«Qué bonita, qué bonita eres» —murmuró la Madre en la penumbra, posando sus labios sobre una de las mejillas de su pequeña hija.
Al retroceder luego unos pasos, sintió en su boca la presencia de un trozo húmedo y tibio, de textura carnosa. Con repugnancia, la Madre escupió el corpúsculo adherido a sus dientes. Este cayó al suelo, sin ruido. Un escombro cualquiera, un desecho más.
A pesar del sabor a sangre que proseguía en un paladar, ella se acercó de nuevo hacia la niña quien, con un movimiento brusco, trató de zafarse de esa ternura recurrente. No obstante, la Madre deslizó sus dedos por la cabeza llena de rulos de su muñeca y no pudo sino sorprenderse al advertir que, tras esa caricia, varios bucles de su hija se habían quedado entre sus dedos. Eran tan largos que, al estirarlos, parecían arrancados de raíz.
«Duérmete mi vida, duérmete ángel mío» —canturreó, pero el llanto de su hija era ahora incontenible, en tanto un líquido que manaba de su mejilla y de su cuero cabelludo, le mojaba la mano.
Juzgó entonces que lo más adecuado era no darle importancia, para no convertirla en una niña caprichosa, y salió raudamente de la habitación.
Una vez segura de su soledad, la pequeña descendió de su cama (diminuta como ella) y, a tientas —ya que las tinieblas eran inexpugnables—, empezó a buscar el trozo perdido de su mejilla, los mechones de pelo arrancados de su cabeza.
Se pasó la noche entera buscando. Los días. Los años. La vida. Curiosamente, nunca los encontró.
Alina Diaconú.