Había en la habitación un gran tocador de caoba, con un espejo ovalado sostenido por dos cuellos de cisne al estilo imperio. Mariana se sentó frente a él para peinarse y se quedó quieta, mirando atentamente su propia cara. Frunció el ceño, suspiró y empezó a cepillarse el pelo.
«Estoy flaca —pensaba—, y descolorida, y fea. Seguramente a Roque, que no me conoce de antes, le parezco del montón y marchita. Pero, entonces, ¿por qué…?».
Se encogió de hombros y descartó la pregunta con una respuesta que sabía falsa:
«Será que es un filántropo… Un filántropo de rara especie…».
Acabó rápidamente su arreglo y salió de la habitación. En el pasillo se desorientó un poco y, en lugar de llegar al salón, se encontró frente a una ancha escalera de piedra, que descendía hasta un largo vestíbulo solado de grandes lastras, también de piedra, muy pulimentadas por el tiempo. Además del arranque de la escalera, se abrían a él varias puertas laterales, y dos más anchas, una en cada extremo, que daban a las dos principales fachadas de la casa. A través de una de ellas vio Mariana la verde hierba del campito, y a Amanda sentada en su sillón de mimbre, con los pies sobre un taburete y bordando en bastidor. Mariana se volvió hacia el otro lado, pues deseaba ver la fachada delantera, que al llegar apenas si había adivinado. Ante ella, la explanada estaba enarenada, y un amplio camino bordeado de un seto de boj medianamente recortado conducía hasta el arco por donde había entrado el coche la noche anterior. Mariana miró hacia la casa. La fachada era hermosa, típica de un pazo gallego, con una doble escalera exterior, que conducía a un cuerpo saliente bajo el cual se abrigaba la ancha puerta principal. La hiedra cubría el granito en buena parte y enmascaraba casi por completo el gran escudo de armas, que no estaba en el eje de la fachada, sino en la esquina superior derecha.
Mariana empezó a pasear lentamente dando la vuelta al edificio. En todas las perspectivas se descubría, como fondo, el altísimo muro de piedra, cubierto también de enredaderas.
Las ventanas de la planta baja eran pequeñas y estaban enrejadas. Mariana supuso que correspondían a dependencias tales como graneros, despensas, bodegas, y se quedó muy sorprendida cuando vio que, a través de una de ellas, una mujer estaba mirándola fijamente. No fue su mera presencia lo que la sorprendió, sino un conjunto de circunstancias que se impusieron simultáneamente a su atención: la mujer, que era extremadamente joven, llevaba el negro pelo suelto sobre un peinador de encajes, propio sólo para ser usado dentro del dormitorio, y sus ojazos se clavaban en Mariana con una expresión insolente y rencorosa. Mariana saludó, algo intimidada:
—¡Buenos días!
Los labios, llenos, húmedos, hermosos, de la joven permanecieron cerrados durante un largo momento. Al fin pronunciaron, muy brevemente:
—Buenos días.
Mariana dio dos pasos para continuar su paseo; pero sintió sobre su espalda la mirada de la desconocida, y no pudo menos de volverse a mirarla de nuevo.
—Discúlpeme si me equivoco —dijo, decidiéndose de pronto—, pero supongo que… que es usted Otilia.
—Sí. Yo soy Otilia Bravo. ¿Y usted?
—Yo soy… María. La mujer de tu padre. Me alegro mucho de verte. Ayer, cuando yo llegué, tú estabas ya acostada.
La jovencita sonrió, y su belleza se borró, porque aquella sonrisa no tenía nada de juvenil ni de agradable.
—No estaba acostada. Estaba encerrada.
—¿Encerrada? —murmuró Mariana.
—¡Sí! Como ahora. Éste es mi calabozo.
—Eso… —dijo Mariana, indecisa y desconcertada—, eso es una broma, naturalmente…
—¡Acérquese, mire hacia dentro!
Mariana se acercó. La habitación era muy baja de techo; el suelo estaba cubierto de alfombras, pero bajo ellas se veían las mismas lastras de piedra que en el portal. Y las paredes, aunque bien blanqueadas, tenían el enlucido tosco, en contraste con los elegantes muebles, propios de una alcoba de jovencita.
—¿Ve usted? Me han traído a este cuarto porque la ventana tiene reja. Antes había aquí una panera.
—¿Una… panera?
—¡Sí! Donde se guarda el pan, el centeno… Quitaron las arcas, le dieron una mano de cal y trajeron aquí los muebles de mi cuarto.
