19.

Anochecía cuando llegó el coche que traía a Roque Bravo y a su hija. Mariana, que los veía desde la sala, dudó si bajar a su encuentro, y al fin optó por quedarse donde estaba. Le decidió a ello la actitud de Otilia, que salió del coche muy envuelta en su capuchón y se precipitó al portal como si estuviese lloviendo a mares.

Al cabo de un momento entró Roque, solo, a saludar a su mujer.

—¿Cómo está Otilia? —preguntó Mariana.

—Encerrada en sí misma y dura como las peñas.

—¿Sigue culpándote a ti?

—No habla palabra, ni apenas contesta más que un sí o un no cuando se le apremia. Luego la verás. Bajará a cenar.

Los tres solos, en el gran comedor, en torno a la gran mesa, pasaron un mal rato durante la cena. Es decir, lo pasó Mariana y sin duda Roque también, aunque fue él quien mantuvo obstinadamente durante todo el tiempo un simulacro de conversación. En cuanto a Otilia, no habló, ni miró a nadie, ni comió apenas. Tenía la cara como achicada y los ojos duros. Mariana la comprendía muy bien; pensaba que ella misma debía de tener una expresión semejante cuando esperaba, sentada en el banquillo, la reaparición de los jurados con su sentencia.

En cuanto se sirvió el postre, la joven dijo, sin mirar a Roque:

—¿Puedo irme, padre?

—Sí, haz lo que quieras.

Otilia se levantó y salió con un «¡Buenas noches!», inexpresivo al que Mariana respondió con dulzura y Roque con brevedad.

—¡Pobre niña! —murmuró Mariana—. ¡Es terrible para ella esta incertidumbre!

—¿Y crees que para mí es agradable? Pero tengo que defender su porvenir.

—Yo estoy convencida de que Tomás…

—¡Por Dios, no hablemos de Tomás! —cortó Roque con violencia.

Y Mariana comprendió que, para él, la humillación de aquella espera resultaba más insoportable que la incertidumbre misma y que todos los temores.

Al día siguiente, Roque había ya salido cuando Mariana se levantó. Al abrir la ventana notó en el aire olor a estiércol y a tierra removida. Se alegró de que Roque tuviera un trabajo absorbente al que entregarse. Cuando Benigna le sirvió el desayuno, Mariana preguntó:

—¿Cómo está la señorita Otilia?

—Hecha un ovillo en la cama, pobriña, sin comer, ni hablar, ni mover pie ni mano… Si sigue así, ¡Dios nos ampare y la Santa Virgen!, va a morir la infeliz…

Mariana no dijo nada. Pensaba en la conveniencia de ir a ver a su hijastra.

—¡Tan contenta que ella estaba este tiempo atrás! Yo no sé lo que pudo pasar… ¡No será que don Tomás la ha dejado, porque si a tanto se atreve…!

Benigna dejó en el aire la frase preñada de amenazas contra Tomás y de preguntas a Mariana. Pero ésta prefirió no recogerlas, y Benigna, con un suspiro, salió del comedor al cabo de un momento.

Mariana decidió, por fin, dirigirse al cuarto de Otilia, aunque mucho temía no ser recibida. Pero cuando iba hacia la escalera, oyó un rumor de voces y se detuvo con sorpresa, creyendo reconocer una de ellas.

«¡Tomás! ¿Será posible?».

Se adelantó unos pasos y vio en seguida que no se engañaba: Tomás Lorenzana estaba a la puerta de la sala, hablando con Benigna. Al ver a Mariana, el ama de llaves se retiró, con un conato de reverencia y un mascullado:

—¡Con permiso…!

—Buenos días, María —dijo Tomás—. ¿Puedo hablar con usted un momento?

—¿Conmigo?

—Sí: sé que Roque no está en casa, y he venido precisamente por eso.

—¡Ah…! —hizo Mariana, interrogante y fría.

—Entremos al salón, ¿le parece?

—Bien. Entremos si usted quiere.

