Julio Torri

A CIRCE

¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.

¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.

Julio Torri, Ensayos y poemas.

EL MAL ACTOR DE SUS EMOCIONES

Y llegó a la montaña donde moraba el anciano. Sus pies estaban ensangrentados de dos guijarros del camino, y empañado el fulgor de sus ojos por el desaliento y el cansancio.

—Señor, siete años ha que vine a pedirte consejo. Los varones de los más remotos países alababan tu santidad y tu sabiduría. Lleno de fe escuché tus palabras: «Oye tu propio corazón, y el amor que tengas a tus hermanos no lo celes». Y desde entonces no encubría mis pasiones a los hombres. Mi corazón fue para ellos como guía en agua clara. Mas la gracia de Dios no descendió sobre mí. Las muestras de amor que hice a mis hermanos las tuvieron por fingimiento. Y he aquí que la soledad oscureció mi camino.

El ermitaño le besó tres veces en la frente; una leve sonrisa alumbró su semblante, y dijo:

—Encubre a tus hermanos el amor que les tengas y disimula tus pasiones ante los hombres, porque eres, hijo mío, un mal actor de tus emociones.

Julio Torri, Ensayos y poemas.

MUJERES

Siempre me descubro reverente al paso de las mujeres elefantas, maternales, castísimas, perfectas.

Sé del sortilegio de las mujeres reptiles —los labios fríos, los ojos zarcos— que nos miran sin curiosidad ni comprensión desde otra especie zoológica.

Convulso, no recuerdo si de espanto o atracción, he conocido un raro ejemplar de mujeres tarántulas. Por misteriosa adivinación de su verdadera naturaleza vestía siempre de terciopelo negro. Tenía las pestañas largas y pesadas, y sus ojillos de bestezuela cándida me miraban con simpatía casi humana.

Las mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores. Y los cenobitas secretamente piden que el diablo no revista tan terrible apariencia en la hora mortecina de las tentaciones.

Y tú, a quien las acompasadas dichas del matrimonio han metamorfoseado en lucia vaca que rumia deberes y faenas, y que miras con tus grandes ojos el amanerado paisaje donde paces, cesa de mugir amenazadora al incauto que se acerca a tu vida, no como el tábano de la fábula antigua, sino llevado por veleidades de naturalista curioso.

Julio Torri, De fusilamientos.

LA HUMILDAD PREMIADA

En una Universidad poco renombrada había un profesor pequeño de cuerpo, rubicundo, tartamudo, que como carecía por completo de ideas propias era muy estimado en sociedad y tenía ante sí brillante porvenir en la crítica literaria.

Lo que leía en los libros lo ofrecía trasnochado a sus discípulos la mañana siguiente. Tan inaudita facultad de repetir con exactitud constituía la desesperación de los más consumados constructores de máquinas parlantes.

Y así transcurrieron largos años hasta que un día, en fuerza de repetir ideas ajenas, nuestro profesor tuvo una propia, una pequeña idea propia luciente y bella como un pececito rojo tras el irisado cristal de una pecera.

Julio Torri, De fusilamientos.

El profesor leía el pasaje de Kirké. Uno de los alumnos se puso de pie indignado.

—Ese pasaje —prorrumpió— es ofensivo e intolerable para los cerdos, la especie tan vilipendiada y martirizada por nosotros. ¿Por qué se considera perniciosa la transformación de los compañeros de Odiseo en puercos? ¿Para qué, sin tomarles su parecer, se les convierte de nuevo en seres humanos? Cierto que se les embellece y rejuvenece para darles en algún modo una merecida compensación…

El discurso se volvió ininteligible porque se trocó en una sucesión de gruñidos a que hicieron coro los demás discípulos.

Ante los hocicos amenazadores y los colmillos inquietantes, ganó el maestro como pudo la puerta, no sin disculpar débilmente antes al poeta, y aludir con algo de tacto a su linaje israelita y a la repugnancia atávica por perniles y embutidos.

Julio Torri, Prosas dispersas.

NOCHE MEXICANA

Había estallado un motín en la ciudad de México. Una vez más los mexicanos ofrendaban sin tasa su sangre a los antiguos dioses del país. Reaparecía el espíritu belicoso de Anáhuac.

Los roncos cañones de la Ciudadela, las ametralladoras, las acompasadas descargas de fusilera sembraban de cadáveres las irregulares plazoletas de los barrios y la grandiosa Plaza Mayor.

Los soldados rasos morían a millares: desplomándose pesadamente; abriendo los brazos al caer; silenciosos, taciturnos, heroicos. (Los mexicanos no sabemos vivir; los mexicanos sólo sabemos morir).

En las tinieblas espesas, la cohetería infernal de la metralla iluminaba fugazmente inquietas sombras negras como diablos jóvenes que danzan en torno a las calderas donde se cuece más de un justo.

Y el Popocatépetl —el primer ciudadano de México— se contagió también de divina locura, coronándose de llamas en la noche ardorosa.

Julio Torri.

El poeta Efrén Rebolledo, que vivió años en Oriente que hasta su nombre se transformó en el japonés de Euforén Reboreto San, nos contaba ayer de un prestidigitador que recortaba ante el público una mariposa de papel, que después hacía revolotear con ayuda de un abanico que movía con sin igual destreza. La mariposa levantaba su vuelo incierto; iba de palco en palco, sin detenerse nunca y daba la vuelta por todo el teatro, a gran distancia del juglar, que la seguía con ojos anhelantes y que agitaba sin descanso su frágil abanico de seda y de marfil.

Julio Torri.

El sol, rubio y apoplético, y el soberbio y magnífico Júpiter jugaban, por sobre la red de los asteroides, a la pelota, que era pequeñita, verdemar, y zumbaba gloriosamente en los espacios luminosos. ¡Ah!, se me olvidaba: la diminuta pelota que llamáis la Tierra había caído de este lado de los asteroides, y el sol iba a recogerla para proseguir. Este instante, no más largo que la sonrisa de una diosa, los mortales lo llamaríais varios millares de trillones de siglos. Así sois de ampulosos, vosotros los seres de un momento. Pues bien… ¿pero a qué continuar si ignoráis las reglas del juego?

Julio Torri.

Una vez hubo un hombre que escribía acerca de todas las cosas; nada en el universo escapó a su terrible pluma, ni los rumbos de la rosa náutica y la vocación de los jóvenes, ni las edades del hombre y las estaciones del año, ni las manchas del sol y el valor de la irreverencia en la crítica literaria.

Su vida giró alrededor de este pensamiento: «Cuando muera se dirá que fui un genio, que pude escribir sobre todas las cosas. Se me citará —como a Goethe mismo— a propósito de todos los asuntos».

Sin embargo, en sus funerales —que no fueron por cierto un brillante éxito social— nadie le comparó con Goethe. Hay además en su epitafio dos faltas de ortografía.

Julio Torri, Xenias.

LITERATURA

El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del Sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora como son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblada en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.

La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; y la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.

Julio Torri, Meditaciones criticas.