6.

Al segundo día de la estancia de Mariana en Meilán, fue Benigna, el ama de llaves, quien la despertó con unos golpecitos en la puerta, y, una vez que recibió el permiso de Mariana, penetró en la habitación, trayendo el desayuno en una gran bandeja. Mariana la entrevió, a la luz que entraba por la puerta misma, y se sorprendió un tanto.

—Pero… ¿esto por qué, Benigna? Yo no estoy enferma ni acostumbro desayunarme en la cama.

—¡Vaya, no quiero que pase lo de ayer, que se me escapó la señora sin desayunarse! Si el señor lo supiera, mucho se disgustaría…

—No es para tanto —sonrió Mariana, que se había sentado en la cama—. Me levanté tan tarde que casi hubiera juntado el desayuno con la comida…

Benigna, entre tanto, había dejado la bandeja sobre la mesa de centro y se había acercado al balcón más alejado de la cama, para abrir en él una rendija. El sol entró, en una raya alegre y deslumbrante.

—Luego volveré a cerrar, cuando venga a recoger la bandeja, y así puede dormir la señora cuanto guste…

—No soy tan dormilona como parece —sonrió Mariana—. Ayer se me pegaron las sábanas porque estaba cansada del viaje, pero de ordinario soy madrugadora.

—Pues aquí no tiene para qué madrugar, que no ha de faltar quien haga las cosas. Lo primero es reponerse, que está muy descolorida y delgadiña. Ya me dijo el señor que tuvo unas fiebres grandes. Y con el aire de Madrid y aquellos alimentos que son agua, ¿cómo se había de reponer?

Mariana no replicó, porque le pareció oportuno guardarse la irritación que sentía. Bajó los ojos sobre la bandeja del desayuno, que Benigna acababa de colocar ante ella, y desplegó con todo cuidado la servilleta, adornada de encajes.

¡De modo que Roque había creído necesario disculpar ante sus criados el aspecto físico de su mujer…! Sin duda las tribulaciones que Mariana acababa de sufrir habían dejado huellas sobre su rostro; pero si Roque las notaba hasta tal punto…, ¿por qué se había casado con ella? Era la misma pregunta que se había hecho tantas veces; pero esta vez no era curiosidad lo que expresaba, sino un vivo despecho. Entre tanto, Benigna había pedido permiso para retirarse, y Mariana se lo había dado maquinalmente. Al quedarse sola, la joven tuvo el impulso de apartar de sí la bandeja para saltar de la cama y acercarse al espejo. Pero se rió de sí misma y no se movió.

«¿No quedamos en que se ha casado por caridad? Cuanto más flaca y marchita me vea, más natural es que me compadezca».

Seguía sin convencerla el razonamiento, pero se agarró a él como el día anterior para alejar de sí el problema inquietante. Se desayunó bien y hasta forzando un poco el apetito, y en seguida se levantó y, sin dejar de burlarse de sí misma, buscó en el fondo del armario algo que había guardado allí el día anterior, sin prestarle atención: un tarrito de «bálsamo cutáneo al agua de rosas», que acostumbraba usar en otro tiempo, cuando era una mujer feliz, casada con un hombre alegre y muy mundano… Lo destapó y lo olió con temor de que estuviera rancio, pero tenía el mismo fresco perfume de siempre. No se lo aplicó a la cara, pues era para ser usado por la noche, pero el mero hecho de tenerlo a mano apaciguó su mortificación.

«¡Quién me iba a decir a mí que volvería tan pronto a preocuparme de mi cara…! ¿Qué me importa, al fin y al cabo? Si a Roque no le parezco hermosa, mucho mejor. Eso me libra de preocupaciones. Pero él no desea que nadie sospeche la verdad de nuestro matrimonio, y es natural que yo procure ayudarle».

Rió Mariana, contemplándose con el cepillo en la mano.

«¡Sospechar la verdad! ¿Y a quién se le va a pasar por la cabeza una idea tan disparatada…?».

El día y los siguientes transcurrieron sin notables novedades. Roque se pasaba las horas fuera de casa en compañía de Egidio, o encerrado en el despacho con él o con otros hombres, labradores o tratantes, que llegaban a todas horas preguntando por el amo.