Entró ella delante, y él la siguió y cerró la puerta a su espalda. Dijo inmediatamente y casi con brusquedad:

—María: es preciso que yo hable con Otilia ahora mismo.

—¿A espaldas de Roque?

—En cierto modo. Pero no pretendo que la entrevista sea a solas: usted estaría presente.

—Lo siento, pero no puedo acceder.

—¿Por qué? ¿Qué puede haber de malo en ello?

—No lo sé; pero cuando usted ha esperado a que Roque esté ausente es porque supone que él no va a dar su permiso.

—¡Por favor, María! Hay cosas que Roque no comprende. Yo esperaba que usted las comprendiera. No voy a decirle a Otilia nada que su padre no pueda oír. Pero sé que, estando él presente, ella no será la misma. Roque la intimida, la paraliza, y yo necesito que sea sincera.

—Dígale usted eso a Roque, y seguramente lo comprenderá.

—Mucho me temo que no. Además, yo no quiero correr el riesgo. Necesito hablar con Otilia para salir de dudas. ¡Lo necesito con urgencia, no puedo pensar mientras no le haya hablado! ¡Por Dios, María, no sea usted tan timorata, no es propio de usted!

—Yo tengo confianza en el juicio de Roque —dijo María.

Pero vacilaba y Tomás lo advirtió.

—¡Él mismo le agradecerá que le dé usted resuelta esta dificultad! Yo espero y deseo ardientemente… lo mismo que desea él. Pero mis sentimientos no son lo que él supone.

—No le comprendo a usted —dijo María, de nuevo recelosa.

—¡No me haga explicárselo ahora! Se lo explicaré todo a Otilia en su presencia. ¿Qué más garantía puede exigir Roque?

—Pero… usted no ha tomado aún su decisión.

—¡No, ni la tomaré sin hablar con Otilia! ¿Es que no lo comprende usted?

—Sí —dijo Mariana, despacio—, lo comprendo.

—¿Entonces…?

—¡Bien está! Llamaré a Otilia. Espere usted un momento.

Mariana, asustada de su propia audacia, salió del salón y se encaminó al cuarto de Otilia. Vio a Benigna que acechaba desde el pasillo de la cocina, pero siguió rápidamente, sin darse por enterada. Bajó la escalera casi corriendo y llamó con los nudillos a la gruesa puerta de lo que en otro tiempo había sido granero.

—¡Otilia! Soy María. ¿Puedo pasar?

No se oyó ninguna respuesta. Mariana dio la vuelta al picaporte, pero la puerta no se abrió.

—¡Otilia! —dijo, impaciente—. ¿No me oyes? ¡Ábreme! Estás cerrada por dentro, ¿verdad?

—¿Qué quieres? —dijo por fin Otilia, con voz sin timbre—. ¡Déjame, estoy en la cama…!

—¡Pues levántate en seguida y ábreme! ¡Tengo que decirte una cosa importante!

No se oyó más respuesta, pero al cabo de un momento la puerta se abrió. Otilia estaba en camisón con el pelo recogido en trenzas. Mariana entró, apresurada, en la habitación.

—¡Vístete aprisa, Otilia! Tienes visita.

—¿Yo?

—¡Sí, tú! ¿No imaginas quién es?

—¿Quién…? —murmuró Otilia, con los ojos muy abiertos.

—Tomás Lorenzana.

—¡Tomás! —susurró Otilia—. ¡No puede ser!

—¡Está arriba, en la sala! Quiere verte en mi presencia. No sé lo que dirá tu padre cuando se entere, pero yo no he tenido valor para negarme.

—¡Dios mío…! ¡No me atrevo, María!

—¿Que no te atreves? ¿Tienes miedo de ver a Tomás?

—Sí. Mucho miedo.

La voz de Otilia no tenía timbre, era sorda y apagada.

—Entonces… ¿qué quieres que haga? —preguntó Mariana—. ¿Le digo que se vaya?

—¡No, no! —exclamó Otilia con alarma.

—Entonces… ¿subirás a verle?

—Sí… Subiré… Me vestiré y subiré…

—Pues anda: date prisa, que yo te ayudo.

