Si tenemos en cuenta el origen de la palabra literatura que, como se sabe, tiene que ver con el latín littera («letra»), el texto literario más breve fue escrito, en 1957, por François Le Lionnais y se titula «Reducción de un poema a una sola letra»:
T.
Para que nadie sospeche que este récord literario es sólo una broma, Harry Mathews, amigo y compañero de grupo de Le Lionnais, ha escrito una ingeniosa «Explicación de texto» que nos descubre sorprendentes significados en tan concisa obra. Por otra parte, el mismo François Le Lionnais compuso, también, un poema de una sola palabra:
Fenouil.
Y a fin de que en nuestra literatura tampoco falte el poema de una sola palabra, escribo a continuación uno, flor y súplica amorosa a la vez:
Nomeolvides.
Breve, pero no tanto, aunque incomparablemente más bello, es el poema de Giuseppe Ungaretti titulado «Una colomba» («Una paloma»):
D’altri diluvi una colomba ascolto (De otros diluvios una paloma oigo).
Por mi parte, siempre he pensado que, digan lo que quieran don Honorio Bustos Domecq y su admirado Loomis, un cuento no podía reducirse al escaso espacio de una palabra, sobre todo recordando la afirmación de Tzvetan Todorov, sesudo teórico para quien «todo relato es movimiento entre dos equilibrios semejantes pero no idénticos». Aunque, no hace mucho, Antonio Muñoz Molina me contó el relato más breve que, por el momento, ha llegado a mis oídos. Antonio recordaba haberlo leído en un tebeo granadino, Don Pablito, y decía así.
Lluevo.
Sin abandonarme la duda de que esta única palabra de cinco letras pueda bautizarse como relato o como poema, improvisé, tentado por la deformación profesional, posibles comentarios de «Lluevo» sin ir más lejos, podría ser todo un perfecto concentrado del famoso poema de Verlaine, la tercera de las Anettes oubliées, que comienza, «Il pleure dans mon coeur / comme il pleut sur la ville» («Llueve en la ciudad / como llueve en mi corazón»)… o, en tiempos precolombinos, una declaración prepotente del mismísimo Tláloc, el dios azteca de la lluvia. Si recordamos que el Zeus homérico «llueve» (Ζεὺς ὑει), sólo tenemos que poner el verbo en primera persona.
En realidad, el relato microscópico más justamente famoso de las literaturas hispánicas, y posiblemente del mundo, es el que aparece en la obra titulada Obras completas (y oíros cuentos) del escritor guatemalteco, afincado en México, Augusto Monterroso.
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Por cierto que, aun con el riesgo de enturbiar las oníricas, prehistóricas o terribles evocaciones que suscita tan magistral microrrelato, voy a aprovechar la ocasión para transcribir un fragmento de conversación con Juan José Arreola, en el que el escritor mexicano me contó el origen, concreto y prosaico, del famoso cuento del dinosaurio:
… vivíamos allí, en aquel departamento tan chico, tres amigos. Ernesto Mejía Sánchez, José Durand y yo; y uno de ellos tenía necesidad de comunicación, siempre tenía que contar todo lo que le pasaba en el día. Generalmente, en ese momento de su juventud, eran penalidades de carácter amoroso; él batallaba mucho con esto y nos desvelaba, y a veces cuando ya estábamos nosotros dormidos —Mejía en el cuarto y yo en el hall en su camastro, muy moderno pero camastro al fin—, llegaba este hombre, a veces en la madrugada, y entonces hacía que se tropezaba y ya despertaba uno: «¡Ay!, ¿qué te pasa, José, qué te pasa?». Y él empezaba, «¡Ay!, que te tengo que contar…». Y nomás se sentaba a la orilla de la cama, uno estaba acostado y Durand se sentaba al lado y empezaba a contar qué le había pasado y uno se dormía… y no sabemos si se daba cuenta o no, pero él seguía allí hablando y a veces uno de los dos se despenaba y estaba José Durand, que era muy alto —casi dos metros— y todavía estaba a la orilla de la cama. Y un día me dijo Ernesto Mejía Sánchez: «¿Sabes que cuando desperté todavía estaba allí este dinosaurio?». Ernesto se quedó dormido y el otro no se levantó. Y Tito lo sabía, porque a él también le pasaba. La idea era que uno se quedaba dormido, y Durand, aunque te viera dormido, no se levantaba ni se iba a acostar, se quedaba el amigo allí, a la orilla de la cama… Ya ves, el origen del cuento es completamente concreto, porque como Durand era muy alto, se le decía de todas las maneras: «dinosaurio», por ejemplo[1]…
