Mariana llegó a lo más alto de la roca y se dejó caer, un poco jadeante. Era la cumbre de la Peña Crespa, y, en ella, una piedra redonda de granito, enorme, casi desgajada del suelo, aterciopelada de líquenes que le daban un tacto especial, áspero, seco, sin dureza. Así son las rocas en aquella comarca, viejas como la Creación, vivas como árboles, amistosas para los humanos como toda la tierra en que se asientan. Mariana miró en torno, cansada y contenta. Aquellos paseos solitarios, más largos cada vez, iban convirtiéndose en un hábito casi necesario. En casa no tenía nada que hacer y el tiempo era extraordinariamente bueno. Roque estaba todo el día fuera de casa, pues se había iniciado la siega del centeno. Los chicos y él venían a comer tarde y con prisas, acalorados y llenos de animación. Luego se iban con el bocado en la boca.
Amanda y Benigna, por cortesía, consultaban a Mariana sobre las ropas de la casa y las comidas. Pero sus preguntas llevaban implícita la respuesta, y Mariana la daba tal como se esperaba de ella.
Aquella situación de invitada de honor o de convaleciente era provisional por naturaleza; pero Mariana la aceptaba mientras duraba, siguiendo los consejos de Roque con una facilidad que a ratos la sorprendía a ella misma.
El cielo tenía un color más intenso que de ordinario, con una gota púrpura diluida en el azul. Mariana notó el picor del sol y la quietud del aire y recordó que Roque, en la comida, había hablado de anuncios de tormenta.
Al ponerse de pie notó otra cosa más: que los pies le dolían en las finas botitas ciudadanas.
«He andado más que nunca. Tendré que encargarme unos borceguíes de campo. Menos mal que ahora me toca bajar».
Pero bajar es, para los pies, una prueba más dura que subir, y Mariana no tardó en experimentarlo. Llegó a la base del monte cojeando y crispada, para comprobar con desconsuelo que se había perdido.
«Éste no es el muro que yo salté al venir. Aquél era el de la finca de Roque, y estaba perfectamente cuidado. Éste se desmorona por todas partes…».
Miró alrededor, buscando alguien a quien preguntar. Tenía la sensación de presencias humanas; pero esa sensación la tenía siempre que caminaba por aquellas dehesas y senderos. Apenas veía a nadie, pero oía voces, llamadas, carretas no lejanas, y a veces chasquidos y susurros de roce entre las matas, demasiado ligeros para ser causados por una res.
Ahora oyó ladridos y una voz masculina que daba una orden. Pero no consiguió ver a nadie y no quiso ponerse a gritar pidiendo auxilio. Saltó el muro y echó a andar en la dirección que le pareció adecuada. Estaba en un robledal magnífico, de árboles nunca podados; el suelo estaba frondoso de helechos, y los troncos, tapizados de musgo o invadidos de hiedras. Pero unos pies doloridos y la necesidad de andar sobre ellos anulan todas las bellezas de la tierra, y sólo hubo una cosa en que Mariana se fijó con anhelo: una corriente de agua que se deslizaba entre juncos y sobre piedras musgosas. No lo pensó un momento: buscó un sitio en que sentarse, se descalzó y, entrecerrando los ojos con delicia, sumergió los ardientes pies en el riachuelo. Una rana saltó, y varios renacuajos —cabezolos, como allí se los llama expresivamente— se apresuraron a desaparecer entre los juncos. Durante unos segundos, Mariana se encontró fuera del mundo, fuera de su propia vida, mirando como alucinada sus blancos pies, y el correr del agua sobre ellos, y el tremolar ligero de una planta acuática… De pronto se estremeció, levantó los ojos sobresaltada y ahogó un grito: al otro lado del regato había un hombre, que estaba mirándola muy sonriente.
—Buenas tardes. ¿La he asustado? —dijo alegremente, llevándose la mano al sombrero.
—¡Claro que sí! —exclamó Mariana—. No le había oído llegar. Anda usted como una sombra.
—Más bien como un cazador furtivo. Pero no lo soy, no vuelva a asustarse.
—No pienso, no se preocupe —dijo Mariana fríamente—; pero le ruego que se vaya.
—¿Por qué? ¿La molesto?
—Prefiero estar sola, si a usted le da lo mismo.
—Pues… no; no me da lo mismo. No todos los días encuentro en mis tierras una intrusa tan linda como usted.
—¿Es usted el dueño de esta finca?
—Tomás Lorenzana, a los pies de usted.
—¿Lorenzana? ¿Es de usted ese pazo que se ve entre árboles desde la carretera?
—Sí. Ésa es mi casa, y la de usted.
—Gracias; pero… le agradecería que me dejase sola un momento. Quiero calzarme.
—Como usted mande. Pero séquese bien los pies; si los calza húmedos, se le harán ampollas… ¡Tome!
