Prólogo

Roque Bravo salió del Ministerio de la Gobernación, en la Puerta del Sol. Estaba vestido de punta en blanco, pues acababa de ser recibido por un importante personaje: su levita era de impecable corte, y su chistera de siete reflejos hubiera podido causar envidia a un embajador; pero, a pesar de esto y de que llevaba ambas prendas no sólo con desenvoltura, sino con despreocupación, su persona se despegaba del ambiente cortesano. Su tórax era demasiado ancho para ser elegante; su espeso bigote semirrubio caía al natural, sin cosméticos ni las retorcidas guías de moda… Se había quitado los guantes, porque le entorpecían, y miraba en torno con el interés del provinciano que viene a Madrid de tarde en tarde, pero más bien con desagrado que con admiración: el ajetreo callejero le parecía discordante e inútil.

Nunca dejaba de sorprenderle el gran número de desocupados que se encontraban en la capital a cualquier hora y en cualquier calle.

Ahora eran las diez y media de la mañana. ¿Adónde iban todos aquellos madrileños? Era ya tarde para encaminarse a ningún trabajo, y temprano aún para volver a casa a comer… En realidad, no parecía que fueran a ninguna parte, con excepción de un recadero de tienda cargado con una gran cesta y dos albañiles que llevaban una larga escalera salpicada de cal… Y aun ellos no mostraban tener mucha prisa, pues se detenían a media acera para escuchar a un charlatán que, con una mesita delante, pregonaba un elixir curalotodo:

—¡El secreto de los faquires de la India, hecho con hierbas del monte Cáucaso, el más alto del mundo…!

Roque se desvió un poco para esquivar a los portadores de la escalera, que interrumpían el paso.

El chirrido del tranvía eléctrico que cruzaba la plaza atrajo su mirada. También eso le denunciaba como «paleto». Los madrileños se habían acostumbrado ya a aquel monstruo, pero Roque, aunque lo había visto en diversas ocasiones, seguía encontrándolo extravagante, mutilado sin las mulas, inquietante con aquel palo que subía hasta los alambres y soltaba chispas de cuando en cuando…

Por asociación de ideas, Roque pensó en el trillo eléctrico, «maravilla de la invención moderna», que anunciaban todos los periódicos y que se exhibía en la calle de Barquillo.

—¡El Imparcial! —pregonaba un chiquillo—. ¡Con el juicio de la Mariana Estévez…! ¡Últimas noticias del crimen de la Carrera…!

Roque embocó la calle de Alcalá. Una gitana, con su churumbel a horcajadas, le cortó el paso resueltamente con la invocación ritual:

—¿Te la digo, resalao…? ¡Mira que te importa mucho saber lo que te espera…!

Roque se detuvo, mirándola, con la boca seria y los ojos risueños. La mujer se apoderó de su gran mano y la abrió para mirar la chira palma.

—¡Aquí farta argo, buen moso! ¿No te sobra una monea en la borsa, emperaó…? ¡Una monea de plata, pa que yame a la suerte…!

Roque retiró su mano y quiso apartar a la mujer; pero ésta se aferró a su manga, insistente.

—¡Pue manque zea sin na, yo te la digo! ¡Que tengo yo guzto en jasete ese orsequio…! ¡A vé otra vé eza mano de conquistaó…!

Roque dijo:

—¡No!

Separó a la mujer con el revés del brazo y siguió su camino, sin apresurarse, adoptando, quizá por contagio, un aire descuidado; pero nadie podría tomarle por un «paseante en cortes». Su gesto y su mirada le distanciaban.

Delante de las Calatravas se notaba cierto movimiento. Las damas distinguidas acudían a la elegante misa de once, y los desocupados se detenían para verlas bajar de los coches, con la mirada fija, primero, en las finas botitas que surgían entre enaguas de encaje, y luego en los rostros velados de blanco o de negro, y después, cuando ellas ya habían pasado, en el quiebro garboso de las cinturas… Roque miró también, con bastante interés. Otra cosa no tendría Madrid, pero lo que es mujeres…

Sonriendo un poco, siguió su camino, dobló por Barquillo y recorrió la calle hasta llegar a la tienda en que se exponía el «trillo eléctrico». También allí había un grupito de mirones.

Roque penetró en la tienda y se hizo explicar el funcionamiento de la máquina. Luego, sin dar su opinión, salió a la calle y reanudó su tranquila marcha: el último trozo de Barquillo, Fernando VI, las Salesas. Allí se detuvo de nuevo, sorprendido por una desusada afluencia de público. Tras pensar con desdén que la principal ocupación de los madrileños parecía ser callejear y detenerse en todas las esquinas, preguntó a una mujer de mantón que estaba a su lado:

—¿Sabe usted lo que pasa, señora?

—El juicio, ¿qué va a pasar? ¡El juicio de Mariana Estévez, la que mató a su marido a los pocos meses de casada!

—Iba a ser a las nueve —intervino un espontáneo—, pero lo han retrasado… Dicen que para cansar a la gente.

—¡Huy, ya lo creo! Muchos se han ido…

—¡Y yo también me tengo que ir! —suspiró, pesarosa, la mujer—. ¡Bien que lo siento!

—Dicen que el juez, si pudiera, cerraría las puertas, para que nadie se entere de los trapicheos.

—¡Toma, claro! Como que la quieren sacar libre, porque la protege un ministro.

—¿Un ministro? —repitió Roque, incrédulo.

—¡Bueno, o que lo ha sido! Para el caso es lo mismo… Don Adolfo Mena, ¿no le suena a usted el nombre?