Y ya que estamos con el entrañable y siempre sorprendente Arreola, nada nos impide citar otro fragmento de una conversación en la que el autor de Confabulario me contó el relato más breve del mundo; cuento que, en un principio, pensé aprovechar como título para la presente antología:
… el cuento más breve del mundo es una cosa de la vida real. Carlos Illescas, gran humorista, paisano de Tito Monterroso, más viejo que Tito y que yo, estuvo de muerte y lo operaron, pero ya casi in artículo mortis. Estaba en cama en el hospital, y llegó a verlo precisamente Tito, autor del hasta entonces cuento más breve del mundo —el del dinosaurio—, Illescas estaba acostado, despertando de la anestesia, de una operación mortal, ve a Tito y le dice: «Había una vez…ícula». ¿Te das cuenta lo que dijo?: «Había una vesícula»; en realidad, en todo el mundo no se puede hacer un cuento más breve: el hombre se había salvado y como ya no tenía la vesícula, ya era el pasado. Existirá tu vesícula y la mía, pero la de él ya no. Y, a la vez, es el principio clásico de los cuentos: «Había una vez…» [2].
En una de sus magistrales reseñas —la que dedicó, en 1842, a los Twice-Told Tales de Hawthorne— Edgar Allan Poe comenta las ventajas del cuento y del poema con respecto de la novela, subrayando especialmente que esta «como no puede ser leída de una sola vez, se ve privada de la inmensa fuerza que se deriva de la totalidad». A partir de entonces, la historia de la crítica literaria, de una u otra forma, ha venido reiterando o intentando discutir, no siempre con buen tino, las características y ventajas fundamentales del relato que Poe señaló, brevedad, intensidad, economía, unidad de efecto y desenlace imprevisto.
Pero el relato microscópico no sólo puede leerse, como quería Poe, «at one sitting» —en una sentada, en una sesión—, sino que puede gozarse en su totalidad de una mirada, de un vistazo, de un tirón. Por su parte, Horacio Quiroga, autor de su conocidísimo e irónico «Decálogo del perfecto cuentista» donde define el cuento diciendo que es como la «novela depurada de ripios», señalaba como longitud media de un relato las tres mil palabras-equivalentes a doce o quince páginas de formato común. —Poe había recomendado como duración media para la lectura de un relato entre treinta minutos y dos horas.
En su última obra, algo así como un testamento inacabado, Italo Calvino subrayó entre las cualidades esenciales que la literatura debe legar al próximo milenio que se avecina, la rapidez («Rapidità», «Quickness»). En páginas inolvidables, Calvino nos obsequia con ejemplos y observaciones sobre la agilidad de lo breve que tan perfectamente se identifica con el apresuramiento de la época que nos ha tocado sufrir. Por ello, sin duda, el cuento breve ha llegado a batir, en los últimos tiempos, marcas que Poe no sospechó. Así, por ejemplo, en 1983 la Editorial Bantam publicaba una recopilación realizada por Irving Howe e Ilana Wiener Howe con el título de Short Shorts. An Anthology of thíe Shortest Stones. En la introducción de esta inspirada antología, Irving Howe nos habla de su concepto de la «short short story», la cual tendría, como máximo, unas dos mil quinientas palabras, mientras que la cantidad correspondiente a un relato consuetudinario tendría, en su opinión, de tres a ocho mil. De hecho, los relatos más largos de su recopilación son «Aliosha el puchero», de León Tolstoi y «Un minero enfermo» de D. H. Lawrence —ocho páginas cada uno—, mientras que el más corto es «El eclipse», de Augusto Monterroso —dos páginas.