Al decirlo, Tomás Lorenzana se quitó el pañuelo que llevaba en el cuello y, hecho una bola, lo lanzó al regazo de Mariana. Luego se volvió y desapareció en la espesura de helechos y brotes de roble. Mariana desplegó el pañuelo, que era de espesa seda cruda, y, sin escrúpulos, lo utilizó para secarse los pies. Pero cuando llegó el momento de calzarse, se encontró con que era una empresa casi imposible: parecía que sus pies habían crecido o que las botas se habían achicado. Por fin lo consiguió, y se puso en pie, apoyándose en un árbol.
«Imposible que yo llegue andando hasta casa —decidió—, no tengo más remedio que pedir ayuda».
Alzó la voz:
—¡Señor Lorenzana! ¿Quiere venir?
El hombre reapareció instantáneamente. Era muy alto, algo cargado de hombros, aguileño de perfil, rubio de bigote y alegre de mirar. Al ver a Mariana apoyada en el árbol se echó a reír.
—¡Me lo figuraba! No puede usted andar, ¿verdad?
—No. Imposible. No puedo dar ni un solo paso.
—¡Es natural! Bien está meter en agua unos pies magullados; pero para empolvarlos con talco y meterlos en seguida en la cama; no para volver a calzarlos y seguir caminando.
—¿No podrá usted mandar aviso a Meilán, para que venga alguien a buscarme con un caballo?
—¿A Meilán? —dijo Tomás Lorenzana, observando a Mariana con nuevo interés—. También eso me lo figuraba… Es usted la mujer de Roque, ¿verdad?
—Sí.
—Tenía noticias de su llegada y estaba esperando a que pasaran algunos días antes de ir a darle la bienvenida. Pero…
Se interrumpió, y una sonrisa hizo chispear sus azules ojos.
—Pero no me la imaginaba a usted… así.
—¿Cómo? —dijo Mariana con ligereza—. ¿Tan tonta como para no saber usar los pies?
—Eso puede sucederle a cualquiera. Sobre todo a una madrileña. Yo no pensaba que fuera usted tan valiente… ni tan bonita. Creía a Roque Bravo invulnerable ante la belleza. Pensaba que habría hecho una boda… razonable.
—Yo soy muy razonable, señor Lorenzana, aunque en esta ocasión no lo haya demostrado.
—¡No lo pongo en duda! —rió el hombre—. Pero es usted también muy hermosa.
—¿Quiere hacerme el favor de ir en busca de ayuda? —cortó Mariana con firmeza.
—Haré algo mejor que eso. Tengo aquí cerca mi caballo; lo traeré, usted lo montará y yo la conduciré a su casa.
—No; muchas gracias, pero me basta que envíe usted un aviso.
—¡Por Dios, eso sería complicar las cosas tontamente! Además, para cuando llegaran a buscarla, habría estallado la tormenta… Espere aquí un instante.
Mariana no protestó, porque comprendió que Tomás Lorenzana tenía razón. Le dejó alejarse y, cuando él volvió, trayendo al caballo de las riendas, montó dócilmente y con su ayuda.
—Muchas gracias —dijo al verse sobre la silla—. Ahora, si me hace el favor de indicarme el camino, no es necesario que me acompañe. Roque hará que le devuelvan el caballo.
—¿De veras se cree capaz de dominar sola a Sultán?
—¿Es muy difícil? —murmuró Mariana, asustada.
—Muy fogoso. Y, además, la desconoce a usted. No correré el riesgo de dejarla sola con él. Será un placer servirle de espolique.
También esta vez cedió Mariana, convencida de que no había otro remedio. Tomás Lorenzana tomó el caballo de las riendas y empezaron a caminar.
—Su marido es más listo que yo —dijo el hombre al cabo de unos momentos—, profetizó la tormenta desde ayer, y hoy se ha dedicado a hacinar lo segado.
—¿En sus tierras han seguido la siega?
—Sí, toda la mañana. Ahora precisamente estaba dando órdenes para que recojan a toda prisa.
—Y yo le he interrumpido. ¡Cuánto lo siento!
—¡Bah, no se preocupe! Mi mayordomo decidirá sin esperar mis órdenes. Yo no soy un propietario modelo, como Roque Bravo. Las cosas marchan sin mí, salvo cuando se trata de la caza o de la pesca. Por eso su esposo tiene cada vez más tierras, y yo cada vez menos.
—Eso es una broma, claro está —sonrió Mariana.
—¡Nada de eso! Roque Bravo acabará siendo dueño de todas las tierras de Lorenzana. Y de la casa también, seguramente: es la meta que se ha propuesto.
—¡No lo creo! —Mariana protestó con viveza—. Roque está muy contento con la casa que le dejó su padre, y estoy segura de que no desea cambiarla.
