9.

Aquella noche, Mariana durmió poco y mal.

Desde la muerte de su marido, hacía ya más de un año, nunca se había detenido a pensar en él, pero nunca tampoco había dejado su recuerdo de estar presente, como una nube de la que apartaba la mirada pero que hacía cambiar toda la luz del mundo.

A raíz de la tragedia, las miserias y las amenazas que habían caído sobre ella habían conseguido el efecto misericordioso de aturdirla y embotar su espíritu. Luego las revelaciones bochornosas de la vista y del proceso habían provocado una reacción defensiva y ciega: ¡no quería creer, no permitiría que nadie difamase a su marido!

«Pero todo aquello se me metió dentro, porque no era una novedad para mí… El desengaño había empezado ya. ¿Desengaño? ¿Puedo llamarlo desengaño? No, porque en realidad nunca estuve engañada. Nunca pensé que Antón era un hombre muy serio y formal; nunca me pregunté si lo era o no, si merecía o no mi cariño. Se lo di, o mejor dicho, él lo conquistó con sólo mirarme y decirme dos palabras».

¡Qué deslumbramiento, qué éxtasis el descubrir que aquel hombre se fijaba en ella! El forastero brillante, que pasmaba a todas la mujeres del pueblo con su apostura, y su gracia, y el brillo de sus ojos negros, y la elegancia desconocida de sus ropas. Ni un instante de duda: Mariana, sola en el mundo, rodeada de afectos tibios y convencionales, se había rendido, sin fingir siquiera resistencia, en cuanto Antón había hablado de matrimonio.

«¡Qué lucha con mis tíos, con las amigas, con todas las personas de juicio! Pero ¡qué poco me importaban todos! ¡Qué feliz era… y qué feliz fui mientras estuve casada con Antón! Me engañaba, ahora no puedo dudarlo; me mentía a todas horas. Pero ¡mentía tan bien! Y yo estaba decidida a creerle, porque le quería. ¡Cómo le quería! Él era todo mi mundo».

Mariana evocó en la oscuridad aquella sonrisa, aquella voz acariciadora e irresistible. Antón Mendoza era un hombre bien educado, un aristócrata que se reía de las normas en que había sido criado, pero que conservaba como arma incomparable los modales y las inflexiones de voz que había aprendido desde la cuna. Quizás era ésa la clave de su éxito: aquella mezcla de elegancia señorial y desgarro de aventurero.

«Pero Antón no era malo, no era capaz de hacer daño a sabiendas. Sólo que… ¡tenía tanta vida y la sangre tan ardiente! Nunca me arrepentí de haberme casado con él. Nunca, ni en los peores momentos. Y si ahora mismo él volviese a la vida…».

El dolor de lo irremediable inundó a Mariana, apretó su garganta, llenó de lágrimas sus ojos.

«Pero Antón ha muerto —se dijo rabiosamente—, y nunca volverá a vivir. Y yo estoy viva y casada con un hombre que nada me importa. ¿Por qué? ¿Por qué he hecho esto tan absurdo? ¿Para salvarme? Pero ¿de qué? ¿Qué me importa ya lo que me suceda? ¿Qué más me da vivir o morirme?».

Pero no estaba en el carácter de Mariana el salirse así de la realidad.

«Sí, sí que importa. Es tonto decir que da lo mismo: tener frío, tener hambre, recibir insultos por la calle, no da lo mismo que vivir en una buena casa y ser tratada como una reina. Me he casado porque no podía hacer otra cosa; pero ¿qué me importa lo que este hombre piensa, ni lo que le ocurre a su hija, ni lo que significa para él la linda rubia del pazo? ¡Nada, no me importa absolutamente nada! Ni siquiera me interesa, en el fondo, saber por qué se ha casado conmigo. Aquí estoy, y en esta casa me llaman señora y me dan cuanto necesito sin necesidad de pedirlo. Y Roque Bravo no me pide nada a cambio de todo eso. ¿Qué más puedo desear? ¿Por qué empeñarme en intervenir en su vida, si él no lo desea ni a mí me conviene?».

Lo que a ella le convenía era dejar las cosas como estaban. Había encontrado un empleo, un raro empleo consistente en no hacer nada, en no saber nada, en aceptar a ciegas un bienestar gratuito.

«No es el empleo que yo habría elegido por mi gusto; pero no pude elegir, ni ahora tampoco puedo. Ahora, mucho menos. Roque me ha salvado, y yo no puedo pagarle con un escándalo que sería herirle donde más le duele. Además, ¿qué podría yo hacer? ¿Adónde podría ir?».

