más nuestro amor. Será bien triste coger cada uno por su lado.
Sin embargo, no me doy por vencido. Echo mano a un sencillo recurso. Acabo de comprar un tambor de pez. Ella, que ha adivinado mi intención, se desnuda en un abrir y cerrar de ojos. Acto seguido se sumerge en el pegajoso líquido. Su cuerpo ondula en la negra densidad de la pez. Cuando calculo que la impregnación ha ganado los repliegues más recónditos de su cuerpo, le ordeno salir y acostarse en las losas de mármol del jardín. A mi vez, me sumerjo en la pez salvadora. Un sol abrasador cae a plomo sobre nuestras cabezas. Me tiendo a su lado, nos fundimos en estrecho abrazo. Son las doce del día. Haciendo un cálculo conservador espero que a las tres de la tarde se haya consumado nuestra unión indestructible.
Virgilio Piñera.
La montaña tiene mil metros de altura. He decidido comérmela poco a poco. Es una montaña como todas las montañas: vegetación, piedras, tierra, animales y hasta seres humanos que suben y bajan por sus laderas.
Todas las mañanas me echo boca abajo sobre ella y empiezo a masticar lo primero que me sale al paso. Así me estoy varias horas. Vuelvo a casa con el cuerpo molido y con las mandíbulas deshechas. Después de un breve descanso me siento en el portal a mirarla en la azulada lejanía.
Si yo dijera estas cosas al vecino de seguro que reiría a carcajadas o me tomaría por loco. Pero yo, que sé lo que me traigo entre manos, veo muy bien que ella pierde redondez y altura. Entonces hablarán de trastornos geológicos.
He ahí mi tragedia: ninguno querrá admitir que he sido yo el devorador de la montaña de mil metros de altura.
Virgilio Piñera.
De la reciente hecatombe de las aves existen dos versiones: una, la del suicidio en masa; la otra, la súbita rarificación de la atmósfera.
La primera versión es insostenible. Que todas las aves —del cóndor al colibrí— levantaran el vuelo —con las consiguientes diferencias de altura—, a la misma hora —las doce meridiano—, deja ver dos cosas; o bien obedecieron a una intimación, o bien tomaron el acuerdo de cernirse en los aires para precipitarse en tierra. La lógica más elemental nos advierte que no está en poder del hombre obrar tal intimación; en cuanto a las aves, dotarlas de razón es todo un desatino de la razón. La segunda versión tendrá que ser desechada. De haber estado rarificada la atmósfera, habrían muerto sólo las aves que volaban en ese momento.
Todavía hay una tercera versión, pero tan falaz, que no resiste el análisis; una epizootia, de origen desconocido, las habría hecho más pesadas que el aire.
Toda versión es inefable, y todo hecho es tangible. En el escoliasta hay un eterno aspirante a demiurgo. Su soberbia es castigada con la tautológica. El único modo de escapar al hecho ineluctable de la muerte en masa de las aves, sería imaginar que hemos presenciado la hecatombe durante un sueño. Pero no nos sería dable interpretarlo, puesto que no sería un sueño verdadero.
Sólo nos queda el hecho consumado. Con nuestros ojos las miramos muertas sobre la tierra. Más que el terror que nos procura la hecatombe, nos llena de pavor la imposibilidad de hallar una explicación a tan monstruoso hecho. Nuestros pies se enredan entre el abatido plumaje de tantos millones de aves. De pronto, todas ellas, como en un crepitar de llamas, levantan el vuelo. La ficción del escritor, al borrar el hecho, les devuelve la vida. Y sólo con la muerte de la literatura, volverían a caer abatidas en tierra.
Virgilio Piñera, Un fogonazo.