Fue un gran alivio para Mariana. Contrató a un mozo de los que paraban en Antón Martín para que le trajera sus equipajes, empeñó por lo que le dieron los pendientes de su madre y el reloj de oro que le había regalado Antón y pagó el primer mes de hospedaje. Pero subsistía el problema más difícil: encontrar trabajo. Mariana hizo algunas gestiones sin éxito: no tenía referencias ni más preparación que la de una mujer de su casa, y, además, había algo en su apariencia que no encajaba ni con su vestir ni con sus pretensiones.
Un mediodía en que regresaba a su casa desanimada, haciendo tiempo para la hora en que se suponía que salía de su trabajo, se fijó en un taller de planchado en el cual las chicas estaban recogiendo la labor con alegre bullicio. Abrió la puerta de cristales. Era un amplio bajo que daba por un lado a la calle y por otro al patio. Largas mesas de un lado y de otro; una tabla a la altura de la cabeza, cargada por arriba de pilas de ropas, y por debajo de la cual corría una interminable fila de cruces que sostenían enaguas, peinadores, capillos almidonados y listos para la entrega…
En el aire flotaba el olor tostado y dulzón de la plancha, mezclado con el picor del carbón vegetal.
El bullicio cedió a la entrada de Mariana, y una mujer gruesa y colorada se acercó a ella.
—¡Buenos días! ¿Qué deseaba?
—¿Puede usted… darme trabajo?
—¿Trabajo? Puede ser… ¿Sabe usted del oficio?
—Un poco.
—¡Huy, un poco! Eso quiere decir que no sabe nada.
—No me importa empezar de aprendiza.
—Un poco talludita, ¿no?
—Me he quedado viuda y necesito ganarme la vida.
Las planchadoras, que estaban quitándose delantales y manguitos blancos, poniéndose pañuelos y mantones, murmuraban entre sí con tal viveza que la maestra se volvió a mirarlas.
—¿Qué os pasa a vosotras, chicas? ¿Qué guirigay es ése?
—¡Pregúntele usted cómo se llama!
—¡Mírela usted bien, dígale que se quite el pañuelo!
—¡Es la Mariana, maestra! ¡La Mariana Estévez!
—¡Viuda! —una de las chicas rió, malévola—. ¡Ya lo creo!
La maestra se volvió a Mariana con un gesto de horror en su floreciente rostro.
—¿Es verdad lo que dicen ésas?
—¡Sí, es verdad! —dijo Mariana, con arrogancia desesperada.
La maestra se puso en jarras.
—¿Y tienes la poca lacha de venir a pedir trabajo a una casa decente?
—¿Por qué no se lo pides al cacique de Mena? —gritó la más audaz de las planchadoras—. ¡Él te lo dará más fácil y bien pagao!
—¡Fuera! ¡Largo! —ordenó la maestra, señalando la puerta a Mariana.
Una de las chicas cogió una jofaina de las de remojar y llegó justo a tiempo para arrojar el agua a Mariana en el momento en que ésta pisaba la calle. Rieron todas, y Mariana se volvió, furiosa y dispuesta a la réplica. Pero el retablo de caras burlonas, despreciativas, y la risa sana de aquellas mujeres la paralizó: no eran malas, en realidad; se creían justas, pensaban estar corrigiendo una injusticia. Mariana quiso hablar y no pudo; la garganta se le agarrotó y los ojos se le nublaron. Había llorado muy pocas veces en su vida, la última cuando se llevaron el cuerpo de su marido para hacerle la autopsia.
Ahora, rabiosa por su debilidad, dio media vuelta y se alejó de las risas inocentes y crueles de las planchadoras, de las miradas curiosas de los transeúntes…
Dos días después, cuando volvió a su alojamiento a las seis de la tarde, se encontró esperándola al yerno de la patrona. Antes de que hablara, Mariana adivinó lo que iba a decir: se había descubierto su identidad y no la querían como huésped.
—Aquí tiene usted su mes, quitando los días que ha pasado, pero esta noche ya no la pasa usted aquí.
—¡Esta noche…! ¡Pero eso no puede ser! ¿Adónde voy yo esta noche?
—Eso es cosa suya. Aquí entró usted con mentiras, así que no se queje. Mi suegra dice que si duerme usted aquí esta noche, ella se va. Y, como usted comprenderá, eso yo no lo puedo consentir. Ahora vendrá un mozo, que le he avisado yo, para que baje sus baúles. Así que… dese usted prisa.