Argumentos parecidos los había tenido consigo misma varias veces. Pero en este caso, pensó que tenían un nuevo sentido, porque su curiosidad había muerto. Ya sólo sentía hacia Roque y su mundo un despego tranquilo.

«Esto está muy bien. Cumpliré mi trato lealmente, y me dejaré vivir, como él mismo me aconsejó».

La despertó Benigna al traerle el desayuno. Mariana le dijo que tenía dolor de cabeza y se quedaría en su cuarto toda la mañana, pero añadió que saldría para comer: no quería poner a Roque en el compromiso de tener que entrar a verla e interesarse por su salud.

Aquella misma tarde, Mariana reanudó prudentemente sus paseos solitarios, que fue alargando cada vez más desde que llegaron las botillas de becerro.

Hacía las cosas con una nueva decisión, sin cortedad ni temores, sin la menor vacilación, como si ahora conociese realmente el terreno que pisaba.

Roque detenía a veces en ella la mirada de sus ojos pensativos, y, aunque no dijo nada ni lo dio a entender, Mariana comprendió que había percibido el sutil cambio operado en su espíritu.

«Pocas cosas se le escapan a este hombre», pensó Mariana.

Y, sin saber por qué, este pensamiento la alegró.

También ella, por su parte, hizo una observación: Amanda la huía; cuando se encontraban en la mesa, toda la familia reunida, se mostraba especialmente amable y afectuosa con ella, pero evitaba cuidadosamente encontrarla a solas. Mariana sonreía interiormente. De haberlo querido, le hubiera sido muy fácil inutilizar aquellas inocentes maniobras; pero había cambiado de idea y ya no tenía interés en hacer hablar a su cuñada.

En uno de sus paseos, cuando se hallaba bastante lejos de Meilán, se encontró nuevamente con Tomás Lorenzana. Él iba a caballo, pero en cuanto la vio, echó pie a tierra y se acercó a ella, sombrero en mano.

—¡Feliz encuentro, María! No necesito preguntarle cómo está usted: basta verla.

—Sí, estoy muy bien, gracias —dijo Mariana con naturalidad—. Y su hermana ¿está bien, también?

—¡Oh, sí, muy bien! Un poco aburrida. Creo que debería usted visitarla alguna vez.

—Con mucho gusto. Se lo diré a Roque.

—¡Hágalo! Pero, si él se pone pesado, no le espere. No debe usted permitir que la aísle del mundo. Porque, para él, ya lo sabe usted seguramente, no hay más mundo que su bienamado Meilán, ni más seres humanos que sus habitantes.

—Creo que eso es un poco verdad; pero Roque no me ata, ya lo ve usted: conoce mi afición al campo y me permite satisfacerla a mis anchas.

Tomás sonrió, mirando a los pies de Mariana.

—Veo que hasta se ha comprado usted botas de campo. ¡Bien hecho! Es usted valiente y tiene un espíritu original.

—¿Tan raro le parece que me guste su hermosa tierra?

—De ordinario, las mujeres sólo aman el paisaje visto desde la ventanilla de un cómodo coche y a través de un velo que proteja su cara de los estragos del aire libre.

—¿Ése es el gusto de su hermana?

—Blanca tiene cien gustos diferentes, contradictorios. Tan pronto se pasa los días corriendo a caballo los montes, como declara que la aldea le entristece tanto que hasta le quita el ánimo de levantarse de la cama… Entonces se pasa las horas muertas leyendo novelas y comiendo bombones…

—Creo que, más o menos, a todos nos pasa eso un poco: el humor cambia de un día a otro.

—Pero usted no se deja abatir por la morriña, sino que la obliga a airearse por los campos.

—No siempre; hay de todo —sonrió Mariana. Y añadió, cambiando de tono—: ¡Bien, sigo mi paseo! ¡Muchos recuerdos a su hermana!

—¿No me permite usted que la acompañe? Soy buen cicerone. Yo también tengo amor a este terruño…, aunque no en la misma forma que su esposo.

—¡Muchas gracias! —dijo Mariana con ligereza—. Pero prefiero ir sola. Me he propuesto llegar otra vez a lo alto de la Peña Crespa y bajar sin perderme. Y la gracia está, precisamente, en encontrar yo sola el camino.

—¡Bah!, esa prueba puede usted hacerla cualquier día. Personalmente, creo que no merece la pena subir allá arriba. Esta tierra no está hecha para ser contemplada desde lo alto. No tiene la grandeza del mar, ni de las altas montañas, ni de las grandes llanuras. Es una tierra para verla de cerca, para sumergirse en ella, respirándola desde dentro, tocándola con las manos…

—Es posible que tenga usted razón. Pero yo, hoy, quiero cumplir el plan que me he trazado.

