El hombre que nos saludó por equivocación nos reconocerá siempre, nos tocará enfrente en las plataformas de los tranvías, al lado en un tren, en la butaca próxima en el teatro, y nos lo tropezaremos, teniéndole que dejar la derecha, en las calles solitarias, y siempre sentiremos el deseo de que nos perdone el que nos saludara aquel día. Imploraríamos su piedad por piedad.
Ramón Gómez de la Serna, Greguerías.
Cuando llegó a Madrid de vuelta de Berlín, abrió la maleta y se encontró con que le faltaba su brocha de pelo de marta.
Inquieto, desolado, paseando de un lado a otro de la habitación, saltándose las butacas, comprendió que aquella brocha de marta era como una de esas esposas muy pequeñitas, con las que a veces suelen casarse los hombres.
Todas las brochas de las perfumerías se le ofrecían como las mujeres al viudo reciente. A todas las despreciaba porque sabía por experiencia de otros olvidos, que ninguna sustituiría a la brocha pequeñita y verdadera, la única que no despeluchaba, la única fiel en guardar su pelo para todas las afeitaciones, la única que le superviviría y le cuidaría hasta el final de su vida.
Rehizo la maleta y salió para Berlín en el tren de la noche dispuesto a encontrar su brocha de marta.
Ramón Gómez de la Serna, Trampantojos.
A todo el mundo le chocaba por qué aquel caballero llevaba un monóculo amarillo.
Se veía que él no se daba cuenta de aquella amarillez del cristal que daba a su ojo aspecto de huevo duro.
A todo el mundo le hacía un poco mal efecto convertirse en amarillento por causa de aquel cristal, y alguno de los que más trataron con el hombre del monóculo amarillo se pusieron ictéricos de tanto pensar que se les veía amarillos.
Sólo el psicólogo se dio cuenta de que el secreto de aquel hombre del monóculo amarillo era el envidioso por excelencia; más aún: Su Ilustrísima el Marqués de Envidia.
Ramón Gómez de la Serna, Trampantojos.
Está demasiado alta esa ciudad de la cordillera supraandina.
Los cónsules y los embajadores extranjeros son elegidos entre los de mejor corazón, sometiéndolos a un examen previo. Allí no puede ir ningún extranjero desprevenido.
CUIDADO CON EL CORAZÓN
se lee en los avisos del camino.
Todos los indígenas tienen corazones fortalecidos, de formidable arboladura, de tenaz palpitación. «¡Quiero!, ¡quiero!, ¡quiero!», dice el corazón exaltándose.
En los silencios de las saletas se oyen los corazones, que no sólo hacen el tipi-tín tipi-tán corriente, sino que marcan el redoble tipi-tín rataplán.
Los débiles se apagan, se funden, se consumen, no pueden vivir. Sólo las grandes individualidades perduran en la ciudad altísima.
Tardan en morirse todos, y sólo fallecen súbitamente los que se defienden de la malsana curiosidad de bajar a ver el valle, de ver y mezclarse a las criaturas de corazón sencillo y débil, con dulzuras y suavidades inéditas para ellos. Su corazón se sale de su sitio, se estrella en su pecho, se queda fuera de su eje, y cuando los médicos les mueven para reconocerlos como se mueve un reloj, se oye que hay en su fondo una pieza suelta que suena a eso, a estar desprendida.
Ramón Gómez de la Serna, El alba y otras cosas.
Era la patinadora empedernida. Iba la primera y salía la última.
Hasta que un día no fue al skating helado, porque había logrado la gloria de los patinadores: morir de pulmonía.
Ramón Gómez de la Serna, El alba y otras cosas.
El choque de trenes había sido terrible, violentísimo, sangriento. Nadie se explicaba cómo había podido suceder. Todas las señales habían sido hechas y las agujas habían funcionado bien.
