23.

Tomás Lorenzana estaba invitado a cenar aquella noche, y las señoras tuvieron el tiempo justo para embellecerse antes de bajar al comedor. Mariana, en su cuarto, recordó que tenía veintisiete años y que la causa de sus peores tribulaciones había sido el ser demasiado guapa. Buscó en el armario, entre los vestidos que nunca se había puesto desde su otra vida. Había uno, rojo lacre de faya y terciopelo, y otro negro, de tul y encajes, que la favorecían particularmente, pero que eran, quizá, demasiado vestidos para la ocasión. Dudaba Mariana si su audacia llegaría hasta ponerse uno de ellos a pesar de todo, cuando Otilia llamó a la puerta y entró sin esperar contestación.

—¿Qué vas a ponerte, María? ¡Ponte el vestido más bonito que tengas!

—Estaba pensando en eso precisamente… El que más me gusta en este negro, pero quizá tiene demasiado escote. Parece más propio para la ópera que para una cena en familia.

—¡Oh, póntelo, María! —exclamó Otilia con entusiasmo—. ¡Es precioso! Y, además, así yo puedo ponerme el mío blanco de volantes… ¡Anda, póntelo! Ésta no es una noche como todas: tenemos que celebrar que los chicos y tú habéis vuelto y que ya estamos todos en casa… Sacaremos champán, ¿quieres? ¿Qué te parece? ¿Se lo digo a Benigna de tu parte?

—¡Está bien! —dijo Mariana, después de una corta vacilación—. ¡Díselo a Benigna!

Otilia salió corriendo. Mariana se vistió con calma y cuidado. Sonriendo, sacó de sus estuches unos pendientes de esmeraldas y un collar de perlas de tres vueltas, con broche a juego con los pendientes. Todo ello era falso, pero Mariana no lo había sabido hasta que, en su peor momento de necesidad, había intentado venderlo.

«¿Qué importa, al fin y al cabo? —se dijo, probando ante el espejo el efecto de las llamativas alhajas—. Cuando las creía legítimas me parecían preciosas. Y ellas no han cambiado en nada. ¿Por qué llamarlas “falsas”? Ellas no mienten: sólo brillan… Y sí valiesen mucho dinero no estarían en mi poder».

Se las puso resueltamente y bajó al salón, donde estaba ya reunida toda la familia. Al entrar, la primera mirada que encontró fue la de Tomás Lorenzana, que se detuvo risueña y admirativa sobre su rostro… Hasta creyó notar Mariana un leve parpadeo de aprobación, casi de complicidad, que la hizo enrojecer ligeramente. Luego oyó la voz de Otilia, sincera y juvenil.

—¡María, qué guapísima estás! ¿No es verdad, papá, que está preciosa?

—Ella siempre lo está —dijo Roque.

Lo dijo con calma, con demasiada calma, pero a Mariana no se le escapó que el color de su frente se había encendido un poco.

Otilia, de blanco, parecía casi vestida de novia, y hasta Amanda estaba deslumbradora con un vestido de terciopelo morado. Aquel color sentaba como un par de tiros a su piel morena, pero producía el deseado efecto de suntuosidad.

—¡Qué elegante, Amanda! —dijo Mariana.

—¡Cosas de esta chiquilla! —suspiró Amanda, encantada en el fondo—. Se ha empeñado que nos pongamos de tiros largos, sin más ni más…

—Personalmente —dijo Tomás—, me parece una excelente idea.

—Pero no es correcto —dictaminó Amanda—, para estar a tono, los caballeros debían vestirse de etiqueta.

—Ahí está, precisamente, lo genial de la idea —sonrió Tomás—, ustedes, las señoras, son más felices y están más hermosas cuando se visten. En cambio, los hombres, cuanto más solemnemente nos vestimos, más feos y más torpes resultamos…

—Eso no es cierto: un verdadero caballero nunca está más a sus anchas que cuando viste de etiqueta. Raimundo, por ejemplo, mi difunto esposo, tenía siempre un gran empaque; pero de frac…, ¡vamos!, de frac resultaba verdaderamente señorial…

Un instante de respetuoso silencio —durante el cual Gaspar y Lorenzo bajaron humildemente sus miradas al suelo— acogió la evocación de la fiel viuda. Luego todos pasaron al comedor.

