Los truenos se iniciaron en seguida, pero la tormenta de agua no cayó hasta el anochecer, cuando ya Roque había logrado encerrar la mies seca y dejar la demás protegida dentro de lo posible. Llovió durante toda la noche, y, al día siguiente, Mariana oyó a Amanda comentar con Benigna los estragos que había sufrido la cosecha del Pazo.
Aquella misma tarde, el viento norte se llevó los restos de la tormenta; pero Mariana no podía, de momento, reanudar sus paseos, porque apenas si sus llagados pies soportaban las chinelas caseras.
—Voy a encargarte a Lugo unas botas de campo. Mañana mismo va Egidio con varias comisiones. Dale unas botas como medida; o, mejor, toma un dibujo de tu pie sobre un papel.
—La verdad, Roque —opinó Amanda, cargada de razón, como siempre—, me sorprende que animes a María en esas costumbres. ¿Te parece a ti propio que una señora ande vagando por montes y trollos, sola, expuesta a perderse o a tener un mal encuentro?
—María no corre ningún peligro mientras no se aleje de Meilán, como no lo hará. Además, el médico le ha mandado hacer ejercicio para acabar de reponerse.
—¡También a mí! Por eso doy todos los días un paseo de media hora después del desayuno, y otro después de la siesta. Pero para eso no hace falta salirse de la carretera.
—Si a María le gusta el campo, ésa es una buena condición, puesto que tiene que vivir en la aldea.
Pero las botas, naturalmente, tardarían en venir, puesto que habían de hacerse a medida. Al día siguiente de esta conversación, Mariana decidió que ya se encontraban mejor sus pies. El aire, fresco y cargado de fragancias después de la tormenta, parecía echarle en cara su encierro, y Mariana no quiso resistir su llamada. Se puso su más viejo par de zapatos, escotados y no muy propicios para el campo, pero ablandados por el uso, y salió resueltamente al huerto con intención de cruzarlo hacia la puertecilla posterior. Sonreía al recordar las objeciones de su cuñada. No había dejado de sorprenderla el que Roque las descartase tan resueltamente, alegando incluso una imaginaria prescripción médica.
«Se da cuenta de que necesito distraerme, ocupar el tiempo en algo. Y no cabe duda de que desea mi bien estar».
Aquella idea, tranquilizadora a primera vista, era, en el fondo, muy inquietante, porque evocaba la imagen inverosímil de un hombre lo bastante generoso para casarse con una mujer sólo por protegerla, y lo bastante frío para tratarla exactamente como si fuese su hermana.
«¡Es increíble! Los hombres no son así. ¡Roque Bravo no es así! Si yo le repugnase, no se habría casado conmigo; y si no le repugno, aunque no me quiera, aunque no esté enamorado de mí… Al fin y al cabo, soy su mujer, soy joven, estoy sana… Y él ha establecido tal distancia entre los dos, que ahora le resulta más difícil acercarse a mí que a cualquier extraña con quien se cruzara por la calle. Me ha hecho una promesa que yo no le he pedido, y ha comprometido todo su orgullo en cumplirla. Una promesa de no-amor… ¡Es absurdo, todo esto es absurdo! A no ser… A no ser que tenga una explicación que yo desconozco».
Y la explicación surgió allí mismo, de pronto, en la mente de Mariana, como la única posible.
«¡Sí, tiene que ser eso! ¿Cómo no lo he pensado antes? Está enamorado de otra mujer… De una mujer que le ha rechazado o que es imposible para él. ¡Por eso se ha casado conmigo! Por despecho… o para atarse, para librarse de la tentación. Es disparatado, impropio de un hombre sensato y equilibrado como Roque parece ser. Pero… ¿acaso sé yo cómo es Roque en realidad, cuál es su verdadero carácter? Sin duda hay dentro de él más fuego y más pasiones de lo que quiere demostrar…».
—¡Es el último aviso que te doy! Por tu bien te aconsejo que me creas.
Mariana se detuvo, sobresaltada. Abstraída en sus pensamiento, había llegado hasta cerca del cenador, y sólo al oír el súbito arrebato de Roque había advertido que él estaba allí, en pie, llenando con su ancha espalda todo el pequeño hueco que dejaban las enredaderas. No se veía a la persona con quien hablaba, pero Mariana supuso que era Otilia, y la voz de la joven confirmó en seguida la suposición.