—Y… ¿sola ha de ser?

—Sí. Sola.

—¡Bien! —Tomás se inclinó, con un suspiro semiburlón—. Lo lamento. Otro día, quizá, podré enseñarle cómo veo yo a miña terra.

—Otro día… quizá —dijo Mariana.

Y se despidió.

Desde entonces empezó a encontrar en su camino, con alguna frecuencia, al marqués de Lorenzana, y, en estos casos, él echaba pie a tierra y se detenía unos momentos hablando con ella. Una vez la acompañó durante un largo trayecto a través de un bosque de robles. Y, ciertamente, consiguió hacer resaltar las bellezas que iban saliéndoles al paso a lo largo del camino: la gracia inesperada de un grupo de abedules, la majestad perfecta de un roble centenario nunca profanado por el hacha, los rumores distintos, apacibles, armoniosos, del agua, y del follaje, y de los pájaros, y de los insectos…

—Es toda una orquesta, ¿no oye usted? El zumbido de los mosquitos es como un fondo persistente de violines, y la rula es una flauta solista, muy virtuosa y patética.

—¡Es usted un poeta! —dijo Mariana, sonriendo.

—¡No diga eso, por Dios! Y, sobre todo, no se lo diga a Roque: acabaría de perderme la poca estimación que me tiene.

A Mariana no le desagradaban aquellos encuentros, porque Tomás Lorenzana se mostraba siempre deseoso de agradarle, sin salirse nunca de la más perfecta corrección. Pero cuando empezó a sospechar que no eran casuales, empezó a temer también que dieran que hablar en la aldea. Esto le dio mucho que pensar, porque no sabía cómo cortar el riesgo sin poner fin también a sus paseos.

«Tomás no me da ningún motivo para sentirme ofendida, y decirle que no quiero encontrarle más sería tanto como dar a las cosas un sentido que… no tienen. ¡No, no lo tienen! Tomás se aburre, tiene el día entero para correr los campos, y yo soy para él una cara nueva, alguien con quien hablar, ni más ni menos».

Sin embargo, estaba inquieta, y, después de encontrarse a Tomás dos días consecutivos, decidió suspender sus paseos durante algún tiempo, o mantenerlos dentro de los límites de Meilán.

Amanda había olvidado ya sus precauciones y volvía a instalarse con su costura en el campito, en lugar de hacerlo en el balcón de su cuarto, como en los días anteriores. Mariana volvía a sentarse junto a ella, y las sosegadas conversaciones recomenzaban. Roque, al llegar, las encontraba juntas y se sentaba un momento a su lado, antes de entrar a comer. Un día, Mariana dijo, sin alzar los ojos de su labor.

—¿No crees que deberíamos devolver la visita a los Lorenzana? Me he encontrado a Tomás, y me ha dado a entender que su hermana nos echa de menos.

Roque se recostó hacia atrás en su sillón de mimbre, cruzando las manos detrás de la nuca.

—Sí, tendremos que ir… Ya lo pensaba yo. Pero no hay prisa. Espera a que terminemos la maja.

Mariana no insistió. Al día siguiente, cuando volvía de su breve paseo, vio a Otilia en el cenador, no tumbada en la silla larga, sino sentada en una bajita y bordando muy aplicada. Benigna estaba a su lado zurciendo una sábana. Mariana se acercó y saludó.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes, señora —dijo Benigna poniéndose en pie.

—Buenas tardes —dijo Otilia, alzando un instante la mirada de su labor.

—Tienes muy buen aspecto, Otilia —dijo Mariana—. ¿Te encuentras mejor?

—Estoy perfectamente bien —dijo Otilia, cortante.

—¿Me dejas ver tu trabajo?

Otilia se lo tendió, sin decir nada, y Mariana vio con sorpresa que era una fina labor de tapicería, de un dibujo y un colorido muy elegantes.

—¡Pero esto es una preciosidad, Otilia! —dijo sinceramente—. ¡Eres una artista!

—¿Verdad que sí, señora? —exclamó Benigna—. ¡Y ella misma hace los dibujos!

—¿De verdad…?

—¡Sí! ¿Por qué no? —dijo Otilia—. No soy tan torpe como usted piensa.

—Es que, para hacer esto, no basta con ser hábil: hay que tener conocimientos de dibujo.

—¿Y quién dice que yo no los tengo?

