Mariana pasó en Mondoñedo algo más de un mes, y, por el recuerdo que quedó en ella de aquel período de tiempo, lo mismo podía haber sido un año o una semana. La monotonía de sus ocupaciones le hacía difícil distinguir un día de otro, sobre todo porque el único interés de su vida estaba concentrado en algunos momentos de sus conversaciones con Amanda: los momentos en que ésta hablaba de su hermano Roque.
Y ni aquellos momentos ni lo que se decía en ellos estaban sujetos al ritmo del tiempo presente.
—Raimundo, mi esposo, apreciaba mucho a mi hermano Roque. Le miraba casi como a un hijo, porque le llevaba veinte años. Pero decía que sus arrebatos le traerían algún día desgracia. ¡Y ya ves si acertaba!
—Yo sólo he visto uno de esos arrebatos: cuando se enteró de las entrevistas de Otilia con Tomás. Y, en realidad, parece que el resultado ha sido bastante bueno.
—¡Ah, pero es que tú acabas de llegar y no has visto nada todavía! Gracias a Dios, parece que todo va a terminar bien; pero no puedes figurarte lo preocupadísimos que hemos estado por esa niña. Y todo por culpa de su padre, que hizo una montaña de un grano de arena…
—La verdad, Amanda: robarte las joyas para escaparse con un hombre, a mí no me parece un grano de arena precisamente.
—¡Ay, por Dios, María, qué modo de hablar! Eso fue lo que hizo Roque: interpretarlo todo de la peor manera y perder la cabeza completamente. Le dijo tales cosas a Otilia, que la pobre criatura enfermó. Y él se fue en busca de aquel hombre… ¡Y gracias a Dios que no lo encontró! Yo me figuro que el nombre que nos dio era falso. Ya sabes que estábamos en Guitiriz. Yo voy todos los años a tomar las aguas, y aquel año Otilia había venido conmigo. En la fonda encontramos a aquel joven, muy bien parecido y distinguido. ¡Fue terrible para mí, puedes creerme! Una mañana, cuando estaba vistiéndome, Otilia se esfumó. Me dejó una cartita en mi mesilla de noche, diciéndome que iba a casarse con Alfonso Arnáez… De veras creí que me daba un ataque.
En la atmósfera acolchada y melosa de la habitación, las reminiscencias dramáticas tomaban un carácter casi apacible, porque Amanda gozaba repitiéndolas, por mucho que hubiera sufrido al experimentarlas. Pero Mariana las oía crispada de pronto, arrepentida de sus comentarios, ansiosa de que su cuñada cambiase el tema sin entrar en más detalles, porque una de las palabras que acababa de oír había hecho vibrar dentro de ella un oscuro temor que era preciso apagar en seguida, antes de que tomase cuerpo y se impusiera… Dijo apresuradamente:
—No debes pensar más en aquello. Gracias a Dios, ya pasó. ¿Para qué amargarte con malos recuerdos?
—Tienes razón —suspiró Amanda, de no muy buena gana—; pero lo que quería decirte es que Roque agravó el caso con ese carácter suyo…
Mariana calló. Deseaba oír hablar de Roque, pero no de la aventura de Otilia. En otra ocasión, cuando estaban las dos cuñadas cosiendo en una salita, no lejos de la amplia galería de cristales donde se había instalado el taller para las costureras y bordadoras, Mariana hizo una pregunta acerca de la enfermedad de su antecesora, la primera mujer de Roque.
—¡Pobre Otilia! —suspiró Amanda—. Se llamaba como su hija. O, mejor dicho, su hija se llamaba como ella… Murió de consunción, la pobrecita. Nunca fue muy fuerte, y desde que nació Lorenzo no volvió a levantar cabeza. Estuvo en cama cinco años.
—Y Roque, ¿cómo se portó con ella?
—¡Mujer, qué pregunta! Una cosa es que yo diga que mi hermano es violento a veces; pero como recto y buen corazón, no hay quien le ponga una tacha. Raimundo lo decía siempre: «Roque tiene juicio y tiene temple. Si no tuviera tanta arrogancia, sería un santo». Y, desde luego, con la pobre Otilia, un santo fue… La atendió como una hermana de la caridad y jamás le dio un disgusto. Y eso que, aquí entre nosotras, es una cruz para un hombre joven y fuerte el verse atado a una inválida.
—¿No hubo algunas… habladurías entre los aldeanos? —aventuró Mariana audazmente.
—¿Ya te han ido con el cuento? ¿Quién fue? ¡Supongo que Benigna no se habrá atrevido…!
—No. Benigna no me ha dicho nada.
—Entonces, ¿quién?
—¡Nadie, mujer! Es fácil figurárselo, dadas las circunstancias.