—Pero… ¿qué he hecho yo? ¿Es tan malo escribir una carta?
—¡Según qué carta! Pero eso es lo de menos. Otras has escrito y yo no te he dicho nada.
—¡No! ¡Te has conformado con romperlas!
—Las primeras las envié, aun sabiendo que no llegarían a ninguna parte. ¡Tú misma las viste, devueltas por el cartero!
—¡El cartero hace lo que tú le mandes!
—¡No digas más estupideces! No eres tonta, y sabes que lo son. Como sabías también que el hijo de Egidio le enseñaría la carta a su padre y que su padre me la traería a mí.
—¡No, no lo sabía! ¡No sabía que eran tan bajos y tan serviles!
—Sabes que me son fieles y que piensan que tú estás enferma. No tenías ninguna esperanza de que la carta llegara a su destino.
—Entonces, ¿por qué se la di?
—Para hacerme daño. Para hacerme pasar el trago de verme frente a mi mayordomo sin saber qué decirle ni qué cara poner. ¡Para eso lo hiciste! Y quizá para amenazarme con el escándalo.
Otilia no respondió, como si aceptase por verdaderas las palabras de su padre. Mariana, sofocada y asustada, deseó con toda su alma retroceder, pero no se atrevió a hacerlo precisamente en aquel silencio: si Roque la descubría escabulléndose su situación sería más desairada. Pensó dar a conocer su presencia adelantándose hasta ser vista, pero, antes de que se decidiera, ya Roque estaba hablando otra vez, en tono más moderado:
—Egidio no es hablador, pero al rapaz no habrá quien le haga callar, ni conviene tampoco insistir sobre ello. Poca cosa sabe, puesto que no ha abierto la carta. Supondrá que tienes un cortejante y que te escribes con él a espaldas mías; a estas horas, eso será lo que estén comentando en todo Meilán, y en Fao, y en Lorenzana. Tú sabes cuánto me mortifica, y estás contenta. Pero escucha una cosa: si algún día llegan a saber la verdadera historia, si llegas a dar ese escándalo que tienes siempre suspendido sobre mi cabeza…
—¡Roque! —exclamó Mariana, decidiéndose de pronto.
Roque giró en redondo, con los ojos chispeando de furor.
—¡María! ¿Qué haces ahí?
—Ya lo ves: no quiero oírte sin que lo sepas. Venía por el camino, y no me di cuenta de que estabais ahí hasta que tú gritaste.
Mariana hablaba con calma, sin permitir que el gesto ceñudo de Roque la azorase. Estaba disgustada, pero no se sentía culpable ni estaba dispuesta a ser tratada como tal. La pausa fue muy larga. Roque apretaba los labios, y por encima de su hombro asomaban los ojos de Otilia, brillantes, ardorosos, cargados, le pareció a Mariana, de malignidad.
Era evidente que Roque no sabía en aquel momento qué partido tomar, y fue la misma Mariana, muy dueña de sí, quien rompió la tensión.
—Bien, yo os dejo —dijo tranquilamente—. Voy a intentar dar un paseo.
Y echó a andar, sin que ni Roque ni su hija intentasen detenerla.
Al día siguiente era domingo, y, como no había misa en Fao, la familia fue en coche a la parroquia, que estaba en Lorenzana, a dos kilómetros de distancia. Otilia no apareció, y Mariana preguntó si estaba enferma.
—No —respondió Roque en tono breve—; pero ha ido con Benigna a Penedo, que es la misa al alba.
Mariana se preguntó si el madrugón habría sido iniciativa de Otilia o imposición de su padre.