Otilia declaró un mediodía que tenía jaqueca, y su padre aceptó la disculpa para permitir que se retirase de la mesa, con alivio de todos. Aquella noche y en las siguientes comidas estuvo ausente, sin que nadie lo comentara. Una tarde, cuando Mariana cruzaba el huerto para salir por su puerta posterior, con intención de darse un paseo, vio a su hijastra en el cenador tapizado de enredaderas que otras veces había llamado su atención como refugio fresco y agradable. Otilia estaba recostada en una tumbona de mimbres, y a su lado, sentada en una sillita baja, Benigna cosía.

«Sin duda, esta criatura está enferma, de cuerpo o de espíritu. ¿Será eso lo que quiere decir cuando acusa a su padre de negarse a ver la realidad?».

Mariana había establecido ya la costumbre de pasear sola por la finca, rechazando firmemente la heroica oferta que Amanda le había hecho de acompañarla; prefería, con mucho, la soledad, que le permitía seguir libremente sus impulsos, andar de prisa o despacio, detenerse, dejar vagar la imaginación. Sentía que aquellas caminatas, a veces largas, fortalecían su cuerpo y descansaban su mente.

Pasaba también algunos ratos en su cuarto, ante el balcón, leyendo algún libro tomado de las estanterías del despacho: obras de Pereda, o de la condesa de Pardo Bazán, o de Vázquez de Mella. Pero, a media mañana, casi siempre se sentaba junto a Amanda a hacer labor.

A pesar de los reparos, no sin fundamento, que había puesto a la precipitada boda de su hermano, la solemne dama no manifestaba hostilidad hacia su cuñada. Sin apearse de su digna compostura, parecía recibirla con agrado, y condescendía a comentar con ella las cualidades y derechos de los sirvientes y de sus sobrinos varones. A Otilia no aludía nunca, ni Mariana se decidía aún a interrogarla acerca de ella. Otro tema favorito de Amanda era la historia sin historia de su feliz matrimonio y de la muerte repentina de su esposo, acaecida diez años atrás.

Roque parecía muy complacido cuando, al llegar a la hora de comer, encontraba a su mujer y a su hermana juntas y conversando.

—¡Qué bien se está aquí! ¿No es cierto, María? Mientras haga buen tiempo, hacéis muy bien en pasarlo al aire libre. ¿No te parece, Amanda, que María va teniendo ya mejor color?

—Sí, por cierto —respondía Amanda con una grave inclinación de cabeza—, y hasta yo diría que va estando algo más gruesa… o menos delgada, mejor dicho.

El ritmo de la vida en la casa se alteró un poco el sábado, y mucho más el domingo. El sábado, después de comer, Amanda explicó a su cuñada que era preciso sacar los manteles y ornamentos de la iglesia, porque al día siguiente tocaba la misa en Fao.

—¿Toca la misa? —repitió Mariana, sin comprender.

—Es que sólo la tenemos cada quince días. La iglesia de Fao es sólo un anejo de la parroquia de Lorenzana, y el domingo en que no nos toca misa tenemos que ir allí para oírla. Pero mañana la tenemos aquí, y esta tarde hay que ir preparando la iglesia.

Quiso ir la misma Mariana, y fue toda una pequeña caravana la que se encaminó a la aldea: una moza con una gran cesta plana en la cabeza, en la cual iban las ropas, candelabros y floreros; Mariana y Amanda con sendos ramos de flores —la última, además, con una sombrilla—, y Lorenzo, el seminarista, balanceando en su cadena las enormes llaves de la iglesia. Anduvieron un rato por el ancho camino carretero por el que Mariana había entrado en la finca; luego saltaron un muro, mediante unas piedras salientes colocadas en él a modo de escalera —para lo cual Amanda necesitó la ayuda eficaz de su sobrino Lorenzo—, y continuaron por una sendita verde entre campos labrados, hasta llegar a la diminuta iglesia, con su leve espadaña y su jardín de tumbas en torno. Porque, más que cementerio, habría parecido jardín descuidado y bravío, con su hierba pujante y sus matitas de digital y manzanilla y sus zarzamoras y helechos enmascarando las humildes losas de pizarra, de no ser por el mausoleo de mármol blanco que, al lado izquierdo de la puerta de entrada, gritaba llamativamente su fúnebre significación.

—La sepultura de mis padres —dijo Amanda orgullosamente.

