25.

Se abrió la puerta, y una luz entró con el paso fuerte de Roque. Mariana no se volvió a mirarle. Se cerró la puerta.

Roque dejó sobre la mesa el quinqué, se acercó a Mariana y, sin decir nada, fue a quitarle el candelabro de las manos. Pero ella retrocedió, encendida de ira.

—¡Déjame! ¡No me toques! ¡Vete!

—Cálmate, María —dijo él, muy sosegado.

Pero con ello no hizo sino aumentar el furor de Mariana.

—¡Tú no eres mi marido! Nuestro matrimonio es nulo y monstruoso: ¡tú mataste a Antón!

—¡Por favor, no alces la voz!

—¿Por qué no? —dijo ella, bajándola no obstante—. ¿Qué importa ya el escándalo? ¿Crees que vas a poder evitarlo? Es lo único que te importa, por lo visto, pero has caído en él sin remedio. Yo me voy de aquí ahora mismo, esta misma noche.

—Después de oírme harás lo que quieras. Yo mismo ordenaré que te preparen el coche.

—Pero ¿qué es lo que puedes decirme? ¡No intentarás negar que tú mataste a Antón!

—No. No lo niego.

Mariana cerró los ojos y vaciló, como si sólo en aquel instante sintiera dentro el significado de la verdad. Roque adelantó una mano para sostenerla, pero ella, como si lo presintiera, abrió los ojos y retrocedió violentamente.

—¡No me toques!

—¡Bien, no te alteres! Pero siéntate, lo necesitas.

—¿Por qué esta infamia, Roque? ¿Por qué? ¿Para engañarte a ti mismo? ¿Para hacer callar tu conciencia?

—Tenía que hacerlo, María. Y lo hice de buena fe.

—¿De buena fe? ¡Tú sabías que nuestro matrimonio sería nulo, porque una mujer no puede casarse con el asesino de su marido!

—Te equivocas, María.

—¡Sé muy bien lo que hablo! Y tú has confesado que mataste a mi marido.

—Te equivocas, María; escúchame. En primer lugar, Antón Mendoza no era tu marido.

—¿Qué dices?

—Que tu matrimonio fue también una farsa.

—¡A mí me casó el párroco de mi pueblo!

—Pero Antón Mendoza estaba ya casado.

—¡No lo creo! ¡Estás loco!

—Se había casado en Cuba a los dieciocho años. Su mujer vive todavía, según creo, pero no quiere saber nada de él.

—¡Dios mío…!

—Era un depravado, que fingió casarse varias veces, y siempre con mujeres a las que pudiera robar. Una de ellas, mi hija Otilia.

—¡Eso lo suponía! ¡Por eso lo mataste!

—Le había buscado durante meses, y cuando le encontré se jactó de su hazaña y me desafió a que le denunciara.

Roque calló un momento, porque no podía dominar su voz, y Mariana vio revivir en su cara el furor espantoso de aquel instante.

—Tenía en la mano la plegadera de plata y jugueteaba con ella sin mirarla; pero yo sabía bien que la había cogido como arma. Sonreía, y yo me cegué. Salte sobre él por encima de la mesa. Lo más lógico hubiera sido que me matara él a mí. Cuando le vi caído, con el puñal clavado bajo el brazo, me pareció que la mano de Dios le había hecho justicia. Comprobé que estaba muerto y salí. Nadie me vio ni sabía que yo estaba en la casa, porque el mismo Antón me había abierto la puerta.

—¿Es que te esperaba?

—Sí; yo había dado con él en un garito, donde solía pasar jugando varias noches a la semana. Y él me citó en su casa.

—Entonces fue por eso por lo que me hizo a mí salir…

—Sin duda. He pensado mucho sobre el motivo de su cita. Cuando en tu juicio oí que te había arruinado y que ya no te quedaba nada, comprendí que se proponía sacarme dinero a mí, a cambio de dejar en paz a mi hija. No llegó a decirlo, porque yo salté antes, pero me dio a entender que Otilia estaba loca por él y le seguiría a donde él quisiera…

Fue ahora cuando se sentó Mariana, que hasta el momento había desoído el consejo de Roque. Se dejó caer sobre la silla de tieso respaldo que estaba junto a la mesita, en medio de la habitación.