—Sí —dijo Roque—; sí que me suena. Se apartó de sus interlocutores. En seguida advirtió que eran menos de lo que a primera vista parecían los que realmente se proponían penetrar en el edificio. Éstos se apretujaban, discutiendo, en las escaleras, mientras que los demás —mirones de los mirones— se quedaban en la calle formando grupos, parloteando y cambiando burlas.

—Pues haberlo conseguido —dijo Roque.

—¡Ya, ya, ya abren…!

—¡Ya se están abriendo las puertas!

Alguien empujó a Roque hacia la escalera, y él, en lugar de resistir, siguió el impulso: empujó al que tenía delante y empezó a abrirse paso a codazo limpio, sin hacer el menor caso de las protestas que levantaba: una vez que había decidido entrar, tenía que entrar.

Cuando consiguió llegar hasta el centro de la corriente, ésta le ayudó a ascender sin mayor esfuerzo. La sala estaba ya casi llena por los que habían entrado «de favor», pero Roque descubrió un asiento vacío en uno de los primeros bancos, y se dirigió a él resueltamente.

—¡Oiga, esto es para la prensa! Aquí no se puede sentar —le dijo un joven de cuello muy largo y bigote muy ralo.

Roque no contestó, ni le miró, ni se movió.

—¡Levántense todos! —ordenó el ujier.

La sala tenía varias ventanas a lo largo de una de las paredes laterales; pero eran estrechas y muy altas, de modo que iluminaban bastante bien los escudos alegóricos de escayola colocados sobre el estrado, y bastante mal el estrado mismo. Entraron muchas personas surgiendo por distintas partes: el tribunal —cinco hombres de toga que se sentaron tras la majestuosa mesa—; los jurados, pastoreados por un ujier que los introdujo en una especie de corralillo…

La aparición de la acusada levantó un susurro en la sala.

—¡Ésa es, ésa…! ¡Mírala…!

Sólo fue visible un instante. En seguida se sentó en el banquillo, de espaldas al público. Roque sólo había podido distinguir una figura vestida de negro y muy erguida, una cara pálida, de gesto duro.

—¡Siéntense todos! —ordenó el ujier.

La voz del juez, apagada y lejana, dijo algo inaudible, que el ujier repitió en voz alta:

—¡Que comparezca don Adolfo Mena!

Nuevo revuelo en la sala. Roque siguió con interés la marcha del testigo a lo largo del pasillo. Era un hombre de cincuenta años que llevaba con gran prestancia su barba negrísima y su discreto vientre. Roque percibió el brillo de la gruesa cadena de oro, de los zapatos de charol… El «prócer» —como decían los periódicos gubernamentales—, el «pez gordo» —como decían los de la oposición, y el pueblo con ellos— subió a la tribuna. El juez le hizo las preguntas de rigor, de las que resultó que su residencia era Madrid, y su profesión oficial, propietario.

—¿Conoce usted a la acusada?

—Sí, señor presidente. Somos vecinos.

La voz del juez era cascada; la del testigo, sonora como de orador político.

—¿Se limitaba a eso su relación? ¿A saludarse cuando se encontraban en la escalera?

—Los señores de Mendoza (es decir, la acusada y su marido) se alojaban en casa de la señora viuda de Orozco, antigua amiga de mi familia. Yo la visitaba con cierta frecuencia, y ella me presentó a sus huéspedes.

—Huéspedes de pago, según consta.

—Sí, señor. La señora de Orozco se encontraba en mala situación económica desde la muerte de su esposo. Pero trataba a los señores de Mendoza como a amigos.

—¿Tuvo usted conocimiento de alguna desavenencia de la acusada con su esposo?

—Tuve conocimiento de la mala conducta de Antón Mendoza y de la paciencia angelical con que su esposa le soportaba.

Alguien rió en la sala, y hubo varios cuchicheos burlones.

El juez echó mano a la campanilla, pero no llegó a tocarla.

—Especifique usted esa declaración —dijo.

—Mendoza era simpático para los que le conocían poco: un joven alegre, despreocupado; hasta parecía bondadoso. Pero en cuanto se le observaba con atención y sin dejarse engañar por las apariencias, se descubría que era un libertino y un desalmado. No sólo había dilapidado en pocos meses la fortuna de su esposa, sino que la traicionaba vilmente en aventuras de baja estofa.

—¡Mentira!

El corazón de Roque dio un vuelco de sorpresa, y por la sala entera pasó un sobresalto: la acusada se había puesto en pie, con un movimiento impulsivo.

—¡Mentira, señor juez, no le crea usted! ¡Todo eso son calumnias de un infame!

—¡Silencio! —ordenó el juez—. ¡Siéntese usted!

—¡Es que está mintiendo por despecho! ¡Es un canalla que me perseguía a todas horas! ¡Yo le dije lo que se merecía, y no me lo ha perdonado!

—¡Basta! ¡Siéntese! —ordenó el juez—. ¡Siéntese y calle, o suspendo la vista!

La acusada se sentó, lenta y como dudosa, como dispuesta a saltar de nuevo. El periodista, al lado de Roque, tomaba notas febrilmente, con cara de felicidad.

—Continúe el testigo su declaración —dijo el juez.

—Lamento ser tan mal juzgado por la acusada —dijo Adolfo Mena, con la voz un poco alterada—. Mi única intención es favorecerla. El comportamiento de su esposo es, a mi juicio, un atenuante de gran peso.

—¿Atenuante? —Mariana estaba otra vez de pie, erguida, estremecida por un furor apasionado—. Señor juez, ¿no ve usted que quiere perderme? ¡Quiere dar a entender que yo maté a Antón! ¡Es un canalla y un cobarde!