—Pero… ¿por qué?
—Por orden de mi padre.
—Me lo figuro; pero supongo que tendría alguna razón para darla.
—Eso… pregúnteselo a él. Para usted no tendrá secretos. Cuando un hombre se casa a sus años con una mujer más joven que él, se convierte en un pelele.
—Me parece —sonrió Mariana— que conoces muy poco a tu padre.
—La tía Amanda debe conocerle, ¿no le parece? Y ella es quien lo dice. ¡Cuando él no está delante, claro!
—¿Es verdad que estás encerrada?
—¡Ya lo creo! Y con una llave así de grade… Benigna es mi carcelera.
En aquel momento, cuando Mariana empezaba a preguntarse si en aquella criatura estaría el secreto de Roque —y quizá, por oscuros caminos, la razón de su extraña conducta—, la puerta de la habitación se abrió y el propio Roque apareció en su hueco. Mariana notó, con vago alivio, que no había habido girar de llave, sino el simple alzarse de un anticuado, ruidoso y simple picaporte. Roque permaneció un instante inmóvil, como apreciando la situación. Luego se adelantó hacia su hija, mirando al mismo tiempo a Mariana y saludando a las dos sucesivamente.
—¡Buenos días, María! ¿Cómo estás, hija? ¿Qué haces aquí, encerrada a estas horas, con el día tan magnífico que tenemos?
—Buenos días, padre —dijo Otilia, inexpresiva.
Pero Roque no pareció percibir aquella notoria frialdad. Continuó hablando tranquilamente.
—Precisamente venía a buscarte para presentarte a María; pero veo que ya habéis hecho conocimiento.
—Sí…, a través de una reja.
—¡Bueno! Eso no impide que podáis veros y saludaros. Tengo en obra la mitad de la casa —añadió dirigiéndose a Mariana—, y por eso me he visto obligado a trasladar aquí los cuartos de mis hijos, provisionalmente.
Otilia tenía la cabeza baja y las pestañas velaban sus ojos; pero la comisura de su boca se curvaba ligeramente en un gestecillo que no llegaba a ser sonrisa pero que a Mariana le pareció insolente. Roque no pareció verlo. Dio un golpecito en la mejilla de su hija.
—Bien: vístete y sal al campito. Te espero allí con María.
Salió de la habitación, y Otilia, al quedarse sola, se volvió hacia Mariana. Dijo:
—No me han traído aquí por causa de las obras; ha empezado las obras para traerme aquí.
—La puerta no estaba cerrada con llave —respondió Mariana tranquilamente.
El rostro de Otilia se arrebató de ira.
—¿Usted qué sabe?
—Lo sé perfectamente.
Otilia iba a replicar, pero cambió de gesto al sentir el paso de su padre sobre la arena. Alzó los brazos para correr las cortinas.
—Hasta luego —dijo—. Voy a vestirme.
Roque cogió del brazo a su mujer.
—¿Cómo te encuentras esta mañana? ¿Has dormido bien?
—¡Admirablemente! Pero dime, Roque: tu hija parece resentida contra ti. Me ha dicho que la tienes encerrada.
—Ya te dije que está muy mal criada.
—¿Sólo eso…? —insistió Mariana lentamente.
Y Roque saltó con viveza:
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. Pero las cosas que me ha dicho…
—¿Qué te ha dicho? —cortó de nuevo Roque, apremiante.
—Me refiero, sobre todo, a la forma de decirlo: parece amargada y rebelde.
—¿Cómo se te ocurrió venir a hablarle? ¿Quién te dijo dónde estaba?
Mariana alzó los ojos hacia la cara de su marido. Aunque éste había hablado con naturalidad, a ella le pareció percibir en su voz una irritación contenida.
—Nadie me dijo nada. La vi casualmente en la ventana y adiviné que era ella. No era difícil, aunque es cierto que el sitio me sorprendió un poco…
Roque no contestó. Iban desandando despacio los pasos que Mariana había andado un momento antes.
—Es una casa muy hermosa —dijo Mariana, por decir algo—; pero no debías dejar que la hiedra cubriera el escudo.
Roque sonrió.
—No lo permitiría si el escudo fuese mío.
—¿Es que no lo es?
—No. Mi padre compró esta casa y las fincas. Era un indiano, ¿sabes?
—¡Ah! —hizo Mariana.