Otilia temblaba, tragaba saliva, se mordía los labios. No acertaba a hacer nada a derechas, y de no estar allí Mariana habría tardado horas en vestirse adecuadamente. Mariana le ajustó el corsé, la ayudó a calzarse, eligió en el armario un vestido, se lo pasó por la cabeza, le abrochó por detrás la fila interminable de corchetes…

—¡Anda, ya estás! Siéntate, que te peine…

La empujó por los hombros para sentarla ante el tocador. Otilia se vio en el espejo y dijo, casi llorosa:

—¡Este vestido no me gusta!

Mariana se echó a reír.

—¡Eso está bien, parece que te despiertas! Pero no creo que Tomás se fije mucho en tu vestido… Además, éste es bonito y te cae bien. ¿Cómo quieres que te peine?

—¡No lo sé! Estoy fea. De todos modos, estaré fea.

—¡Nada de eso! Estás conmovedora, y estoy segura de que a Tomás se le hará mantequilla el corazón con sólo verte.

—¡No te rías, por Dios! —La carita de Otilia se crispó.

—No me río, tontina —dijo Mariana con suavidad—; pero tampoco hay motivo para llorar. ¡Al contrario! Tomás ha venido, y eso quiere decir que no ha podido esperar hasta el plazo que le dio tu padre.

Cepilló hacia arriba los hermosos cabellos de su hijastra, los sujetó con un lazo en lo más alto de la cabeza y los dejó caer por la espalda.

—Así estás muy bien y así es como Tomás te ha visto siempre… ¡Ya estás! Vamos en seguida.

Otilia se levantó muy pálida y con movimientos inseguros. Mariana la cogió por los hombros.

—¡Escucha, Otilia! —dijo con firmeza—. No tienes por qué sentir miedo. Tu suerte está en tu mano, y sólo necesitas una cosa: ser leal con Tomás. Eso es lo que él quiere de ti: sinceridad. Aunque tengas vergüenza, aunque te cueste mucho trabajo, aunque te parezca que si le dices la verdad estás perdida, no le digas ninguna mentira.

Otilia volvió la cara y removió los hombros para liberarlos de las manos de su madrastra. Mariana la dejó ir y la siguió luego. Subieron la escalera una tras otra, y, al llegar ante la puerta de la sala, Otilia se detuvo, volviéndose a medias. Mariana se adelantó, abrió la puerta y empujó a la muchacha hacia dentro. Entró ella también, muy erguida para disimular su turbación. Se sentía indiscreta, y con gusto hubiera retrocedido para dejar sola a la pareja. Pero Tomás, como si adivinara sus dudas, se adelantó hacia la puerta y la cerró, dejando dentro a las dos mujeres. Sonreía, pero su boca temblaba un poco.

—Necesito su presencia, María —dijo—. No quiero que Roque tenga nada que reprocharnos.

—Tampoco yo lo quiero —dijo Mariana—. Me quedaré, desde luego.

Cruzó la sala hacia la ventana. Otilia estaba en medio de la habitación, de espaldas a la puerta y a Tomás, que se había quedado junto a ella. Mariana contuvo el deseo de pasarle un brazo por los hombros y obligarla a volverse. No quería intervenir, sino reducir al mínimo su obligada presencia. Apartó el visillo de la ventana y miró hacia el exterior, aunque toda su atención estaba, inevitablemente, absorta en lo que oía.

—Otilia…, ¿no quieres mirarme? —dijo Tomás Lorenzana suavemente. Y como Otilia no respondía, añadió, con un suspiro—: ¡Como tú quieras! Ya me mirarás luego. Por ahora, basta con que me oigas. Tu padre me lo ha dicho todo. Es decir: todo lo que él sabe, y que a él le parece lo más importante. Pero para mí no lo es.

Con el rabillo del ojo, Mariana vio que Otilia hacía un movimiento como para volverse hacia Tomás, y luego lo reprimía, bajando la cabeza y retorciéndose los dedos enlazados de las manos. Movió los labios, pero lo que dijo fue inaudible. Tomás siguió hablando con la voz un poco insegura, pero con firme decisión de decir cuánto traía pensado.

