4.

Desde el momento en que aceptó la proposición de Roque, Mariana se propuso no consentirse más dudas sobre su decisión: ya estaba tomada, ya había empeñado su palabra, y no se volvería atrás por ningún motivo. En realidad, no los tenía: el comportamiento de Roque pecaba, si acaso, por exceso de corrección y de reserva, y esto para Mariana no era motivo de rencor, sino de gratitud.

Durante el tiempo que transcurrió hasta la boda, aquellos novios singulares se vieron pocas veces y siempre muy brevemente y en presencia de la patrona.

Un día, ésta no pudo más e interrogó a Mariana:

—Señorita, usted me disculpará si me meto donde no me llaman, pero es que me estoy figurando una cosa y me parece que no me equivoco…

—Si lo que se figura es que voy a casarme con don Roque Bravo, no se equivoca usted.

—¡Ay, señorita, cuánto me alegro! ¡Que sea para bien!

—Gracias, Manuela.

—Ha hecho usted muy bien en decirle que sí. Es un señor de verdad y muy buen cristiano. Mariana sonrió.

—¿Cómo lo sabe usted? ¿Le conoce mucho?

—¡Ay, mire, le conozco por su manera de portarse! Mucho debe de quererla a usted cuando tanto se preocupa de cuidarla y de que no le pase nada malo.

—Usted fue a buscarme por encargo suyo, ¿no es verdad?

—Sí, señorita… ¡Pero no piense mal de mí! Desde el primer momento me dijo que venía con buen fin, que, si no, ¡a buena hora me presto yo a hacer ese papel! Yo sabía que no me engañaba, ¿sabe?, porque antes de hablar conmigo estuvo hablando con la portera, que tiene un hijo de camarero en la Fonda de Madrid. Le preguntó por una habitación en una casa honrada y de toda confianza, y la portera, que bien me conoce, le mandó para la mía… Y ¿sabe lo que me dijo él…? En seguida me conoció por el habla que soy de su tierra, y me dijo que se alegraba, porque así yo le tendría más confianza a él y a mí. Y que le importaba más que la vida ayudar a una persona que estaba en un mal paso sin culpa ninguna. Y esa persona era usted, señorita… Me explicó todo lo de su juicio, y yo me quedé tan convencida.

—Supongo que le dio dinero, además de buenas razones —dijo Mariana.

—¡Diome, no lo puedo negar! Yo soy una pobre y tengo que vivir, señorita, y, tal como están las cosas, tenerla a usted en casa puede traer muchos disgustos… ¡Pero ni por todo el oro del mundo le serviría yo si fuera para algo feo!

Aunque no lo manifestó, aquellos informes dejaron en Mariana una fuerte impresión: las palabras de la patrona «mucho debe de quererla a usted» parecían tener una sólida base en la realidad. Era evidente que Roque Bravo había derrochado ingenio y voluntad para ayudarla sin dar lugar a ambiguas interpretaciones. Y había conseguido, aún antes de su matrimonio, crear en torno a ella un islote de respeto y seguridad, los mismos bienes que le había ofrecido para el futuro.

«Me quiere, aunque lo niegue; no puede haber otra explicación. Se muestra frío, no me pide nada, ni siquiera una palabra cariñosa; pero es porque sabe que yo no podría dársela, ni por salvar mi vida. Teme asustarme, y por eso se domina, pero forzosamente tiene que estar enamorado de mí. A no ser que…».

Aquella otra explicación no lo era, en realidad. Era sólo una sombra, una fantasía indeterminada que a veces surgía en la mente de Mariana, sobre todo por las noches, cuando estaba en la cama y no podía dormirse o cuando sus maltratados nervios la despertaban de madrugada. Entonces veía en Roque Bravo a un ser de otro mundo, encargado por misteriosos poderes de cumplir para con ella una oscura y fatídica misión…

«¡Se lo preguntaré! —se prometía a veces en aquellos momentos de angustia—. Le contaré estos miedos que paso y mis presentimientos…».

Pero, llegado el día, rechazaba aquellas ideas disparatadas y se repetía que su suerte estaba echada y que era enfermizo detenerse en tales fantasmagorías cuando tantos motivos reales tenía de preocupación.

La boda se celebró por la tarde y con la máxima reserva. Al verse frente al altar, en la iglesia solitaria y oscura, Mariana recordó angustiosamente su primera boda, también rápida y sin ceremonia, porque ella no tenía parientes cercanos, y Antón se había mostrado refractario a toda solemnidad.