—¡Claro que te han venido con el cuento! Pero no me digas quién, si no quieres. ¡La gente es tan mal pensada y tiene la lengua tan larga! Otilia, la pobre, nunca llegó a enterarse, gracias a Dios… y al respeto que Roque imponía a todos. Un día me dijo que, si su mujer llegaba a sospechar algo, despellejaría vivo al que tuviese la culpa… El caso fue que lo consiguió: la pobre Otilia vivió y murió en paz.
—Y… ¿quién era ella? ¿Una aldeana?
—¡Ella no era nadie! ¡Qué cosas dices, María! Todo eran puros chismes, calumnias de envidiosos, que siempre están buscando la ocasión de tirar la piedra y esconder la mano… Roque la ayudaba porque era viuda y se había quedado en mala posición; sólo que, como era joven y no era fea, y como Roque estaba en la situación que estaba… Pero tú ¿cómo puedes dudar ni un momento…? ¡Roque es todo un caballero!
—Desde luego. Pero, cabalmente, ése es un pecado que los caballeros suelen perdonarse a sí mismos con facilidad.
—¡No mi hermano! Roque tendrá sus defectos, yo no lo niego; pero es un sincero cristiano.
Mariana reprimió su réplica. En verdad, no tenía ninguna base para discutir con su cuñada, a no ser el violento desasosiego, el despecho doloroso, la sed de saber que se había apoderado de ella. ¿Sería Roque uno de esos señores de aldea sobre los que tantos cuentos corren en Galicia? Recordaba unas palabras del párroco cuando le había felicitado por su matrimonio, una alusión a los peligros que corre un viudo joven y en su posición…
Si aquella historia de años atrás tenía fundamentos, eso significaba que ahora, cuando la situación de Roque era en cierto sentido equivalente…
Mariana había dejado de coser, atravesada por un vivo dolor que le llegaba hasta las puntas de los dedos. ¡Cuánto se habían ahondado sus sentimientos desde el día de la despedida de Blanca Lorenzana! Entonces, su efervescente arranque de celos aún podía ser tomado por una protesta de orgullo. Ahora, en cambio, no había posible duda sobre la naturaleza de aquella desolación que la dejaba sin fuerzas, desmadejada en la butaca, tan pálida que sobresaltó a Amanda.
—¿Qué te pasa, María? ¿Te sientes mal?
—No… No es nada. Tengo un poco de jaqueca toda la mañana y me duelen un poco los ojos.
—Claro, ¿cómo no te van a doler…? ¿A quién se le ocurre ponerse a coser teniendo jaqueca?
—Sí, creo que será mejor que te deje.
—¡Naturalmente! Vete a tu cuarto ahora mismo, y échate con la ventana bien cerrada. Ahora mismo iré yo a llevarte una taza de tila…
—No es para tanto; muchas gracias…
—¿Cómo que no? ¡Tienes una cara malísima! Anda, anda: yo sé muy bien lo que es una jaqueca… Te prepararé también compresas de agua de colonia.
El malestar de Mariana no era de los que se alivian con tila y compresas frescas; pero estaba dispuesta a aceptar cuantos remedios caseros dispusiese Amanda con tal de acogerse a aquella cómoda explicación. No obstante, cuando se quedó sola en la habitación, a oscuras y con una servilleta sobre la frente, sintió una cierta vergüenza de su situación.
«¿A qué viene esto ahora? Amanda cree que estoy enferma, y casi es verdad. Cualquiera diría que he descubierto algo nuevo… Como si yo no supiese ya hace tiempo que quiero a Roque y que me pesa cada día más el no ser de verdad su mujer. Le tuve admiración desde el principio. Admiración… y miedo. Me decía el corazón que me haría sufrir mucho. ¿Era esto lo que yo temía? ¿Llegar a quererle y vivir junto a él y siempre lejos de él?».
No, no era precisamente aquello. El presentimiento tenía otro carácter, no sentimental, sino… Pero Mariana no quería definirlo.
«Hay un misterio entre Roque y yo, pero yo no quiero pensar en él. No quiero atormentarme imaginando explicaciones que seguramente no tendrán nada que ver con la verdad. Lo que tengo que hacer es hablar con Roque sinceramente. Armarme de valor para hablarle con sinceridad, sin enfadarme ni acobardarme, diga él lo que diga. ¿Por qué he de avergonzarme de decir que le quiero? ¡Soy su mujer! Y tengo derecho a saber cuál es el impedimento que nos separa, suponiendo que exista. No quiero adivinarlo ni inventarlo. ¡Quiero que él me lo diga!».
De pronto se echó a reír. Se levantó bruscamente, quitándose de la frente la compresa, cuyo intenso olor alcohólico la mareaba más que calmaba.
«¡Qué fácil es pensar estas cosas, aquí a oscuras yo sola! Pero cuando me vea frente a Roque y él me mire como suele hacerlo, tan tranquilo, tan seguro de lo que quiere y de lo que no quiere…».
