Jorge Luis Borges

DIÁLOGO SOBRE UN DIÁLOGO

A.— Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Una acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja… Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.

Z (burlón).— Pero sospecho que al final no se resolvieron.

A (ya en plena mística).— Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.

Jorge Luis Borges, El Hacedor.

LA TRAMA

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.

Jorge Luis Borges, El Hacedor.

NOTA PARA UN CUENTO FANTÁSTICO

En Wisconsin o en Texas o en Alabama los chicos juegan a la guerra y los dos bandos son el Norte y el Sur. Yo sé (todos lo saben) que la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece, pero también sé imaginar que ese juego, que abarca más de un siglo y un continente, descubrirá algún día el arte divino de destejer el tiempo o, como dijo Pietro Damiano, de modificar el pasado.

Si ello acontece, si en el decurso de los largos juegos el Sur humilla al Norte, el hoy gravitará sobre el ayer y los hombres de Lee serán vencedores en Gettysburg en los primeros días de julio de 1863 y la mano de Donne podrá dar fin a su poema sobre las transmigraciones de un alma y el viejo hidalgo Alonso Quijano conocerá el amor de Dulcinea y los ocho mil sajones de Hastings derrotarán a los normandos, como antes derrotaron a los noruegos, y Pitágoras no reconocerá en un pórtico de Argos el escudo que usó cuando era Euforbo.

Jorge Luis Borges, La cifra.

EL ACTO DEL LIBRO

Entre los libros de la biblioteca había uno, escrito en lengua arábiga, que un soldado adquirió por unas monedas en el Alcana de Toledo y que los orientales ignoran, salvo en la versión castellana. Ese libro era mágico y registraba de manera profética los hechos y palabras de un hombre desde la edad de cincuenta años hasta el día de su muerte, que ocurría en 1614.

Nadie dará con aquel libro, que pereció en la famosa conflagración que ordenaron un cura y un barbero, amigo personal del soldado, como se lee en el sexto capítulo.

El hombre tuvo un libro en las manos y no lo leyó nunca, pero cumplió minuciosamente el destino que había soñado el árabe y seguirá cumpliendo siempre, porque su aventura ya es parte de la larga memoria de los pueblos.

¿Acaso es más extraña esta fantasía que la predestinación del Islam que postula un Dios, o que el libre albedrío, que nos da la terrible potestad de elegir el infierno?

Jorge Luis Borges, La cifra.

UNA PESADILLA

Cerré la puerta de mi departamento y me dirigí al ascensor. Iba a llamarlo cuando un personaje rarísimo ocupó toda mi atención. Era tan alto que yo debí haber comprendido que lo soñaba. Aumentaba su estatura un bonete cónico. Su rostro (que no vi nunca de perfil) tenía algo de tártaro o de lo que yo imagino que es tártaro y terminaba en una barba negra, que también era cónica. Los ojos me miraban burlonamente. Usaba un largo sobretodo negro y lustroso, lleno de grandes discos blancos. Casi tocaba el suelo. Acaso sospechando que soñaba, me atreví a preguntarle no sé en qué idioma por qué vestía de esa manera. Me sonrió con sorna y se desabrochó el sobretodo. Vi que debajo había un largo traje enterizo del mismo material y con los mismos discos blancos, y supe (como se saben las cosas en los sueños) que debajo había otro.

En aquel preciso momento sentí el inconfundible sabor de la pesadilla y me desperté.

Jorge Luis Borges, Atlas.

1983

Es un restaurante del centro, Haydée Lange y yo conversábamos. La mesa estaba puesta y quedaban trozos de pan y quizá dos copas; es verosímil suponer que habíamos comido juntos. Discutíamos, creo, un film de King Vidor. En las copas quedaría un poco de vino. Sentí, con un principio de tedio, que yo repetía cosas ya dichas y que ella lo sabía y me contestaba de manera mecánica. De pronto recordé que Haydée Lange había muerto hace mucho tiempo. Era un fantasma y no lo sabía. No sentí miedo; sentí que era imposible y quizá descortés revelarle que era un fantasma, un hermoso fantasma.

El sueño se ramificó en otro sueño antes que yo me despertara.

Jorge Luis Borges, Atlas.

Noches pasadas soñé con un señor alto, rubio, muy paquete, a la manera del siglo XIX. Y yo sabía que él era inglés como uno sabe las cosas en los sueños. Ese señor tenía melena y una cara que era casi la de un león. Un semicírculo de personas que tenían un poco cara de leones, aunque menos que él, lo rodeaban. (…)

Y él vacilaba. Todo eso estaba fotografiado en un gran cuadro y abajo decía: «Leones». Y había otro señor, de espaldas a mí, que gesticulaba y daba testimonio de todo lo que pasaba en el cuadro. Él era judío y yo lo sabía, como uno sabe las cosas en los sueños, sin que se las digan. Ese señor estaba en el medio, así, enamorado. (…) Sí, y alrededor de él ese semicírculo de personas todas vestidas como él, con melenas y barbas. Algunos, yo me di cuenta, casi no tenían cara de leones. Simplemente buscaban ese puesto y se habían caracterizado. Eso contado, no tiene nada de particular (…) … pero me desperté temblando.

Jorge Luis Borges, en Gilio, M. E., Personas y personajes.

Los veinticuatro capítulos que componen La letra escarlata abundan en pasajes memorables, redactados en buena y sensible prosa, pero ninguno de ellos me ha conmovido como la singular historia de Wakefield que está en los Twice-Told Tales. Hawthorne había leído en un diario, o simuló por fines literarios haber leído en un diario, el caso de un señor inglés que dejó a su mujer sin motivo alguno, se alojó a la vuelta de su casa, y ahí, sin que nadie lo sospechara, pasó oculto veinte años. Durante ese largo período, pasó todos los días frente a su casa o la miró desde la esquina, y muchas veces divisó a su mujer. Cuando lo habían dado por muerto, cuando hacía mucho tiempo que su mujer se había resignado a ser viuda, el hombre, un día, abrió la puerta de su casa y entró. Sencillamente, como si hubiera faltado una horas. (Fue hasta el día de su muerte un esposo ejemplar). Hawthorne leyó con inquietud el curioso caso y trató de entenderlo, de imaginarlo. Caviló sobre el tema; el cuento es la historia conjetural de ese desterrado.

Jorge Luis Borges, Nathamel Hawthorne.

Borges refiere: «Los otros días llegó a la Biblioteca una carta de un señor de Las Palmas, que parece el principio de un cuento fantástico. Venía con un libro y nos pedía cortésmente que lo hiciéramos llegar al escritor argentino Ricardo Güiraldes, cuya dirección el remitente decía ignorar. ¿Cuándo murió Güiraldes? Creo que en el 27. ¿El señor de Las Palmas también está muerto? ¿O está en un mundo en que Güiraldes vive? ¿Y qué nos pasa a nosotros?».

Jorge Luis Borges, en Adolfo Bioy Casares, Diario y fantasía.