En 1986 Robert Shapard y James Thomas recopilaron con el título de Sudden Fiction. American Short-Short Stories, setenta relatos «ultracortos» (Jesús Pardo, traductor al castellano, le puso el acertado título de Ficción Súbita. Relatos ultracortos norteamericanos) de los mejores escritores estadounidenses de las dos últimas décadas (aunque, excepcionalmente, también se incluyen relatos brevísimos de Hemingway, Langston Hughes, Tennessee Williams o Ray Bradbury). La longitud media de estos cuentos es de tres páginas. Y la antología contiene una introducción y epílogos con enjundiosas observaciones sobre el tema.
Pero en la recopilación que el lector tiene ante los ojos en este preciso momento, la extensión es todavía más reducida que en las dos selecciones citadas: en las páginas siguientes pueden encontrarse textos de una sola línea, la mayoría no llega a las diez, y, excepcionalmente, ocupan una página entera, He procurado escoger no ya relatos «short-short», sino «short-short-short…» o cuentos microscópicos. Y hasta cierto punto, podemos pensar que la unidad básica, enmarcadora de estos textos mínimos, no es otra que la página, la abismal y legendaria «página en blanco». La página única como unidad respiratoria del manuscrito literario; la lectura instantánea, de «un tirón», abarcadora de todo un relámpago narrativo que se percibe en su mínima expresión posible, pero con la máxima intensidad. Un precioso texto juanramoniano nos sirve de divisa para nuestra antología:
CUENTOS LARGOS
¡Cuentos largos! ¡Tan largos! ¡De una página! ¡Ay, el día en que los hombres sepamos todos agrandar una chispa hasta el sol que un hombre les dé concentrado en una chispa; el día en que nos demos cuenta de que nada tiene tamaño, y que, por lo tanto, basta lo suficiente; el día en que comprendamos que nada vale por sus dimensiones —y así acaba el ridículo que vio Micromega y que yo veo cada día—; y que un libro puede reducirse a la mano de una hormiga porque puede amplificarlo la idea y hacerlo el universo[3]!
La observación de Juan Ramón Jiménez me parece absolutamente decisiva para el tema que nos ocupa: «basta lo suficiente». Desde Poe, los críticos y escritores han elucubrado acerca de la extensión conveniente del relato canónico, de sus diferencias exactas de tamaño con respecto de la novela. Pero ya el mismo Poe nos da la clave: «La brevedad indebida es aquí tan recusable como en la novela, pero aún más debe evitarse la excesiva longitud». En realidad, el relato microscópico también tiene que ser, como todo texto literario, autosuficiente, sin que en los ejemplos más perfectos falte ni sobre una sola letra. No se trata de ganar ningún campeonato, y no olvidemos que Borges nos previno también contra la «charlatanería de la brevedad». Si los textos hablasen, el cuento brevísimo, con sus palabras justas, absolutamente trabado, podría decir lo mismo que aquel diminuto perrillo faldero de la fábula que nos cuenta Ambrose Bierce —el «gringo viejo», ya saben—, gozquecillo, que, al ser increpado por un orgulloso león que se burlaba de su escaso tamaño, le contestó «Sí, pero soy todo perro». De manera análoga, el texto breve, el «textículo» —por utilizar la expresión de Raymond Queneau que después recogió Alejandra Pizarnik—, cuando logra sus mejores calidades, es todo literatura, concentración cristalina de la capacidad de seducción que caracteriza al mejor de los artificios literarios.
