18.

Roque se presentó al tercer día, cuando Mariana estaba acabando de comer. Fue Benigna quien le anunció su llegada, con voz de misterio y los ojos abiertos en redondo.

—¡Señora, está llegando el señor! El coche acaba de parar a la puerta.

Mariana salió al encuentro de su marido, y le encontró en la balconada, acabando de subir la escalera exterior. Tenía la cara inexpresiva y gris y los hombros más cuadrados que nunca; al verle, a Mariana se le hizo un nudo en la garganta.

—¡Roque! ¿Qué ha pasado? —dijo antes de pensarlo.

—¿Qué quieres que pase? —dijo él con aspereza.

—Nada, discúlpame… ¿Has recibido carta de Tomás?

—Sí. Vendrá a verme esta tarde.

—¡Dios mío! Pero… ¿por qué?

Mariana se interrumpió. Roque dijo con rudeza:

—Por qué ¿qué?

Mariana se lanzó, irritada de pronto:

—¿Por qué tienes tanto miedo a esa entrevista?

—¿A qué entrevista?

—A la que vas a tener con Tomás Lorenzana.

—Estás diciendo muchas tonterías —dijo Roque—. ¡Anda, entremos! Me han dicho que estabas comiendo.

—Ya he terminado. Y tú, ¿no quieres comer?

—He tomado un tentempié por el camino. Ahora no tengo apetito. Me voy al despacho.

—¿Cuándo vendrá Tomás?

—No lo sé… Acabo de mandarle recado de que ya estoy aquí.

Tomás llegó una hora más tarde. Desde la sala le vio Mariana, sin ser vista, recorrer el pasillo hacia el despacho de Roque. Vio también a Roque salir a recibirle. Tomás sonreía, seguro de sí. Pero la sonrisa de Roque era una mueca crispada. Cuando los dos desaparecieron tras la puerta del despacho, Mariana se quedó quieta mirando hipnotizada la hoja de madera negra.

Naturalmente, en líneas generales, no podía menos de adivinar el motivo de la angustia de Roque, por más que las alusiones de Amanda la habían desconcertado. Imaginaba a su marido sentado frente al marqués de Lorenzana haciéndole una confesión tan amarga siempre y mucho más para hacérsela precisamente a él…

Le sentía sufrir al otro lado de la puerta, como si estuviese dentro de él. Sentía la garganta contraída, y la lengua trabada, y las manos húmedas de sudor… Sentía el antagonismo contra Tomás, dispuesto a convertirse en odio si su respuesta era negativa…

«¡Si ahora se echa atrás y deja plantada a Otilia…!».

Mariana no pudo aguantar más y salió de la sala. Una parte de su mente registró con extrañeza la intensidad de aquellos sentimientos: eran sus propias manos las que estaban sudorosas, y su propia garganta la que estaba agarrotada. Pero estaba demasiado sumergida en el momento presente para detenerse en análisis.

Empezó a pasear por el jardín, sin perder de vista la puerta, con la esperanza de ver salir a Tomás. Pensaba que con sólo verle comprendería cuál había sido su reacción.

No tuvo que esperar mucho, aunque a ella se lo pareció. Estaba de espaldas a la puerta en el momento en que Tomás salió, pero le vio en seguida, cuando avanzaba despacio por la senda enarenada, cabizbajo y distraído. Él no la vio hasta que estaba a punto de tropezar con ella.

—¡Ah…! María, buenas tardes.

—¡Tomás!, ¿qué ha pasado?

—¿Sabe usted ya…?

—¡No sé nada!, pero no es difícil adivinar que Roque le ha dicho… algo acerca de Otilia.

—¿No se lo ha dicho a usted?

—No. Ni a nadie más que a usted. Pero lo que yo quiero saber es lo que usted ha contestado. ¡Dígamelo, por Dios!

—Roque no ha querido que le conteste.

—¿Que no ha querido?

—No. Se niega a oír mi respuesta hasta que haya reflexionado, durante una semana.

—¡Una semana! —exclamó Mariana, incrédula y casi espantada.

—Es empeño de Roque, no mío. Su esposo, María, es un gran caballero.

Una oleada de placer encendió la cara de Mariana, que desvió los ojos, turbada, como si temiera mostrar a Tomás sentimientos demasiado íntimos. El quiso despedirse en seguida.

—Con su permiso, será mejor que me vaya. Estoy… un poco trastornado. ¡Estaba tan lejos de imaginar nada semejante! Para mí, Otilia no era más que una niña.

—¡Y lo es, Tomás! —exclamó Mariana con calor—. Lo que ha ocurrido, yo no lo sé con detalles ni quiero saberlo. Pero estoy segura de que, en el fondo, no ha pasado de ser una niñería.

Tomás sonrió con triste burla:

—¡Y yo que me sentía tan orgulloso de haberla despertado a la vida de mujer…!

—No la abandonará usted ahora, ¿verdad? Sería cruel después de lo ocurrido.

—¡No ha ocurrido nada de lo que yo sea responsable!

—¡Ya lo sé! No quiero decir eso. Me refiero… a la notoriedad de todas estas idas y venidas. Si ahora deja usted a Otilia, será tanto como descalificarla. En cambio, si se casan ustedes, nadie sospechará que haya habido aquí más que un arranque de genio de Roque.

—Todas esas cosas —dijo Tomás, sonriendo de nuevo— son las que Roque no me ha dicho.

—Y yo tampoco debía decírselas, quizá, pero sé que Otilia le quiere y que de usted depende su suerte.

—También dependerá de ella la mía, si la hago mi mujer.

—¡Será una esposa excelente, estoy segura!