—Los hechos que tu padre me ha contado me duelen mucho más que lo que sé decir. Pero no son lo más importante para mí. Lo que de veras me importa y me llega adentro es… Eres tú, Otilia. Tu padre dice que fuiste, sobre todo, una víctima. Y yo no dudo ni por un instante de que así lo cree. No tengo derecho a dudarlo después de su comportamiento conmigo. Pero… hay cosas que yo necesito verlas muy claras, entenderlas muy bien.

De pronto, Otilia se tapó la cara con las manos.

—¡Vete, Tomás, vete! —gritó, casi llorando—. ¡María, dile que se vaya!

—¡No, no me iré! —dijo Tomás, alzando también la voz—. ¡No me iré sin hablar contigo!

—¡No te diré nada más! ¡Vete!

Tomás cogió a Otilia por los hombros y la hizo volverse hacia él. Ella, llorando, forzaba el cuello para hurtarle la cara.

—¡Escúchame, Otilia, me oirás aunque sea a la fuerza! Tu padre insiste mucho en el peligro de que todo se descubra, tiene empeño en que yo medite sobre ello. ¡Muy bien!: ya he meditado. He supuesto que todo el mundo conoce la historia, y he visto con entera claridad que eso no me impediría casarme contigo. ¿Comprendes? ¿Me has entendido? La duda que me atormenta es otra muy distinta y sólo tú puedes desvanecerla…

—¡Nadie puede desvanecerla! —exclamó Otilia, agresiva, entre sollozos—. ¡Ni yo ni nadie!

—¿Tú sabes ya lo que quiero decir?

—¡Sí, sí que lo sé! ¿A qué has venido? ¡Vete, y dile a mi padre que no quieres casarte! O, si no, yo se lo diré. ¡No quiero casarme contigo!

—¡Sí que quieres! ¿Por qué eres tan cobarde? ¿Por qué no das la cara? ¿Por qué no me dijiste la verdad desde el principio? ¿Por qué me engañaste, Otilia? ¡Eso es lo que quiero saber!

—¡Yo no te engañé! ¡Mentira! ¡No te engañé! Nunca te dije…, ¡no te dije nada de mí!

—Y en eso justamente estuvo el engaño.

—¡Pues si fue engaño, vete! ¿Por qué has venido, si piensas que soy falsa y mala?

—No sé lo que pienso, y quiero saberlo. No me iré hasta que me hayas contestado.

—Pero ¿qué quieres que te diga? ¿Que soy buena y te quiero? ¿Me creerías si te lo dijera?

—No es eso lo que quiero que me digas: quiero que contestes a una pregunta.

—¡No contestaré!

—¡Escucha la pregunta, primero!

—¡No quiero oírla!

—¡Pues la oirás! Si tu padre no se hubiera empeñado en decírmelo todo, tú ¿qué habrías hecho? ¿Habrías callado? ¿Te habrías casado conmigo dejándome creer… lo que yo creía? ¡Dímelo, Otilia! ¡Contesta!

Otilia irguió la cabeza y cuadró los hombros, desafiante.

—¿Qué quieres que te diga? ¿Te conformarás si te digo que no, que yo estaba ya decidida a decírtelo todo?

—¿Es ésa la verdad? ¿Me lo hubieras tú dicho por tu propio impulso?

—¡No!

—¡Otilia!

—¿No es la verdad lo que quieres? ¡Pues aquí la tienes! ¡Nunca te hubiera dicho la verdad, nunca, nunca! ¡Ni tampoco me hubiera casado contigo!

—¿Qué estás diciendo?

—Y tú ¿qué estás pensando? ¿Que yo quería pescarte, marqués de Lorenzana? ¡Pues no, no me conoces! Yo no quería nada, no pensaba nada. Siempre te había mirado… como si no fueras de este mundo. Nunca me había atrevido a fijarme en ti como en un hombre corriente… Y luego, de pronto, un día…

Con un brusco arranque, Otilia se separó de Tomás.