Mariana no replicó: entró en su cuarto y se puso a hacer rápidamente su equipaje. De nuevo vino en su ayuda aquella especie de desesperada indiferencia que se interponía entre ella y el mundo.
«Puede que en una fonda de las caras no me puedan decir que no… Y, si me lo dicen, yo le diré al mozo que deje los baúles en la calle y me sentaré junto a ellos… Supongo que acudirá alguien…, aunque sea un municipal. Digo yo que habrá algún sitio en Madrid donde se recojan los que no tienen casa: un asilo, o un convento…».
La expulsión de «la Mariana» fue un espectáculo para todo el barrio. En torno al carrillo del equipaje se habían congregado numerosos chiquillos y, desde todas las puertas, las mujeres miraban.
Cuando la protagonista salió, llevando su saco de mano, en pos del faquín que llevaba a espaldas el segundo baúl, se oyó un rumor de comentarios punteado de voces más altas:
—¡Mírala, mírala: ésa es!
—¡Mírala, qué orgullosa…!
Y los chiquillos abuchearon, encantados:
—¡Eh…! ¡Eh…! ¡Fuera! ¡Largo de aquí…! ¡Eh, eh!
Mariana cruzó ante ellos y siguió calle adelante, impasible en apariencia. Mientras tanto, el mozo descargaba de golpe el baúl sobre el carro y luego, cogiendo a éste por las varas, echó a andar, no empujándolo, sino reprimiendo su rodar por la empinada cuesta abajo.
Los chiquillos corrían alborotando detrás de Mariana.
Las mujeres, en cambio, callaban, suspensas. Al dar la vuelta a la esquina de Ave María, una anciana de aspecto modesto y respetable se acercó a la joven y dijo, con mucho acento gallego y una sonrisa algo desdentada:
Señora, ¿quiere venir conmigo?
Mariana se detuvo.
—¿Quién es usted?
—No me mire mal, señora… Yo puedo alquilarle una habitación.
—Y… ¿por qué?
—¿Por qué…? Pues… porque me da lástima como la tratan. Si los jueces no la condenaron, ¿por qué han de condenarla los que no saben nada?
—¿De verdad es… por eso?
—Yo soy una mujer decente. Venga conmigo. Si usted quiere, puede preguntar a mi portera y a mis vecinos… Soy viuda y vivo sola.
Mariana dudaba, pero no veía otra solución. Además, estaba muy cansada. Había sido una fatiga muy grande tener que pasarse en la calle, sin refugio y sin rumbo, todas las horas que se suponía pasaba en el trabajo.
—Muchas gracias —dijo—. Iré con usted.
La mujer se volvió y, con gran viveza, muy contenta al parecer, dio instrucciones al mozo. Luego tomó a Mariana del brazo y la guió hacia la calle de la Magdalena, mientras se justificaba verbosamente.
—Yo estaba en casa de una parienta que vive ahí, en la calle Tres Peces… Unas vecinas me contaron todo lo de usted, y yo les dije que me parecía un pecado echarla a la calle de esa manera. «Eso no se hace ni con un perro —les dije yo—; ¿qué va a hacer esa pobre mujer, si nadie le quiere dar cobijo ni colocación?».
—Gracias —murmuró Mariana cansadamente—. Muchas gracias…
—¡No las merece! Las mujeres tenemos que ayudarnos unas a otras, que los hombres bien se ayudan, ¿no le parece?
No le gustaba a Mariana aquella mujer, pero las cosas que decía no carecían de buen sentido ni, al parecer, de buena voluntad. Su casa estaba próxima y la habitación que mostró a Mariana era, más que decente, casi confortable.
Todas las vacilaciones que hubiera podido sentir la joven se desvanecieron a la vista de aquella gran cama, de los blancos embozos recién planchados.
No se le ocurrió, de momento, pensar que aquella cama estaba esperando a alguien y que, según las explicaciones de la dueña, ese alguien no podía ser ella…
Cenó a gusto y durmió como un tronco, aunque no dejaba de latir en su mente una inquietud confusa. Por la mañana, con el chocolate y los churros del desayuno, la patrona le trajo una propuesta.
—Usted no tiene trabajo, ¿verdad señorita? —empezó, con aquel tono meloso que desagradaba a Mariana.
