24.

Mariana se despertó rota y dolorida, como si hubiera recibido una paliza. Cuando se incorporó sintió náuseas y la nuca rígida. Pensó que no le faltaba razón a Roque: había bebido demasiado en la cena.

Pero, en medio de su malestar físico, latía un punto de felicidad. Sabía que tenía motivos para estar asustada, y lo estaba en realidad. Sabía también que aquella dicha absurda podía convertirse, y seguramente se convertiría, en un mayor dolor. Era algo inconsistente y sin lógica, como la euforia del opio. Pero de momento tenía más dominio sobre su alma que todos los razonamientos.

«Roque me quiere. Lo sé, lo he visto en su cara. No sé en qué momento, quizás en todos. En sus sonrisas, y en su fatiga, y en sus ojos, que se escapaban… Me quiere, como yo a él. Y es mi marido. Me ha pedido algo muy difícil, pero yo lo haré por él, porque le quiero».

Había vuelto a recostarse en la almohada, con los ojos cerrados. Era ya muy tarde, pero Benigna respetaba su sueño. Sin duda, aquella mañana nadie en la casa tendría prisa en levantarse. Nadie más que Roque, a quien ella, entre sueños, había oído lavarse en el contiguo cuarto de aseo.

«Si de verdad me tienes algún afecto…».

Aquí estaba la clave de su alegría insensata, en estas palabras de Roque, que él no hubiera jamás pronunciado si no la quisiera.

«Yo lo sabía ya antes, pero en ese momento lo vi con claridad. ¿Por qué…? No lo sé, no hay razón lógica, pero yo estoy segura. Roque no me habría pedido nada en nombre de mi amor si él no me amase también a mí. “Si sientes algún afecto hacia mí…”. —Mariana rió bajito, con ternura y gozo—. ¡Qué palabras más propias de Roque! Y qué eficaces para conmigo… Las únicas, probablemente, que podían dominarme en aquellos momentos…».

Tampoco ella, menos que nadie, deseaba levantarse aquella mañana; no a causa de la resaca, ligera al fin y al cabo, sino porque deseaba estar a solas todo el tiempo posible. A solas con la imagen de Roque y el fantasma de su sonrisa. Sabía que él evitaría el encontrarse a solas con ella, y ella estaba decidida a someterse a sus designios.

Se levantó, no obstante, antes que Otilia y que Amanda.

Éstas no comparecieron hasta la hora de comer, la una fresca y risueña, aunque declarando que no quería tomar nada más que café amargo, ¡mucho café!; la otra digna y discreta, atribuyendo su malestar a la coliflor, «que siempre le sentaba muy mal por la noche».

Roque no vino en todo el día: había dejado recado de que lo pasaría en una finca que tenía fuera de los límites de Meilán, en zona montañosa.

—¡En Soureiro, figúrate qué ocurrencia! —comentó Amanda sacudiendo la cabeza—. ¡A quién se le ocurre! Por lo visto, ha estado enfermo el casero, y no han hecho aún la matanza. Pero ¿a quién se le ocurre irse allá en la víspera de Nochebuena? Total, para dos cerdos o tres, que serán los que maten… ¡Y con la nevada que está amagando!

—Por eso prefiere no volver de noche —dijo Mariana serenamente—; y yo creo que es muy prudente.

—¡Desde luego! ¡No faltaría más sino que cruzara el monte de noche y nevando…! Pero lo que yo digo: que no debía haber ido. Me parece bien que sea un buen amo y que se ocupe de todos los detalles; pero ¡vamos!, no es preciso exagerar las cosas.

Pero Mariana sabía que esta vez no era el celo de propietario lo que sacaba a Roque Bravo de su casa.

La nevada no comenzó hasta la mañana siguiente, y aún entonces el exceso de frío parecía frenarla. Sus copos eran muy pequeños y dispersos. Roque no apareció hasta después de la comida.

Amanda estaba muy inquieta, pero Mariana no, porque comprendía el plan de Roque. Aquella noche, Tomás Lorenzana vendría a Meilán, y al día siguiente toda la familia comería en el pazo.

Sabía Mariana que Roque llegaría cuando llegó: después de la comida. Sin embargo, al verle cambió de pronto su estado de ánimo y se encontró llena de animación.

—¡Gracias a Dios que apareces! —dijo Amanda con un gran suspiro—. ¡Estaba ya temiendo que la nieve cuajara y te cortase el camino en los altos!

—Sí que está nevando fuerte; pero ya estoy aquí.

—¿Has comido? —preguntó Mariana.

—Sí. Pero me han dado un café muy malo. Dile a Benigna que me lo lleve al despacho.

