21.

La casa toda olía a manzanas. A las manzanas perfectas, recién recogidas, cuidadosamente extendidas, una junto a otra y sin tocarse, sobre los suelos de madera de las buhardillas. Y a las otras manzanas que se cocían abajo, en la cocina, en grandes cacerolas, con azúcar, para hacer con ellas confituras, exquisitas como ningún otro dulce que Mariana conociera. Durante días, aquella pulpa de intenso perfume se dejaba escurrir en sacos de lienzo blanco, para separar la carne del zumo. Con el zumo se hacían jaleas, bellas como rubíes o topacios; y con la carne, la pasta, oscura y aterciopelada, cuyo sabor tenía profundidades insospechadas que merecían un paladeo lento y conocedor…

Octubre es un mes hermoso en el campo gallego. Otilia traía pies de maíz, con varias panochas, cuyas filosas hojas abría para mostrar el grano de brillante amarillo coronado de una blanca y sedosa melena. Los colocaba en el vestíbulo en grandes cántaros de barro, provocando la reprobación de Benigna.

—¡También te es capricho, mujer…! ¡Mismo parece esto una cuadra!

—¿Una cuadra? ¿Y por qué, con lo bonito que está?

—¡Estará, mujer! Bonito para las vacas…

Y Otilia reía. Ahora reía por todo y cantaba moviéndose por la casa, aunque algunas veces se quedaba ensimismada mirando adentro de sus recuerdos. Pero no a los recuerdos tristes del pasado, sino a los inmediatos: las palabras y los gestos de Tomás, que eran el centro de su mundo.

A finales del mes empezaron a recogerse las castañas. Otilia y Mariana fueron el primer día. A Mariana nunca dejaba de maravillarle la agilidad con que los rapaces trepaban a los árboles con las enormes zuecas en los pies. Le parecía un ejercicio circense, casi imposible, pero ellos lo realizaban como la cosa más natural. Los erizos caían al sacudirse las ramas, y una moza abrió uno con sus zuecos, mostrando en la operación la misma asombrosa destreza que los muchachos al trepar. Las castañas surgieron, brillantes e intactas, y la moza se las puso a Mariana en la palma de la mano.

—¡Gracias! ¡Qué hermosas son!

Poco después aparecieron Roque y Tomás, que venía a invitar a comer a toda la familia de Meilán. Los novios echaron a andar delante. Mariana mostró a Roque las primicias que le había ofrecido la moza.

—¡Qué bonitas son! —dijo—. Nunca me había fijado en el precioso color y brillo que tiene la cáscara de una castaña nueva.

Roque pasó la mirada de la mano de Mariana a su cabeza.

—El mismo color y el mismo brillo que tu pelo —dijo con absoluta naturalidad. Mariana se sonrojó.

—¡Vaya! Es la primera vez que me dices un piropo.

—No es un piropo —dijo Roque con sequedad—, es una semejanza que salta a la vista.

Pero Mariana estaba contenta.

Comieron en el pazo, en el enorme comedor con su alfombra persa gastada hasta la trama y sus altos vajilleros cargados de plata. Todo resto de antagonismo entre los dos hombres parecía haberse desvanecido. Y, verdaderamente, Roque habría necesitado muy mala voluntad para mantenerse tieso ante la actitud fácil y sencilla del marqués.

—Bueno, Roque: supongo que, desde ahora, todas mis penas han terminado. Usted piensa que yo soy un indolente, y puede que sea verdad. Pero lo peor que me ocurre es que soy ignorante. Dejo que mi mayordomo haga las cosas a su modo, porque no estoy nada seguro de hacerlo yo mejor. Pero desde ahora, con su consejo, me sentiré sabio. Las tierras de Lorenzana estarán casi tan bien cuidadas como las de Meilán.

Algunos días más tarde volvió a llover, ahora más copiosamente, no con la violencia de las tormentas de verano ni con la ligereza de las cercanas de septiembre, sino con una regularidad de muy mal agüero.

Mariana y Otilia cosieron toda la mañana ante la chimenea, casi silenciosas bajo la influencia sedante del monótono y poderoso cantar del agua.

Por la tarde se presentó Tomás a caballo, chorreándole el agua por el ancho sombrero y el mackintosh de tres capas. Otilia oyó el chapoteo de los cascos, se asomó a la ventana y la alegría de su cara iluminó la oscura atmósfera.

Roque acudió a saludar a su futuro yerno. Los dos hombres hablaron un rato de ferias y de ganados. Luego asaron castañas en las brasas de la chimenea, y era Tomás quien las sacaba del fuego con los dedos y les quitaba la cáscara para ofrecérselas a las mujeres.

—¡Qué buenas saben! —dijo Mariana—. Me gustan más que el marrón glacé

—¡Dónde va a parar! —exclamó Tomás—. Las castañas hay que comerlas así: en esta época, en un día de lluvia y recién sacadas del fuego, bien calientes.

—¡Oh, y tan calientes! —exclamó Mariana, dejando caer la que Tomás le había dado—. ¡Me he quemado!