Pensemos, por otra parte, que en la teoría literaria, en la crítica y en el sentir general, el cuento «habitual» —digámoslo así, para entendernos— sólo adquirió carta de prestigio cuando ya hacía décadas que se habían publicado algunos de sus mejores exponentes de la literatura contemporánea, y todavía en la actualidad no falta quien esté firmemente convencido de que el relato ocupa en el sistema de valores de la literatura un lugar ancilar, secundario, con respecto de la novela. Es ley, al parecer, de los prejuicios culturales. A la novela le ocurrió tres cuartos de lo mismo en relación con los géneros consagrados por la Retórica clásica, durante siglos, como más sublimes. En este sentido, creo que no sería vano advertir de un riesgo de apreciación: la idea de que el tipo de relatos que a continuación se recogen constituyen resúmenes de cuentos, algo así como relatos enanos o embriones de textos más perfeccionados. Por el contrario, estoy convencido de que el texto ultrabrevísimo es una modalidad literaria autónoma, de talante específico y singular. Desde tiempos inmemoriales podemos encontrar en las diversas culturas géneros emparentados con el relato microscópico: el cuento popular brevísimo, el chiste, los «tantanes» («Era tan… tan…»), la anécdota, la fábula, la parábola, el koán zen, los relatos sufíes, las tradiciones hasídicas… aunque en los dos últimos siglos es cuando el texto brevísimo encuentra sus modalidades más estimables y frecuentadas, de ahí, que reduzca su selección a este período [4].
Máximos vindicadores del texto brevísimo —narrativo o no— son, ante todo, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, primero en la sección, firmada con seudónimos, que se titulaba «Museo» y que aparecía, allá por 1946, en la revista porteña Los anales de Buenos Aires, dirigida por el autor de El Aleph. Muchos de estos textos pasaron, más tarde, a la magistral antología Cuentos breves y extraordinarios (1951). Digamos también que la literatura hispanoamericana contemporánea ha sido particularmente generosa en escritores consagrados, con singular maestría, a los relatos brevísimos, hasta el punto de hacernos pensar si acaso no se trata de una particularidad diferenciada. Tan sólo una nómina apresurada nos bastará para corroborarlo. Enrique Anderson Imbert (Córdoba, Argentina, 1910), Juan José Arreola (Zapotlán, México, 1918), René Avilés Fabila (Ciudad de México, 1950), Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1914), Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1985), Julio Cortázar (Bruselas, 1916-París, 1984), Marco Denevi (Buenos Aires, 1922), Elíseo Diego (La Habana, 1920), Eduardo Galeano (Montevideo, 1940), Álvaro Menén Desleal (El Salvador, 1931), Augusto Monterroso (Guatemala, 1921), Julio Torn (México, 1898-1970), entre tantos otros. Sin embargo para encontrar un cultivador español asiduo de tan singular modalidad narrativa, nos hemos de reducir, en esta como en tantas otras de sus innumerables aportaciones literarias, a Ramón Gómez de la Serna y a casos excepcionales como el de mi tocayo Antonio Fernández Molina (Alcázar de San Juan, 1927) y a la obra inédita de Luis Mateo Diez (Villablino, León, 1942).
Confieso que, llegado a este punto, tengo serias tentaciones de ordenar mis apuntes sobre la materia y tratar por extenso acerca de las características —unas evidentes, otras no tanto— del relato reducido a su mínima expresión. Pero no tema el sufrido lector de este prólogo, lo dejo para una próxima ocasión, pues tan sólo me referiré, para concluir, a la particular belleza que encierran las formas breves. En literatura bastaría decir una sola palabra japonesa «haiku». Pero pensemos en la música la canción de Schubert sobre el poema «Wanderers Nachtlied» de Goethe, los preludios o el vals del minuto chopiniano, la «Syrinx» de Debussy, microcanciones de Franck Zappa y aquí pongo punto final a esta introducción. «Dios te libre, lector, de prólogos largos», advierte atinadamente Quevedo en su prefacio a El mundo por de dentro y, desde luego, en ningún caso sería menos justificable la excesiva morosidad que en el presente.
A. F. F.
Madrid, Alcalá de Henares, 1990.