Se santiguó y rezó un padrenuestro por las almas de los allí enterrados, mientras Mariana leía los nombres y sentía, más que pensaba, que aquel templete blanco con letras doradas, un tanto ostentoso por comparación con la humildad aldeana que lo rodeaba, era más bien una tacha que un adorno en el paisaje.

Luego entraron en la iglesuca, que alcanzaba apenas el tamaño de una ermita, y, mientras la rapaza barría los suelos, Amanda y Mariana extendieron sobre el altar los manteles blanquísimos y almidonados, colocaron los candelabros de plata —«donación de don Laureano Bravo y su esposa doña Felicia Sueiro», según declaraba una inscripción grabada en la base— y arreglaban las flores en los búcaros de cristal.

Y mientras todo esto hacía, Mariana tenía la impresión de ir conociendo mejor a su marido; pero con la extraña circunstancia de que cada vez le comprendía menos en aquello que más le interesaba.

Al día siguiente, la misa era a las diez, ya que el párroco tenía que decir antes la de la parroquia. La familia emprendió la marcha en corporación antes de las nueve y media. Roque iba de levita, como Mariana le había visto en Madrid por primera vez. Amanda, de negro, como siempre, pero con pendientes largos y variadas sartas de azabache cubriendo su majestuoso busto; Otilia, de rojo, con un atrevido sombrerito que la hacía parecer, en verdad, una mujer. Mariana, sin intentar razonar el motivo de su empeño, hizo cuanto supo para embellecerse, incluso darse un levísimo toque de carmín en los pómulos, bajo los polvos de arroz. Descendió la espalera la última, cuando ya todos esperaban reunidos en el vestíbulo, y la mirada con que Roque la recibió dio la razón a sus esfuerzos. Echaron a andar todos, la familia y parte de los criados, pues sólo algunos de éstos habían ido temprano a la parroquia. Roque daba su brazo a Mariana, y cuando, a lo largo del camino, quedaron por un momento algo apartados del resto de la comitiva, dijo él, con una sonrisa cortés y un poco maliciosa:

—De verdad, María, es asombroso lo mucho que ha mejorado tu semblante con los aires de esta tierra.

—Y con los polvos de mi tocador —dijo Mariana secamente—, no quiero que te avergüences de presentar a tu esposa.

Roque se echó a reír por toda réplica. No podía dar otra, ya que Amanda, del brazo de su sobrino mayor, llegaba ya muy cerca de ellos. En seguida se oyó tocar la campanita de la iglesia, señal de que Lorenzo, que se había adelantado, acababa de llegar a ella. Se tropezaban con grupos de aldeanos endomingados que venían de distintas direcciones y saludaban a Roque con mucho respeto, sin privarse, no obstante, de clavar en su mujer miradas devoradoras de curiosidad. Y Roque correspondía, afable y sosegado, llevándose dos dedos al ala del sombrero, al tiempo que Mariana sonreía y cabeceaba graciosamente.

Una vez dentro de la iglesia, la concurrencia se distribuía en la forma siguiente: en un banco, colocado a lo largo de la pared del lado del Evangelio, se sentaba la familia de Meilán, incluidos los criados, y con la excepción de Roque, Mariana y Amanda, que disponían de reclinatorios tapizados de terciopelo. En otro banco largo, adosado a la pared del lado de la Epístola, se colocaban los hombres de la aldea. Sus mujeres se agrupaban detrás, cerca de la puerta, sentadas o arrodilladas en banquetas individuales, tan diminutas que desaparecían totalmente bajo los amplios refajos.

Todo aquello tenía un sabor patriarcal y hasta feudal muy desconcertante para Mariana, que se pasó toda la misa distraída por los mismos pensamientos que la habían intrigado la tarde anterior.

Cuantos más datos iba reuniendo sobre el carácter y la posición de Roque Bravo, más incomprensible le parecía estar allí ella, «la tristemente célebre Mariana Estévez», sentada a su lado como esposa suya.

Acabada la misa, el cura acompañó a la familia de Meilán, invitado a comer, según era, al parecer, costumbre antigua. La comida fue pantagruélica y larga; y tediosa hubiera resultado para Mariana de no ser por el gran interés que ella ponía en observar a su nueva familia. El cura era un viejo amable y campechano, que ponderó mucho la sorpresa recibida en la comarca con la boda de Roque Bravo.

