En el taller de la modista, Mariana era una obrera silenciosa y aplicada. La maestra la apreciaba, aunque no se lo decía, y las compañeras se mantenían reservadas, a causa, sobre todo, de la actitud de la propia Mariana, pero no parecían hostiles. Hasta que un día, poco después de su entrevista con Roque Bravo, Mariana notó un cambio en la actitud de las muchachas. Silencio, miradas de reojo, bocas entreabiertas de papanatas… Mariana sabía lo que aquello significaba. Por eso no se sorprendió cuando por la tarde, la maestra la retuvo a la salida para preguntarle si se llamaba de verdad María Veral…
Cuando Mariana volvió a casa aquella noche, estaba otra vez sin trabajo.
Decidió irse al pueblo. Le parecía necesario hacer la prueba aunque no tenía dudas acerca del resultado. Y, en efecto, todo se desarrolló como ella suponía, sólo que, al hacerse realidad, fue aún más amargo y difícil de soportar que en sus previsiones: los chiquillos que la seguían por la calle, las puertas que se le cerraban, la sequedad de los parientes, la insolencia del cacique local, cuyas pretensiones amorosas había ella rechazado en otro tiempo. Mariana se lo encontró cara a cara en la calle, y él se plantó en el centro, cerrando el paso, patiabierto, con los pulgares metidos en el cinturón y una sonrisa de oreja a oreja. Mariana se desvió para pasar lo más lejos posible de su lado, y él la siguió con la mirada y con la risa, una risa honda que le sacudía todo de mezquino deleite.
Mariana dio vuelta a la esquina y entró en el fresco zaguán de la casa del cura, un alivio para el calor del día y para el ardor de su vergüenza. Se llevó las manos a la cara, pero reaccionó contra su debilidad: ¿por qué tenía que llorar ella? ¿Por qué tenía que avergonzarse? Alzó la cabeza con orgullo, y llamó con la frase habitual:
—¡Ave María Purísima…!
—Sin pecado concebida —respondió, muy próxima y apacible, la voz del cura.
Mariana le vio en el umbral de la sala baja, consumidlo, con la cara pequeña y retostada y el hermoso cabello blanco escapándose del bonete.
—¡Don Fidel…!
—Pasa, hija, pasa… Sabía que estabas en el pueblo, y esperaba tu visita…
Mariana entró. Todas las casas del pueblo tenían una sala como aquélla, con la puerta al zaguán y una ventana al patio, que sólo se usaba en el verano. La del cura estaba solada de baldosas rojas viejas y resquebrajadas, pero enceradas primorosamente, y en los barrotes de la reja se enroscaban los tallos de una verde enredadera, la más graciosa y fresca celosía.
—Siéntate, criatura… Estás rendida —dijo el cura—. Basta verte para comprender lo mucho que has padecido… ¿Quieres refrescar, hija? Sí, claro que sí…
—No, don Fidel; muchas gracias. Sólo quiero hablar con usted…
—Pero podemos hablar mientras tú tomas una horchatita… Estará enseguida, porque ya le dije al ama que majara las almendras… Pero no te preocupes, que ella no entrará aquí: yo mismo traeré lo que haga falta…
No había modo de oponerse. Mariana se recostó en la mecedora de rejilla, mientras el cura salía, afanoso.
«¡Qué bien se está aquí! ¡Lástima tener que irme…! Si pudiera quedarme aquí siempre…».
Don Fidel volvió enseguida, trayendo una jarra de cristal, empañada por la frescura del líquido blanco que la llenaba. A Mariana le supo a gloria la horchata, y así lo dijo.
—¡Muchas gracias, don Fidel! Está riquísima… —¿Verdad que sí? Con el calor, no hay bebida como la horchata…
Al cabo de un momento, Mariana dejó el vaso, se limpió los labios y se decidió a hablar.
—Supongo que ya le habrán contado a usted lo… bien que me va en el pueblo.
—Algo he oído… ¡Y algo me van a oír a mí más de cuatro!
—No tengo ni donde pasar la noche, don Fidel.
