Abrí la ventana de la sala. No había nadie. Una luz de poniente penetró por el cuarto. Volví a mi trabajo, con el escobón dentro, en la chimenea. Vi en sueños a un niño, su cuerpo blanco recostado sobre un suelo de hollín, entre despojos, y Dick y Jack y Ned y Joe y los otros estábamos debajo, encerrados en ataúdes negros. Nada recuerdo hasta que un día —fue un encuentro fortuito— alguien pudo abrir con su llavecita los ataúdes, cuyas paredes exteriorizaban por vez primera sus desconchados, una llagas negruzcas. Nos fuimos desnudos al río y nos internamos en el agua y nos perdimos al mediodía braceando por ella. Yo seguía —ya despierto, mucho después— deshollinando la chimenea. Recuerdo que aún guardaba en el bolsillo la llave, no sé exactamente de qué puerta, y tanteaba con ella por las noches, mientras a todos mis compañeros nos adormecía la fatiga.
Luis Maristany.