«¡Pero tan distinta!», gimió Mariana en su corazón.

Y deseó que cualquier obstáculo fulminante obligara a aplazar la ceremonia y le diese tiempo a reflexionar.

Pero todo se desarrolló sin obstáculos y con una rapidez que a Mariana le pareció vertiginosa.

—Señora doña Mariana Estévez y Veral, ¿quiere usted por esposo…?

Y Mariana dijo que sí a las tres preguntas, consciente de que le habría resultado mucho más fácil decir que no.

Acabada la ceremonia, los recién casados tomaron un coche para irse directamente a la estación del Norte, donde ya tenían el equipaje. Roque ayudó a subir a Mariana y se sentó luego a su lado. El coche arrancó. Mariana tenía los ojos bajos y las manos fuertemente apretadas sobre el regazo. Oyó la voz de su marido, muy tranquila, con un dejo insólito de burla amistosa:

—Yo te aseguro, María, que no tienes ningún motivo.

—¿Cómo…? —Mariana alzó la cara, desconcertada.

—Estás asustada, y eso es una tontería. No tienes nada que temer de mí. No voy a imponerte ninguna violencia. Sólo deseo tu bien.

Mariana sintió un nudo en la garganta y se esforzó por tragarse unas lágrimas inoportunas. Al cabo de un momento, cuando ya había pasado la ocasión de responder, murmuró en voz muy baja:

—¡Gracias!

Roque no dijo nada, y ella se quedó sin saber si la había oído o no. Y en seguida se acabó aquella brevísima y relativa soledad.

Cenaron en la estación, sumergidos en una atmósfera de agobio y mal humor. Luego entraron en su departamento. Todos los del tren iban llenos, porque la moda del veraneo en el Norte se acentuaba cada año entre la gente distinguida y la que quería parecerlo. El viaje le resultó a Mariana interminable. Se dormía y despertaba, aturdida por el monótono traqueteo, sobresaltada por los repentinos alaridos de la máquina, tan misteriosos en la noche… Hacía calor y la atmósfera estaba cargada; pero la mayoría de los viajeros consideraban una temeridad el abrir la más leve rendija en las ventanillas.

Roque, junto a Mariana, estaba sorprendentemente inmóvil, apenas visible, como una gran sombra; y ella, aunque se sentía anquilosada por la rígida postura, no quería de ningún modo abandonarse sobre su hombro.

«Es un desconocido, y estoy casada con él».

Tampoco de Antón sabía apenas nada en el momento de su matrimonio.

«Pero… ¡era tan distinto!».

Porque a Antón le quería y no necesitaba saber nada más para entregarle su vida con plena confianza. En cambio, ahora…

«Si me bajase en la primera estación, todavía podría anularse el matrimonio…».

Pero sabía que no haría tal cosa: no era el tren lo que la arrastraba hacia tierras desconocidas, sino la voluntad de aquel hombre que se llamaba Roque Bravo y afirmaba que sólo quería protegerla.

Llegó el día, y los viajeros empezaron a removerse, despeinados, sucios de carbonilla. El tren salía de un túnel para entrar en otro. Roque sonrió a Mariana:

—Ya falta poco. En Lugo dejaremos el tren y, después de comer, tomaremos un coche para Meilán.

Mariana no quiso bajar en Ponferrada para desayunarse, pero Roque se empeñó en darle por la ventanilla un vaso de café con leche.

Mariana no volvió a dormirse. Su estado era un penoso intermedio entre el sueño y la vigilia. Roque, en cambio, parecía bien despierto y animado. Miraba a cada momento hacia el exterior, y en cierta ocasión señaló a Mariana, sonriente, el paisaje que se descubría a través del sucio cristal de la ventanilla.

—¡Esto ya empieza a ser otra cosa! —dijo respirando profundamente, como si la atmósfera del vagón no fuera cada vez más mefítica.

Al fin llegaron a Lugo, y descendieron del tren; pero sólo para comer y emprender un nuevo viaje en un coche alquilado. En Mariana se acentuaba la sensación de lejanía y desamparo. Roque llamaba su atención sobre el hermoso y fresco paisaje, sobre la grandeza misteriosa de los montes cubiertos de pinos y la dulzura de los prados jugosos, que daban ganas de ser vaca…

—Hemos tenido mala suerte: el coche es malo, y los caballos, peores. Vamos a llegar de noche, y es lástima, porque la entrada en Meilán merece la pena de verse.