—Por eso no te apures: ya lo arreglaremos, no faltaba más. Poca caridad hay en este valle de lágrimas, pero no ha de faltar quien quiera darte cobijo si yo se lo pido.
—Muchas gracias otra vez, don Fidel… No sé qué sería de mí si no fuera por usted.
—Más quisiera poder hacer por ti, hija. ¿De qué te sirve que yo te resuelva una noche? ¿Qué vas a hacer con tu vida, criatura de Dios?
—Y… ¿qué sé yo, don Fidel? Vine aquí de puro desesperada, aunque sabía que no iba a encontrar ninguna solución.
El viejo cura suspiró, se removió inquieto. Echó mano a la jarra.
—¿Quieres otro vasito antes de que pierda su frescor…?
—No, gracias, don Fidel.
El cura se sirvió un vaso, lo levantó, volvió a dejarlo sin llevárselo a los labios… Entonces advirtió Mariana, con sorpresa, que estaba turbado e inquieto.
—Don Fidel —dijo la muchacha suavemente—, yo sentiría en el alma que mi visita le trajera a usted disgustos o molestias.
El cura la miró con auténtica indignación.
—Pero… ¿qué estás diciendo? ¿Qué opinión tienes de mí, hija mía? ¿Crees que voy a ser tan miserable…, yo, un ministro del Señor, para dejarme amilanar por las malas lenguas?
—Usted no sabe si yo soy culpable o inocente.
—Los jueces humanos te han absuelto. ¿Y voy a condenarte yo? No, hija mía. Si dudara de tu inocencia, rechazaría el mal pensamiento. Pero nunca he dudado, y ahora menos que nunca, después de verte.
—¡Dios se lo pague, don Fidel! —murmuró Mariana con los ojos húmedos.
—¡Vamos, vamos, no seas tonta! ¡Señor, cuánto daño se hace en la vida sin querer, sólo por frivolidad y por dejarnos llevar de las pasiones chicas…! Porque los que te rechazan y te amargan la vida, ni siquiera son malos, la mayoría.
—Tal vez no, don Fidel. Pero a mí me están matando.
—¡Pobre hija! ¡Pobrecilla! Ya me doy cuenta… Y lo malo es que de esto no te vas a librar fácilmente. Pasará el tiempo, las malas lenguas se ocuparán de otra cosa, pero, mientras tú vivas y te llames Mariana Estévez…
El cura sacudió la cabeza, con un gesto significativo.
—He intentado cambiarme el nombre; pero no me ha servido de nada. Quizá, como usted dice, cuando pase el tiempo… Pero, entre tanto, tengo que vivir… He pensado irme fuera de Madrid. Pero… ¿adónde, sin conocer a nadie, sin una carta de recomendación…? Si usted pudiera dármela, don Fidel…
—Y… ¿para quién, hijita? Llevo en este pueblo desde que salí del seminario y no conozco a nadie fuera de aquí… ¡Ojalá pudiera ayudarte! Pero no puedo…, a no ser con un consejo bien intencionado y sin ninguna seguridad de acertar.
—Y… ¿qué consejo es ése, don Fidel? —preguntó Mariana, con un recelo que ella misma no comprendía.
—Veras, verás… Vamos por partes… Esto es lo que me tiene inquieto, ¿comprendes? No tu visita, por supuesto, sino la necesidad de… de aconsejarte en algo tan delicado.
—Pero… ¿a qué se refiere usted, don Fidel?
—Toma: lee esta carta. La recibí ayer, y en el primer momento me quedé como si estuviera escrita en chino. Pero tú la entenderás, me figuro.
Mariana desplegó el humilde plieguecillo rayado de azul.
—«Señor cura párroco de Villar del Duque. Mi querido compañero: Por encargo del interesado le escribo a usted para informarle de que don Roque Bravo…».
Mariana enrojeció violentamente y alzó la mirada de la carta.
—¡Dios mío…! ¡Ese hombre otra vez! Pero, don Fidel…, ¿sabe usted…?
