20.

Roque cerró la puerta a su espalda y se quedó quieto, enmarcado en ella, sin decir palabra. Estaba rojo y tenía la boca apretada. Mariana le miraba sin comprender: parecía que la petición de Tomás, en lugar de aliviarle de un gran peso, sólo servía para aumentar su furor. Pero ¿era furor aquello? ¿O era otra emoción diferente?

En todo caso, algo por completo inesperado para todos. Otilia y Tomás miraban a Roque con el mismo asombro que Mariana. Ésta pronunció, como un aviso más que como una pregunta:

—¡Roque! ¿Qué te ocurre?

—Quedamos en que esperaría usted ocho días —dijo por fin Roque, volviendo la cara hacia Tomás.

—Usted me dijo que reflexionara, y yo no necesito más reflexiones. Lo que necesitaba era ver a Otilia.

—Ha hecho usted muy mal.

—¡No estoy de acuerdo! —Tomás sonrió, seguro de sí, un poco petulante, muy simpático—. Estoy muy satisfecho de mi decisión… y de sus resultados.

—Cuando yo entré, Otilia gritaba y estaba a punto de llorar.

—Se enfadó conmigo porque yo me puse muy pesado. Pero, a pesar de todo, yo sé que me quiere. ¿Verdad que me quieres, Otilia?

Otilia se puso colorada, pero miró a Tomás con firmeza.

—¡Sí! —dijo, con la cabeza y con los labios.

—¡Pues eso es lo único que necesito saber! Ya ve usted, Roque, que los plazos son del todo inútiles. Dentro de unos días volveré con algún pariente respetable para hacer oficialmente la petición; pero yo necesito llevarme ahora su respuesta.

Roque se quedó callado y sin mirar a nadie durante un rato tan largo que Mariana estaba ya a punto de llamarle otra vez con un grito. Pero fue Otilia quien gritó:

—¡Papá! ¿Por qué te quedas así? ¿Quieres que Tomás piense que… que no le he dicho la verdad?

—No se trata de ti, hija mía —dijo Roque, inexpresivo y sin mirarla.

—Pues, entonces, ¿de quién?

—¿De mí, quizá? —completó Tomás—. ¿No le gusto a usted para yerno?

—De sobra sabe usted que no es eso.

—Pues, entonces, contésteme.

Aún hubo una pausa, aún tuvo tiempo Otilia de exclamar, nerviosa:

—¡Padre! ¡Contesta!

—Cásate, hija mía —dijo por fin Roque—, y sé muy feliz.

—Lo será, si de mí depende —dijo Tomás inclinándose ante Otilia y con perfecta naturalidad. Y añadió, volviéndose a su futuro suegro—: ¡Gracias, Roque! No se arrepentirá usted de su confianza. Y, ahora ¿será mucho pedir que me permita llevarme a mi prometida a pasear un poco? Sin salir del jardín, desde luego.

Había un asomo de ironía en la amable voz del marqués. Roque no le respondió en seguida. Podía dudarse de que le hubiera oído. Mariana habló, incapaz de contenerse:

—¡Claro que sí! Pueden ustedes irse; pero que Otilia coja un chal: debe de hacer fresco.

Tomás se adelantó a abrir la puerta y dejó pasar a Otilia, que volvía los ojos inquietos para mirar a su padre; luego salió tras ella. Cuando cerró la puerta, Roque miró a Mariana con dureza.

—¡Me has desobedecido a sabiendas, María!

—Tú no me prohibiste que recibiera a Tomás, ni que le permitiese ver a Otilia —replicó Mariana fríamente.

—¡Pero sabías cuál era mi intención!

—Sí, lo sabía. Pero Tomás me dio sus razones y me convenció.

—Lo cual significa que crees conocer mejor que yo lo que conviene a mi hija…

El tono áspero de Roque acabó por sublevar en Mariana muchos sentimientos que llevaba dentro comprimidos.

—¡Sí! En este caso, usé mi propio juicio; y, además, acerté.

—¿Tú qué sabes?

—¿Saber? ¡Lo veo! Otilia ha defendido su causa mejor que hubieras podido hacerlo tú mismo.

—¡Eso es lo que yo quería evitar!: que Tomás se encontrase atado antes de haber reflexionado sobre los riesgos.

—Pero ¿qué riesgos? Los que a ti tanto te espantan, a Tomás apenas le preocupan. Ha dicho que se casaría con Otilia aunque su aventura fuese ya pública.