—No; ahora voy a salir a ver si encuentro algo.
—¡Eso le iba a decir!: que no hace falta que ande de aquí para allá, porque así no va a conseguir nada… Si quiere, yo hablo con una cuñada que tiene un taller de costura, y, en recomendándola yo, ya puede contar que la coloca…
—Verdaderamente —murmuró Mariana, despacio y a la fuerza—, es usted muy buena conmigo, sin conocerme…
—¡Bah, señorita! Cada cual lleva su cédula en la cara. Yo, con mirarla, ya sé que es buena. Y, además, segura estoy de que tiene manos de ángel para la costura.
—No tanto como eso. Pero estoy dispuesta a empezar por el principio.
—Pues, entonces, ya está todo hablado: usted no se preocupe de nada, que yo hablaré con mi cuñada y lo arreglaré todo y le traeré a usted la noticia, que ha de ser buena, si Dios quiere.
Mariana seguía recelosa, pero se repitió a sí misma una y mil veces que no tenía motivo y que no debía dejarse llevar por su carácter, demasiado vehemente, ni por la exagerada antipatía que le inspiraba todo lo que oliera a servilismo. A mediodía, la patrona regresó radiante: su cuñada aceptaba a Mariana en su taller, y hasta estaba dispuesta a pagarle bien, si era capaz de cumplir su trabajo.
—¿Y no había…? ¡Vaya si cumplirá, y mejor que ninguna!
La costurera no se parecía en nada a su cuñada. Era una mujer grande, cejijunta, lacónica, que apaciguó los recelos de Mariana con su evidente y más bien hosca naturalidad.
Durante ocho o diez días, Mariana trabajó con aplicación. Las largas horas de jornada, lejos de pesarle, le agradaban. Llegaba por la noche rendida y dormía casi bien, lujo olvidado desde su desgracia. Empezaba a pensar que había encontrado una estabilidad, una rutina, una tregua. Pero un mediodía, cuando volvía a casa a la hora de comer, la patrona salió a su encuentro, más melosa y más gallega que nunca:
—¡Mire, señorita, lo que tiene aquí! Se lo trajeron mientras usted no estaba, y ya pensé que no lo podría recoger, porque hay que firmar, ¿sabe?; pero a lo último el cartero me lo dejó… ¡Mire, mire, dineriño fresco!
Ofrecía a Mariana un plato con algunos billetes de banco y un papel que la joven reconoció: era un resguardo de giro postal. Pálida de ira, sintiendo que todo se le había venido abajo de golpe, lo cogió, lo leyó: no figuraba el nombre del imponente ni ninguna clase de explicación. El lugar de origen era Madrid.
No le quedó ya ninguna duda. Arrebatando los billetes bruscamente ante la mirada atónita de la patrona, giró sobre los talones y se dirigió hacia la puerta.
—¡Pero, señorita! ¿Adónde va…? ¿Es que no va a comer?
Mariana no contestó. Llevaba aún puestos mantón y pañuelo. Salió a la calle directamente y a largos pasos se encaminó a la Carrera de San Jerónimo. Esta vez no entró en su antigua casa a través del patio, sino por la puerta principal. El portero debía de estar comiendo, porque no se dejó ver.
Mariana subió la alfombrada escalera, pasó ante la puerta del entresuelo sin detenerse y al llegar al principal llamó con un enérgico tirón. Le abrió un criado de chaleco rayado, largas patillas y gesto cínico.
—¿Qué desea? —dijo con desabrimiento—. Me parece que se ha equivocado.
—Quiero ver a don Adolfo Mena.
—¿El señor la ha citado?
—No; pero dígale que Mariana Estévez quiere verle. Si está comiendo, espero aquí.
El criado se quedó boquiabierto, mirando de hito en hito a Mariana. Ella apremió, impaciente:
—¿No me ha oído? ¿Está comiendo don Adolfo?
—No… no. Todavía no se ha sentado a la mesa…
—Pues dígale que salga aquí.
El criado, muy perplejo y vacilante, se fue pasillo adentro, volviendo la cara atrás para mirar a Mariana. Reapareció a los pocos minutos.
—Pase usted. El señor la recibirá en seguida. —¡No quiero entrar! Quiero que salga él aquí. Dígale que sólo es un minuto.