—Acaba de leer; eso es lo primero. Luego hablaremos…
—«… don Roque Bravo y Sueiro es un caballero de buenas costumbres, propietario de tierras en el término de mi parroquia, cumplidor, según me consta, de sus deberes religiosos, y tenido en buena opinión por sus vecinos y sus caseros. Es viudo desde hace muchos años y no existe, que yo sepa, ningún motivo que le impida contraer nuevo matrimonio si lo desea. Le ruego me recuerde en sus oraciones, como promete hacerlo con usted su afectísimo en Cristo, Severo Fañanás, cura párroco de Santa Herminia de Lorenzana».
Debajo venían largas y complicadas señas de la provincia de Lugo, todo ello garantizado por un sello de goma de la parroquia. Mariana, al acabar de leer, alzó hacia don Fidel su mirada interrogante.
—¿Qué más, don Fidel? Porque me figuro que hay algo más.
—Sí, hija mía; pero eso, con tu permiso, te lo dirá el propio interesado.
—¿Quiere usted decir que… ese hombre está aquí?
—Sí. Está en mi casa desde esta madrugada, y sólo aguarda tu permiso para entrar aquí.
—¿Cree usted —dijo Mariana apretando las manos con fuerza— que debo dárselo…?
—Sí, hija. Así lo creo. Eso a nada te obliga ni en nada te compromete. Por supuesto, yo no os dejaré solos ni un momento.
—Pero… ¿qué es lo que piensa usted, don Fidel? ¿Le parece a usted que se puede discutir siquiera lo que ese hombre pretende?
—Discutirlo… ¿por qué no? No es ningún pecado ni ninguna herejía. Aceptarlo ya es otra cosa, y eso tienes que decidirlo tú. Pero quiero que sepas una cosa: don Roque Bravo me ha pedido informes tuyos, y eso habla en favor de su seriedad. Creo que, realmente, se propone casarse contigo lo antes posible.
—Pero… ¿por qué? ¿Por qué?
—Él te lo dirá…, supongo.
—¡Muy bien! —dijo Mariana rabiosamente—. ¡Hágale entrar!
El cura salió, y volvió en seguida con Roque Bravo. Éste saludó rendidamente a Mariana, que le correspondió con sequedad.
—¡Siéntense, siéntense ustedes…! Y tú, Mariana, hija, escucha lo que tiene que decirte este caballero, y luego responde según tu juicio y tu sentir… Hable usted, don Roque.
No era fácil tarea la de Roque Bravo. El cura, turbado, apartaba de él la mirada, frotándose nerviosamente las manos. Mariana, en cambio, le miraba de hito en hito, retadora, abiertamente hostil. Pero Roque no era hombre que cambiara de propósito ante una dificultad.
—Ya le he dicho una vez, señora, que deseo casarme con usted. Creo que ahora, dichas en presencia de una persona de tanto respeto como don Fidel, mis palabras merecerán mejor crédito. También supongo que los informes de mi párroco, que me conoce desde hace muchos años…
—¡Sí, todo eso está muy bien! —cortó Mariana, sin poder contenerse—. Usted es un hombre honrado, está en buena posición y quiere casarse conmigo. Nada de eso lo pongo en duda. Pero lo primero que necesito saber es por qué. ¿Qué motivos tiene usted para desear casarse conmigo sin haberme visto más que dos o tres veces?
—Uno de los motivos ya se lo he dicho: deseo reparar la injusticia que se comete con usted.
—Ese motivo, yo no lo creo. Dígame el otro, el verdadero.
—Son verdaderos los dos, señora. Le diré el segundo: yo soy viudo y tengo tres hijos. Mi hija mayor es delicada de salud, está muy mimada y es caprichosa; los otros dos son varones, traviesos y a ratos díscolos. La casa en que vivo está en medio de mis fincas, lejos de toda ciudad. El trabajo es grande; la diversión, ninguna, y las comodidades, escasas para lo que piden las costumbres modernas. No es fácil para mí encontrar una mujer de cierta crianza y dispuesta a cargar con estas condiciones… ¡Es decir!: supongo que más de una las aceptaría de palabra; pero, una vez casada, lo más probable es que se aburriese y se convirtiera en una carga para mí, en lugar de ser una ayuda.