—¡Por última vez, silencio, y siéntese! —dijo el juez.

—¡Quiere deshonrar a Antón y perderme a mí! ¡Es un hipócrita, señor juez! ¡El libertino es él y no Antón! ¡Cuando mi marido estaba fuera de Madrid, él me paraba en las escaleras con requiebros, y un día le di una bofetada! ¿No es verdad, señor don Adolfo? ¿No probó usted mi mano en su cara? ¿No es eso lo que le ha traído aquí con todo ese veneno…?

Era un chorro ardiente de ira y de sarcasmo, imposible de contener. El juez permaneció pasivo durante unos instantes. Luego sacudió la campanilla.

—¡Se suspende la vista! ¡Despejen la sala!

—¡Magnífico, magnífico! —murmuró el periodista, frotándose las manos—. ¡Esta mujer me lo da todo hecho!

—¿Por qué? —preguntó Roque, a quien parecían dirigirse estas palabras—. ¿Qué quiere usted decir?

—¿Es que no se da usted cuenta? ¡Pues yo lo veo claro como el agua! Ella contaba con don Adolfo para salvarse, y está visto que él no se quiere comprometer.

—No entiendo…

—¡Despejen, despejen! —repetía el ujier moviendo los brazos como si oseara gallinas.

—¿Que no entiende? —dijo el periodista, riendo, mientras Roque y él avanzaban pasillo adelante—. Se ve que no ha leído usted los periódicos. Por lo menos, el mío, el Cantaclaro.

—Pues no. Soy de fuera y no estoy muy enterado…

—¡Ya, ya se ve! Guapa «la Mariana», ¿eh? Todo el mundo la llama así, y pronto cantarán su nombre las coplas de los ciegos… Es guapa, desde luego…, o lo era cuando la detuvieron; pero la gente no le tiene simpatías, porque es orgullosa. ¡Vaya arranque el de hoy! ¡Todo un carácter! ¡Cualquiera diría que es inocente y que adoraba a su marido!

—¿Y no es así?

—¡No sea usted ingenuo! Está clarísimo que se entendía con don Adolfo y que mató al marido para poder casarse con él.

—¡No lo creo!

—¿Por qué? —rió el periodista—. ¿Es que le ha gustado su cara?

—Apenas la he visto. Pero su indignación me ha parecido noble y sincera. Si fuese culpable, habría aceptado las disculpas de don Adolfo.

—¡Ah, pero es que Mariana Estévez no es así! Su soberbia está por encima de todo, y se enfureció al ver que su cómplice la traicionaba.

—¿Su cómplice?

—¡Pues claro! Estaban de acuerdo para matar al pobre Mendoza, sólo que el Mena es muy astuto y tuvo buen cuidado de buscarse una coartada: la noche del crimen se reunió con media docena de peces tan gordos como él y no se apartó de ellos. Le dejó a ella la tarea sucia, comprometiéndose a sacarla libre. Y eso es lo que hará.

—¿De veras piensa usted que un cacique puede sacar libre a un asesino?

—¡No me haga usted reír! ¿Es que no sabe usted que hay tabernas donde se compran los jurados?

—¡Eso no es posible!

—¿Que no…? ¡Vamos, es usted un inocente! En teoría, los jurados se designan por sorteo, y todo ciudadano está obligado a actuar cuando le toca. Pero, en la práctica, todo el mundo se escabulle con un pretexto o con otro y, al fin y a la postre, los que vienen a la Audiencia son profesionales, por decirlo así, que tienen sus agentes y venden sus votos al mejor postor.

—No lo creo —repitió Roque secamente.

—¡Bueno, allá usted! Pero, volviendo a lo que estábamos, a la Mariana le ha fallado el cálculo: don Adolfo la sacará absuelta, pero escurriendo el bulto al mismo tiempo. Está claro que casarse, ¡ni pensarlo!

—¿Cómo puede usted saber todo eso? —dijo Roque Bravo.

El periodista le miró de reojo, irónico y superior.

—¡Yo sé muchas cosas, amigo! Vivo de eso: de saber cosas… Y usted, ¿sabe quién es el abogado de Mariana Estévez?

—¿Quién?

—Sagredo. El primero de Madrid y el más caro.

—Bueno, ¿y qué?

—¿No ha oído usted que el marido la había arruinado? Ella no tiene sobre qué caerse muerta.

—¿Quiere usted decir que no puede pagarse a ese abogado?

—¡Ni a ése ni a ninguno! Primero le nombraron uno de oficio, y luego apareció Sagredo, por arte de birlibirloque. Por lo visto, dice que le interesa el caso y que trabaja gratis; pero eso no lo cree nadie en Madrid. ¡Menudo es el tal Sagredo! No hay otro para sangrar a sus clientes hasta la última peseta. Además, ¿por qué le va a interesar un caso como éste? Desde el punto de vista jurídico, no puede ser más vulgar.

—Pero hace mucho ruido, por lo que parece, y puede darle fama.

—¿Para qué quiere más fama de la que tiene, si le sobra clientela? Desengáñese usted: a ése le paga Mena, como yo me llamo Prudencio. ¡El excelentísimo señor don Adolfo Mena…!

Estaban ya en la calle. El periodista, riendo, dio unas palmadas en el hombro de Roque.

—¡Hasta más ver, amigo! Lea mañana el Cantaclaro, y verá lo que es bueno.

Se alejó el joven, y Roque le siguió con una larga mirada despreciativa.

Al día siguiente compró el Cantaclaro. Ya lo conocía de fama, pues era muy vendido, aunque mucho más en Madrid que en provincias. Se titulaba a sí mismo «diario independiente», y era calificado por las personas decentes de libelo inmundo, lo cual no impedía que lo compraran a hurtadillas y lo devorasen con fruición.