—¡Pero, señorita, el señor me ha dicho…! —¡Y yo le digo que no entro! Pásele mi recado. Cada vez más intrigado y perplejo, el criado volvió a eclipsarse brevemente.
—El señor me ha dicho que no saldrá, y que, si quiere usted verle, tendrá que pasar al despacho.
Mariana se mordió los labios, dudosa; pero estaba demasiado indignada para renunciar a su propósito.
—¡Está bien! —dijo—. ¡Vamos! El criado la precedió pasillo adelante, se detuvo ante una puerta, la abrió y se apartó a un lado.
—¡Espere usted aquí! No se vaya —le dijo Mariana al pasar ante él.
Y se quedó en la misma puerta, impidiendo que pudiera cerrarse. Don Adolfo Mena estaba frente a ella y se puso en pie para recibirla, muy sonriente.
—¡Buenas tardes, señora! Su visita me honra… ¡Retírate, Matías!
—¡No! —dijo Mariana—. No es necesario. Sólo he venido a… ¡esto!
Al decir la última palabra, arrojó al centro de la habitación los billetes que aún llevaba en la mano y se volvió para marcharse. Pero don Adolfo, un instante desconcertado por el inesperado gesto, reaccionó en seguida.
—¡Mariana, espere! ¿Qué significa esto?
—¡De sobra lo sabe usted! —dijo Mariana, volviéndose desde el pasillo—. ¡No quiero su dinero ni nada de usted! ¡Ni tampoco su ayuda, ni la casa que me ha buscado, ni el trabajo…! Ya le he dicho que prefiero morirme de hambre antes que deberle a usted ni un alfiler.
—Le aseguro, Mariana —dijo don Adolfo—, que no entiendo palabra de cuanto me dice.
La entonación del hombre era tan evidentemente sincera que hizo vacilar la convicción de Mariana.
—Entonces… —murmuró la joven—, ¿no fue usted?
Don Adolfo se había acercado, y Matías se esfumaba hacia el recibidor. El asombro de Mariana le hizo, por un instante, olvidar las precauciones.
—¿No fue usted quien pagó a una mujer para que me ofreciera un cuarto y un empleo?
—No. Lo hubiera hecho con muchísimo gusto, pero…
—¿No me mandó ese dinero por correo?
—No. Ignoraba su alojamiento. Pero, desde luego, sería una satisfacción para mí el que usted aceptara…
—¡No acepto nada! He venido a decirle eso precisamente: que me deje usted en paz de una vez.
Inesperadamente, don Adolfo sonrió.
—¿De verdad has venido a eso, preciosa? ¿No habrás venido a todo lo contrario…?
—¡He venido a devolverle su dinero! No quería que usted pensase que me lo había quedado.
Don Adolfo rió suave y se acercó más.
—¡Eres una mujercita muy lista, pero a mí no me engañas! Yo no te he mandado ese dinero. Ni yo ni nadie. Tú has inventado toda esa historia para venir a verme.
—¡Lo que quiero es no verle más!
—Y para eso vienes a mi casa…
—¡Mire usted! —Mariana señaló hacia el interior del despacho, sobre cuya alfombra se veía, entre los esparcidos billetes, un pequeño papel blanco—. ¡Mírelo, ahí tiene el resguardo del giro!
—¡No puedo, preciosidad! —dijo don Adolfo en tono confidencial y burlón—. Estando tú a mi lado, no puedo apartar los ojos de ti…
—¡Apártese! ¡Déjeme pasar!
—¡No grites, preciosa! Has venido por tu voluntad… ¿De qué sirve ahora armar un escándalo? ¿Qué pensarán los que te oigan?
—¡Suélteme! —dijo Mariana, apretando los dientes. ¡No quiero gritar, pero gritaré hasta alarmar la casa si no me suelta!
Don Adolfo la soltó, pero alargando el brazo de forma que le impedía el paso. Sonreía, muy tranquilo y divertido.
—Eres una hipocritilla… Sabes que me gustas más cuando te enfadas.
—¡Déjeme pasar!
—Me echabas de menos, ¿verdad, tortolita…?
—¡Matías…! —llamó Mariana—. ¡Venga usted, Matías!