—Padre: vamos a poner el Niño, para los villancicos —dijo Lorenzo.

—Me parece muy bien. Luego vendré a ver cómo os queda…

Las botas de los chicos resonaron por las escaleras del desván, y Otilia explicó a Mariana que debía sacar las colchas de seda celeste y los candelabros grandes de plata.

Armaron tanto ruido y desorden como si estuvieran trasladando de sitio todos los muebles de la casa. Intervinieron, además de los dos estudiantes y las tres mujeres de la familia, Benigna y uno de los criados. Se trajeron ramas de pino y de acebo, se colgó de la pared una de las colchas azules y con la otra se cubrió la mesa que había de servir como de altar al Divino Niño en su cuna. Se colocó en alto una gran estrella de papel dorado, con su cola larga y curvada, y a los dos lados los candelabros de plata labrada.

—Ya no faltan más que las velas —dijo Otilia—. ¡Ah!, y el canastillo, tía Amanda.

—Ya lo sé; pero no quiero traerlo hasta que esté todo colocado, no vaya a ser que me lo rompáis.

—Bueno, pues ya está todo. Ya puedes ir a buscarlo. Y tú, Gaspar, dile a Benigna que te dé las velas.

Amanda salió del salón, que olía curiosamente a pino. Al pino fresco y húmedo de las ramas recién cortadas y al pino ardiendo de la chimenea.

Otilia ensanchó el pecho en una honda aspiración.

—¡Qué lindo está! ¿No es cierto, María? ¿No es preciosa la carita del Niño?

—Sí, es una bonita imagen…

—Sólo falta el cestito de la tía Amanda para ponérselo a los pies. Es todo porcelana, con flores de porcelana también, y como es bajito y alargado, hace muy bien a…

Un estrépito llegado del exterior interrumpió a la joven. Era un grito de Amanda, mezclado con un golpe y voces contritas de los chicos. Y en seguida la de Roque.

—¿Qué es eso? ¿Qué ha ocurrido?

—¡Mi canastillo! ¡Estos locos me lo han roto!

—Fue sin querer, tía Amanda.

—¡Naturalmente! —dijo Roque con sequedad—. ¡Sólo faltaría que fuera queriendo!

—Es que veníamos corriendo y no la vimos…

—¡Claro! Venís como caballos desbocados… ¡Vaya por Dios! ¡Mi canastito, tan lindo! Y que tenía mucho mérito: era muy antiguo…

—Bueno: yo creo que se podrá pegar… No está muy roto… —alegó Gaspar con timidez—. Sólo cuatro pedazos… o cinco.

—¡Pegarlo! ¡Quedará horroroso!

El grupo entraba en el salón. Los dos niños alzaban las manos, mostrando los trozos de porcelana, y Amanda acercaba a ellos las narices desconsoladamente.

—Yo creo que sí, tiene arreglo —dictaminó Roque resueltamente—, yo te lo llevaré a La Coruña. Allí hay un sitio donde se dedican a estas cosas…

—¿Y tú crees que quedará bien?

—Ya verás como sí, pero, en todo caso, ya no tiene remedio y no hay que darle más vueltas. Llévate esos pedazos y envuélvelos con cuidado.

Amanda irguió la cabeza, algo picada por el rápido corte de su hermano. ¡Claro, como el canastillo no era suyo y los chicos sí…! Ese pensamiento le asomó a la cara mientras colocaba los trozos de porcelana sobre una bandeja para llevárselos; pero no fue expresado en voz alta, y Roque no dio más muestras de haberlo captado que una casi imperceptible sonrisa. Luego que Amanda salió, con su bandeja en las manos y erguida como una sacerdotisa, Roque se volvió hacia el altar.

—Está muy bien —dijo—. ¿Y las velas?

—¡Aquí las traemos!

—A ver: colocadlas, pero con cuidado. No hagáis más estropicios…

—¡Lástima! —dijo Otilia—. Se echa de menos el cestito…

—¿Qué le vamos a hacer? Eso ya no tiene arreglo —cortó Roque.

—Pero debíamos poner otra cosa a los pies de la cuna… Lo malo es que tiene que ser una cosa alargada y baja, porque, si no, tapa al Niño Jesús…

—¡Espera! —dijo Mariana con animación—. Yo tengo una cosa que quizá sirva… Creo que tiene precisamente la forma que conviene…

Corrió a su cuarto y salió de él un momento después trayendo en la mano el pesado y extraño candelabro que había adornado la mesa del despacho de Antón Mendoza. Estaba contenta de poder contribuir con algo propio al adorno del altar de la Nochebuena. Le parecía como sumergir su antigua vida en la presente: casi como romper un maleficio. Más tarde se asombró de que aquel objeto no hubiera provocado en ella siniestros recuerdos; pero, de momento, mientras recorría el pasillo con él en las manos, iba pensando en el efecto que haría a los pies de la cuna con unas velas cortitas. Detrás, en el fondo de su pensamiento, sólo había una imagen: Roque, sonriente y amistoso, esperándola en el salón.