—La señorita Otilia ha estado seis años en un colegio. Y siempre venía cargada de premios y medallas.

—No lo dudo —sonrió Mariana—. Realmente, este almohadón es una obra de arte.

—No es un almohadón. Es un asiento de silla.

—¡Ah! Quedará precioso.

—Es para una sillería Luis XV, que yo tengo guardada. Era de mi abuela, la madre de mamá.

—Pero ¿vas a hacer toda la tapicería?

—Sí: un sofá, dos butacas y ocho sillas, respaldos y asientos. Ya tengo hechas varias piezas.

—¡Será un trabajo muy largo!

—Sí; pero merece la pena. Están muy mal tapizadas, y la abuelita decía que era una pena, porque la sillería es auténtica. Me la dejó a mí porque me gustaba. Está guardada en el desván, pero cuando yo ponga mi casa me la llevaré.

Al decir esto, Otilia volvió a mirar a Mariana con aire de reto, como antes, cuando había nombrado a su madre. Pero Mariana hizo como si nada notara.

—Me gustaría mucho saber hacer este punto. Si me enseñases, te ayudaría.

Otilia hizo un gesto escéptico, casi despectivo.

—¡Hace falta mucha paciencia! Y usted se pasa el día paseando por el monte…

—No todo el día. Un rato nada más, para hacer ejercicio. Y tú debieras hacerlo también; no es bueno que pases la vida sentada, a no ser que estés enferma.

—¡Yo no estoy enferma!

—Eso me parece. Por eso digo que deberías pasear.

Otilia miró de reojo a Benigna, que discretamente había dado unos pasos fuera del cenador y fingía observar atentamente al jardinero, que estaba inclinado sobre unas plantas de tomates; luego miró a Mariana, con una sonrisa.

—¿Y por qué no se lo dice usted a mi padre? —preguntó.

—Claro que se lo diré, si tú quieres…

Otilia se encogió de hombros.

—A mí me da igual —dijo.

Y volvió a dedicarse a su labor, como si Mariana no estuviera ya allí. Mariana se alejó, diciendo adiós a Benigna con la cabeza y preguntándose interiormente si el pedirle a Roque que permitiera a su hija acompañarla en sus paseos sería una intromisión contraria a sus propósitos o un simple acto de humanidad.

«Roque la mantiene prisionera, y por algo será… ¿Puedo yo responder de que no se escapará si me la llevo? Sí, supongo que sí. Aún a malas, yo tengo más fuerza que ella y, además, siempre hay alguien cerca. No me iría lejos, a los montes, sino que iríamos por caminos entre fincas. Bastaría un grito para que acudiese gente. Claro que el resultado sería un escándalo, y quizás es eso lo que Otilia quiere conseguir. ¡Qué criatura más rara! Esos bonitos ojos suyos, tan insolentes, que no se sabe si son fríos o apasionados… Y ese terco rencor contra su padre…».

Mariana estaba indecisa y, por el momento, no le dijo nada a Roque; pero notó con satisfacción que la actitud de Otilia hacia ella se había modificado un poco. Cuando pasaba ante el cenador se detenía siempre un momento, interesándose por el trabajo de la jovencita, y ésta le mostraba sus progresos, y un día trajo un asiento y un respaldo ya terminados para enseñárselos. Otro día, al regreso de su paseo, Mariana se sentó, pidiendo a su hijastra que le enseñara los secretos del petit point, aunque esto no era ya necesario, pues los había aprendido con la simple observación. Otilia accedió sin hacerse rogar, y, aunque ni un instante se apartó de su reserva, Mariana se llevó la impresión de haber obtenido una victoria.

Pero no fue esto lo que la decidió a hablar con Roque sobre su hija, sino un nuevo encuentro que tuvo un par de días más tarde con Tomás Lorenzana. Esta vez era él quien había penetrado en tierras ajenas, pues estaba en la Zanca, un trozo de monte muy boscoso que Roque había agregado a Meilán y cercado recientemente. Cuando vio aparecer a Tomás, surgiendo de pronto entre unos matorrales, Mariana tuvo que sofocar un grito de sobresalto perfectamente justificado.

—¡Tomás! —exclamó con indignación—. ¡Otra vez usted!

—¡Perdone! —sonrió Tomás—. Siento haberla asustado.

—¡Lo ha hecho a propósito!

—¡Nada de eso! Es que este terreno es así; yo me he sorprendido tanto como usted.

—¿De veras? Pues no lo ha demostrado.

—¡Bueno! Digamos casi tanto. La había visto hacía un par de segundos.