Cuando llegaron a Lorenzana no se veían hombres a la puerta de la iglesia, señal de que el celebrante estaba ya en el altar. Cruzaron apresuradamente el cementerio, pero Mariana tuvo tiempo de ver un monumento funerario que, como en Fao, destacaba entre las losas de pizarra; sólo que éste no era de mármol, sino de granito, y parecía, por su estilo y la negrura de la piedra, mucho más viejo que la modesta iglesia barroca. Dentro de ella, la distribución era parecida a la de Fao: había también un banco de preferencia —sólo que mucho más aparatoso, grande y tallado—, y también los hombres se colocaban a un lado y las mujeres a otro. Y como aquí Roque Bravo no tenía derecho a ninguna distinción, Amanda y Mariana tuvieron que separarse de él para situarse entre las mujeres.
Mariana le observó mientras recorría el pasillo central, y luego dirigió su mirada hacia el gran banco delantero. No le costó ningún trabajo reconocer a Tomás Lorenzana en el hombre alto que se sentaba en él. Pero a su lado había una mujer rubia, vestida de blanco, cuya presencia la desconcertó.
«No se me había ocurrido que el marqués estuviera casado. Sin embargo, es lo más natural, a su edad y con su posición».
La misa no fue larga, a pesar del sermón, más bien premioso. Y no bien el sacerdote se arrodilló ante al altar para rezar las últimas oraciones, Roque Bravo se levantó, lo mismo que otros varios hombres, y se dirigió a la salida. Al pasar junto al sitio en que estaban su mujer y su hermana, les hizo señal de que le siguieran. Mariana se apresuró a obedecer. Amanda alzó las cejas, en signo de sorpresa y reprobación, pero imitó a su cuñada. Roque las esperaba a la puerta; las dejó pasar delante y salió tras ellas.
—Pero ¿a qué vienen estas prisas, Roque?
—Tengo que volver en seguida. ¡Vamos, no te detengas! No tengo ganas de encontrarme en medio de la gente. Si empiezan los saludos, no escaparemos en una hora.
—Pero ¿te has dado cuenta de que ha vuelto Blanca Lorenzana?
—Claro que me he dado cuenta.
—¿Y te vas sin saludarla?
—Ya la saludaré otro día.
Estaban ya junto al coche. El criado había salido detrás de ellos de la iglesia y les había adelantado corriendo. Les tuvo la puerta y subió de un salto al pescante.
—¡Pero esto parece una huida, Roque! —exclamó Amanda—. Blanca creerá que no quieres saludarla.
—¿Quién es Blanca? ¿La mujer de Tomás Lorenzana? —preguntó Mariana.
—¡No, por Dios! —exclamó Amanda con énfasis, como si hubiera oído un disparate—. Tomás es soltero. Blanca es su hermana. ¿Tú sabías que había vuelto, Roque?
—No. Supongo que llegaría anoche.
—Deberíamos esperar y saludarla.
—No seas pesada, Amanda. Ya sabes que no me gusta venir a Lorenzana.
—Pues a mí, sí: veo a la gente y me distraigo.
—¡Todo lo que tú quieras! Pero es un trágala, y yo no lo aceptaré nunca de buena gana.
—En eso tienes razón: papá decía siempre que era un abuso.
—¿Por qué es un abuso el tener que venir a misa a Lorenzana? —preguntó Mariana, sorprendida.
—Pues porque debiera haberla en Fao todos los domingos —explicó Amanda, presurosa—. La iglesia de Fao era, en realidad, la capilla del pazo de Meilán…, de nuestra casa. Sólo que los dueños permitieron que se edificase a medio camino entre el pazo y la aldea, como favor a los aldeanos. Y el derecho a tener misa en Meilán proviene de una donación hecha a la parroquia hace no sé el tiempo…
—A mediados del siglo dieciocho —concretó Roque—. Claro que la parroquia no posee ya esas tierras desde la desamortización. Pero eso no es motivo para anular el derecho adquirido ni cambiar las costumbres.
—¡No, por cierto! —confirmó Amanda, cargada de razón—. Pero las cosas estaban ya así cuando tú y yo nacimos, y hemos venido desde niños a la misa de Lorenzana un domingo sí y otro no, y muchas veces nos hemos quedado a la salida para saludar a los amigos.
—Cuando yo no he podido evitarlo.
—¡Pero es que hoy no podías!
—Sí que podía, puesto que pude.
—Blanca, pensará…
—¡Deja a Blanca que piense lo que quiera! —cortó Roque, con irritación. Y añadió, con más tranquilidad—: Por lo demás, no pensará nada. Parece que no la conoces. No tiene nada de cavilosa.
