Nunca pude escribir la historia de esa monjita de Pereira que me contó el doctor Uribe. Era sobre una niñita que había quedado huérfana a los dos años, y desde entonces vivía enclaustrada en el convento, sin ver el mundo. Ahora tiene veinte, y estaba enferma, y quizá iba a morir. Al convento sólo podía entrar un hombre, y eso en casos desesperados. Ese hombre era mi amigo el médico, una especie de patriarca, el único mortal con licencia para penetrar en aquellos muros inexpugnables. Cuando examinó a la monjita en su lecho ella tenía el rostro oculto tras un velo negro como usan las mujeres en Oriente. A través del velo se podía adivinar una belleza lánguida que lentamente se extinguía en la fiebre. El médico que sólo hacía preguntas profesionales, se atrevió a preguntar a la monjita algo que lindaba en los terrenos de la poesía, y que podía quedar como la expresión de su última voluntad. Era esto:
—Monjita, ¿qué es lo que más te gustaría conocer del mundo de afuera?
Y ella contestó dulcemente: «Un río».
Gonzalo Arango, Obra Negra.