—¡No creo esa explicación! Usted podría encontrar fácilmente una mujer ya no muy joven y acostumbrada a vivir en el campo.
—Yo no quiero una aldeana, sino una mujer de mi mismo origen y educación.
—¡No lo creo, señor Bravo, no insista usted!
—Entonces… ¿cuál cree usted es el verdadero motivo?
—Pues… una de dos: o tiene usted en su casa algún inconveniente más grave que los que me ha dicho, o se ha encaprichado usted de mí.
Roque Bravo sonrió. Era la primera vez que Mariana veía aquella expresión en aquel rostro, y la transformación fue tan notable que la desconcertó.
—Me pone usted en un compromiso muy grave, pero no tengo más remedio que ser sincero: tengo casi cuarenta años; ya he pasado de la edad de los caprichos y las locas pasiones.
—¡Eso no tiene que ver! También un hombre maduro puede perder la cabeza por una mujer.
Se acentuó la sonrisa de Roque.
—¡Bien!, pues no es ése el caso. Yo no he perdido la cabeza por usted. La decisión que he tomado, la he tomado por reflexión y no por pasión.
—¡No lo creo! ¡Está usted mintiendo!
—¡Mariana! —interrumpió don Fidel severamente—. ¡No debes hablar así!
—¡Usted perdone, pero tengo que ser sincera!
—Sí, don Fidel —apoyó Roque tranquilamente—, es necesario que hablemos claro, si queremos llegar a una conclusión.
—¡Bueno, bueno! Pues que hable… Pero no te dejes llevar por el genio, hija: di lo que piensas, pero no hables sin pensar.
—¡Quiere engañarme, don Fidel, lo veo muy claro! Sabe que yo le rechazaré si confiesa que está loco por mí; sabe que a mí, en estos momentos, su amor no puede atraerme, sino espantarme.
—¡Vamos, vamos —amonestó don Fidel—, no saques las cosas de quicio!
—¡Yo quería a mi marido! —dijo Mariana apasionadamente—. Era guapo, joven y alegre. Yo le adoraba, y él me quería a mí, digan lo que digan. No era un hombre formal, no encontraba trabajo que le gustara. Quizá… no me era fiel tampoco. ¡Pero yo le quería con todos mis sentidos y nunca querré a ningún otro!
Don Fidel parpadeó, pero no dijo nada. Miró de reojo a Roque, que no parecía en modo alguno impresionado por el arranque de Mariana. También ella le miraba retadora, con la respiración agitada. Roque habló sin precipitarse.
—Yo no dudo de que dice usted la verdad. La acepto… y me alegra.
—¿Le alegra que yo no pueda quererle nunca?
—Ni a mí ni a ningún otro. Eso es lo que usted ha dicho.
—¡Eso es!
—Pues es una garantía para mí. Llegará usted a estimarme. Yo la estimo ya y la respeto. Es usted valerosa y leal. Con eso me basta. Su pasión no la necesito.
—¡Ya! —dijo Mariana con desprecio—. Le bastaba a usted con tenerme, aunque sea contra mi gusto.
—¡Vamos, vamos, Mariana! —murmuró don Fidel, apurado.
—Se equivoca usted —dijo Roque—, y, para demostrárselo, voy a hacerle una oferta: si usted lo desea, será el ama de mi casa y la segunda madre de mis hijos. Pero mi esposa, sólo en los papeles.
—¡Eh, poquito a poco, señor don Roque! —intervino con viveza el párroco—. Esos propósitos pueden plantear serios problemas en cuanto a la validez del matrimonio. Si se casan ustedes con el previo compromiso de no consumar su unión…
—No se preocupe usted por eso, don Fidel —cortó Mariana secamente—, si yo me otorgo ante la Iglesia por esposa del señor Bravo, será para cumplir todos mis deberes como buena cristiana. He dicho que nunca podré amarle, porque así lo creo sinceramente; pero una mujer puede ser una buena esposa aunque no sienta nada en su corazón.