Roque leyó en el café la crónica firmada por Prudencio Barra y escrita con toda la petulancia, la frivolidad y la insolencia indispensables a un buen periodista. No contenía, por lo demás, ningún informe nuevo para Roque, pero las cosas dichas el día anterior de palabra le parecían ahora, al verlas escritas, mucho más dañinas.

El camarero, que se acercó a la mesa de Roque, colocó sobre ella el vaso con el azucarillo dentro, la taza, el azucarero, el plato con la media tostada… Roque seguía leyendo.

—¿Mitad y mitad? —preguntó el camarero.

—Sí —dijo Roque sin alzar los ojos.

Pero el camarero no pudo contenerse.

—¿Qué le parece a usted? —dijo, señalando el periódico con la barbilla—. ¡Si es que en el mundo ya no queda vergüenza! ¿Qué se apuesta usted a que entodavía la sacan libre?

—¡Cuidado! —dijo Roque con irritación—. ¡Está usted derramando el café!

—¡Usted disculpe, señorito! Pero no le he manchao, a Dios gracias.

Secó el hombre solícitamente la mancha del velador de mármol y se decidió a alejarse, defraudado. Roque se desayunó y se encaminó hacia la Audiencia, sin prisa, suponiendo que iba con tiempo sobrado; pero se encontró con que la sesión de la vista estaba ya muy avanzada. El tribunal había utilizado, a la inversa, el mismo truco del día anterior: adelantar la hora, para disminuir la aglomeración del público. Aun así, la sala estaba de bote en bote, y Roque tuvo que quedarse en pie cerca de la puerta. Estaba hablando el fiscal, y su acusación pareció a Roque, en el primer momento, más dirigida contra la víctima que contra la acusada.

—… por numerosos testigos la vida disoluta y derrochadora de Antón Mendoza, que no correspondía en modo alguno al estado de su fortuna. Antón Mendoza no tenía otra profesión que la de jugador: la Bolsa por la mañana, el tapete verde de diversos garitos por la noche, éstos eran los «talleres» y las «oficinas» donde trabajaba. Al casarse con él, su esposa era dueña de una pequeña fortuna en tierras. El señor don Adolfo Mena (testigo, por cierto, de la defensa) ha descrito ante ustedes, señores del jurado, la conducta de la víctima respecto a su esposa: no sólo la había arruinado, sino que la traicionaba con otras mujeres. Está probado que el último viaje «de negocios» que hizo a provincias tenía por objeto acompañar a cierta viuda que le creía soltero. Mariana Estévez soportaba todo esto con una paciencia que ha sido calificada de «angelical». Pero no es «angelical» precisamente el carácter de esta mujer, según ustedes mismos han tenido ocasión de comprobar directamente. Y también la testigo Teodora Cruz, sirvienta de la señora viuda de Orozco, nos ha relatado aquí el áspero arrebato de la acusada en cierta ocasión en que ella, con intención de consolarla, le preguntó si había llorado y si era su marido culpable de su llanto… ¿A qué se debe, pues, la pasividad con que esta mujer de violento carácter soportaba las traiciones y malos tratos de su esposo? Pues a orgullo, señores del jurado. Mariana Estévez no gusta de quejas ni de vanas amenazas femeninas. Es reservada y altiva en su trato corriente, como nos lo han dicho varios testigos y como ustedes mismos han podido observar. Pero esa reserva no hace sino aumentar la intensidad de sus sentimientos. Y llega una hora en que esa intensidad es tan grande que no puede sufrirla su temperamento. Nosotros la hemos visto aquí convertida en tigresa, imposible de gobernar hasta el extremo de que ha sido preciso suspender la vista. Y ello por una declaración a su favor cuyos términos, al parecer, no fueron de su agrado. ¿Cuál no sería su rencor, su ira incontenible, ante la traición del hombre en quien había depositado su amor y su confianza?

El silencio en la sala era absoluto. Un silencio de sorpresa y de decepción. También Roque Bravo estaba sorprendido, pero su sorpresa era de satisfacción: el discurso del fiscal no era tan duro como podía esperarse; parecía incluso apuntar ya las circunstancias atenuantes. Sin embargo, acabó pidiendo para la acusada la pena de muerte; pero ello parecía un final postizo y convencional, poco de acuerdo con el resto. El juez dio la palabra al abogado defensor, y éste se puso en pie, estirándose las mangas y mirando en torno con la actitud de un malabarista que va a hacer su número. Roque pensó, con desdén y desconfianza, que era un fantoche. Pero en cuanto empezó a hablar, su impresión se desvaneció. No en vano era tenido don Juan Sagredo por el mejor abogado de Madrid. Su estupenda voz llenó la sala, audible hasta en su mínima inflexión, pero nunca hiriente. Los jueces le escuchaban con atención y los jurados con avidez. El discurso fue breve, contundente y quizá demasiado emotivo.