—Aquel hombre tenía que acabar así —continuó Roque al cabo de un momento—. Era un jugador que ponía en el juego su propia vida y no tenía noción del bien ni del mal. Toda su familia, incluso su esposa, como ya te he dicho, había renegado de él. Desde muy joven se comportó como un insensato, sin otro placer que la burla y el peligro. Sin embargo aquella noche no creía correr ninguno. Tenía un cuchillo en la mano y una pistola en el cajón de su mesa.

Roque calló un instante, mirando a Mariana, pero ella estaba rígida en su asiento y no le devolvió la mirada.

—Salí a la calle —continuó Roque— poco antes de que cerrasen los portales. Pero no me alejé de allí. Entré en un café de enfrente y te vi llegar con tus amigos. Entonces, naturalmente, no sabía que eras tú, pero la casa tiene pocas viviendas, y se me ocurrió que pudieras ir al entresuelo y descubrir lo sucedido. En efecto, saliste al momento, sola y enloquecida.

Ahora sí que miraba Mariana a Roque, con ojos muy abiertos y espantados. Él continuó:

—Supuse que ibas en busca del sereno para que llamara a la policía. Pensé, naturalmente, que debía irme lejos cuanto antes, pero no lo hice. Acabé mi copa, la pagué y salí a la calle. A poco te vi volver con un hombre que traía un cabás negro, y comprendí que era un médico y no un policía.

Mariana se puso bruscamente en pie.

—¡Claro! —exclamó con exaltación—. ¡Fue entonces cuando te vi! Me temblaba la mano y no podía abrir la puerta. El médico me quitó la llave para abrir él. Y entonces fue cuando te vi, quieto, con el sombrero muy echado a la cara, y te vi alzar la mano y meterla en el bolsillo interior de la levita y sacarla luego, sin nada en ella…

—Todo eso es muy posible.

—¡Es la verdad! ¡Fue entonces cuando te vi! No pensé en ti, pero se me quedó grabada tu figura y sentí que serías mi desgracia. ¡Lo sentí desde el primer instante, y volví a sentirlo cuando te vi en la Audiencia!

—Sin embargo, yo estaba allí para hacer por ti cuanto pudiera.

—¡Sólo una cosa podías hacer por mí! ¡Decir la verdad! ¿De qué podría servir que me protegieses de aquellas fieras, si todos los que conocían mi historia eran fieras para mí?

—Eso fue lo que yo pensé, y por eso me casé contigo.

—¡Sí, te casaste, a sabiendas de que todo era una farsa! ¡Tú no has sido nunca mi marido!

—Lo he sido y lo soy.

—¡No, no lo eres! ¡Ni siquiera pensaste en serlo! ¡Yo no soy más que tu remordimiento! Hasta el cura lo dijo, que nuestro matrimonio era nulo si tú habías decidido no consumarlo.

—¡Es que nunca decidí tal cosa! Escúchame, María, por tu bien, por el bien de los dos. Escúchame un momento con calma.

Mariana apartó la cara con gesto duro, pero no habló.

—No hay impedimento entre los dos —dijo Roque—, en primer lugar porque, como te he dicho, Antón Mendoza no estaba casado contigo.

—¡Eso es lo que yo no creo!

—Pronto lo creerás, porque te mostraré pruebas que no dejan lugar a dudas. Pero aunque no fuera así, aunque estuvierais casados, tampoco habría impedimento, puesto que yo no le maté para conseguirte. ¿Comprendes ahora? Yo podía casarme contigo sin obstáculo, y decidí hacerlo. Decidí hacerme cargo para siempre de ti y de tu suerte, puesto que era responsable de ella.

—¡Quisiste salvarme sin perderte, librarme de la vergüenza sin cargar tú con ella, dártelas de generoso cuando, en realidad, eres un cobarde incapaz de hacer frente a tu castigo!

Mariana lanzaba las palabras a la cara de Roque sin alzar mucho la voz, con una dura sonrisa de desprecio. Pero Roque no se alteró.

—Mi castigo sí hubiera podido afrontarlo —dijo tranquilamente—. Ni siquiera habría necesitado para ello mucho valor. No fue un asesinato lo que yo cometí, sino un homicidio, y con tantas atenuantes que lo más seguro es que cualquier jurado me habría absuelto. No es que quiera justificar mi acción. Fue un arrebato ciego y siempre lo llevaré sobre mi conciencia. Pero el muerto era el seductor de mi hija, a la que había engañado con los más viles medios, y, además, me provocó con burlas y amenazas capaces de ofuscar al hombre más sereno.