—¿A qué viene eso ahora, fierecilla? Ya no te vale disimular: has venido cuando yo no te esperaba ya, y ahora…
De pronto, con un movimiento brusco y una fuerza que Mariana no esperaba, don Adolfo la abrazó y la besó. Mariana se debatió inútilmente, dándose cuenta por primera vez de lo debilitadas que estaban sus fuerzas físicas. Las morales estaban sin duda también abatidas por la conciencia del grave error que había cometido.
Durante un instante de angustia y humillación, Mariana se encontró impotente bajo aquellas caricias que la repugnaban, entre aquellos brazos opresores, respirando aquel olor a tabaco, a agua de colonia. Se ahogaba; las lágrimas de rabia y vergüenza, la impedían respirar.
—¡No! ¡No! —quería gritar, sin conseguirlo. Al fin, una palabra brotó, confusa y sofocada—: ¡Canalla!
—¡Canalla! —repitió otra voz, masculina y poderosa.
Mariana se sintió violentamente arrancada del ofensivo abrazo y se encontró frente a frente con el hombre de la Audiencia. Parpadeó, creyendo soñar: la cara curtida, la boca dura, los puños preparados para un nuevo golpe. La misma figura incongruente, que parecía nacer súbitamente del aire.
—¿Qué es esto? —preguntó don Adolfo, con la dignidad posible a un hombre que acaba de ser lanzado violentamente contra una pared—. ¿Qué hace usted? ¿Cómo ha entrado?
—Por la puerta, naturalmente.
—¿Quién es usted?
—Mi nombre no importa ahora. Soy un hombre honrado y llegado oportunamente. Señora: vámonos de esta casa.
—¡No sea ridículo! —exclamó don Adolfo, despectivo—. Esta mujer ha venido por su voluntad.
—¡Vine a tirarle su dinero a la cara! —gritó Mariana.
—Eso no es más que un pretexto: yo nunca le he mandado un real.
—¿Pretexto? —Mariana se encogió de hombros—. ¿Cree usted que yo tengo los billetes para tirarlos así?
Al decirlo, señaló hacia el interior del despacho; el raro intruso siguió su movimiento con los ojos, vio el dinero por el suelo y se acercó a recogerlo. Con los billetes en la mano, volvió hacia Mariana.
—Tómelos usted —dijo—, no son de este… caballero.
—¡Usted está loco! —dijo don Adolfo, despectivo— ¡o no sabe con quién trata!
—¡Vaya si lo sé!: con un cobarde capaz de ofender a una mujer indefensa.
—¡Le denunciaré por allanamiento de morada!
—No hará usted tal, señor Mena. Me dejará ir tranquilamente… Señora: tome el dinero y salga. Yo saldré luego, porque no quiero imponerle mi compañía.
—Ese dinero no me pertenece ni lo quiero.
Mariana salió, demasiado altanera y rígida, precisamente porque se daba cuenta de que, si se dejaba ir, andaría haciendo eses y tropezando con las paredes. Estaba completamente aturdida y, lo mismo que las otras veces en que se había encontrado con aquel hombre, sentía frío y miedo sin parar, mientras que él se había comportado con ella de forma impecable.
Durante el camino hasta su casa se esforzó en ordenar sus pensamientos en un sentido práctico.
«Tengo que dejar esa casa y también ese trabajo. Si no es cosa de don Adolfo, será cosa de ese hombre… Sí: debió de ser él quien me envió el dinero; por eso lo recogió con tanta tranquilidad… Me siguió a la casa, claro está… Me sigue a todas partes, escondiéndose. Yo lo presentía todo este tiempo; por eso estaba inquieta sin saber por qué. ¿Qué querrá de mí? Me asusta más que don Adolfo, mucho más… Porque don Adolfo no es más que un fresco, y, en cambio, ese hombre…».
Al llegar a su casa, la patrona le salió al encuentro, muy agitada.
—¡Ay, señorita, gracias a Dios que vino! ¡No sabe el rato tan malo que me ha hecho pasar! ¿Por qué se fue de aquella manera, sin comer…?
Mariana retuvo su impulso de replicar con aspereza. En la última temporada había aprendido la conveniencia de tragarse el genio, y la inmediata experiencia de su infortunada visita a don Adolfo no había hecho más que confirmar la enseñanza. Se limitó, pues, a decir fríamente:
—Comeré dentro de un momento. Ahora voy a mi cuarto.
Estaba aún demasiado sofocada para tener apetito, pero le bastaron unos minutos, que empleó en guardar mantón y pañuelo y en lavarse las manos, para descubrir que estaba hambrienta.