—… son dos los principales argumentos esgrimidos por el ministerio público: el primero consiste, simplemente, en la ausencia de toda prueba, ni un indicio que apunte hacia otro posible criminal: no se sabe de nadie que tuviera motivos y oportunidad para matar a Antón Mendoza. Pero, señores del jurado, no es el deber de este tribunal investigar quién y por qué mató a Antón Mendoza, sino dictaminar sobre las pruebas presentadas contra Mariana Estévez. A mi juicio, éstas son nulas. El segundo argumento de la acusación se ha basado en la heroica paciencia de la acusada frente a las ofensas de su esposo, su digna reserva cuando se la interrogaba sobre sus lágrimas escondidas y su noble arrebato de indignación cuando alguien ante este tribunal quiso exponer (sin duda con buena y caritativa intención) los sufrimientos que la infeliz víctima soportaba en silencio. Y cuando digo «víctima», señores, me refiero a esta mujer de hermosa figura y gesto dolorido que está en el banquillo, pendiente de la decisión de ustedes. Ha habido otra víctima, es cierto, aquélla por cuya muerte estamos juzgando a Mariana Estévez. Víctima, sin duda, de un asesino, ya que, según el informe médico, la posición y dirección de la herida demuestran que no pudo tratarse de un suicidio. Pero, a mi juicio, señores, no existe prueba alguna que justifique el que la acusada sea declarada culpable: Antón Mendoza maltrataba hipócritamente a su esposa, y ella le mostraba el mismo amor que cuando se casó con él. ¿Es esto un motivo para acusarla de asesinato? Sus rostros me dicen que no lo es, señores del jurado. ¡Pues bien!: es el único que aquí se ha expuesto, salvo, naturalmente, las circunstancias de oportunidad y medio, que, tratándose de una esposa respecto a su marido, carecen de significado. Toda esposa, naturalmente, tiene oportunidades constantes para agredir a su marido sin despertar su desconfianza hasta que sea demasiado tarde… Según este criterio, en todo crimen cometido contra un hombre casado debía ser su mujer la acusada… Pero repasemos los hechos…

Los hechos eran conocidos de todos en sus diversas versiones. El matrimonio Mendoza había cenado con su huésped, la viuda de Orozco, a las siete y media, y luego habían entrado en las habitaciones —un despacho y un gabinete con alcoba— que tenían alquiladas. La viuda se había acostado a las nueve, y su criada, tras dejarla acomodada, había vuelto a la cocina a terminar de recoger los cacharros y a hacer la cuenta del día. A eso de las diez y media había sonado el timbre. La sirvienta, sorprendida y casi alarmada, había mirado por la mirilla antes de abrir, y había tardado en reconocer a la acusada, que era quien llamaba, pues creía que estaba en sus habitaciones. Nada había preguntado, sin embargo, pues era mujer de pocas palabras, y Mariana Estévez no se prestaba tampoco a charlas superfluas. Se había limitado a franquearle la entrada. Mariana había entrado en sus habitaciones e inmediatamente había lanzado un grito espantoso. Al acudir la sirvienta, había encontrado a Antón Mendoza caído en el suelo, clavada en el costado la plegadera de plata que estaba habitualmente sobre su escritorio.

—Muerto, señores del jurado. Mi defendida corrió en busca de un médico que habitaba en la misma calle, y éste, al llegar, pocos minutos después, certificó que la muerte se había producido hacía más de una hora. El ministerio público ha supuesto que mi defendida cometió el crimen en un momento de obcecación y que luego, aterrada, salió a la calle y buscó el medio de disimular su estado de ánimo. Mariana Estévez, por su parte, nos dice que su marido la indujo a irse a casa de unos amigos que vivían cerca, donde él la recogería más tarde, ya que tenía que hacer antes un trabajo. Alega la acusación que es poco creíble que Antón Mendoza aconsejase a su mujer que saliera sola de noche. Pero hay que tener en cuenta dos circunstancias: la primera, que Mendoza estaba lejos de ser un hombre de sentimientos delicados, y la segunda, que el camino era breve y la hora aún temprana, ya que la señora viuda de Orozco, anticuada, como anciana, en sus costumbres, cenaba más temprano que la mayoría de los madrileños. Es el hecho que Mariana Estévez estuvo en casa de los señores de Roura desde poco antes de las nueve de la noche hasta que, cerca de las diez y media, impaciente y turbada por el retraso de su esposo, decidió volver a su casa. Los señores de Roura la acompañaron y esperaron ante el portal hasta que el sereno abrió la puerta. Entonces se retiraron. Ustedes, señores del jurado, han oído aquí las declaraciones del Señor Roura: nada en la conducta de Mariana Estévez les pareció sospechoso durante la hora y media que pasaron juntos y que emplearon en jugar al mus. La acusada, dice el señor Roura, no jugó muy bien; pero… ¿es acaso la torpeza en ese ingenioso juego motivo suficiente para acusar a una mujer de parricidio?

Hubo sonrisas en el jurado, risitas en el público. Y, de pronto, un silbido agudo y largo. El juez montó en cólera y agitó la campanilla.

—¡Ujier: expulse a ese insolente! Y, si no le encuentra en seguida, despeje la sala.

No hubo dificultad en hallar al silbante, pues sus vecinos, ante el riesgo de verse todos expulsados, se apresuraron a denunciarle. Resultó ser un jovenzuelo, que salió engallado y riéndose, orgulloso de su notoriedad.

El abogado continuó su discurso insistiendo sobre los puntos señalados e insinuando la posibilidad de que Mendoza esperase una visita que quería ocultar a su esposa, razón por la cual la alejó de la casa.

Por fin remató su discurso con un latiguillo patético:

—En vuestras manos, señores del jurado, están la vida o la muerte de esta mujer, sobre la cual el destino ha acumulado los más crueles golpes: por si no fuera dolor bastante la pérdida de un esposo joven y amado, ¡sí, tiernamente amado a pesar de sus defectos!, la más horrenda acusación viene a herirla en su corazón, y en su dignidad. ¡Está sola en el mundo, señores del jurado, esta criatura hecha, como todas las de su sexo, para ser protegida! No tiene otra esperanza ni otro amparo que vuestra justicia y vuestra benevolencia. ¡A ellas la encomiendo!