—¡Ésas son cosas que se dicen! Además…

Roque se cortó bruscamente. Luego continuó, siempre áspero:

—Me habéis cogido por sorpresa entre los tres. Me habéis puesto entre la espada y la pared, con Otilia mirándome casi como a un verdugo… ¿Qué podía yo hacer?

—Lo que hiciste, naturalmente. Aunque podías haberlo hecho con mejor cara.

—¡No sabes lo que dices ni lo que has hecho!

—Pues, entonces, explícamelo tú. Si hay algo que yo ignoro, dímelo.

—¡No hay nada que decir! Además, ya no tiene remedio. Pero recuerda que tú serás responsable en gran parte de que Otilia y Tomás se casen.

—¡En parte mayor de la que tú supones! —afirmó Mariana con orgullo—. Fui yo quien hizo que se encontraran. Para eso llevé a tu hija de paseo. Estaba segura que Tomás era el hombre que necesitaba. Me propuse unirlos, y lo conseguí.

—¡Te advertí que no lo hicieras, María! —exclamó Roque con los dientes apretados—. ¡Te dije que no intentaras mezclarte en la vida de mi hija!

—¡Sí, me lo advertiste! Que no me metiera en nada, que no quisiera comprender nada… Me lo advertiste más de una vez, y yo me propuse obedecerte. Me propuse aislarme de ti y de los tuyos y observaros fríamente, como si fuerais muñecos sin vida… o como si lo fuera yo misma. Pero no fui capaz de hacerlo.

—¡Pues es una lástima! —lanzó Roque, restallante.

—¡Sí, todo esto es una lástima! Un error muy grave. ¡Tuyo, Roque, más que mío!

—Es posible. Pero creo que olvidas las circunstancias.

—¡No, no las olvido! Ni tampoco la gratitud que te debo.

—¡No se trata de eso!

—¡Claro que sí! Me salvaste, fuiste muy generoso; pero te equivocaste al juzgarme. Yo no soy sólo un cuerpo que necesita alimento, y reposo, y cobijo. Me trajiste a tu casa, a vivir con los tuyos. No tengo otra familia ni otros afectos en este mundo. No tengo ni siquiera recuerdos dulces en que refugiarme. Tendría que ser un monstruo o tener el alma muerta para portarme como tú pretendes: no pensar, no juzgar, no interesarme por las personas a quienes veo vivir y sufrir… Me acusas de entrometida, y eso me duele. Pero… ¿no te entrometiste tú en mi vida? ¿No insististe, y arrollaste mi voluntad con la tuya, sin permitirme decir que no?

—¡Sí! ¡Eso fue lo que hice! Y, como tú dices, cometí un error. Y, desde entonces, cada paso que doy es otro error más, hasta encontrarme atado de pies y manos en un callejón sin salida.

Roque estaba fuera de sí; su voz era destemplada y ronca. Pero Mariana comprendió entonces que su intuición había acertado: no era ira el verdadero sentimiento de su marido, sino la angustia de la impotencia.

—¡Roque, por Dios! —suplicó. ¿Qué te pasa?

—¡Nada! ¿Qué quieres que te diga? No hay nada que decir, y ahora menos que nunca. Ya está todo hecho, ya no tiene remedio, ya no puedo volverme atrás. Tomás se casará con Otilia, y eso acabará de cerrarme los caminos. Ni vivo ni muerto podré ya hacer nada. Pero acuérdate siempre de que tú lo has querido.

Roque dio media vuelta y salió de la sala. Mariana se quedó por un momento mirando a la puerta, preguntándose por qué no le había detenido. Suspiró, desalentada.

Su cabeza en aquel momento no era más que un laberinto de confusión y dudas.

Se acercó a la ventana y miró hacia el jardín. Otilia y Tomás recorrían lentamente el sendero principal, acercándose a la casa, absortos el uno en el otro. Formaban una magnífica pareja.

«¿Por qué no me habló Roque de la falsa boda de Otilia? Es su mejor atenuante, y lo natural sería que su padre deseara contármelo, sobre todo últimamente, cuando yo estaba ya enterada a medias… Amanda no me lo contó porque dio por cierto que yo lo sabía. Pero ¿por qué no me lo dijo Roque el día en que hablamos los dos en esta misma sala…?».

Otilia y Tomás se habían detenido ante la puerta de casa. Otilia alzó la cabeza y vio a Mariana. Los dos alzaron la mano en un saludo sonriente.

Y Mariana, de pronto, sintió los ojos ardientes de lágrimas y una intensa conciencia de su propia soledad.