Adolfo Bioy Casares

LA REPÚBLICA DE LOS MONOS

Cuando me enteré de que había llegado a Buenos Aires el doctor Crescenzo, reputado constitucionalista de Tres Arroyos, fui a visitarlo. Me encontré con un viejo flaco, muy tembloroso, tostado por el sol. Venía del corazón del África, donde pasó una larga temporada junto a monos de esa raza tan comentada últimamente, en algunas publicaciones, porque habría desarrollado aptitudes poco menos que humanas. Como amigo de los animales y viejo lector de la obra de Benjamin Rabier, me interesaba lo que el doctor Crescenzo tuviera que decir acerca del intelecto de los monos. Desde luego corroboró cuanto yo había leído al respecto. Estaban informados por diarios, radios y televisión, de las nuevas corrientes de la opinión mundial y habían montado una República provista de los tres poderes. En conversaciones privadas, como en declaraciones públicas, se mostraban abiertos al cambio de ideas, contrarios al autoritarismo y, por regla general, a la violencia. Pregunté a Crescenzo qué lo había impulsado a emprender una excursión más propia de un etnólogo o de un etólogo que de un constitucionalista.

—Quizá debí pensar en lo que usted ahora me dice —contestó—, pero fue por mi condición de constitucionalista que me invitaron.

—Una iniciativa que honra a los monos —puntualicé.

—Prefiero pensar que me honra y que honra a Tres Arroyos. Me llamaron para que diera un diagnóstico. Estaban empezando a averiguar por qué al amparo de instituciones tan sabiamente planeadas (son un calco de las nuestras), cayeron en la decadencia y en la miseria. La situación, por lo insólito, me pareció estimulante. Me aboqué a su estudio. Después de año y medio de trabajo dilucidé el enigma y tuve que huir, en plena noche, para que no me mataran.

—¿En qué quedamos? —pregunté—. ¿No eran enemigos de la violencia?

Contestó: —Por regla general; pero sin mala intención los ofendí profundamente cuando traté de explicarles que habían fracasado porque son monos.

Adolfo Bioy Casares, Diario y fantasía, 1989.

TEMA DEL FIN DEL MUNDO

Quizá el fin del mundo no es fácil de imaginar. Ramírez, que atiende el vestuario del club, me dijo que su hija oyó por radio, en el programa de algún aceite comestible, a un boliviano que pronosticó para el domingo 23 el fin del mundo. Mi consocio Johnny aseguró que todo eso eran macanas. Ramírez convino en que no debíamos creer una palabra del tal pronóstico y agregó que, por si acaso, el sábado a la noche no se privaría de nada, porque él estaba dispuesto, eso sí, a darse una comilona. Hombre del momento, pasó a declarar que esos anuncios debían estar terminantemente prohibidos «por causa de las criaturas». Recordó el caso de alguien que predijo, para no sé qué fecha, el fin del mundo y cuando dieron las doce de la noche «se abocó al revólver y se mató. Mientras tuvo fuerzas apretó el gatillo. No era para menos». Johnny le preguntó:

—¿Qué haría usted si supiera con seguridad que un día determinado acaba el mundo?

—No diría nada, por causa de las criaturas —respondió Ramírez—, pero dejaría anotado en un papelito que en el día de la fecha era el fin del mundo, para que vieran que yo lo sabía.

Adolfo Bioy Casares, Guirnalda con amores.

EL PAÍS Y EL PROGRESO

Anoche cuando volvía a casa, me pareció que había desembocado en la calle Tucumán del siglo pasado, aún más pueblerina y más pobre que la actual. En este país, que hasta ayer progresaba, la situación se repite de vez en cuando, y uno se encuentra en lugares cuya desolada modestia corresponde a un álbum de fotografías viejas.

(Mar del Plata, 1957)

Adolfo Bioy Casares, Guirnalda con amores.

GRAN FINAL

El viejo literato dijo a la muchacha que en el momento de morir él quería tener un último recuerdo de lujuria.

Adolfo Bioy Casares, Guirnalda con amores.

CONTIGUOS

Estaban tan acostumbrados a vivir juntos, a mirarse de cerca, que si se veían en la calle se turbaban.

Adolfo Bioy Casares, Guirnalda con amores.

UNA VIDA

La cocinera dijo que no se casó porque no tuvo tiempo. Cuando era joven trabajaba con una familia que le permitía salir dos horas cada quince días. Esas dos horas las empleaba en ir en el tranvía 38, hasta la casa de unos parientes, a ver si habían llegado cartas de España, y volver en el tranvía 38.

Adolfo Bioy Casares, Guirnalda con amores.

POSTRIMERÍAS

Cuando entró en el edificio, buscó las escaleras, para subir. Encontrarlas era difícil. Preguntaba por ellas, y algunos, le contestaban: «No hay». Otros le daban la espalda. Acababa siempre por encontrarlas y por subir otro piso. La circunstancia de que muchas veces las escaleras fueran endebles, arduas y estrechas, aumentaba su fe. En un piso había una ciudad, con plazas y calles bien trazadas. Nevaba, caía la noche. Algunas casas —eran todas de tamaño reducido— estaban iluminadas vivamente. Por las ventanas veía a hombres y mujeres de dos pies de estatura. No podía quedarse entre esos enanos. Descubrió una amplia escalinata de piedra, que lo llevó a otro piso. Este era un antecomedor, donde mozos, con chaqueta blanca y modales pésimos, limpiaban juegos de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía subir. Llegó a una terraza con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco tristes. Una mujer, con vestido de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó por el enorme paisaje, meciéndose la cabellera, gimiendo. Él entendió que cuantos vivían ahí estaban locos. Pudo subir otro piso. En una arquitectura propia del interior de un buque, en la que abundaban maderas y hierros pintados de blanco halló una escalera de caracol. Subió por ella a un altillo donde estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de abajo. Dijo: «Sobre el fuego está el cielo» y, seguro de su destino, se agarró a un caño, para subir más. El caño se dobló: hubo un escape de vapor, que le rozó el brazo. Esto lo disuadió de seguir subiendo. Pensó: «En el cielo me quemaré». Se preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores debería descender. En todos él se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no fuesen la morada que le correspondía, porque justamente el infierno es un sitio donde uno se cree fuera de lugar.

Adolfo Bioy Casares, Guirnalda con amores.