A Roque le pareció inoportuno este final. ¿Para qué recurrir a latiguillos sentimentales, cuando la razón bastaba a señalar que sería una injusticia temeraria condenar a Mariana Estévez? Pero no todo el mundo pensaba así en torno a él. Los comentarios eran hostiles y despectivos.

—¿Lo ves? ¿No te lo decía yo que la sacaban libre?

—¡Toma, ya está visto! ¡Si hasta el fiscal está en el ajo!

El silencio se hizo cuando el presidente ordenó a la acusada que se pusiera en pie. Todos los cuellos se estiraron y se retorcieron, en un afán inútil por verla mejor, por distinguir su perfil. Roque Bravo miraba su talle, ceñido en un vestido negro; sus hombros, erguidos; sus cabellos, recogidos en un moño bajo que parecía pesar, obligándola a echar hacia atrás la cabeza.

—¡Mírala, qué orgullosa!

—Se ríe del mundo porque sabe que va a salir libre.

—¿Tiene usted algo que alegar —decía la apagada voz del juez, más adivinada que oída— sobre lo dicho por su abogado defensor?

A Mariana, en cambio, se la oyó con claridad en toda la sala.

—Yo no he matado a mi marido. Y no es verdad que fuera malo. Yo le quería, y él me quería a mí.

—Puede sentarse —dijo el juez. Y se volvió hacia los bancos del jurado—. Antes de retirarse a deliberar, ¿necesitan ustedes alguna aclaración sobre los puntos tratados en el juicio?

Los jurados se miraron unos a otros, hubo encogimientos de hombros, gestos de vacilación. Al fin, un hombre se puso en pie un instante.

—No, señor presidente.

—En ese caso —ahora el juez alzó la voz con un esfuerzo, como si tuviera interés en ser oído en toda la sala—, se retirarán ustedes inmediatamente para deliberar y decidir por votación acerca de las preguntas que este tribunal va a formular acto seguido, de viva voz y por escrito. Pero antes quiero hacerles una advertencia: su juicio debe basarse única y exclusivamente sobre las pruebas presentadas ante ustedes en esta sala y sobre los razonamientos que acerca de ellas han formulado el ministerio público y el letrado de la defensa, sin tener en cuenta para nada los rumores u opiniones infundadas que puedan haber llegado hasta ustedes.

El presidente hizo una pausa, durante la cual su mirada se apartó del jurado y recorrió la sala, como un desafío. Nadie se movió ni emitió el más leve rumor. Roque Bravo sintió una gran simpatía y admiración por aquel hombre, que se quedaba tan chiquito detrás de la enorme mesa, pero que sabía imponer su autoridad. Una vez que ésta quedó bien de manifiesto, el presidente procedió a leer las preguntas:

—Primera: Mariana Estévez y Veral ¿es culpable de haber causado la muerte de su esposo, Antón Mendoza Suárez? Segunda: caso de que la respuesta primera sea afirmativa, ¿concurren en el hecho circunstancias agravantes, como alevosía, premeditación, abuso de confianza? Tercera: por el contrario, ¿pueden considerarse las atenuantes de provocación y obcecación?

El juez se echó hacia atrás.

—Nada más. Retírese el jurado a deliberar. El tribunal quedará constituido y en disposición de suministrar los datos o aclaraciones que el jurado estime necesarios. El público puede permanecer en la sala, a condición de guardar la compostura y el silencio debidos. Quien no lo haga así será inmediatamente expulsado.

Los miembros del jurado se levantaron y salieron, conducidos por un ujier. Los jueces se acomodaron a esperar; algunos, leyendo; otros, como el presidente, apoyados en los tiesos respaldos y con las manos cruzadas sobre el vientre. En los bancos de la sala, nadie habló ni se movió durante algunos minutos. Luego empezaron discretos cuchicheos.

Un hombre se puso en pie en la primera fila y avanzó hacia la salida a lo largo del pasillo central. Era Prudencio Barra, que al ver a Roque le hizo un guiño entre amistoso e impertinente, al tiempo que abría la puerta. Un tumultuoso rumor entró del vestíbulo, y el periodista se apresuró a cerrarla. Sacudió una mano en dirección a Roque haciendo una mueca ponderativa.

—¡Buena se está armando ahí fuera! —dijo en voz baja—. Se debe de haber corrido que van a dar la sentencia… Yo iba a salir para fumar un cigarrillo, pero vale más dejarlo… Menos mal que la deliberación va a ser muy corta.

—¿Usted cree?

—¡Desde luego! El presidente les ha dado el veredicto mascadito… Y eso suponiendo que…

—¡Silencio! —ronqueó el presidente, con acompañamiento de campanilla.

El periodista se apartó de Roque y volvió a su puesto en sumisa actitud. A los pocos minutos, el ujier abría la puertecilla por donde habían salido los jurados, y éstos aparecieron, uno tras otro, y fueron colocándose en sus puestos. En la sala, todo el mundo se removía. Algunos se pusieron en pie instintivamente, y volvieron a sentarse ante las protestas de los demás… El juez esperaba, frunciendo el ceño. Cuando se hizo el silencio ordenó:

—Levántese la acusada para escuchar el veredicto del jurado.

Mariana Estévez obedeció. Ahora, dentro de la sala no se oía una mosca; pero, en cambio, en el exterior aumentó el alboroto, y de pronto la puerta se abrió bruscamente; el ujier que la guardaba fue proyectado de espaldas, y hubiera sin duda caído al suelo de no sujetarle enérgicamente Roque Bravo. Una oleada de público se precipitó tras él gritando y disputando entre sí y se adelantó a lo largo del pasillo central. El presidente agitó violentamente la campanilla y forzó su voz hasta convertirla en un graznido:

—¡Orden, orden…! ¡Silencio! ¡Que no entre nadie más…! ¡Ujier! ¡Expulse a todos los que han entrado indebidamente!