—Eso es muy justo —dictaminó don Fidel—, la mutua estima y el muto respeto pueden ser mejores bases para un buen matrimonio que una pasión ardorosa, que casi siempre es de corta duración. El afecto viene luego, con el paso del tiempo, siempre que ayude la buena voluntad… Pero hay una cosa, don Roque… —El viejo cura carraspeó azorado—. Yo no pongo en duda de ningún modo su buena fe, ni mucho menos quiero ofenderle…
—Hable sin miedo —le animó Roque—, tiene usted derecho a pedirme las garantías que quiera.
—Mariana ha hablado de una posibilidad a la que usted no ha respondido…
—No sé a qué se refiere usted…
—Si… si en las condiciones de su casa… o de su familia hay algún grave inconveniente que justifique esta decisión, realmente un poco fuera de lo ordinario, que usted ha tomado, creo que es su deber explicársela claramente a Mariana.
Roque frunció el ceño, como reflexionando. Luego habló lentamente y hasta con cierta premiosidad.
—Honradamente —dijo al fin—, creo que he dicho todo lo esencial, al menos en lo que pueda afectar a Mariana. Cada casa y cada familia tienen sus dificultades, pero yo creo que, dentro de lo que alcanza la previsión humana, puedo ofrecer a mi esposa una posición segura, tranquila y respetada. Y, a mi juicio, esto es lo que más necesita una mujer buena, y doña Mariana Estévez, más que ninguna otra.
El efecto de las palabras de Roque Bravo sobre sus dos oyentes fue muy distinto y hasta contrapuesto: al cura le parecieron evasivas y más bien inquietantes. A Mariana, en cambio, la apaciguaron por completo.
—Sí: eso es lo que yo necesito: paz y respeto. No pido otra cosa.
—Sin embargo, hija mía —aventuró el cura, vacilante—, quizá sería prudente que, antes de la decisión irrevocable, procurases conocer más directamente la vida que vas a aceptar… ¿No sería posible, don Roque, encontrar el medio de que Mariana se instalase en las cercanías de su casa durante algún tiempo…? ¿No podría usted buscarle un empleo honorable en la vecindad, de modo que pudieran ustedes conocerse mejor…?
—No —dijo Roque con cierta sequedad—; no se me ocurre ningún medio adecuado. Mi casa, como le he dicho, está aislada en el campo. Además, deseo evitar en lo posible cábalas y habladurías. Mi propósito es casarme en Madrid y comunicar a mis familiares los hechos consumados. Precisamente iba a proponerle a usted, señora, una condición indispensable.
—¿Qué condición? —dijo Mariana, otra vez recelosa.
—Que se deje usted en Madrid su nombre y su pasado. Para mi familia y mis vecinos, será usted sólo «María»; y si necesita en alguna ocasión usar su apellido, será el segundo el que diga siempre.
Mariana se encogió de hombros.
—Muy bien. ¿Por qué no? Ya en Madrid empecé a nombrarme María Veral. Pero siempre queda el peligro de que alguien me reconozca.
—Procuraremos evitarlo.
—¡Pero puede ocurrir que no lo consigamos! —insistió Mariana, algo impaciente.
—Poder, pueden ocurrir muchas cosas. Si el caso llega, ya lo afrontaremos.
—Entonces, acepto, señor Bravo. Nos casaremos cuando usted quiera.
—En cuanto consigamos arreglar los papeles. El plazo legal de su viudez ya se ha cumplido. ¿Le parece bien, en principio, a primeros de julio?
—Sí —dijo Mariana, con voz un poco ahogada—, me parece bien.
Y a usted, don Fidel —Roque se volvió, sonriente, hacia el cura—, ¿le parece bien?
—Yo… yo aquí no tengo por qué opinar —murmuró el viejo, más confuso y preocupado de lo que quería confesarse—, lo único que puedo hacer es pedir a Dios por vosotros.