—¿Meilán es un pueblo?

—No. Es el nombre de mi casa. La aldea más próxima se llama Fao.

El terreno, una vez pasado el alto puerto de montaña, se hacía cada vez más suave y feraz. Se veían pequeñas aldeas, muchas casitas aisladas, tejados de pizarra y una asombrosa red de muros de piedra cercando una infinidad de pequeñas fincas: prados, campos de maíz o de patatas, o de cereales casi maduros. Y, de cuando en cuando, medio oculta entre el verdor, una casa más grande y moderna, blanca y jactanciosa.

—Parece un país rico —dijo Mariana.

—Éstas son las mejores tierras de la provincia y quizá de toda Galicia —respondió Roque con orgullo.

Cruzaron una aldea, ya de noche. Algo más tarde, Mariana distinguió una elegante verja de hierro, tras la cual se entreveían un jardín y una gran casa con un torreón.

—Parece una finca muy hermosa —comentó Mariana.

—Es el pazo de Lorenzana —dijo Roque con brevedad.

—¿Está deshabitada?

—No. ¿Por qué?

—No lo sé. Como tú me dijiste que tu casa estaba aislada…

—Y lo está. Aún tenemos una hora de camino. Fue una hora escasa lo que tardaron.

Al cruzar un arco de piedra abierto en un muro de tres metros, Roque dijo, apoyando ligeramente su mano sobre el brazo de Mariana:

—Ya estamos en casa.

Olía a bojes y a flores, a jardín recién regado. Mariana estaba a cada momento más sorprendida y desconcertada.

Ante la puerta de la casa había un grupo numeroso de personas. Varias de ellas tenían linternas en las manos. Dos o tres perros empezaron a saltar en torno al coche, con ladridos cortos y gemidos de cariño. Una voz joven gritó:

—¡Quieto, Leal…! ¡Canelo, aquí…!

Roque saltó a tierra y ayudó a bajar a Mariana.

—¡Buenas noches, familia!

—¡Buenas noches, padre!

—¿Qué tal el viaje, Roque?

—Bienvenido, señor… y la compañía.

—Vamos adentro… Tengo que presentaros a María, y aquí no se ve nada. Venid todos arriba, a la sala…

Subieron por una escalera exterior, que conducía a una especie de galería cubierta, y entraron en un salón, iluminado por una potente lámpara de petróleo. Mariana tuvo una rápida impresión de lujo cómodo y anticuado, antes de dedicar por entero su atención a las personas que la rodeaban. Roque hizo las presentaciones: «Mi hermana Amanda, mis hijos Gaspar y Lorenzo…». Y varios nombres más que quedaron flotando en la mente de Mariana y que debían de corresponder a los servidores, hombres y mujeres: Benigna, Egidio, Alejo, Marcelina… Luego, Roque enlazó con el suyo el brazo de Mariana, y sonrió:

—No necesito deciros que ésta es mi esposa, la dueña de mi casa desde este momento.

Hubo un murmullo, se repitieron las reverencias:

—¡Bienvenida, señora!

—¡Por muchos años!

—Que sea para bien…

Los dos muchachos sonrieron tímidamente; Amanda hizo un tieso saludo con la cabeza.

—Gracias —dijo Mariana—. Me alegro mucho de conocerlos a todos…

—Quiero —dijo Roque, subrayando las palabras un poco más de lo que parecía adecuado— que mi esposa sea muy feliz, y espero que vosotros me ayudaréis a conseguirlo… Y, por de pronto —añadió con un rápido cambio de tono—, vamos a cenar. María está muy cansada, y yo también.

Los criados se esfumaron, y la familia se dirigió hacia el comedor.

—¿Y Otilia? —preguntó Roque.

—Está en la cama —respondió Amanda—. Para ella es muy tarde… Ya sabes que no le conviene trasnochar.

—Sí, ya sé —dijo Roque, impaciente—. Pero ¿está bien?

—Sí, sí; pero permíteme que te diga, hermano, que la sorpresa que ha recibido no ha sido de ningún provecho para sus nervios ni para los de nadie. Me refiero, naturalmente, a la noticia de tu boda. Yo misma he tenido palpitaciones toda la tarde. Gracias a que Benigna se empeñó en darme una copa de anís, y eso me sentó el cuerpo.