Entonces Mariana Estévez tuvo la desdichada ocurrencia —muy comprensible, por lo demás— de volverse a mirar lo que sucedía a su espalda. Fue como aplicar una cerilla a un barril de pólvora. Una mujer gritó:

—¡Asesina!

Y otra tiró un zapato a la acusada.

—¡A por ella! —aulló una tercera, poniéndose de pie en un banco—. ¡La van a soltar porque es la amiga de un cacique! ¡Si fuera una pobre la ahorcarían!

—¡Ujier! ¡Llame a la guardia! —ordenó el juez.

—¡Abajo los caciques!

—¡Fuera, fuera los vendidos!

—¡A por ella! ¡Arrastradla! —insistió la oradora, desmelenándose—. ¡El juez está vendido!

Roque Bravo cargaba como un toro pasillo adelante, abriéndose paso a golpe limpio. Varios hombres estaban intentando saltar la barandilla del estrado. Tres de los jueces y dos de los jurados se pusieron de pie en actitud defensiva. El abogado y el ujier hacían retroceder hacia el fondo a Mariana y a la matrona, protegiéndolas con sus cuerpos. Uno de los alborotadores había saltado ya y se adelantaba hacia ellas. Pero Roque saltó tras él, le cogió del brazo y, cuando él se volvió, le derribó de un puñetazo. Al momento se encontró peleando con dos o tres desconocidos. Pero ninguno de ellos era para él digno rival. Firme el cuerpo, contundentes los puños, aguantó impasible las acometidas hasta que la llegada de los guardias disolvió rápidamente el tumulto. Los agresores se escabulleron como ratas, y Roque Bravo se encontró frente a frente con Mariana Estévez, y, por un instante, perdió la noción del presente y el dominio de sus gestos.

Ella le miraba como alucinada, pálida por las emociones sufridas, con los ojos dilatados por el miedo. Él, sin darse cuenta de lo que hacía, metió su mano derecha bajo la solapa izquierda de la levita en busca de la tabaquera; pero volvió a sacarla vacía. Mariana Estévez entrecerró los ojos, y sus labios emitieron un débil sonido. El abogado la sostuvo por el brazo, murmurando unas palabras de aliento, y la hizo sentarse en el banquillo.

Un guardia tocó a Roque en el brazo.

—¡Fuera de aquí! ¡Vamos, hay que despejar la sala!

—¡No! —dijo el juez, que seguía sentado y no parecía dar demasiada importancia a nada de lo que había ocurrido—. Ese caballero puede quedarse, si lo desea. Que baje del estrado y se siente en la sala.

Roque Bravo se inclinó.

—¡Gracias, señor presidente!

El público de la sala había quedado reducido a los periodistas y un corto número de personas. Los demás, aun protestando y debatiéndose, eran conducidos hacia la salida por los guardias. Uno de los jueces se secaba la frente con un pañuelo. El abogado defensor volvía a su puesto; la matrona ofrecía un frasco de sales a Mariana, que lo rechazaba sin mirarlo.

El juez se aclaró la garganta y repitió las palabras que había dicho antes de iniciarse el tumulto:

—Levántese la acusada para oír el veredicto.

Mariana Estévez se puso en pie. Ahora Roque, que se había colocado en un extremo del primer banco, alcanzaba a ver su perfil.

Se levantó un hombrecillo flaco, que se colocó unas gafas en la punta de la nariz y empezó a leer un pliego que tenía en la mano.

—Los jurados han deliberado sobre las preguntas que se han sometido a su resolución, y, bajo el juramento que prestaron, declaran solemnemente lo que sigue: a la pregunta «Mariana Estévez y Vera ¿es culpable de haber dado muerte a su esposo Antón Mendoza Suárez?», la respuesta tomada por unanimidad es: no. En vista de ello, consideran ociosa la respuesta a las preguntas siguientes.

Mariana volvió la cabeza para mirar a su defensor, que bajó la suya en un leve gesto de aquiescencia y satisfacción. El ujier recogió el acta de manos del presidente del jurado y se la entregó al del tribunal. Éste la hizo pasar por las de sus compañeros, cambió con ellos algunas palabras y, acto seguido, dijo en voz alta:

—En vista de lo declarado en el veredicto, este tribunal tiene a bien dictar sentencia de absolución de la acusada, que desde este momento queda en libertad. No obstante, y debido a las circunstancias, consideramos más prudente que permanezca, de momento, bajo la custodia del tribunal. Ha terminado la vista. Despejen la sala.

Tribunal y jurados se levantaron y salieron.

El defensor se acercó a Mariana y le ofreció su brazo. Roque los miró salir y luego se volvió para salir a su vez. Pero Prudencio Barra le detuvo por el brazo.

—¿Qué? —dijo, risueño—. ¿Tenía yo razón o no la tenía?

—¿De qué habla usted? —preguntó Roque ásperamente.

—¡Pues del veredicto y la sentencia! ¿No le dije yo que la sacaban libre?

—¡Naturalmente! Como que está bien claro que es inocente.

Prudencio Barra se desternillaba de risa:

—¡Ya, ya he visto que saltaba usted como un tigre para defenderla! Se siente usted caballero andante, ¿verdad? ¡Lástima que haya elegido como dama a esa…!

—¡Cuidado, joven! —cortó Roque fríamente—. Ya ha visto usted que sé pegar cuando quiero.