—¡Vete, déjame! ¿Qué quieres que te diga? —dijo rabiosamente, golpeando el suelo con el pie.

—¡Eso, justamente eso que estabas diciendo! —dijo Tomás, acercándose a ella, pero sin tocarla.

—¡Ya he terminado, no hay más!

—Apenas si has empezado, Otilia —replicó él con terca suavidad—. Estabas diciendo que un día…

Ella se encogió de hombros y rió con acritud.

—¿Es que no sabes lo que pasó? Pues María sí lo sabe: que te lo diga ella.

—Lo que yo quiero saber, nadie puede decírmelo más que tú.

—¡Pues te lo diré, para que te vayas contento! Tú quisiste enamorarme, y lo conseguiste en seguida. Me parecía imposible que me quisieras, y, sin embargo, lo creía. Pero me daba cuenta de que aquello no podía durar mucho, y cuando tú me decías que querías hablar con mi padre, yo te decía que no, porque sabía que eso sería el final. Prefería morirme antes que contártelo todo… ¡Y ojalá me hubiera muerto de verdad!

Otilia sollozaba con violencia, cubriéndose la cara con las manos. Tomás alargó las suyas hacia ella, pero no llegó a tocarla. Miró a Mariana, que apartó de él la mirada.

—¡No llores así, Otilia, por Dios! —dijo por fin, trastornado.

Ella se volvió de nuevo, fiera.

—¡No quiero que me tengas lástima! ¡No quiero que te cases conmigo pasando por todo y pensando que te rebajas! Si no lo supieras, y si yo estuviese segura de que no ibas a saberlo nunca…, entonces quizá me habría casado contigo, ¡y sin ningún remordimiento de conciencia, porque…!

Otilia se ahogó en su propia vehemencia, se interrumpió, se secó la cara con bruscos frotes del revés de la mano. Cambió de tono, con un ademán de derrota.

—¿Cómo me vas a entender? Aquello ocurrió, y yo no lo olvidaré nunca. Pero, para mí, ya no importa nada. Si nadie lo supiese, si tú no pudieses saberlo, sería lo mismo que si lo hubiera soñado. Mi padre dice que fui una víctima… Tú dices que le crees, pero no le crees…

—¡Sí que le creo, Otilia!

—No sabes lo que crees. Ni yo tampoco. Decir que fui una víctima es muy poco decir. Tendrías que haber conocido a Alfonso para entenderme.

—¡Por Dios, no…! —quiso cortar Tomás, crispado.

—¡Sí! —insistió Otilia—. ¿No quieres la verdad? ¡Pues te juro que quiero decírtela! Pero es muy difícil… Cuando pienso, me parece que lo entiendo todo muy bien. Pero cuando hablo me parece que nadie puede entenderme… ¡Déjame que te hable a mi manera! O, si no, vete. Quizá sea mejor.

—Te escucho, Otilia. Di lo que quieras.

Otilia respiraba agitadamente. Tenía el ceño fruncido y varias veces entreabrió los labios y volvió a cerrarlos, como si no encontrase las palabras justas para expresarse. Al fin dijo, con brusquedad:

—¿Por qué se avergüenza mi padre de mí? Las joyas no eran mías, pero ¿y qué? Alfonso las necesitaba; era cuestión de vida o muerte; yo no podía dejarle morir.

—Pero, Otilia, todo aquello era una comedia.

—¿Y cómo iba yo a saberlo? ¡Por eso digo que no puedes entenderme! Si hubieras visto a Alfonso, con aquellos ojos…

Se cortó Otilia bruscamente. Su voz se hizo dura.

—Para mí, todo aquello era verdad: si no tenía el dinero aquella noche, Alfonso se suicidaría. Y yo le quité las joyas a la tía Amanda, porque no tenía tiempo de discutir con ella. Tenía dinero para pagárselas, pero eso era lo de menos… ¿No cogerás tú una barca que no sea tuya para salvar a un hombre que se está ahogando?