Amanda hablaba en tono quejumbroso. Era una mujer solemne y encorsetada, ostentosamente viuda, con vestido negro hasta la barbilla, pendientes de azabache y un guardapelo de oro con un gran pensamiento de esmalte morado que, con toda evidencia, contenía reliquias de su difunto. Los hijos de Roque eran dos muchachos delgados, de ojos vivos. Mariana observó que evitaban mirarse para no romper a reír, quizá porque acostumbraban burlarse de su tía o porque estaban azorados; o quizá, simplemente, porque tenían alrededor de doce años. Su padre los cogió a los dos por el cuello y los empujó hacia delante, con una sonrisa reprimida de complicidad. Los chicos se adelantaron de prisa, riendo ahogadamente, y Roque enlazó con un brazo a su hermana y con el otro a su mujer.

—Es verdad que todo ha sido muy rápido —dijo con alegre naturalidad—; pero ya comprendes que yo no estoy en edad para noviazgos largos.

—Una cosa es un noviazgo largo, y otra cosa es un escopetazo como éste… Usted me perdonará, María, pero…

—¿Qué es eso de usted? —interrumpió Roque—. ¡No seas ridícula, Amanda! María es tu hermana.

—Sí, muy cierto; pero la culpa es tuya: si me hubieses hablado de ella, si yo hubiese ido a Madrid, como es debido, para pedir su mano, habría tenido tiempo de conocerla y de…

—¡Bien, ya la conoces…! ¿Cómo han ido las cosas por aquí?

—Sin grandes novedades. Todo se ha hecho conforme a tus órdenes. Eso supongo, por lo menos, ya que las mandaste a Egidio y no a mí.

—Quise evitarte molestias, mujer.

—Las molestias tengo que padecerlas lo mismo. Y, además, la humillación de ver que se hacen cosas raras que yo no comprendo y tener que acatarlas sin decir nada.

—¿Cosas raras?

—¡Sí, sí! Ahora no es momento de entrar en detalles, pero te aseguro que he tragado mucha quina. ¡En fin, no hablemos más de esto! Ya sabes que yo no soy quejumbrosa.

—¡No, desde luego! —dijo Roque, con un tono de profunda convicción que hizo recrudecerse la carcajada clandestina de los chicos.

Estaban ya en el comedor. Otra poderosa lámpara colocada en un portalámparas de bronce y porcelana suspendido del techo por tres cadenas. Una gran mesa reluciente de plata y cristal. Aparadores cargados de vajilla… Roque apartó la silla para que se sentara su mujer, mientras el mayor de los chicos prestaba a su tía el mismo servicio.

«Una familia feliz —pensó Mariana— y una casa rica…».

Este pensamiento la acompañó durante toda la cena. Roque le había dicho que tenía tierras en Galicia, y ella había imaginado una propiedad oscura en un remoto rincón. ¿Dónde estaban las dificultades que él había insinuado con motivo de su boda?

«Aquella mujer, Benigna, tiene todo el aspecto de un ama de gobierno; la doncella que sirve la mesa sabe su oficio, y la comida es muy buena. Excesiva, para mi gusto; pero, claro, supongo que habrán querido celebrar mi llegada».

—Tu mujer no come nada, Roque —dijo Amanda—. Creo que no le gusta el pollo.

—¡Oh sí! —se apresuró a protestar Mariana—. Sí que me gusta. Pero, de verdad, no puedo comer más.

Acabada la cena, Roque abrevió las despedidas.

—La última noche la pasamos en el tren. Nos hace falta un buen descanso, y yo tengo que madrugar mañana. ¡Buenas noches a todos!

Encendió una vela de una de las varias palmatorias que había sobre la chimenea. Con ella en la mano izquierda, pasó el brazo derecho sobre los hombros de su esposa y se la llevó pasillo adelante. Ella le dejaba hacer con aparente pasividad, pero se sentía erizada de antagonismo. Al llegar ante una puerta, al otro extremo del pasillo, Roque la soltó para abrirla. Mariana entró y se adelantó varios pasos con la manifiesta intención de distanciarse de él. Le oyó cerrar la puerta, se volvió y se quedó mirándole. Dijo, enmascarando muy mal su agitación bajo una calma falsa por completo.

—¿Por qué tanto empeño en engañarme? ¿Por qué no me dijiste la verdad, si yo la adiviné desde el principio…?