Jamás sería capaz de hablar con él con la calma y deliberación que ahora imaginaba. Roque conseguiría, en cuanto se lo propusiera, hacerla saltar de ira o enmudecer de vergüenza.
Mariana suspiró, sentada al borde la cama, sin decidirse a ponerse en pie ni tampoco a acostarse de nuevo.
«Él no quiere entenderme, y no consentirá que le diga lo que no quiere saber… Pero ¿por qué, Roque, por qué? ¡Así no podemos seguir eternamente!».
El 22 de diciembre llegó Gaspar de Santiago, vía Lugo, y aquella misma noche apareció Lorenzo con su maleta, liberado del seminario.
A Mariana la emocionó el verlos: eran el anuncio de la Navidad, de que su temporada de destierro había terminado y de que se acercaba el momento de afrontar su destino.
Al día siguiente, Roque se presentó acompañado de Otilia; la familia estaba aún desayunándose, y Amanda manifestó su asombro reprobador ante aquella llegada tan temprana.
—Pero… ¿cómo es posible, Roque? ¿A qué hora habéis emprendido el viaje? ¡Tendréis que haber salido casi de noche!
—Casi, no. Completamente de noche.
—Pero… ¿por qué esas prisas?
—Porque Otilia tiene que hacer aquí no sé cuántas cosas, y yo quiero que salgamos en seguida de comer.
—¿Que salgamos? ¡No querrás decir hacia Meilán!
—Eso quiero decir, precisamente.
—Pero… ¡qué disparate! ¿Para qué esas prisas? Es mucho mejor que os quedéis a dormir aquí, y mañana…
—No. Ya he dejado dicho en casa que volveremos a dormir.
—¡Jesús, Roque, qué afición a las prisas! ¡Te aseguro que no lo comprendo!
Mariana sí creía comprenderlo; pero, naturalmente, se abstuvo de decirlo. Amanda se pasó la mañana sofocada y murmurando entre dientes, por más que su equipaje estaba preparado y la casa recogida desde hacía tres días. Mariana acompañó a Otilia a sus pruebas, que eran sólo de ropa interior y algunas prendas de batalla, ya que estaba previsto un viaje a Lugo para los vestidos y sombreros.
El regreso a Meilán se emprendió inmediatamente después de comer. Fue Roque quien tomó las riendas, con gran decepción de los chicos, que proyectaban ir en el pescante al lado del cochero.
—¡Qué cosas tiene Roque! —suspiraba Amanda mientras se acomodaba en la banqueta posterior, al vidrio—. A veces parece un chiquillo. ¡Mira que el empeño de ir ahí arriba pasando frío!
Esta vez, Mariana no se atrevió a sacar la conclusión que se le venía a las mientes. Estaba convencida de que Roque no quería pasar la noche en casa de su hermana; había notado también la precipitación, carente de naturalidad, con que él la había besado al saludarla; pero pensar que si iba en el pescante era para evitar el tener que sentarse junto a ella durante el viaje era quizá llegar demasiado lejos. Había otras explicaciones posibles y sencillas, como, por ejemplo, que le gustase guiar el coche.
Sin embargo, Mariana se sentía exaltada interiormente. Apenas hablaba, ni tampoco escuchaba la animada conversación sobre trapos que mantenían Otilia y Amanda. Sonreía vagamente a las exclamaciones de los dos muchachos, que parecían deliciosamente sorprendidos de encontrarlo todo igual que antes de su marcha, como si hubieran estado ausentes diez años en lugar de tres meses. Y mientras tanto seguía sin distraerse el hilo de sus reflexiones, hilvanando una argumentación coherente, destinada a Roque. Hasta tal punto llegó su concentración, que se sorprendió iniciando un movimiento con la mano para reforzar una de sus inapelables razones. Sonrojada, miró alrededor para ver si alguien lo había advertido; pero, por suerte, todos estaban hablando en aquel instante y gesticulando con animación.
—¡Mira, Gaspar, mira, mira…! ¡Ya se ve la Peña Crespa…! ¡Mira, date prisa, que no la ves!
—¡No grites de ese modo, Lorenzo! —amonestaba Amanda, llevándose las manos a los oídos—. ¡Me vas a dejar sorda!
—¡Mira, Lorenzo, ahí va Manuel de Arriba con las vacas! ¡Manuel, Manuel…!
Gaspar sacaba medio cuerpo por la ventanilla para saludar al aldeano, que correspondió llevándose la mano al sombrero y sonriendo apaciblemente bajo su espeso bigote rubio y cano.
—¡Están locos! —suspiró Amanda, resignada—. Menos mal que ya estamos llegando.
Cruzaron pocos momentos después bajo el arco de piedra; y Mariana, recordando su primera llegada a Meilán, sintió calor en el corazón. Esta vez, a pesar de todos los temores y de todas las incógnitas, sentía que entraba de verdad en su casa.