—¡Qué sensible es usted! —rió Tomás—. Se ve que no es gallega.

—¡Desde luego! Me asombra que puedan ustedes comérselas así, ardiendo como brasas.

—Es nuestra condición —Tomás miró a Otilia, que estaba sentada junto a él, en el suelo ante el hogar—. Los gallegos llevamos dentro tanto fuego que nada puede quemarnos si no es nuestra propia sangre…

Los dos novios se miraban, y Mariana alzó hacia su marido una ojeada impremeditada, cargada de burla, de alusiones, de desafío.

No había en la sala otra luz que la de las llamas. Los ojos de Roque brillaban, muy claros, extrañamente claros, y el iris castaño parecía traslúcido y encendido. No apartó la mirada de la de su mujer, sino que la sostuvo largamente, sin un parpadeo.

—Otilia —dijo lentamente, sin desviar los ojos de Mariana—, he tenido carta de tu tía Amanda. Como habla principalmente de ti, creo que debes leerla.

Sólo entonces, al dar la carta a su hija, dejó de mirar a su mujer. Mariana bajó la cabeza apretando la boca, con ganas de llorar y agredirle. Sabía ya por qué él había hecho aparecer la carta precisamente entonces. Y, en efecto, él seguía diciendo:

—¿Puedes leerla con la luz del fuego?

—Sí, sí perfectamente…

—Pues léela en alto, anda. A María también le interesa.

—«Querido Roque —empezó a leer Otilia—, me alegra mucho la noticia que me das de la declaración de Tomás de Lorenzana y de su noviazgo con nuestra querida Otilia. Pienso que no podíamos pedir mejor acomodo para ella, ni tampoco Tomás esposa más adecuada para él…». —Rió Otilia, en inciso—. ¡Qué modo tiene tía Amanda de decir las cosas…!

—Yo creo que las dice muy bien —dijo Tomás—, tú eres la única esposa adecuada para mí; y la prueba es que casi me he hecho viejo aguardándote.

—Sigue leyendo, Otilia —ordenó, Roque.

—«… Hasta el detalle de que sea algunos años mayor que ella me parece muy conveniente. Mi querido esposo me llevaba a mi dieciséis, y eso no impidió que nuestra unión fuera la más feliz. Y lo mismo puede decirse de la tuya con María. El objeto de esta carta, además de darte mi enhorabuena, que te ruego transmitas a Otilia, es recordaros que un equipo de novia no se arregla en un mes ni en dos. Como tú eres hombre y Otilia una chiquilla, seguramente no habréis pensado en ello. Pero estoy segura de que María estará de acuerdo conmigo. Lo mejor será que vengan las dos, Otilia y María, a pasar esta temporada en mi casa. El otro día estuve hablando con la madre Presentación, y me dijo que tienen unos preciosos dibujos nuevos para bordados de mantelerías y juegos de cama, y también en casa de Benito Soureiro me enseñaron unas piezas de Holanda finísima que acaban de recibir. Es necesario que Otilia lo vea todo, y habrá que contratar costureras en casa para la labor de batalla…».

Mariana apenas oía ya. La carta era lo que ella imaginaba: una respuesta de Roque, una repulsa.

«Unas calabazas».

Ya no tenía ganas de llorar. Miró otra vez a Roque hasta atraer su mirada, y dijo, sin parar mientes en que interrumpía la lectura de Otilia:

—¿Qué te parece, Roque? Yo creo que Amanda tiene razón: debemos irnos cuanto antes.

—¡Oh!, pero yo no tengo ninguna gana de irme ahora a Mondoñedo —dijo Otilia, quejumbrosa.

—Malo sería que la tuvieras —dijo Mariana sonriendo con aplomo—; pero es muy cierto que hay que preparar tu boda, y para eso no basta con mirar a los ojos de tu amado.

—Debes ir, Otilia —confirmó Roque brevemente.

—Mondoñedo está cerca —dijo Tomás—. Yo iré a verte con frecuencia, si tu padre lo permite.

—No será necesario que estés mucho tiempo allí —concluyó Mariana—; podrás volverte dentro de una semana, por ejemplo. Yo me quedaré con Amanda hasta que ella venga por Navidad, y entre las dos nos ocuparemos de todo.

—¡Muchas gracias, María! Eres muy buena conmigo.

—No me lo agradezcas, boba. La verdad es que estoy deseando tener un pretexto para irme de aquí una temporada. El campo en invierno es un poco triste para mí, que no estoy acostumbrada a este clima. Por lo menos, en Mondoñedo habrá calles bien enlosadas y buenas funciones de iglesia. Y espero que tu tía Amanda me admita en su partida de tresillo, con el penitenciario y su hermana.

Por un instante, Mariana sintió que había ido demasiado lejos. Tomás Lorenzana la observaba pensativo, y Otilia volvió una mirada hacia su padre, para ver cómo le caía la guasita suave de su mujer. Roque se levantó diciendo, en tono positivo y concluyente:

—¡Muy bien! Creo que los planes de María son muy acertados. Dispondré el viaje para la semana que viene.