La patrona le sirvió con solicitud aún más notoria que de costumbre y —cosa extraordinaria— sin hablar apenas. Mariana comió con avidez, pero sin darse cuenta de lo que comía. Estaba abstraída en su problema: no podía seguir en aquella casa, ni tampoco podía dejarla mientras no hubiera encontrado otra. La idea de volver a la búsqueda azarosa la aterraba: «Pero no hay más remedio. Y también tengo que buscar trabajo. He de esconderme donde ese hombre no me encuentre. Quizá sería mejor que me fuera al pueblo; pero… ¿qué voy a hacer allí? Y, de todos modos, no tengo valor para volver, después de todo lo que ha pasado».
—¡Señorita!
Mariana había acabado de comerse la naranja que constituía su postre. La patrona estaba ante ella, evidentemente nerviosa. Sin desplegar los labios, la joven la interrogó con la mirada.
—Señorita… —repitió la mujer—, ahí… ahí fuera hay un caballero que quiere verla.
—¿Un caballero? —Mariana se puso en guardia—. ¿Ha dicho su nombre?
—Don Roque Bravo.
—No le conozco. Dígale que no quiero verle.
—¡Pero, señorita…!
—¡Haga lo que le he dicho! Que le dé a usted el recado que sea.
Pero Roque Bravo estaba ya entrando en el comedor.
—Usted perdone, señora. Es necesario que hablemos.
Mariana se puso en pie bruscamente.
—¡Usted otra vez! ¿Por qué me persigue? ¿Qué es lo que quiere de mí?
—Nada malo, señora. Nada que pueda ofenderla. Yo no soy un Adolfo Mena.
—¡Pero me ha armado una trampa! ¡Está usted de acuerdo con esta mujer!
—Sólo para ayudarla a usted.
—¿Y por qué tiene usted tanto afán de ayudarme?
—Porque soy un hombre honrado y me avergüenza el trato injusto que le dan a usted.
—¿Qué tiene usted que ver conmigo ni con mi suerte?
—Presenciar una injusticia y cruzarse de brazos es una vileza.
—¡Usted no puede remediar nada! Sólo puede hacerme más daño aún.
—He venido a pedirle que se case conmigo.
Mariana se quedó petrificada por un momento. Luego, de súbito, estalló en una carcajada estridente. Roque Bravo la contempló impasible al principio; pero las oleadas de risa nerviosa se sucedían sin descanso, incontenibles y dolorosas. Mariana, con las manos engarfiadas sobre el respaldo de la silla, se balanceaba hacia atrás y hacia delante, con las mejillas mojadas de lágrimas. La patrona se santiguó, asustada, y Roque se acercó a Mariana y la sacudió por un brazo.
—¡Basta ya! ¡Siéntese y calle!
La sentó a la fuerza y le acercó a la boca el vaso de agua que había sobre la mesa. Mariana reía aún débilmente, y su risa semejaba a las sacudidas de un llanto nervioso. Cogió el vaso de la mano de Roque y bebió un trago dócilmente. Luego él le ofreció su pañuelo para que se secase las lágrimas. Al fin Mariana alzó los ojos hacia él.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Mi nombre ya lo sabe usted. Tengo tierras en Galicia y estoy en Madrid de paso.
—¿Por qué se ocupa usted de mí? Todos creen que he matado a mi marido, y usted no sabe si es verdad o no.
—Yo sé que es usted inocente.
—¡No puede saberlo!
—He asistido a una parte de su juicio. Ninguna persona sensata puede dudar de que ha sido justo.
—Sin embargo, todos lo dudan.
—No el juez, ni el fiscal, ni los jurados. Lo dudan los que no juzgan por los hechos, sino por las patrañas de los periódicos. A muchos necios les basta ver algo en letras de molde para creerlo como artículo de fe. Pero yo pienso con mi propia cabeza, y veo que es usted una víctima de la política.
—¿La política? —repitió Mariana, desconcertada.
—Sí. Los periódicos de la oposición se valen del interés que siempre despierta un crimen para denigrar a Mena y, de paso, a su partido. Y los periódicos de la situación, bastante tienen en defender a los suyos, sin preocuparse de usted.
—Es posible que todo eso sea verdad. Pero a usted no le importa.
—Sí que me importa.
—¿Por qué?