—¡Bueno, hombre! —El periodista le palmoteo el hombro, conciliador—. No se enfade, que yo no tengo por qué ofenderle a usted. Pero me hace gracia verle tan inocente, no lo puedo remediar. Todo el mundo sabe que «la Mariana» mató a su marido, y no en un arrebato, sino a sangre fría, para poder casarse con el ricachón.

—¡Eso es una calumnia, y, si la repite usted en su periódico, por Dios que le denuncio, si no lo hace la interesada!

—¡Bueno, esto es inaudito! —El joven periodista parecía esforzarse sinceramente en retener la risa—. Pero ¿de dónde saca usted esa fe tan ciega?

—He asistido a buena parte del juicio, y no me ofrece ninguna duda que ha sido justo. No existe ninguna prueba contra ella. ¡Ninguna en absoluto!

—¡O no las han querido presentar! ¿No ha visto usted que hasta el fiscal estaba de parte de la acusada?

—El fiscal ha hablado con moderación, según es su deber.

—Pues… ¿y el juez?

—El juez ha tenido la valentía y la prudencia de poner en guardia a los jurados contra los charlatanes como usted.

—Pero…, ¡vamos a ver, señor…! A propósito, ¿cómo se llama usted?

—Eso no hace al caso.

—Teme que le saque en el periódico, ¿eh? Bueno: pues no me lo diga; pero convénzase de que usted no sabe de la misa la media, y yo, en cambio, estoy enterado de todos los detalles.

—Esta mañana he leído su artículo en el periódico. Me ha parecido una sarta de inventos que no se apoyan en nada. El vulgo les sigue a ustedes, los reporteros, y se traga todo lo que ve en letras de molde. Pero yo estoy acostumbrado a juzgar por mí mismo. Y le repito a usted lo que ya le ha dicho: doña Mariana Estévez ha sido absuelta por el tribunal, y si alguien se atreve a seguir acusándola públicamente, comete un delito penado por las leyes.

Prudencio Barra sonreía aún.

—¡Gracias por el aviso! Pero no se preocupe: conozco mi oficio y sé bien lo que puedo decir y lo que no.

—De todos modos, tenga cuidado: tal vez yo hile más delgado que las leyes… Y no me importará ir a la cárcel por lesiones, con tal de tener el gusto de partirle a usted las narices… ¿Entendido?

—¡Ya lo creo! ¡Hasta más ver, señor… don Quijote! Esto lo dijo Prudencio Barra cuando ya se había alejado unos pasos de Roque. Y añadió luego, medio vuelto para echar a correr:

—¡Tendrá usted que disputársela a don Adolfo! Pero puede que él esté dispuesto a cedérsela…

Con gusto hubiera corrido Roque Bravo tras el chisgarabís, para ejercitar hic et nunc su amenaza; pero contuvo su impulso: no tenía objeto dar un escándalo más en aquel momento. Su atención se distrajo, además, justamente, porque al salir a la calle se encontró con que la Audiencia continuaba sitiada por grupos de talante amenazador, contenidos a duras penas por los guardias, que abrían calle para los que salían de la vista. Roque temió por un momento ser reconocido y agredido, pero no fue así. Nadie pareció fijarse en él y pudo sin dificultad perderse entre el público y luego alejarse de él. Lentamente, fruncido el ceño en intensa meditación, se encaminó a la Fonda de Madrid, en que se alojaba. La fondista protestó por lo tardío de la hora: ya se había levantado la mesa, pensando que el señor no venía a comer…

—Pues cuanto más tiempo pierda usted en hablar, más tarde se hará —cortó Roque secamente. Y se dirigió al comedor.

Comió solo en un extremo de la «mesa redonda», ya que no había otra, abstraído en sus pensamientos, pero no tanto que no advirtiera que la sopa estaba tibia —ordenó que la calentaran—; la carne, correosa —hizo que la sustituyeran por huevos con torreznos—, y el arroz con leche, crudo por dentro. Pero el postre no le interesaba y se limitó a rechazarlo. Luego se dirigió a un entrante del pasillo conocido con el nombre de «escritorio para huéspedes» y amueblado con una mesa cubierta de manchas de tinta en la cual se veían dos grandes tinteros de cristal, una bandeja con plumas de acero en mangos de asta y una cesta de mimbre con pliegos y sobres de humilde calidad.

Roque suspiró interiormente por las comodidades de su casa, se preguntó por qué no era posible, en toda una capital de España, encontrar un alojamiento decente, y se puso a escribir una carta.

Querida Amanda: Tenía pensado haber emprendido hoy mismo el viaje de regreso, pero circunstancias imprevistas me obligan a permanecer en Madrid algún tiempo más. No te inquietes, pues todo marcha bien. Hace un par de días me recibió por fin el ministro de Gracia y Justicia para lo de la parroquia, y ayer hablé con el diputado y con el subsecretario de Gobernación, el cual me ha dado una carta para el nuevo gobernador, recomendándome en términos muy calurosos. Espero, pues, que este viaje mío resulte de utilidad y que los asuntos que me trajeron se resuelvan según nuestros deseos (y según la justicia). Pero aún me quedan algunos cabos por atar, y por eso he decidido aplazar mi vuelta por unos pocos días. En la Corte todo son demoras y nada puede hacerse con la celeridad que se quisiera. Abraza en mi nombre a Otilia, que siga en todo las órdenes del médico, y tú recibe cariñoso abrazo de tu hermano.— ROQUE.

Cuando volvió a leer la carta, Roque no pudo menos de sonreír: no había escrito una sola frase que no fuese verdad, y sin embargo, la carta toda era una condenada mentira.