—Entonces —empezó Mariana con violencia—, ¿por qué no…?

Se interrumpió de pronto, y Roque sonrió levemente.

—¿Por qué no confesé? Tú misma lo has comprendido, ¿verdad? No era por mí por quien temía, sino por mi hija. Y también por ti, María, aunque tú te niegues a creerlo. Mi confesión te habría librado de la sospecha de asesinato, pero habría publicado a todo viento que Antón Mendoza no era tu marido. ¿Habría sido muy favorable situación la tuya, sola, pobre y con una historia turbia a tus espaldas?

—¡Yo nunca dudé de estar casada, ni tuve motivos para dudarlo!

—Ya lo sé. En tu conciencia no había sombras. Pero ante el público, tu historia, contada en una sala de Audiencia, en manos de periodistas, ¿qué efecto habría tenido sobre tu nombre y sobre tu futuro?

—Total —rió Mariana con sarcasmo—, que debo estarte muy agradecida.

—Nunca he dicho tal cosa, ni lo creo. A pesar de todo, quizás era mi deber confesar la verdad. Si tú lo crees así, estoy dispuesto a hacerlo.

—¡No mientas, Roque, no seas hipócrita!

—Te juro que, si tú lo dispones, ahora mismo iré a entregarme al juez.

—¡Lo dices porque sabes que yo no te lo mandaré!

—Eso es verdad: creo que no me lo mandarás. Pero, si me lo mandas, lo haré.

Mariana dio la espalda a Roque y se volvió hacia la ventana. Apoyó la frente en el cristal helado y miró sin verla la fantasmal noche blanca.

—Te casaste conmigo como penitencia —dijo lentamente—. ¡Nada te importó mi persona! Sólo pensabas en ti mismo, en tu conciencia, en tu honor… Te hubieras casado lo mismo aunque yo fuera deforme o idiota.

—Pero se da el caso —dijo Roque tranquilamente— de que eres hermosa de cuerpo y alma. Ningún hombre puede vivir a tu lado sin enamorarse de ti.

Mariana apretó con fuerza las manos sobre el marco de la ventana. Habló sin volverse, con una voz que quería ser sarcástica pero que temblaba.

—¡No intentes más engaños, Roque! No quieras llevar tu… reparación demasiado lejos. Me has hecho tu mujer sólo de nombre.

—Y jamás te impondré otra cosa. Si quieres ser… eso que has dicho, mi penitencia, en tu mano lo tienes.

—¿Qué quieres decir…?

—Si tengo que continuar siempre así, viviendo al otro lado de esa puerta, contigo tan cerca y tan lejos…, te aseguro que la cárcel sería más fácil de sobrellevar.

Mariana sentía a Roque muy cerca a su espalda, y habló sin saber apenas lo que decía, ansiosa sólo de seguir oyéndole, de que él dijera todo lo que ella esperaba:

—Podemos anular nuestro matrimonio.

—Quizá podamos. Y si tú eliges esa venganza, yo me someteré.

—¿Venganza…? —murmuró Mariana—. Quieres decir… por el escándalo.

—Tú sabes muy bien lo que quiero decir. —La voz de Roque hablaba ahora muy cerca del oído de Mariana—. Sería duro castigo vivir a tu lado sin ser tu dueño; pero perderte del todo sería aún más cruel.

Era una voz que ella no conocía, pero que había presentido muchas veces. Una voz baja e íntima, pero que conservaba siempre una nota leve de ironía; porque Roque Bravo no abandonaba nunca la guardia de su orgullo.

—Te pido un plazo, María, ahora que ya sabes de mí tanto como yo mismo. Lo bueno y lo malo que soy, lo fuerte y lo débil, tú puedes juzgarlo. Por eso me siento ya libre para hablarte de mi amor. Mientras tú no conocías la verdad, no me sentía con derecho a intentar tu conquista.

Mariana se volvió para mirar a su marido y para encontrarse en sus brazos. Estaba pálida, pero también ella lograba conservar una sombra de burla en su sonrisa.

—¿De veras, Roque, no has intentado conquistarme…?

—¿Es que lo dudas? ¿No me has reprochado muchas veces mi reserva y mis huidas…?

—Cierto; pero… es que me da miedo creerte, Roque. Si todavía no has intentado enamorarme…, ¿qué va a ser de mí cuando lo intentes?