El nuevo cigarrero del zaguán —flaco, astuto— lo miró burlonamente al venderle el atado.
Juan entró en su cuarto, se tendió en la cama para descansar en la oscuridad y encendió en la boca un cigarrillo.
Se sintió furiosamente chupado. No pudo resistir. El cigarro lo fue fumando con violencia; y lanzaba espantosas bocanadas de pedazos de hombre convertidos en humo.
Encima de la cama el cuerpo se le fue desmoronando en ceniza, desde los pies, mientras la habitación se llenaba de nubes violáceas.
Enrique Anderson Imbert, El gnomo.
—Alégrate. Tu deseo ha sido otorgado. Escribirás los mejores cuentos del mundo. Eso sí: nadie los leerá.
Enrique Anderson Imbert, El gato de Cheshire.
Algunos de los marineros que regresaban de sus largos viajes solían visitar a Simbad, el paralítico. Simbad cerraba los ojos y les contaba las aventuras de sus propios viajes interiores. Para hacerlas más verosímiles a veces se las adjudicaba a Odiseo. «Apuesto», pensaba Simbad cuando se quedaba solo, «a que tampoco él salió nunca de su casa».
Enrique Anderson Imbert, El gato de Cheshire.
Atlas estaba parado, con las piernas bien abiertas, cargando el mundo sobre sus hombros. Hiperión le preguntó:
—Supongo, Atlas, que te pesará más cada vez que cae un aerolito y se clava en la tierra.
—Exactamente —contestó Atlas—. Y, por el contrario, a veces me siento aliviado cuando un pájaro levanta vuelo.
Enrique Anderson Imbert, El gato de Cheshire.
Samuel Taylor Coleridge soñó que recorría el Paraíso y que un ángel le daba una flor como prueba de que había estado allí.
Cuando Coleridge despertó y se encontró con esa flor en la mano, comprendió que la flor era del infierno y que se la dieron nada más que para enloquecerlo.
Enrique Anderson Imbert El gato de Cheshire.
El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en su butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.
—¡Papá, papá! —llamó a punto de llorar. Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido.
—¡Papá, papá!
El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.
Enrique Anderson Imbert, El gato de Cheshire.
No nos decimos ni una palabra pero sé que mi sombra se alegra tanto como yo cuando, por casualidad, nos encontramos vestida de negro. Si camino, camina; si me detengo, se detiene. Yo también la imito. Si me parece que ha entrelazado las manos por la espalda, hago lo mismo. Supongo que a veces ladea la cabeza, me mira por encima del hombro y se sonríe con ternura al verme tan excesivo en dimensiones, tan coloreado y pictórico. Mientras paseamos por el parque la voy mimando, cuidando. Cuando calculo que ha de estar cansada doy unos pasos muy medidos —más allá, más acá, según— hasta que consigo llevarla a donde le conviene. Entonces me contorsiono en medio de la luz y busco una postura incómoda para que mi sombra, cómodamente, pueda sentarse en un banco.
Enrique Anderson Imbert, Cuentos en miniatura.
Soñó Don Quijote que llegaba a un transparente alcázar y Montesinos en persona —blancas barbas, majestuoso continente— le abría las puertas. Sólo que cuando Montesinos fue a hablar Don Quijote despertó. Tres noches seguidas soñó lo mismo, y siempre despertaba antes de que Montesinos tuviera tiempo de dirigirle la palabra.
Poco después, al descender Don Quijote por una cueva el corazón le dio un vuelco de alegría: ahí estaba nada menos que el alcázar con el que había soñado. Abrió las puertas un venerable anciano al que reconoció inmediatamente: era Montesinos.
—¿Me dejarás pasar? —preguntó Don Quijote.
—Yo sí, de mil amores —contestó Montesinos con aire dudoso— pero como tienes el hábito de desvanecerte cada vez que voy a invitarte…
Enrique Anderson Imbert, Cuentos en miniatura.
Creímos que eso que colgaba de la pared era algo así como un colmillo de hipopótamo pero nuestro minúsculo anfitrión explicó que no, que era nada menos que su primer diente de leche. Parecía increíble, pero evidentemente nuestro anfitrión debió de haber sido un gigante y estaba encogiéndose, año tras año. Ahora, cincuentón, tenía el tamaño de un gorgojo. Conservaba, sin embargo, su gallarda figura humana. Nos acompañó hasta la calle recién llovida y antes de despedirnos lo vimos nadar vigorosamente en el aguazal. Nos gritó, mientras braceaba, que la próxima vez que volviéramos a visitarlo trajéramos el microscopio.
Enrique Anderson Imbert, Cuentos en miniatura.
Hoy yo estaba descansando, en mi rincón oscuro, cuando oí pasos que se acercaban. ¡Otro, que descubría mi escondite y venía a adorarme! ¿En qué tendría que metaformosearme esta vez? Miré hacia el corredor y vi a la pobre criatura. Era peludo, caminaba en dos pies, en sus ojos hundidos había miedo, esperanza, amor, y su hocico parecía sonreír. Entonces, por cortesía, me levanté, adopté la forma de un gran chimpancé y fui a su encuentro.
Enrique Anderson Imbert, Cuentos en miniatura.
Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
—¡Chist! —cuchicheó el farmacéutico a su mujer—. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada…
Entonces, alzando la voz, dijo:
—Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe.
—¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con las persianas apestilladas.
—Y… alguien podría bajar desde la azotea.
—Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas…
—Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces «tarasá» para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Se entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces «tarasá», se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.
Enrique Anderson Imbert, El milagro y otros cuentos.