Una noche, en 1713, —dice Tartini—, soñaba que había hecho un pacto y que el diablo estaba a mi servicio; todo se cumplía a mi antojo, mis apetencias eran en todo momento realizadas y mis deseos colmados al instante por mi nuevo criado. Se me ocurrió darle mi violín para ver si conseguía interpretarme hermosas piezas; cual no sería mi asombro cuando escuché una sonata tan singular y bella, ejecutada con tanta maestría e inteligencia que ni siquiera hubiera podido concebir que existiese una semejante. Experimenté tanta sorpresa, tanta delectación, tanto placer, que se me cortó la respiración; me desperté con esta violenta sensación; cogí al instante mi violín, esperando recoger una parte de lo que acababa de oír, pero fue en vano: la pieza que compuse entonces es ciertamente la mejor que he hecho jamás, y la llamo aún Sonata del Diablo; pero está tan y tan por debajo de la que me había impactado, que habría roto mi violín y abandonado para siempre la música, si hubiese estado en situación de prescindir de ella.
Ernest Van der Velde, Anecdotes musicales.