—¡Ha hecho usted muy bien, señor don Roque! A todos se lo he dicho: el estado de viudez puede ser muy santo, pero no es adecuado para todos los hombres, sobre todo siendo aún tan jóvenes y vigorosos como usted. Y hallándose, además, en la posición en que se halla y rodeado de los peligros que… ¡En fin, todos nos entendemos! Lo único que me duele es que la boda se haya celebrado lejos de aquí.

—En la parroquia de la novia, don Severo —sonrió Roque—, según es lo establecido.

—¡Lo comprendo, lo comprendo! Las circunstancias así lo pidieron.

Rió de pronto el buen señor, mirando a Otilia.

—¿Y tú, hija, cuándo nos vas a dar el buen día? Ya no tardará mucho, si se juzga por tu apariencia. Estás hecha toda una mujer y muy…, ¡vaya!, muy aparente. Yo soy ya lo bastante viejo para poder decírtelo. Pretendientes, cierto que no han de faltarte… Dime, hija, con franqueza, ¿no… no hay nada preparado ni a la vista?

Tal vez el viejo cura empezaba a perder los papeles, o quizá no había sido nunca muy discreto. En todo caso, era sorprendente que no advirtiera el efecto que sus palabras estaban causando en los comensales. No en los dos muchachos, que se limitaban a mirarse entre sí y a mirar a su hermana con burla; pero Amanda se había puesto roja como una remolacha, y la cara de Roque se había revestido de una pétrea impasibilidad. Otilia alzó la mirada y deliberadamente la clavó en su padre, sonriendo al mismo tiempo triunfante, retadora, enseñando los blancos dientecillos.

La pausa fue larga y muy penosa, pero no para don Severo, que seguía comiendo y mirando a Otilia con inocente malicia. Por fin dijo Roque:

—Otilia es aún muy joven, señor cura. No piensa en esas cosas todavía.

—¡Bueno, bueno, pues no te descuides! La naturaleza pide lo suyo, y los padres sois muchas veces ciegos, con el afán de que los hijos sean siempre niños.

Y Otilia seguía mirando a su padre y sonriendo. Hasta los chicos percibían ya lo extraño y violento de la escena. Mariana sintió un deseo vivísimo de poder dar a Otilia un par de cachetes. Pero Roque no perdió la calma.

—Muchas gracias por sus advertencias, don Severo —dijo reposadamente—; no las olvidaré.

—Un poco más de pollo, señor cura —dijo Mariana apresuradamente—. ¡Sí, sí, esta pechuga, que está muy jugosa!

Y, quieras que no, la sirvió en el plato del párroco, que estaba a su derecha, consiguiendo con ello distraer su atención. En seguida, Amanda acudió al refuerzo preguntando por una feligresa enferma. El buen don Severo se puso a dar acerca de ella noticias prolijas, y el peligro quedó conjurado. Otilia volvió a bajar la mirada sobre su plato. Hasta aquel momento, y sin duda como excepción en honor del día, había comido normalmente. A partir de entonces no probó bocado ni nadie le hizo ninguna observación sobre ello.

Terminada la comida, el cura durmió una buena siesta y luego emprendió el regreso a su casa montando uno de los caballos de Roque y llevándose a sus dos hijos como espoliques. Cuando todos ellos se perdieron de vista, Roque se volvió a Mariana:

—¿Te parece que demos un paseo, María? Hace muy buena tarde…

Mariana respondió que con mucho gusto, y los dos, cogidos del brazo, emprendieron el paseo. Pensaba ella, muy interesada, que él aprovecharía la ocasión para explicarle las extravagancias de su hija, pero pronto se desengañó. Roque empezó a hablar descuidadamente, comentando lo que veían y señalando a su mujer los detalles que le parecían interesantes.

—Estas tierras las saneó mi padre canalizando el agua que las encharcaba. Ahora son las mejores de esta región… ¿Ves estos muros? Cierran sobre sí toda la finca, y también fueron construidos por mi padre. Yo tendré que ampliarlos, pues he comprado algunos leiros por la parte norte…

Mariana oía y callaba y se iba irritando ante aquel cuajo exagerado. Hasta que Roque notó aquel persistente silencio y preguntó:

—¿Estás cansada, María? ¿Quieres que volvamos?

