El cacique Huantepeque asesinó a su hermano en la selva, lo quemó y guardó sus cenizas calientes en una vasija. Los dioses mayas le presagiaron que su hermano saldría de la tumba a vengarse, y el fratricida, temeroso, abrió dos años después el recipiente para asegurarse que los restos estaban allí. Un fuerte viento levantó las cenizas, cegándolo para siempre.
Óscar Acosta, El Arca (cuentos breves).
Dios concedió a aquel ser una infinita gracia: permitió que el tiempo retrocediera en su cuerpo, en sus pensamientos y en sus acciones. A los setenta años, la edad en que debía morir, nació. Después de tener un carácter insoportable, pasó a una edad de sosiego que antecedía a aquella. El Creador lo decidiría así, me imagino, para demostrar que la vida no sólo puede realizarse en forma progresiva, sino alterándola, naciendo en la muerte y pereciendo en lo que nosotros llamamos origen sin dejar de ser en suma la misma existencia. A los cuarenta años el gozo de aquel ser no tuvo límites y se sintió en poder de todas sus facultades físicas y mentales. Las canas volviéronsele oscuras y sus pasos se hicieron más seguros. Después de esta edad, la sonrisa de aquel afortunado fue aclarándose a pesar de que se acercaba más a su inevitable desaparición, proceso que él parecía ignorar. Llegó a tener treinta años y se sintió apasionado, seguro de sí mismo y lleno de astucia. Luego veinte y se convirtió en un muchacho feroz e irresponsable. Transcurrieron otros cinco años, y las lecturas y los juegos ocuparon sus horas, mientras las golosinas lo tentaban desde los escaparates. Durante ese lapso lo llegaba a ruborizar más la inocente sonrisa de una colegiala, que la caída aparatosa en un parque público, un día domingo. De los diez a los cinco, la vida se le hizo cada vez más rápida y ya era un niño a quien vencía el sueño.
Aunque ese ser hubiera pensado escribir esta historia, no hubiera podido: letras y símbolos se le fueron borrando de la mente. Si hubiera querido contarla, para que el mundo se ente rara de tan extraña disposición de Nuestro Señor, las palabras hubieran acudido entonces a sus labios en la forma de un balbuceo.
Óscar Acosta, El Arca (cuentos breves).