—¿Y cómo viene usted a pie? No es su costumbre.

—He dejado a Sultán junto al muro de la Zanca.

—¿Y por qué?

Tomás sonrió, burlón.

—Está usted muy preguntona esta tarde. ¿No es evidente por qué? ¿Cree usted que éste es un terreno para cruzarlo a caballo?

—Pero… ¿qué necesidad tenía usted de cruzar la Zanca?

Tomás se azoró un poco, y rió para disimular.

—Necesidad —dijo luego—, ninguna. Yo paseo por gusto y busco los caminos que me agradan.

—Tiene usted en sus tierras bosques mucho más hermosos que éste.

—Más extensos, sí; más bellos, no. Al menos, esta tarde.

—¿Es eso un cumplido, señor Lorenzana? —dijo Mariana, con una punta de sequedad.

—Es la simple expresión de un hecho —replicó Tomás, inclinándose imperturbable.

Mariana buscó palabras con que expresar su desagrado, pero no las encontró adecuadas. Ponerse solemne y darse por ofendida le parecía injustificado, y, por otra parte, desconocía el carácter del marqués de Lorenzana y no podía prever su reacción. Temió irritarle, o, peor aún, empujarle a concretar sus hasta entonces levísimas insinuaciones. Optó, pues, por echar a andar desviando sus pasos hacia el muro de la finca, que se percibía hacia la izquierda, entre árboles y matorrales.

—Así va usted mal —opino Tomás—, se encontrará en seguida fuera de la finca.

—Ya lo sé. Quiero salir al camino para volver hacia casa.

—Pero ¿por qué? Yo la guiaré a través del bosque, y saldrá usted a ese mismo camino, sólo que algo más allá.

—Es que no quiero alargar mi paseo.

Tomás se detuvo, volviéndose hacia ella en una forma que le obligó también a detenerse.

—Últimamente no se aparta usted apenas de su casa. Sentiría mucho ser yo la causa de ese cambio en sus costumbres.

A Mariana le pareció notar, bajo el tono contrito de su interlocutor, una cierta fatuidad; y ello le hizo apresurarse a desmentirle, por más que lo que él decía era muy semejante a lo que, un momento antes, había estado pensando en decir.

—¡Por Dios, qué ocurrencia! —exclamó con admirable naturalidad—. Lo que pasa es que no siempre tengo los mismos ánimos ni el mismo tiempo libre. Otilia me espera a las cinco para un trabajo que estamos haciendo juntas.

—Es una niña muy extraña, su hijastra —dijo Tomás, con cierta viveza.

—¿Extraña? No. En realidad, no es ya una niña, y ahí está toda la extrañeza: el cambio de edad.

Tomás hizo un movimiento como para decir algo, pero luego lo pensó mejor y cerró los labios. Mariana, que lo había advertido, continuó hablando con aire despreocupado.

—Ha estado delicada, según creo, y Roque exagera los cuidados. Supongo que es el recuerdo de su primera esposa lo que le hace tan aprensivo respecto a la salud de su hija.

—Sí —dijo Tomás, pensativo—, eso es posible…

—Pero, a mi juicio —continuó Mariana—, a la niña no le hacen ningún bien estas precauciones tan exageradas. Acabará por convencerse de que está enferma, sin estarlo. Sólo que, ¡claro! —sonrió la joven, de súbito, mirando a su interlocutor—, la madrastra es la persona menos indicada para decirle a un padre que mima demasiado a su hija…

Cuando se separó de Tomás, pocos minutos más tarde, Mariana iba contenta de sí misma; se había desprendido de Tomás sin reconocer que huía de él y, además, había defendido, sin conocerlos, los secretos familiares de Roque.

«Pero está visto que no puedo seguir saliendo sola. Y es lástima, porque lo necesito. Tengo que cansarme por el día para poder dormir de noche. ¡No puedo pasarme las horas muertas cosiendo o leyendo sentada constantemente!».

La perspectiva la asustaba; no temía por su salud física, sino por el equilibrio de su espíritu. Por instinto comprendía la necesidad de vivir hacia fuera y huir de las cavilaciones. Y en el tratamiento que se había impuesto tenían parte fundamental aquellos paseos que ahora se creía obligada a interrumpir. Suspiró.

«Tendré que pasear con Amanda por la carretera. Si me decidiese a pedirle a Roque permiso para llevarme a Otilia… Pero ¿será prudente? No sé cómo lo tomará él, y, suponiendo que acepte, tampoco sé qué resultará de todo ello».

En el fondo, sabía que haría la tentativa más pronto o más tarde.