El argumento debía de ser sólido, porque allí se acabó la discusión. Amanda pareció deglutir las palabras de su hermano, y luego se echó atrás, con un último suspiro de reprobación.
Mariana reflexionaba sobre la actitud de Roque. La falta de datos sobre él y la evidente reserva de su carácter hacía que cada palabra y cada movimiento se convirtieran en enigmas para su mujer.
«No le gusta ir a Lorenzana, y yo creo que es a causa del marqués. No creo que sea por envidia. Lo que yo le dije al marqués es verdad: Roque está contento con ser quien es y con tener lo que tiene. Pero le molesta encontrarse con alguien que está por encima de él. La posición de Tomás Lorenzana es más antigua que la suya y más elevada. El sepulcro de la familia data de siglos y tiene una lista de nombres interminable. Su banco en la iglesia tiene un escudo tallado y es tan viejo o más que la misma iglesia. Y sin duda Roque piensa que ese hombre despreocupado y gastador no merece sus privilegios…».
Una punzada de dolor sobrecogió a Mariana, desviando el curso de sus pensamientos: ¡así había sido Antón Mendoza! Indolente, amante de todos los placeres y convencido de su derecho nato a gozarlos todos por sólo ser quien era… Pero Mariana no deseaba pensar ahora en su marido muerto, y deliberadamente volvió su atención a Tomás Lorenzana.
«Es natural que Roque no le tenga simpatía, pero ¿no lo sería también, como dice Amanda, que se hubiera acostumbrado a su vecindad? Y, sin embargo, no es así. Le crispó verle conmigo el otro día, y hoy escapa para no saludarle. ¡Sí, escapa, y estoy segura de que es por eso!».
Aquella tarde, después de la excesiva comida dominical y del subsiguiente reposo, Roque invitó a Mariana a dar un paseo, lo mismo que el domingo anterior. Era, al parecer, una costumbre, un rito.
Mariana se levantaba ya de su sillón de mimbres —estaba sentada en el huerto—, cuando apareció Benigna, muy presurosa y un poco colorada.
—¡Señor, ha venido el señor marqués, con la señorita Blanca! Dicen que vienen a visitar a la señora, y los he pasado al salón…
Roque se estuvo quieto medio segundo, sin mirar a Mariana. Luego dijo:
—Muy bien, Benigna. Ahora salimos. Avisa a doña Amanda.
—¡Sí, señor! Ahora mismo: está en su cuarto. Benigna volvió hacia la casa, tan diligente como había venido. Roque miró ahora a su mujer, sonriente.
—¿Vamos allá, María?
—Sí, cuando tú quieras.
Blanca Lorenzana era una mujer rubia y muy bonita. Llevaba un vestido a rayas anchas de raso blanco y negro y un sombrero de paja negra cubierto de flores azules, del azul exacto de sus ojos. Una toilette un poco atrevida, que sólo una mujer de su distinción podía llevar sin riesgo. Cuando se puso en pie al ver entrar a Mariana, sus facciones se animaron con una sonrisa llena de viveza y de encanto. Hubo los saludos y presentaciones de rigor.
—¡No se quejará usted, Roque! —exclamó Blanca, riendo como una niña—. Anoche llegué, y hoy estoy aquí… Cuando Tomás me lo dijo (¡lo de su boda, quiero decir!), casi me desmayé… ¡Roque Bravo casado, así, de sopetón! ¡Qué noticia para una recién llegada!
—¿Quiere usted decir —sonrió Roque— que me considera un carcamal, ya fuera de combate?
—¡Oh, pero qué presumido, cómo le gustan los cumplidos! De sobra sabe usted que le considero el mejor partido de la provincia. Y para una mujer soltera, siempre es triste saber que un hombre libre se ha casado…
Roque se echó a reír, al parecer de muy buena gana. Blanca se volvió a Mariana, acentuando su amable sonrisa.
—Me había dicho Tomás que es usted muy hermosa. Yo no lo creía, porque mi hermano tiene gustos muy benévolos cuando se trata de mujeres…
—¡Eh, poco a poco, no me desacredites! —protestó Tomás—. Estás hablando de mí como yo hablo de los aldeanos.
