Rafael Pérez Estrada

La idea de que la basura, con sus connotaciones pestilentes y sus alejamientos definitivos, pudiera ser descanso de aquel cuerpo, le pareció detestable. Ella, con el mismo cuidado amoroso con el que día a día lo había llevado a pasear, cavó una fosa lo suficientemente amplia para que el perro pudiera mover su cola siempre amiga, esperando que aquel guardián de la civitas canium, lo despertase alguna vez para comparecer en el juicio último al que todo lo que ha amado debe someterse. Después dejó sobre él un hermoso plantón de rosal. Cumplida la liturgia del enterramiento, la hermosa señora cuidó el recuerdo de su precioso animal con abundantes riegos de lágrimas y aguas de la sierra. Al fin, mediado mayo, abrieron las rosas sus pequeñas lenguas sedientas de rocío, y era maravilla ver cómo reconocían a su ama con pequeños ladridos y cómo los tallos, al verla, se cimbreaban con la alocada gracia con que los perros mueven sus colas ante sus dueños.

Rafael Pérez Estrada, Seis crónicas mínimas.