—Ya se lo he dicho: perdería mi propia estima si presenciase una injusticia cruel sin hacer nada por remediarla.
—¡Pero es que no puede usted hacer nada!
—Puedo casarme con usted.
Sonrió Mariana amargamente.
—¿Sólo por librarme de mi mala suerte?
Roque Bravo frunció el duro ceño, meditando su respuesta.
—No —dijo por fin, tranquilamente—. No es sólo por eso.
—¡Me lo figuraba! ¡Váyase, por Dios! Si de verdad es usted un caballero, váyase en seguida.
—Con una condición: prométame que no dejará usted esta casa.
—La dejaré en cuanto encuentre otra.
—Bien está. Pero ha de ser otra decente y segura. Si no es así, no se mueva de ésta. Y en cuanto a su trabajo, puede usted seguir en él sin ningún recelo.
—Seguiré mientras no encuentre otro… o me echen de éste.
—Si busca, tenga cuidado: Madrid está lleno de asechanzas para una mujer sola.
Mariana sonrió de nuevo, con ironía:
—¿Usted cree, señor Bravo? Gracias por el aviso.
—Usted lo sabe de sobra y comprendo que no quiera ya confiar en ningún hombre. Pero sería triste que, por huir de mí, que sólo quiero su bien, fuese a encontrar algún mal lance.
Mariana miraba a Roque fijamente, muy intrigada, tratando de descubrir la intención que se escondía tras aquel rostro tranquilo e impenetrable de campesino. ¿Era bien parecido aquel hombre? Mariana no lo sabía. Los ojos eran grandes, claros bajo las negras cejas, y no parpadeaban ni esquivaban los suyos. De pronto, Mariana se estremeció: la mano derecha de Roque ascendía, cruzando el ancho pecho, hasta desaparecer bajo la solapa izquierda de la chaqueta. Mariana aguardó un instante, en tensión, oscuramente angustiada. En seguida la mano reapareció, vacía, y volvió a caer a lo largo del costado…
—¿Quién es usted? —preguntó Mariana con voz más alta y estridente de lo que ella quería.
—¡Ya se lo he dicho! —respondió Roque, alzando una ceja—. ¿Quiere ver mi cédula?
—¡No, no es eso! Es que… ¿No nos hemos visto usted y yo alguna vez… hace mucho tiempo?
—No lo creo… Que yo sepa, la vi a usted por primera vez en la Audiencia.
—Pero… quizá años atrás… ¿No ha estado usted nunca en Villar del Duque?
—Ni siquiera conocía ese nombre. —Está en la provincia de Toledo. Es mi pueblo; yo he nacido y he vivido allí hasta mi matrimonio… ¿No me engaña usted?
—¿Con qué fin? Me alegraría poder decirle que soy un viejo amigo de su familia. Pero no he estado nunca en su pueblo, ni en ningún otro fuera de Galicia. Sólo a Madrid vengo de tarde en tarde, y bien contra mi gusto.
—Entonces… tiene que haber sido un sueño… o un aviso.
—¿Un aviso?
Mariana se mordió los labios.
—¿Qué lleva usted en ese bolsillo? —preguntó.
—¿En qué bolsillo?
—En ése de la izquierda: el del chaleco, o el interior de la chaqueta…
—¿Aquí…? Nada: el tabaco.
—¿Era eso lo que buscaba usted con la mano hace un momento?
—Puede ser… No me fijé, pero es fácil que buscara el tabaco sin darme cuenta. Soy muy fumador.
—¡No, no era eso! ¡Era otra cosa! ¿Lleva usted un arma, una pistola?
—No, desde luego —dijo Roque Bravo, con evidente asombro.
—¡Pero acostumbra usted a llevarla ahí! ¡Una pistola, probablemente!
—¡Le aseguro que no! Muy pocas veces llevo un arma, y jamás en el bolsillo.
La voz era tranquila, positiva, terminante. Mariana suspiró, exasperada y agotada, sin saber qué decir ni qué pensar.
—No acabo de comprender —dijo Roque—. ¿Teme usted que la amenace con una pistola?
—¡No, no! —Mariana sacudió la cabeza, impaciente—. No es eso. Pero, por favor… ¡váyase ya!
Roque hizo un corto ademán de sumisión.
—Bien, señora. Usted manda. Estoy en la Fonda de Madrid, por si puedo servirla en algo.