La cena fue copiosa y excelente. Sonreían las doncellas que servían a la mesa, y también Benigna, que se asomaba de cuando en cuando a la puerta de la antecocina. Todos bebieron mucho champán. Todos menos Roque. Amanda invocaba su hígado para que no le sirvieran más, pero no era capaz de dejarlo en la copa una vez servido. Roque amonestó un par de veces a los chicos, pero Tomás se encargaba de servirles a escondidas de su padre. Mariana bebía también, y su excitación íntima irradiaba hacia fuera en belleza y alegría. A veces oía su propia risa y se asustaba un poco; pero luego veía cómo todos le hacían eco y la miraban complacidos. ¡No tenía nada que temer!

—¿Tú no bebes, Roque? ¿Por qué? ¿No te da vergüenza, siendo el amo de la casa…?

—Sí que bebo, María. ¿No ves que estoy bebiendo?

—¡Sí, pero tan poco…! Aún estás en la primera copa…

—Llevas muy mal la cuenta, me parece.

—¡Bebes muy poco, Roque! Me estoy fijando todo el rato en ti. ¡Anda, brinda conmigo! ¡Pero espera! Espera que llene tu copa. ¡Tienes que bebértela toda de un solo trago!

—¡Tú mandas! Venga ese brindis.

—¡Por los novios! —dijo Mariana alzando la copa—. ¡Por su amor y por su dicha!

Bebieron todos, salvo Otilia y Tomás.

—¡Toda, toda la copa, Roque! —insistió Mariana—. ¡En eso hemos quedado!

—¡Qué extraña esposa eres! —dijo Roque, riendo—. Querer hacer beber a tu marido…

—¡Oh, no, eres tú el raro! Tan sobrio, tan austero, tan asceta, que me haces desear verte perder la cabeza por una vez…

—No creo que te gustase, si sucediera de verdad. Roque sonreía a medias, pero había en su gesto una advertencia. Mariana la percibió, pero no quiso tenerla en cuenta. No sabía si los demás se fijaban o no en ellos; más bien creía que no, pero no le importaba en aquel momento. Miraba sólo a Roque, ávida de interpretar los signos de su cara. Dijo, acercándose un poco a él y bajando la voz:

—¿Por qué estás tan sobre ti? ¿De qué tienes miedo? ¿Del champán… o de mí?

—También tú tienes miedo —dijo Roque suavemente.

—¡No, yo no! Esta noche, no, precisamente.

—Quieres ahogarlo bebiendo, y haces mal. La audacia del vino nunca arregla nada.

—¿Quién sabe? ¿Por qué no haces la prueba, por una vez?

—El valor que yo necesito no puede dármelo el champán. Al contrario.

La sonrisa de Roque había cambiado. Ahora era verdadera, irónica, contenida, y levantó en la mente de Mariana un confuso tumulto.

—¿Qué quieres decir? —murmuró, aturdida.

—Nada, no me hagas caso. Tú juegas con las palabras, y yo tengo que ponerme a tono. Pero ¿no crees que debemos ya pasar a la sala? Todos han terminado el postre.

Mariana se levantó obediente y condujo a la concurrencia hacia el salón, donde aguardaban el café y los licores. Los niños —que en verdad habían bebido más de lo que les convenía— fueron enviados inexorablemente a la cama, y poco después se despidió Amanda, declarándose fatigada.

—Tú también debes de estarlo —dijo Tomás a Otilia—, después del doble viaje de hoy.

—¡Nada de eso! —exclamó la joven, muy excitada—. Nunca me he sentido mejor en mi vida. ¡No me hables de acostarme! Me pasaría bailando toda la noche.

—Ya veremos lo que dices mañana —sonrió Tomás.

—¿Qué importa mañana? Hoy es hoy. ¿No es verdad, María? ¿No sientes tú, como yo, que esta noche es distinta a todas?

—Sí —dijo Mariana con firmeza—, también yo lo siento.

—También tú has bebido demasiado champán —dijo Roque riendo.

