Como una gota de ácido sulfúrico en el lóbulo de la oreja, vino la depresión a visitarme. Luego el viento marino la borró, como por el ensalmo. Caminé a lo largo del puerto. Atravesé el desierto asfaltado de los aparcamientos, junto a la playa. Frente a mí se rompían las olas; eran furiosas y altas como muros, y sonaban y huían y se quebraban como sí fuesen delincuentes jóvenes. Me sentí como un hombre que se escapa de su propia vida. De repente, a lo lejos, en un extremo del asfalto, rozando ya la arena, distinguí un viejo «Ford», gastado y sucio, un «Ford» sin ventanilla trasera. Parecía abandonado allí desde antes de que saliera del taller, sin que nadie se hubiese preocupado de hacer de él un automóvil. En ese «Ford» estabas tú. Me acerqué lentamente, como si hubiera inventado aquella escena la noche anterior y supiese cómo iba a terminar todo aquello. Y en él estabas tú, recién muerta y acurrucada en el asiento delantero, junto al lugar vacío del conductor, con la cara apoyada sobre el hombro desnudo y los ojos desorbitados. Dentro del «Ford», la droga había formado una tupida nube de horror químico que poco a poco fue diluyéndose en la noche. Entonces recordé el perfume de tu cuerpo en la oscuridad, cuando el mundo era joven, y el olor de la droga y de lo que fuiste se mezclaron por un instante en mi nariz y en mi memoria. Y volví a deprimirme.
Luis Alberto de Cuenca.