Nadie se lo explicaba, pero era bien sencillo. Las dos máquinas, llenas de una ferviente sensualidad, se habían querido montar. Estaban cansadas de verse de lejos y de no verse en el vértigo de los cruces, cuando más cerca estaban; estaban cansadas de llamarse con pitidos, de desearse con nostalgia; y como el celo de las máquinas es mayor que el terrible celo de los elefantes y de los camellos, se habían querido montar, pero precisamente su celo, por lo terrible y lo impetuoso que es, es catastrófico y final.
Ramón Gómez de la Serna, Caprichos.
Era dueño de un gran automóvil que se deslizaba majestuoso por las calles, pero no tenía gasolina.
Había procurado sustituir la gasolina con cuantas porquerías tuvo a su alcance, zumo de cáscaras de naranja, agua caliente con mezcla de aguardiente matarratas, agua con lejía…, pero el automóvil se resistía a marchar.
Era el verdadero dueño de automóvil completamente tronado, pero como era muy listo, se hizo el plano combinado de las cuestas de la ciudad y combinando sus calles a nivel de sus calles en pendiente. Se preparaba un largo viaje en rampa que le permitía lucirse a través de un extenso escalonado de la ciudad, imitando después la avería y subiendo arrastrado por un burro el violento calvario que le devolvía a su casa, por la cuesta más corta.
Ramón Gómez de la Serna, Realidades.
Aquel que olía todos los días en la tienda de loza el recochado de los cacharros se fue convirtiendo en botijo, su mujer en sopera y la niña en jarrita.
Tan de loza eran que todos murieron de caídas. Todos se rompieron el día menos pensado.
Ramón Gómez de la Serna, Trampantojos.
Era un muchacho moreno de pelo muy abrillantado que sólo se dedicaba a domar sus focas, dándoles azotitos en las nalgas negras.
Había conseguido de las focas que tocasen la marimba, que fumasen en pipa, que escribiesen a máquina, que hiciesen punto de jersey, que tocasen la guitarra y hasta que cantasen flamenco.
Pero tanto esfuerzo hizo con sus focas, tanto se dedicó a ellas día y noche, que un día apareció arrastrándose por la alfombra convertido en foca.
Fueron a llamar al director del circo y a decirle que había salido una foca de más, pero que no se encontraba al domador por ninguna parte.
El domador de leones hizo de domador de focas aquella noche, y desde entonces el hombre convertido en foca fue la foca prodigio, la foca que dibujaba y que sabía matemáticas, la foca que recibía la primera corvina en el reparto de peces que se hacía entre número y número del largo trabajo.
Ramón Gómez de la Serna, Caprichos.
«¡Un duelo a pistola!», gritaron los árboles del bosque y echaron a correr.
Ramón Gómez de la Serna, Greguerías.
Estaba sentado en la terraza del café cuando vi que su corbata azul se volvía negra. Él sólo lo notaría al llegar al casa.
Ramón Gómez de la Serna, Greguerías.
El perro que se acaba de levantar de dormir la siesta no sabe si es perro o es hombre.
Ramón Gómez de la Serna, Greguerías.
Aquella niebla fue tan fuerte, que cuando pasó había borrado los rótulos de las tiendas.
Ramón Gómez de la Serna, Greguerías.
Estaba tan quieta y mística la laguna bajo el plenilunio, que vimos pasearse a Jesús por sus aguas.
Ramón Gómez de la Serna, Greguerías.
El niño engordaba a fuerza de gomas de borrar.
Ramón Gómez de la Serna, Greguerías.
En la película apareció un tipo parecido a alguien que hacía mucho tiempo que no veíamos y que al salir del cine nos lo encontramos esperando un tranvía.
Ramón Gómez de la Serna, Greguerías.
Dejó de fumar, pero reincidió, porque le seguían por la casa los ceniceros hambrientos.
Ramón Gómez de la Serna, Greguerías.
Se miraron de ventanilla a ventanilla en dos trenes que iban en dirección contraria; pero la fuerza del amor es tanta que de pronto los dos trenes comenzaron a correr en el mismo sentido.
Ramón Gómez de la Serna, Greguerías.
El silencio se convertía en aquella casa de campo en dulce carne de membrillo.
Ramón Gómez de la Serna, Greguerías.