—Quizá no. Quizá sólo quiere mi casa para convertirla en granero: entonces la suya será la mejor y más importante de la comarca.
—No puedo creer que hable usted en serio: Roque no envidia a nadie. Está muy conforme con ser quien es.
Esto lo dijo Mariana sin ninguna seguridad, pues desconocía los verdaderos resortes del espíritu de su marido. Tomás Lorenzana se echó a reír.
—¡Perdóneme! Sin duda tiene usted razón: Roque está muy seguro de sí. Indudablemente, tiene que estarlo, para haberse casado con una mujer como usted.
—¿Qué quiere usted decir? —saltó Mariana con involuntaria viveza.
—¡No se enfade, por Dios! Es usted una madrileña hermosa y elegante, veinte años más joven que él.
—¡No; veinte, no!
—Pues quince; para el caso es lo mismo. ¿No cree usted que hace falta audacia para enterrarla en la vida aldeana? Roque vive aquí todo el año, quitando algunos viajes cortos. Cuando supe que se había casado, me figuré que su esposa sería una mujer de condición modesta y ya no muy joven. Desde el domingo, los paisanos se hacen lenguas de su belleza; pero yo no les hacía demasiado caso. Cualquier mujer de piel blanca y un poco bien vestida suele parecerles hermosa. Pero con usted no exageraron, sino que se quedaron cortos.
—Es usted muy galante, señor Lorenzana —dijo Mariana, en un tono irónico destinado a desanimar a su interlocutor.
Consiguió su objeto. Tomás Lorenzana rió y cambió de tema.
—Mire usted: ya estamos en Meilán. En lo que ahora es Meilán. Esta finca era mía hasta hace dos años. Tuve que venderla para salir de un apuro, y su marido me la compró. A buen precio, desde luego. Cuando se trata de agrandar su finca, Roque Bravo no mira el dinero. Vea: ya tienen casi todo el centeno en medas… Y, si no me equivoco, allí está el señor amo vigilando el trabajo…
Iba a llamar Mariana a su marido, que estaba a otro extremo del campo segado, pero no fue necesario, porque uno de los hombres que estaban con él le señaló a los recién llegados, y Roque echó a andar, cruzando el rastrojo entre las medas o montones de mies colocados en la forma más adecuada para soportar la lluvia sin sufrir daño. Cuando se acercó vio Mariana que tenía el ceño fruncido. No obstante, saludó con su acostumbrada tranquilidad, y preguntó sin manifestar alarma:
—¿Qué ha sido eso, María? ¿Algún percance?
—Apenas si se puede llamar así: su esposa es novel aldeana y les ha pedido a sus pies… y a sus botas más de lo que pueden darle…
—Además, me perdí, y el señor Lorenzana me encontró en sus tierras. Gracias a él estoy aquí.
—Se lo agradezco, Tomás —dijo Roque, inexpresivo.
—¡No hay por qué! A sus pies, señora; y me despido. Voy a ver lo que hacen con mi pan…
—¡Pero llévese su caballo! —exclamó Mariana.
—¡No, no! —Tomás Lorenzana se alejaba ya—. Voy al Cotedo y estoy muy cerca… ¡Mándeme a Sultán cuando quiera, Roque!
Roque, sin decir nada, echó mano a las riendas del caballo.
—¿Hay alguna enemistad entre Lorenzana y tú? —preguntó Mariana al cabo de un momento.
—¿Enemistad? ¿Por qué se te ha ocurrido eso? ¿Te ha dicho algo desagradable?
—¡No, no! Ha estado muy amable… y galante. Pero me ha dicho que tú acabarás comprando todas sus tierras y destinando su pazo a granero.
—¡Qué tontería! —dijo Roque, despectivo.
—Está arruinado, ¿verdad?
—¡Nada de eso! Tiene muy buenas tierras, aunque hipotecadas. Si las cultivara bien y se apretase un poco el cinturón, podría rescatarlas fácilmente. Pero es un indolente y un despilfarrador. Se pasa la mitad del año lejos de aquí, dedicado a la buena vida y dejando sus bienes en manos de mayordomos.
—Su familia ha sido muy importante, ¿verdad?
—Lo ha sido y lo es. Tomás no es tan rico como sus abuelos, pero sigue siendo el marqués de Lorenzana, uno de los primeros personajes de Galicia.
—¿De veras? Pues parece un hombre muy sencillo, nada encopetado.
Roque alzó los hombros, sonriendo.
—¿Para qué necesita darse importancia? Se la dan los demás sin que él tenga que molestarse. Pero no creas que olvida por un instante quién es ni la distancia que le separa de los simples mortales… ¡No perdáis tiempo, que no sobra! —Roque se volvió de pronto a los obreros, que habían hecho un alto para mirar a Mariana—. ¡Yo vuelvo luego!