Y, en efecto, al oír sus pasos, él volvió la cabeza con su semisonrisa navideña. Los dos chicos corrieron hacia ella.

—¿A ver…? ¿A ver…?

—¡Oh, qué preciosidad, María! —dijo Otilia.

Pero Mariana no les veía ya ni les oía. Estaba mirando a Roque, cuya expresión se había demudado de pronto, como si lo que veía en las manos de su mujer fuera un manojo de víboras.

—¿Qué es eso? —murmuró—. ¿Qué traes ahí?

—Un… candelabro. ¿Por qué? —murmuró Mariana, aturdida.

—Pero… yo creía que…

Roque se cortó, se dominó con un esfuerzo. Dijo, sin expresión:

—¡Llévatelo! No me gusta. No… no armoniza con los otros…

Mariana se quedó mirándole, con el candelabro en las manos.

—¡Pero papá…! —murmuró Otilia. Los chicos miraban a su padre, sorprendidos e intimados.

—¿Qué es lo que creías, Roque? —preguntó Mariana fríamente.

—No me gusta; llévatelo.

—Pero no es eso lo que ibas a decir. Has dicho: «Yo creía que…». ¿Qué? ¿Qué es lo que creías?

—No tiene importancia —dijo Roque—. En realidad, si tienes mucho empeño, puedes ponerlo.

Roque había dominado ya su gesto y su voz, pero había algo que no podía dominar, y era el fluir y refluir de la sangre en sus venas. Su cara, que un momento antes había palidecido, ahora estaba roja hasta la raíz de los cabellos. Mariana dijo al fin, sin saber si hablaba a destiempo o si decía alguna incongruencia:

—No, no tengo empeño… No tengo ningún empeño…

Se volvió y salió de la sala, llevando en las manos el manojo de serpientes. Y la evidencia impecable se abría camino en su mente, paso tras paso, con lógica fría: Roque había reconocido el candelabro y se había sorprendido de verlo en sus manos.

«Si lo hubiera visto en mi cuarto o en mi equipaje, sabría que era mío, no tendría por qué sorprenderse. Pero no fue aquí donde lo vio, sino en el despacho de Antón. Y si lo vio allí es porque estuvo allí. Estuvo allí la noche en que lo mató».

Había llegado a la puerta de su cuarto y se quedó unos momentos allí plantada, sin abrirla, sin sentir nada, como si se hubiese convertido en madera y sólo quedase viva en su cabeza la ruedecilla del razonar.

«Yo pensaba que había entrado en la Audiencia por casualidad. Pero no fue así. Entró porque le llevó su conciencia. Él mató a Antón. Por eso pagó a mi abogado y por eso, cuando vio que la absolución no servía de nada, se empeñó en casarse conmigo».

Mariana dio vuelta al picaporte y entró en su dormitorio. Las maderas de los balcones estaban aún abiertas, y las cortinas, descorridas. La luz que entraba de fuera era blanca y fría. Los copos que flotaban ante los cristales parecían negros por contraste con el fondo de nieve recién cuajada. En la chimenea, el fuego casi agotado apenas tenía un leve fulgor rojizo. Mariana había perdido la noción de donde se encontraba. Estaba sólo pendiente, en angustiosa espera, del dolor que sin duda sentiría dentro de un instante, el dolor de la puñalada que acababa de recibir.

El candelabro pesaba tanto en sus manos que, sin darse cuenta, para sostenerlo lo apretaba contra el pecho. Pero no se le ocurría soltarlo.

«Yo lo sabía ya. Lo sabía hace tiempo. Sabía que esto tenía que terminar así. Sabía que querer a este hombre sería mi desgracia. Ahora tengo que irme de aquí. Tengo que irme en seguida».

Su mente recorrió los armarios, se preguntó por las maletas —¿dónde estarían?—, se detuvo en pequeños detalles prácticos. Pero todo aquello no era real todavía, no se traducía en ningún movimiento, porque faltaba un trámite previo indispensable: el dolor. No podía arrancarse a Roque sin sufrir, y todavía no había sentido nada…

Los ángulos de la plata del candelabro se clavaban, a través del vestido, en la carne de su pecho, y ella seguía mirando al mundo exterior, que, casi de pronto, se había quedado sin luz. Ya los copos no eran negros ni la nieve caída era blanca. Ya todo era gris y yerto.