Roque depositó cuidadosamente la palmatoria sobre una cómoda.

—No entiendo —dijo—. ¿A qué viene eso ahora?

—¡Tú me dijiste que tenías dificultades en tu casa, que te hacía falta una mujer para gobernarla! ¡Y todo eso es mentira! Aquí sobran mujeres, la casa es rica y rodeada de otras casas… ¡Te sobrarían novias si quisieras casarte!

Roque sonrió. Su dentadura era hermosa y en sus sienes se formaron pliegues de burla espontánea.

—Me lo reprochas como un crimen. Yo podía elegir y te elegí a ti. ¿Dónde está la ofensa?

—¡La ofensa está en la mentira! Ahora contradices la explicación que me diste… ¿Por qué? ¡Eso es lo que quiero saber!: ¿por qué?

—¡Por Dios, cálmate! No quiero que toda la familia nos oiga discutir.

—¡Están lejos de aquí!

—De todos modos, pueden oírnos.

Mariana se volvió bruscamente, mordiéndose los labios. La calma de Roque aumentaba su desconcierto y su irritación.

La alcoba era grande, amueblada con lujo antiguo y sólido: una inmensa cama de caoba, muy alta, cubierta por una colcha de damasco amarillo, a juego con las cortinas de las dos ventanas. Candelabros de plata sobre la chimenea de mármol rojo.

—Si hay algo que no te agrada —dijo Roque—, lo cambiaremos. Aquella puerta pequeña da a un cuarto ropero y de aseo… El fuego, como ves, está preparado, pero no creo que lo necesites. He dicho que te trajeran ropa de mi hermana, para que no tengas que ocuparte hoy de tus maletas.

Mariana apenas escuchaba.

—¿Por qué me engañaste, Roque? —repitió con obstinación.

Roque suspiró.

—Tú misma te engañaste. No quisiste creerme cuando te dije la verdad.

—¿Qué verdad?

—Que sólo deseaba protegerte.

—¡Ésa no es la verdad! ¡No hay nadie en el mundo capaz de hacer una cosa así! Si lo que quieres es que te lo agradezca, pierdes el tiempo: sólo un loco haría una quijotada semejante. Un loco… o un muchacho sentimental y romántico. Y tú no eres ninguna de las dos cosas, eres todo lo contrario. Un hombre como tú puede casarse por un capricho, por una pasión repentina, por un deseo más fuerte que su juicio; pero si no sintieras más que compasión, me habrías dado dinero, me habrías buscado amparo, pero…

—Olvidas que quise ofrecerte las dos cosas, y tú las rechazaste.

Mariana se llevó las manos a la frente, agotada pero no convencida.

—Entonces…, ¿mantienes que no me quieres, que no te atraigo como mujer?

—Siento tener que repetir tal descortesía, pero… lo mantengo.

Mariana sintió una oleada de sangre en las mejillas. Al desconcierto se mezclaba ahora un vivo despecho, ilógico pero inevitable.

—Y… ¿estás también dispuesto a demostrarlo? —dijo con aspereza retadora.

—Desde luego. Si me hubieras dejado terminar, te habría explicado que mi habitación está al otro lado del cuarto de aseo. Me instalé en ella durante la última enfermedad de mi mujer, que fue muy larga, y después de su muerte seguí durmiendo allí. Hay un pestillo entre las dos habitaciones. Puedes cerrarlo, si quieres; pero acuérdate de abrirlo por las mañanas. No deseo que mis criados ni mi familia noten nada extraño en nuestro matrimonio.

Mariana se quedó sin habla durante unos momentos, mirando a Roque de hito en hito. Él estaba inmóvil como un bloque de serenidad inconmovible, mirándola a su vez sin pestañear. Subconscientemente, ella esperó verle alzar la mano para meterla bajo la solapa, y eso fue lo que él hizo, en un movimiento despacioso y sin duda maquinal.

Mariana emitió un sonido ahogado y se tapó la boca con la mano. Roque bajó la suya, desconcertado.

—Pero… ¿qué te sucede?

—¡Otra vez…! ¡Otra vez…! ¿Cuándo te he visto yo a ti, Roque…? No tu cara, no. Tu cara no la había visto hasta aquel día en la Audiencia… Pero ese ademán tuyo, ese movimiento… ¡Siempre sé cuándo vas a hacerlo antes de que lo hagas!

—¿Quieres decir el de meterme la mano en el bolsillo, así?