—No, gracias. Es que… tengo que hablarte de un asunto que me preocupa.

—¡Ah! —hizo Roque en una voz muy poco invitadora—. Bien: te escucho.

Mariana no era mujer que se dejara intimidar fácilmente. Lejos de eso, bastó el tonillo cortante de su marido para desvanecer en ella toda vacilación.

—Tu hija me ha dicho —empezó dejando a un lado todo preámbulo— que tú la retienes aquí contra derecho y prisionera. Me lo dijo hace ya días, con el encargo de que te lo repitiera. Yo no quería hacerlo, pero la escenita de hoy en la comida me ha convencido de que no es sólo una insolencia.

—¿Qué es, entonces? —preguntó Roque, con la cara demudada por un furor repentino—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué más te ha dicho Otilia?

Mariana estaba más impresionada de lo que quería demostrar por el cambio de gesto de su marido y por el silbar de la ira en su voz. Sin embargo, no se echó atrás, sino que respondió audazmente a la pregunta de Roque:

—Me ha dicho que no te perdona y que puede enviarte a la cárcel cuando quiera.

—Y tú ¿qué sentido le das a eso? ¿Piensas que mi hija tiene razón y que yo soy un secuestrador?

—No —dijo Mariana lentamente, vacilando en la palabra—. Pienso que cuanto haces lo haces por su bien. Pero pienso también que hay algún fundamento en lo que dice.

—¿Qué fundamento? ¿Quieres hacer el favor de concretar?

Roque y Mariana estaban ahora frente a frente. La voz del hombre restallaba sin alzarse mucho, contenida, amenazadora. Angustiada en el fondo, pensó Mariana. Y tuvo la certeza de que allí había realmente un secreto que a su marido le importaba mucho ocultar. Sostuvo la mirada de Roque y apuntó, con firmeza:

—Quizá… no es realmente tu hija…

En el momento de decirlo se arrepintió, porque se dio cuenta de que aquellas palabras podían interpretarse en forma ofensiva y muy distinta a su intención; pero no tuvo ocasión de rectificar, porque la respuesta inmediata de Roque fue una carcajada espontánea.

—¡Qué ocurrencia más novelesca! Porque supongo que no has querido ofender la memoria de mi difunta esposa…

—¡Claro que no! —dijo Mariana sofocada—. Quiero decir que… la ley no tiene a Otilia por hija tuya; que… que tal vez la has recogido o adoptado, sin los trámites que la ley exige.

—Eres una mujer ingeniosa —dijo Roque, sonriendo aún y evidentemente muy aliviado—; pero no atormentes en vano tu imaginación. Otilia es hija mía legítima desde todos los puntos de vista. Además, tiene dieciocho años recién cumplidos.

—Entonces, ¿por qué dice que la retienes por la fuerza?

—¿Es que no puede aplicarse la fuerza para hacer cumplir la ley a un hijo rebelde?

—¡Pero ella dice que tú no tienes derechos sobre ella!

—¡Pues los tengo! —Roque alzó la voz por primera vez, con dureza—. Tengo todos los derechos de un padre, diga ella lo que quiera.

—¿Por qué lo dice, entonces? ¿Por qué te desafía con la mirada y te hace palidecer cuando se habla de su porvenir?

Roque se encogió de hombros y dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo.

—¿Qué quieres que responda a eso? ¿Por qué son como son las cosas de la vida?

—¿Está enferma tu hija?

—¿Enferma…? No lo creo. Su temperamento extremado, y… ciertas circunstancias extravían su juicio. Eso no es una enfermedad.

—Pero… ¿qué circunstancias…?

Mariana se interrumpió bruscamente, comprendiendo que iba a cometer una indiscreción.

—Perdona —añadió en seguida—, no tengo ningún derecho a preguntarlo.

—¡No se trata de eso! Es que yo no deseo hablar de ello. Ni contigo ni con nadie. Es agua pasada. Lo que hay que hacer es olvidar.

«Parece —pensó Mariana, pero no lo dijo— que tu hija no es de tu misma opinión».