—Es que, en algunas cosas, eso eres: un aldeano, ni más ni menos. Pero en este caso reconozco que no exagerabas: ya no me sorprende la… caída de Roque. ¡Y usted perdone, señora, el modo de hablar! Hablo como… cazadora.
—¡Cuántas bobadas dices, hermana! Ten en cuenta que la señora de Bravo no te conoce aún.
—Se llama María —intervino Roque.
—Pues bien, María —dijo Blanca—, aclararé, para que mi hermano no se escandalice, que nunca me propuse cazar precisamente a Roque. Pero toda mujer soltera que ha cumplido los veinticinco se siente cazadora…, ¿no lo cree usted así?
—No —intervino Roque, sin dejar hablar a Mariana—; María no es cazadora, o, si lo es, lo disimula muy bien. Tuve que cazarla yo a ella…, y trabajo me costó conseguirlo.
—¿Qué sabes tú Roque? —dijo Mariana, harta ya de que no la dejaran meter baza—. Un buen cazador no deja ver sus redes.
—¡Claro que no! —aprobó Blanca, riendo—. El ideal es que la presa se encuentre en la mochila convencida de que ha entrado ella por su gusto… Pero ¡ay…! —suspiró, burlona—, eso es muy difícil de conseguir con piezas tan… resabiadas como Roque Bravo. Debe usted ser muy hábil, María, además de muy guapa.
—No lo crea usted: simplemente, le cogí por sorpresa.
—¡Sí, es posible! Usted estaba en su terreno, y Roque, no. Pero estoy segura de que usted habría triunfado igualmente en cualquier lugar.
En aquel momento entró Amanda.
—¡Querida Blanca! ¡Qué amable, venir tan pronto a vernos!
—No es amabilidad, Amanda, sino curiosidad. Tomás me dijo que venía a saludar a nuestra nueva vecina, y yo decidí acompañarle. ¡No podía pasar ni una noche más sin saber cómo era la mujer de Roque!
Amanda alzó las cejas, sin saber cómo tomar aquellas declaraciones. Al fin optó por preguntar si el viaje de Blanca había sido bueno. Y en seguida, bajo la solemne influencia de la digna viuda, la conversación adquirió un tono más convencional. Blanca fue minuciosamente interrogada sobre la salud y asuntos familiares de diversos amigos comunes. Roque se echó hacia atrás en la butaca y se puso a hablar con Tomás. Mariana, momentáneamente al margen, observaba los rostros y las expresiones, preguntándose por el verdadero significado del alegre discreteo de hacía un instante. Tanto Roque como los dos Lorenzana se habían mostrado llenos de aplomo, divertidos y a sus anchas. ¿Por qué dudaba Mariana de la sinceridad de aquella actitud?
«¿Sinceridad…? Quizá Blanca es sincera, más sincera de lo que quiere aparentar. Decir la verdad en tono de burla es un buen medio de disimularla. Creo que está excitada, que su animación es, en parte, nerviosidad. Sólo que ella tiene mucho mundo y sabe hacer frente a cualquier situación y hasta sacar partido de ella, por difícil que sea… ¿Difícil…? Pero ¿por qué pienso que es difícil para ella? No sé por qué, pero lo pienso. Y pienso que Roque disimula también, lo mismo que ella, y que tiene tanto empeño como ella en parecer muy tranquilo y alegre».
Cuando los visitantes se despidieron, los visitados los acompañaron hasta su coche. Luego Mariana y Roque emprendieron su demorado paseo. Caminaron en principio en silencio, y Mariana aguardó con cierta expectación las primeras palabras de su marido.
—Parece que el tiempo se asegura. Si sigue así, esta semana acabaremos de recoger el pan, y la que viene empezaremos la maja.
Mariana, sin saber si irritarse o reírse, optó por preguntar qué era la «maja», aunque su sentido común le decía que no podía ser otra cosa que la trilla. Y la conversación siguió, referida exclusivamente a las faenas del campo, mientras Mariana se confirmaba en su propósito de interrogar a Amanda en cuanto tuviera ocasión de hablarle a solas.