—Sí, ciertamente. Pero… no fue sólo eso lo que hiciste.

—¡No! Hice otra cosa: casarme con Alfonso.

Mariana, sin darse cuenta, emitió una exclamación ahogada. Otilia se volvió a mirarla.

—¿Es que tú no lo sabías? —preguntó secamente.

—No —murmuró Mariana—. No lo sabía.

—¡Pues ya lo sabes! Me casé con él en una ermita, en medio del campo. Nos casó un cura viejo y gordo, y dos amigos de Alfonso fueron testigos.

—Pero… entonces… —murmuró Mariana, desconcertada.

—Luego resultó que el cura no era cura ni la boda fue boda, y que Alfonso se escapó al cabo de tres días y nunca volví a saber nada de él. ¡Pero yo me casé con él! ¡Estuve casada tres días! Fue una locura, un disparate, ¡pero no fue ningún pecado!

—Ciertamente que no lo fue —dijo Mariana con firmeza.

—Pero si así piensas, Otilia —exclamó Tomás con vehemencia—, ¿por qué no me dijiste la verdad? ¡Eso es lo que necesito saber! Si lo que sucedió fue una desgracia de la que no tenías que avergonzarte, ¿por qué, cuando yo te dije que te quería…?

—¡Es que entonces ya había aprendido muchas cosas! Cuando mi padre me encontró… no fue lo malo que estaba furioso. Lo peor fue que… no podía mirarme de avergonzado. Me pegó en la cara, sin mirarme siquiera. Yo quise explicarle, y él ni me oía. Ya estaba enterado de toda la farsa. Me trajo a casa, pero yo sabía que hubiera querido mejor verme muerta.

—¡Estás exagerando, Otilia! ¡Eso que dices no es verdad! —protestó Mariana casi con violencia.

—¿Tú qué sabes? Mi padre creía que yo no tenía ya remedio, que nunca podría ser como las demás, ni casarme con un hombre honrado, ni tener una casa y unos hijos.

—¡Estoy segura de que nunca te dijo tales cosas!

—Decir, no decía nada, pero me trataba como a una leprosa.

—¡Eres tú quien le trataba mal a él! Procurabas atormentarle a todas horas.

—¡Por favor, María! —intervino Tomás enérgicamente—. Deje usted hablar a Otilia. Ahora se trata de ella, no de Roque.

—Yo fui mala con papá —dijo Otilia—; pero ¿qué querías que hiciera? No podía conformarme con que fuera verdad lo que él pensaba. Si Alfonso era malo, entonces yo era mala también por haberle querido.

—¡Eso es una tontería! —restalló Tomás.

—¡No, no es tontería! Los hombres pensáis así. Si yo estuviese casada de verdad con Alfonso, entonces no habría vergüenza. Pero si no estaba casada, entonces tenía que esconderme y vivir avergonzada toda la vida… ¡Por eso no me podía conformar! Por eso le decía a papá que la culpa era suya, que él no dejaba que Alfonso me encontrara. Por eso le escribía a Alfonso, aunque el cartero me devolvía todas las cartas…

—¿Tú… deseabas que volviese? —preguntó Tomás en tono inexpresivo.

—¡Yo sabía bien que no volvería nunca!

—Pero… ¿deseabas que volviese? ¿Le echabas de menos?

—¡No, no, no! —gritó Otilia rabiosamente—. ¡No entiendes nada! ¡Yo sólo quería… estar limpia! Quería que hubiera sido mi marido… y que hubiese muerto después. ¡Y si no lo entiendes, vete ya! ¡Yo no quiero seguir hablando de estas cosas!

Tomás no tuvo tiempo de responder. Roque Bravo abrió la puerta bruscamente. Miró a su mujer, a su hija. Se encaró con Tomás.

—¿Quiere usted explicarme qué significa esto? —dijo, con una alteración de voz y gesto que Mariana encontró injustificada.

—Muy sencillo —dijo Tomás, sonriente—, he venido a pedirle a usted la mano de su hija.