Estaban ya volviendo hacia la casa, el uno junto al otro, y Roque se detuvo a poco para ofrecer su brazo a Mariana. Pero lo hizo sin mirarla, y ella comprendió lo trastornado que estaba y el trabajo que le costaba disimularlo. Ninguno de los dos pronunció palabra hasta que estaban ya cerca del arco de entrada. Entonces dijo Mariana, gravemente:

—Creo que he hablado demasiado, Roque. Lo siento mucho y te suplico que… que no te des por enterado con Otilia. No me consolaría si por mi causa le dieras un disgusto…

Roque se detuvo y volvió la cara hacia Mariana.

—¿No te encargó ella misma que me transmitieras su insolencia?

—Sí: me dijo que te lo transmitiera; pero yo debí callar.

—Tú cumpliste su encargo y no tienes ninguna responsabilidad.

—¡Pero, Roque, de todos modos…!

—¡Por Dios! —cortó Roque, con violencia reprimida—. ¡No hablemos más de esto!

Mariana calló, comprendiendo que sería peor que inútil la insistencia. Dio un paso para cruzar el arco, pero Roque la detuvo.

—Espera un poco —dijo—; es mejor que demos otra vuelta.

—¡Ah, bien! Como tú quieras —dijo Mariana, sorprendida.

—Ha sido un paseo demasiado corto. Pensarían que hemos discutido, sobre todo si nos ven llegar con esta cara.

Sin replicar, Mariana le dio el brazo una vez más. Anduvieron un buen trozo y luego se sentaron sobre un árbol cortado desde el cual se veía una perspectiva risueña y apacible de fincas diversas en un marco de árboles: campos de centeno que esperaban ya la siega, con su color de oro viejo; prados de alta hierba, ondulante y fresca; un campo de patatas… Cada parcela estaba rodeada de su muro de piedras, bien construido; unos eran antiguos y estaban tapizados de zarzamoras; otros mostraban la piedra aún blanca, recién cortada. Aunque de una tierra muy distinta a aquélla, al fin era Mariana hija de labradores y en un pueblo campesino había crecido. Por eso lo que veía le resultaba comprensible y supo apreciarlo. Aquella tierra estaba no sólo bien cultivada, sino cuidada con amor y orgullo. Más que un medio de vida, su finca era para Roque Bravo un pedestal, la base de su confianza y de su fuerza. Ahora mismo, Mariana lo adivinaba, con sólo mirar en silencio a su alrededor. Él, mientras hacía y encendía su cigarro, iba recuperando la calma. Acabado el cigarro, se volvió y sonrió:

—Podemos volver cuando tú quieras.

Ella se levantó, obediente; él le ofreció su brazo, y cuando habían dado algunos pasos dijo:

—No quiero que te atormentes sin necesidad. No te he traído aquí para cargarte con mis preocupaciones.

—Con eso quieres decir —respondió Mariana muy suavemente— que no debo meterme donde no me llaman.

—No debes darte por ofendida. Hablo por tu bien y el de todos. No es fácil ayudar a los demás, y a veces se puede hacer daño con la mejor intención.

Mariana volvió a sentirse de pronto irritada.

—Es muy extraño que tú digas eso —dijo con una sonrisa irónica—. O, mejor dicho, es muy extraño que, pensando así, hayas hecho conmigo lo que has hecho.

Roque no se alteró. Miró a Mariana, sonriendo también.

—No fue un impulso repentino, María. Creo que ya te lo he dicho. Antes de decidir, me informé de tu carácter, de tu pasado, de tu situación… Me convencí de que no había otra salida.

Mariana abrió los labios para hablar, pero no supo exactamente cuál de las mil cosas que bullían en su cerebro quería decir primero. Y su vacilación bastó a Roque para cortarle la palabra.

—De todos modos —dijo—, ya está hecho. ¿Para qué seguir dándole vueltas? ¿Por qué no procuras vivir en paz? Es lo único que yo deseo, lo único que te pido.

Roque hablaba en tono persuasivo, y Mariana se sintió dominada. Suspiró, encogiéndose levemente de hombros.

—Tienes razón. Me ofreciste seguridad y respeto, y has cumplido tu promesa. Y si en algún momento yo me siento inquieta, no tendré más que recordar la situación en que estaba cuando tú me rescataste.

—¡No! Eso, no. Nunca debes acordarte de aquello. Respira, sólo. Vive, déjate vivir, no pienses demasiado. Te aseguro que es un buen consejo.