—Mi abuelo tenía unas tierrecitas y muchos hijos. Mi padre era uno de los pequeños. Se fue a América, como tantos otros, y ganó mucho dinero. Pero ni un solo momento dejó de pensar en volver y en comprar tierras. Pudo casarse allí con mujer rica, pero no lo hizo. Quería una esposa de acá y de buena familia.
Roque Bravo miró en torno con una ligera sonrisa que apenas disimulaba su orgullo.
—Cumplió todos sus propósitos —dijo—. Estas tierras y esta casa pertenecían al marqués de Treboedo, que las vendió para irse a Madrid.
—Es raro que tu padre no prefiriera edificar una casa nueva.
—Eso suelen hacer los indianos. Cuando veas una casa muy blanca o pintada de colores es que es de un indiano. Pero mi padre era diferente. Sabía que el dinero solo no es nada. Pagó muy bien al marqués. Muy bien.
—Estás orgulloso de tu padre, ¿verdad? —sonrió Mariana.
—Sí, por cierto. Era todo un hombre. Se fue a América en la cala de un barco, como tantos otros. Pero no se conformó con hacerse rico. Muchas veces, paseando por sus tierras, me decía: «Roque, de los hombres nacen los caballeros».
Roque se volvió con cierta brusquedad y cambió de tono.
—Vamos —dijo—; nos sentaremos con mi hermana en la huerta. Si no le hacemos un poco de caso, se dará por ofendida. Habrás notado que es muy puntillosa.
—Sí, eso me ha parecido…
Mariana hizo una pausa y añadió:
—Si está acostumbrada a gobernar la casa, supongo que le caerá muy mal que venga yo a quitarle su puesto…
—El puesto es tuyo, indiscutiblemente —decretó Roque perentorio—. Además, Amanda no vive aquí siempre. Su marido le dejó una casa en Mondoñedo, y ella la habita una parte del año.
Dieron la vuelta a la esquina. Mariana miró a Amanda, que bordaba muy abstraída, metiendo la nariz en la labor.
—Es mucho mayor que tú, ¿verdad?
—Ocho años.
—¿Nada más? Podría pasar por tu madre.
Roque sonrió con burla amistosa.
—¡Gracias! Es un cumplido que me halaga. Sobre todo ahora que estoy casado con una mujer que podría ser mi hija.
—¡Eso no es verdad! Sólo nos llevamos quince años…
—Lo bastante para que yo desee parecer joven.
Estaban ya ante Amanda. Cambiaron unas frases, y Roque entró en la casa en busca de asientos. Mariana habló con su cuñada sin poner apenas atención a lo que decía. Tenía demasiadas cosas en que pensar.
Roque tardaba en reaparecer. Vino un criado con dos sillones de mimbre, y volvió a entrar para traer uno más. Al fin apareció Roque en la puerta, llevando del brazo a su hija Otilia. A primera vista se advertía que la muchachita venía contra su gusto. Roque la hizo sentar en uno de los sillones, y se sentó luego en el que quedaba libre.
—Hace un día muy hermoso —dijo tranquilamente—, y espero que dure, porque me parece que está entrando el Norte.
La conversación, así encauzada, siguió por derroteros convencionales. Otilia, ni por fórmula tomaba parte en ella.
Poco antes de la hora de comer se presentaron los dos muchachos, jadeantes, sudorosos, despeinados. Lorenzo, el más joven de los dos, el de la cara más riente y ojos más traviesos, llevaba pantalones y calcetines negros porque estaba estudiando en el seminario. Los dos eran guapos, lo mismo que su hermana.
«Se parecen a su padre —pensó Mariana—. Hasta ahora no me había dado cuenta de que Roque es un hombre guapo…».
Durante la comida, Otilia se comportó como una víctima impotente pero no resignada: su padre la había obligado a sentarse a la mesa, pero no podía obligarla a comer. Uno tras otro, los platos le fueron servidos y retirados sin que ella los probara.
—¡Por el amor de Dios, Otilia! —dijo Amanda en tono patético—. Si sigues así, te vas a morir de hambre. No comprendo cómo puedes resistir: hace no sé los días que no pruebas bocado…
Un extraño resoplido, como de aire comprimido que hace saltar una válvula, interrumpió la peroración de la buena señora, al tiempo que Lorenzo hundía la cara en la servilleta. Gaspar se mordía cruelmente los labios, tratando de contener la risa. Pero todos los esfuerzos de los muchachos fracasaron, y sus carcajadas brotaron como chorros poderosos.
—¡Roque! —exclamó Amanda, irguiéndose con noble altivez—. ¿Qué significa esto? ¿Vas a consentir que estos dos monigotes se burlen de mí?