—¡No, no es eso, qué tontería! —protestó Otilia, indignada—. Tomas el rábano por las hojas, papá: no estamos contentas porque hemos bebido champán, sino que hemos querido beber champán para celebrar lo contentas que estamos…, ¿no es verdad, María?

—Sí —dijo Mariana mirando a Roque con un reto sonriente en los ojos—, yo creo que tenemos motivos para estar contentas.

—Por lo menos, uno tienen ustedes —Tomás se puso en pie y saludó con galantería sonriente—, les bastaría mirarse al espejo para ver la vida de color de rosa.

—Pero ¿ya te vas? —protestó Otilia.

—Sí. Y te aseguro que no por mi gusto.

Había una nota decisiva en la voz de Tomás, y Otilia no insistió. Roque cogió del brazo a su mujer para acompañar al visitante hasta la puerta, y Mariana se dejó llevar, aunque pensaba que hubiera sido más amable dejarles un momento de soledad para su despedida.

Al abrirse la puerta entró un frío vivísimo; la mujeres se ajustaron bien los chales que habían cogido al salir del salón, y Roque se volvió para proteger la llama de la vela que traía en la mano y la colocó luego en una pequeña hornacina, excavada a tal fin en el muro de piedra.

Fuera, la noche era lóbrega. Un criado traía de las cuadras el caballo de Tomás y alzaba en la mano un pequeño farol. Roque miró al tenebroso cielo.

—No será raro que tengamos nieve para Nochebuena.

Tomás saltó al caballo y se despidió con un sombrerazo airoso de los suyos. Se perdió en seguida su silueta, pero Otilia siguió aún inmóvil un instante, escuchando el trote del caballo. Luego entró despacio, y su padre, que aguardaba en el umbral, cerró a su espalda la maciza puerta chirriante. Mariana, con un impulso espontáneo de solidaridad, pasó un brazo por los hombros de la joven.

—Le quieres mucho, ¿verdad? —susurró a su oído.

—¡Tanto, María…! Tanto que no me cabe en el corazón… ¿Tú me crees, María? —añadió, con un súbito cambio de tono.

—Claro que sí —sonrió Mariana—. No te creería si lo negases: el amor es tan patente en tu cara como los ojos o la boca.

Otilia se estrechó contra Mariana y habló confidencial y trémula.

—¡Tú me comprendes! Yo sé que tú me comprendes, porque… porque a ti te ocurre lo mismo que a mí.

—¿Lo mismo que a ti? ¿Qué quieres decir?

—También tú quieres a mi padre con toda el alma, ¿verdad?

—Sí —dijo Mariana gravemente.

—Y también tú has querido antes a otro hombre…

Mariana reprimió un movimiento de retroceso, pero Otilia ya lo había percibido.

—¡Ya sé que no es lo mismo! —se apresuró a decir la jovencita—. Yo… me porté mal, y tú, no. Pero lo que quiero decir es que se puede querer la segunda vez más que la primera. ¡Mucho más! Ahora me gustaría arrancarme aquel pedazo de mi vida. ¡Si pudiese, María…! Quisiera no haber salido nunca de Meilán y no haber conocido a ningún hombre más que a Tomás…

—¿Quién sabe, Otilia? —dijo Mariana suavemente—. Es posible que sea mejor así. Es posible que el mal recuerdo te haga más mujer y te enseñe a querer mejor a tu marido. En la vida no hay nada que sea fácil y gratuito; ni siquiera el amor. Si tú lo vieses todo de color de rosa y pensaras que la dicha que tienes te pertenece por derecho, probablemente no sabrías conservarla.

Otilia suspiró profundamente, mirando a su madrastra con ojos como estrellas.

—¡Cuánto vales, María! ¡Cuánto me alegro de que papá se haya casado contigo!

Otilia se alzó en las puntas de los pies y echó los brazos al cuello de Mariana, besándola con vehemencia. Luego se volvió a su padre, que, después de correr los cerrojos de la puerta, acababa de recoger la vela que antes había dejado en el hueco de la pared.

—¡Soy muy feliz, papá! ¡Muy feliz! Y a ti te lo debo.