—¡Sí, sí! Estás muy quieto, y de pronto haces eso… Lo haces sin darte cuenta, me parece.

—A veces, sí; ya te lo he dicho; pero ¿qué tiene de particular?

—Que yo lo adivino, ¿comprendes? Lo veo antes.

—Bien. —Roque alzó levemente los hombros—. Me has visto hacerlo varias veces; ¿qué tiene de extraño que lo preveas?

—¡No quieres comprenderme! Fue la primera vez. Yo no te había visto nunca, no te conocía de nada, y cuando te vi en la Audiencia, plantado frente a mí, supe exacta mente lo que ibas a hacer: alzar tu mano, meterla bajo la solapa y sacarla otra vez vacía… ¡Lo supe y tú lo hiciste! ¡Y yo no te había visto nunca hasta aquel instante!

—¡Cálmate, María! ¿Por qué te agitas de ese modo? Todo eso es muy sencillo y nada tiene de misterioso: no se trata de ningún gesto raro. Supongo que hay muchos hombres que acostumbran hacerlo. Tú te habrás fijado en alguno de tu conocimiento que tuviera esa costumbre.

—¡No, no, no te empeñes en hablar sin saber! ¡Eres tú, sólo tú, no ningún otro! ¡Yo te reconocí a ti en ese movimiento! Y supe también…

Mariana se interrumpió. Las piernas le flaqueaban. Se sentó de golpe en una de las butaquitas de felpa que había a los pies de la cama. Roque la miraba con curiosidad y también con disgusto. Con el disgusto de un hombre razonable ante los histerismos de una mujer.

—Supe —continuó Mariana, con menos fuerza— que era algo malo para mí. Algo muy malo.

—¿El que yo sacara el tabaco? —interrogó Roque irónico.

—¡No lo sacaste, y yo sabía que no ibas sacarlo!

—Más a mi favor —Roque sonrió burlonamente—, ni siquiera podía molestarte el humo.

—¿Qué es lo que crees? —exclamó Mariana, indignada—. ¿Que estoy loca, o que finjo?

—Creo que te hace daño recordar aquellos malos momentos, sobre todo ahora, que estás cansada. Lo mejor que puedes hacer es procurar dormir.

Mariana suspiró, algo avergonzada.

—Sí… Creo que tienes razón…

—Descansa bien, y hasta mañana…

Roque se dirigió hacia la puertecita de comunicación. Se detuvo antes de salir.

—A Egidio, naturalmente, no le he dado ninguna explicación sobre mis órdenes; pero a mi hermana sí se la daré, si tengo ocasión. Le diré que quiero tener libertad de madrugar o trasnochar sin molestarte, y que, además, me he acostumbrado a mi cuarto y soy demasiado viejo para cambiar. Te lo digo por si surge la conversación, que no te coja desprevenida.

—Eso no te ocurre a ti nunca, ¿verdad? —dijo, con una acidez de origen desconocido—. Tú lo tienes siempre todo previsto.

Roque se detuvo con la mano en el picaporte.

—No —dijo—. No siempre.

Mariana durmió bien y se despertó descansada. La luz se filtraba suavemente por los balcones. Se levantó, se puso una bata y salió a uno de ellos. El sol le dio en la cara, haciéndole bajar los ojos. Una madreselva que trepaba hasta los barrotes alargaba hacia ella un trémulo racimo de flores marfileñas. Mariana se inclinó aún más para olerlas, con una repentina sensación de alegría y libertad. Miró hacia delante frunciendo un poco los ojos.

Aquélla era la fachada posterior de la casa, y ante ella se extendía un cuadrado de césped rodeado de rosales de pie. Un hombre con sombrero de paja estaba regando en aquel momento; colocaba los dedos ante la boquilla de la manga, con lo que el chorro de agua se descomponía en haces ligeros y susurrantes.

—Pero, hombre, Julián, ¿qué haces…? ¡A quién se le ocurre ponerse a regar a estas horas el campito…! ¿Dónde quieres que me siente yo ahora sin mojarme los pies…?

Era Amanda quien reprochaba, quejumbrosa y cargada de razón. Salía de la casa en aquel momento, con una gran bolsa de labor al brazo y acompañada de uno de sus sobrinos, que le traía un sillón de mimbres.

Mariana se retiró del balcón, dándose cuenta de que debía de ser escandalosamente tarde.

Y de otra cosa también: de que había salido de la cárcel.