—¡Gaspar! ¡Lorenzo! —ordenó Roque severamente—. ¡Levantaos de la mesa ahora mismo!
Los dos muchachos obedecieron y salieron del comedor, doblados aún de risa. Su padre se llevó la servilleta a los labios con cierto apresuramiento; pero Mariana ya había visto en ellos un temblor muy significativo. Y también Otilia debió de notarlo, porque sus ojos lanzaron relámpagos.
—¿Puedo retirarme, papá? —preguntó fríamente—. No me encuentro bien.
—Vete —dijo Roque, ya sin rastros de risa en el gesto ni en la voz.
Después de la comida, Roque salió con Egidio, su administrador —allí llamado mayordomo—; Amanda se fue a su cuarto, a echarse una siestecita, y Mariana dedicó una hora a deshacer sus maletas y ordenar sus ropas en cajones y armarios. Contempló durante un momento el candelabro de plata que constituía quizá su más valiosa posesión. Lo colocó en diversas posiciones, sobre la mesa de centro, sobre la chimenea, sobre la cómoda… Pero, verdaderamente, su estilo desdecía rabiosamente del de la habitación. Encogiéndose de hombros, lo metió en el fondo de uno de los cajones.
Media hora más tarde salió de la habitación, dispuesta a darse un paseo por la finca. Desde el pasillo oyó un canturreo monótono y distraído, que evocó en ella una idea. Avanzó en dirección al sonido y vio confirmada su impresión: el que tarareaba era un pintor que, encaramado en lo alto de una escalera, estaba blanqueando una habitación. Aquéllas eran, sin duda, las obras a que había aludido Roque. No parecían muy importantes, pero, desde luego, había sido preciso vaciar la habitación. Y también las próximas, según Mariana comprobó a continuación. El pintor no la había visto y seguía con su trabajo y su melopea… Mariana continuó su marcha, dispuesta a explorar, ya que estaba allí, aquella parte de la casa. Pero se detuvo de pronto, sorprendida, porque casi había chocado con Otilia, que venía silenciosamente en dirección contraria a la suya. Muy silenciosamente, porque venía descalza. La bien provista bandeja que la jovencita llevaba en las manos hizo comprender a Mariana que había sorprendido una expedición clandestina. Se quedaron las dos mujeres mirándose, Mariana quizás un poco burlona, Otilia retadora y muy erguida.
—¡Qué satisfecha está usted! —dijo la jovencita, con aquella mueca del labio superior que le era peculiar. Piensa que me ha pescado y que puede burlarse de mí, ¿verdad?
—No —contestó Mariana tranquilamente—; sólo que ahora comprendo por qué se reían tus hermanos de las preocupaciones de tu tía: no hay peligro de que te mueras de hambre.
—¡Y mi padre lo sabe de sobra! Yo no quiero amenazarle con morirme de hambre, como usted se figura. Pero no como con él a la misma mesa para que sepa que no le perdono.
—Por lo que estoy viendo, él es quien tiene mucho que perdonarte a ti. Yo admiro su paciencia.
—¡Usted no sabe nada! Acaba de llegar y ya quiere hacer juicio de todo. Mi padre no tiene derecho a tenerme presa.
—Un padre no tiene presa a su hija. Y tú, además, eres una niña.
—¡Eso no tiene que ver! ¡Pregunte, pregúntele a él! No tiene derecho sobre mí, y, si yo quisiera denunciarle a la autoridad, le mandarían a la cárcel.
—Dices niñerías muy tontas, Otilia.
—¡No se haga tan tranquila, que no lo está! Usted conoce muy poco a mi padre, y ahora está pensando si se ha casado con un demonio…
Mariana fijó en la muchacha sus ojos firmes y penetrantes. Preguntó, en un tono tranquilo:
—¿Es tu padre un demonio?
—¡A ratos, sí! Cuando no quiere una cosa, la niega, dice que no es verdad, cierra los ojos para no verla. Y cuando se da de cara con ella…, entonces se vuelve loco y él mismo no sabe lo que hace.
—Ese retrato no se parece nada a tu padre.
—¡Antes ya me dijo usted lo mismo! Piensa que lo conoce mejor que nadie, ¿verdad? ¡Aguarde, y ya irá aprendiendo!
Mariana se apartó un poco sin decir nada, para dejar paso a Otilia. La muchacha vaciló, como defraudada, y luego, muy tiesa, cruzó junto a su madrastra y se fue pasillo adelante.