—¡Vaya! —Roque se echó a reír— algo bueno había de tener el champán…

—¡Y dale con el champán! Pero ¡qué prosaico eres, padre! No es el champán, es la felicidad.

Y, enlazando autoritariamente con un brazo a su padre y con el otro a Mariana, emprendió con ellos la subida de la escalera. Mariana sonreía interiormente, porque Otilia estaba ayudando maravillosamente sus propósitos. Recorrieron el pasillo de arriba enlazados los tres y, al llegar a la puerta del dormitorio de Mariana, Otilia arrancó alegremente la vela de la mano de su padre y se alejó con ella. Roque esperó a que su hija desapareciera y luego abrió la puerta y se echó a un lado.

—Buenas noches, María —dijo.

—Entra conmigo, Roque —dijo María—. Quiero hablarte.

—Creo que lo que debes hacer es dormir.

—No antes de hablar contigo.

Roque vaciló un segundo, y luego se decidió a entrar y cerrar la puerta.

—Sinceramente, María: es mejor que no hablemos ahora. Has bebido en exceso y quizá digas algo de lo que luego te arrepientas.

—Estás equivocado. Lo que voy a decirte lo tengo pensado desde hace días. Si he bebido un poco ha sido precisamente para darme ánimos. Esta vez no conseguirás hacerme callar.

—¿Es que lo he conseguido alguna vez? Tengo la impresión de que tú has dicho siempre la última palabra.

La chimenea estaba encendida. Roque se apoyaba en la repisa, exagerando su aplomo y su ironía. Mariana dejó deslizarse por sus brazos el chal y lo colocó en una silla. Luego se acercó a la mesita y abrió la llave del quinqué que había sobre ella. La luz rojiza y mortecina se convirtió en vivo fulgor blanco. Entonces Mariana miró a su marido, tan sonriente y tranquila como él.

—Es verdad —dijo— que no me has hecho callar precisamente; pero tampoco me has dejado decir lo que quería. Siempre has conseguido acobardarme y he acabado diciendo… cualquier cosa para salir del apuro.

—Yo creo, más bien, que nunca has estado muy segura de lo que querías decir.

—Puede ser. Pero ahora sí que lo estoy. Lo tengo muy bien pensado.

—Pero, en todo caso, no es cosa urgente, ¿verdad? Podrá esperar hasta mañana.

—¡No, yo no puedo esperar!

—Estoy cansado, María.

—¡Mejor para mí! Así tendrás menos fuerzas para defenderte.

—¿Es que te propones atacarme? —Roque alzó las cejas, burlón.

—¡Sí! En cierto modo, sí. Quiero atacar tu… tu muralla, la que has levantado entre tú y yo.

—No es una muralla; es un mutuo acuerdo…

—¡No es verdad! ¡Tú me lo has impuesto!

—Hace bien poco me dijiste que estabas muy contenta de que las cosas siguieran así.

—Quizá lo haya dicho, pero…

—¡Sin quizá! Lo dijiste.

—¡Tú me hiciste decirlo!

—¿Yo te hice decir —la voz de Roque se alteró un poco— que amabas a tu primer marido y que nunca querrías a ningún otro hombre?

—¿Es eso lo que te ha mantenido lejos de mí?

Mariana dio un paso y se enfrentó con Roque bien de cerca, con ese vértigo de los instantes decisivos, resuelta a decirlo todo, fuera cual fuese la reacción de su marido.

—¡Dime, Roque! ¿Fue eso lo que nos separó desde el principio? Yo te he repetido muchas veces que no puedo amarte y que estoy muy contenta de que tú no me quieras tampoco. ¿Es eso lo que te impide acercarte a mí, como a tu esposa que soy?

Roque tardó en contestar un largo momento. Pero habló con dureza:

—No, María. No es eso.

Mariana tenía un nudo en la garganta.

—Entonces… ¿qué es? —dijo, un poco trémula, bien a su pesar.

—Tú eres hermosa, María —dijo Roque sin mirarla—; pero… los hombres tenemos gustos muy distintos.

—¡Estás mintiendo, Roque! —Mariana se irguió con soberbia y seguridad—. ¡Y lo haces, como siempre, para avergonzarme y obligarme a callar!

—¿Tan segura estás de tu encanto infalible? —Ahora Roque la miró, con una sonrisa agresiva.

—¡Es inútil, Roque! Por mucho que te burles, no me harás callar. Tú no te casaste conmigo porque te gustara, sino porque querías protegerme. No por hermosa, sino por desdichada. Pero ahora soy tu mujer. Soy joven, estoy sana, vivo cerca de ti, no soy deforme… ¡Aunque me digas que te repugno, no lo creeré!

—Me sería muy difícil decirte eso.

De nuevo aquella sonrisa indefinible que otras veces había paralizado a Mariana, pero que ahora acabó de darle seguridad.

—¡No puedes decírmelo porque no es verdad! Y te ríes de mí porque no sé ver lo que está tan claro. ¡Sí que lo veo, Roque, lo vi hace ya tiempo! Desde aquel día, ¿te acuerdas?, en que discutimos en tu despacho. Tú me huías, y yo te dije que eso no podía tener más que una explicación. Y tú reíste como ahora, sin querer… ¡Porque sí que había otra explicación! Y esta noche, en la cena, me dijiste que el alcohol no podía ayudarte… ¡Claro que no! Porque lo que a ti te asusta no es que yo te quiera: es que tú me quieres a mí.

Roque se quedó quieto y callado, mirando fijamente al vacío durante un momento tan largo que Mariana sintió como si aquello fuese a durar ya siempre. Estaba a punto de gritar, fuera de sí, cuando él la miró y dijo, muy tranquilo:

—¿Lo ves como yo tenía razón? Es mejor que no sigamos hablando, porque tú no sabes lo que dices.

Se apartó de la chimenea y se volvió hacia la puertecita de comunicación. Pero antes de que llegara a ella, Mariana reaccionó y se interpuso.

—¡Espera, Roque! —dijo, sin aliento, cogiéndole por los brazos—. No te dejo ir aún, porque aún no me has contestado. ¡Mírame a la cara y dime que no me quieres! Dime que si no te acercas a mí es sólo porque no lo deseas. ¡Júramelo por tu honor!

Roque sonrió, pero en su cara se marcaban las líneas del cansancio.

—Es un extraño juramento el que me pides.

—¡Pero es muy simple! No te pregunto nada que tú no sepas. ¡Contéstame! ¿Lo juras? ¿Juras que no hay otra cosa que nos separe?

—Ya hablaremos de eso.

—¿Por qué no ahora?

—Porque tú no estás en condiciones de razonar…

—¡Estoy perfectamente serena!

—No. No lo estás…, ni yo tampoco.

—¿Tú? —Mariana rió con agrio sarcasmo—. ¡Tú eres inalterable como un pedrusco!

—¡Gracias! Pero eso no es verdad.

—¡No lo digo como elogio!

—Sino como insulto, ya lo sé. Pero tú sabes que no lo merezco.

—Es verdad que te he visto alterado una vez. Y fue por tu hija. A ella la quieres de veras. Pero ante mí eres como una pared de granito. Ya puedo golpearte, que no moverás ni una pestaña.

Roque seguía sonriendo.

—¿Lo ves como no sabes lo que dices?

—¡Sí, sí que lo sé! Una cosa no tiene que ver con la otra. Ya sé que a mí no me quieres como a los tuyos. Yo soy sólo un perro hambriento recogido en la calle.

Roque hizo un gesto vivo de protesta, pero ella no le dejó interrumpirla.

—¡Sí, me recogiste por lástima! Pero ahora soy tu mujer, y si me huyes es por algún motivo. ¡Y yo tengo derecho a saberlo!

—Estoy muy cansado, María —dijo Roque. Y su voz corroboraba sus palabras—. Te ruego que no me acoses más.

—¡Pero yo no puedo…!

—¡Te lo ruego! —insistió Roque, apremiante—. Si es verdad que sientes… algún afecto hacia mí, déjame algún tiempo para reflexionar. Deja que pasen las fiestas, la petición de mano de Otilia. Luego hablaremos con más sosiego.

—Por lo visto —murmuró Mariana—, es muy grave lo que tienes que decirme…

—Ya hablaremos, María. Ahora…, ¡buenas noches!