—No tiene usted ningún motivo para decir eso, más que el temor de ver sufrir a Roque.

Aquello no tenía réplica posible, sobre todo dicho en el tono suave y burlón del marqués de Lorenzana. Mariana calló y él se inclinó en despedida.

—¡Adiós, María! Vuelva usted a su lado. Creo que la necesita.

Se alejó rápidamente, y Mariana volvió hacia la casa. No pensaba seguir el consejo de ir en busca de Roque, pues no estaba segura, ni mucho menos, de poder servirle de consuelo. Se dirigió no al despacho, sino a la sala, que estaba ya en penumbra. Alargaba la mano hacia el cordón de la campanilla para pedir a Benigna que trajera luces, cuando oyó la voz de Roque:

—¿María…?

—Sí, soy yo, Roque. ¿Te molesto?

—Estaba esperándote… ¿Quieres acercarte?

Roque hablaba con una voz sorda y baja. Mariana le vio entonces, hundido en una de las butacas que rodeaban la chimenea, apagada en aquel momento. Se acercó. Él no se movía ni volvía la cabeza para mirarla. Y, de pronto, Mariana hizo algo imprevisto y sorprendente para ella misma: vencida por un impulso de compasión, se dejó caer de rodillas al lado del sillón donde estaba Roque.

—¡Todo saldrá bien, Roque!

Él siguió inmóvil, mirando al vacío, sin manifestar ninguna sorpresa ante la singular acción de Mariana. Sólo dijo, al cabo de un momento, con la misma voz cansada y sin vida:

—¿Qué es lo que tú sabes, María?

—Sólo lo que adivino, pero con eso me basta. Tomás me ha dicho que eres un gran caballero: son sus palabras.

Roque rió brevemente.

—¿Qué sabe Tomás?

—Sabe que has sido leal con él, como muy pocos en tu caso lo hubieran sido.

—No he sido leal con él. Ni contigo tampoco.

—¿Conmigo…? ¿Qué quieres decir?

—Le he exigido a Tomás que reflexione, que piense en la posibilidad de que se haga público lo que ahora sólo sabemos unos pocos. Pero no lo he hecho por lealtad, sino por proteger a mi hija. No quiero que el día de mañana pueda su marido llamarse a engaño.

—Amanda opina que no debías decirle nada a Tomás, puesto que Otilia no hizo nada malo.

—¡Pobre Amanda! Su ley es la de los niños: «Fue sin querer».

—Quizá sea la ley de Dios también.

—Quizá. Pero en todo caso, no es la de los hombres.

Mariana no pudo contener su impaciencia ni un segundo más.

—Pero… ¿qué has dicho acerca de mí? ¿En qué no fuiste leal conmigo?

—No te dije nada de todo esto.

—¿Y por qué tenías que decírmelo? No era cosa tuya ni tenía nada que ver con nuestro matrimonio.

—El nombre de Otilia es el mío.

—¡Qué cosas dices, Roque! —Mariana rió casi—. ¿Crees que yo estaba en situación de pararme en tales puntillos?

Roque tardó un momento en responder. Mariana adivinaba que seguía sus propios pensamientos, sin escucharla más que a medias. Ella estaba sentada sobre los pies, con la barbilla apoyada en los brazos, cruzados sobre el sillón. Una postura de intimidad confiada, propia de una esposa que ha cruzado las turbulencias del primer tiempo de matrimonio y ha aprendido los gestos de ternura. Si así fuese, no importaría que Roque no la mirase ni tendiera la mano para acariciar su cabeza, porque ella sabría que su presencia le penetraba y le consolaba.

Pero nada de esto pensó hasta más tarde, ni tampoco tuvo conciencia de la loca esperanza que la poseía; no se sentía a sí misma, porque estaba pendiente de los labios casi invisibles de Roque.

—No está en mi poder ser leal con todos, y tuve que elegir a mis hijos. Estoy atado a ellos y a mi casa, no me pertenezco a mí mismo. Además…

Roque se interrumpió y, ahora sí, volvió la cara hacia Mariana; pero con ello la sumió aún más en la oscuridad, porque la ventana estaba al otro lado. Dijo, con una suavidad nueva en la voz:

—Además, cuando me casé contigo, no te conocía. Recuérdalo siempre. Conocía tu vida y tu tribulación. Pero no sabía nada de tu alma. Por eso me casé contigo.

—¿Quieres decir —murmuró Mariana— que, si me hubieras conocido mejor, no te habrías casado conmigo?

—Ciertamente que no.

Mariana guardó silencio, pero no porque estuviera ofendida. De ordinario, bastaba una palabra de Roque ambigua o mal interpretada para ponerla en guardia o herirla. Ahora, sin embargo, aquella declaración, en sí misma injuriosa, tuvo el poder de reanimar su oscura esperanza. ¡Algo iba a suceder! Algo iba a decir Roque que cambiaría las cosas entre los dos… Pero Roque no dijo nada más, y el tiempo latió en la oscuridad como un pulso que se va extinguiendo. Mariana tragaba saliva, entreabría lo labios para hablar y no decía nada.

Una luz se reflejó en el espejo, sobre la chimenea, dando la impresión de que se había abierto una ventana; y la magia del instante se rompió. La luz fluctuaba y crecía: era Benigna que venía con el quinqué. Mariana se apartó de Roque, no porque le importara que Benigna la sorprendiese en aquella actitud, sino porque todo era distinto ya; o, mejor dicho, todo era igual que siempre.

Cuando Benigna entró, Mariana estaba ante la chimenea frotando una cerilla, para prender fuego, ya preparado desde la mañana. El ama de llaves se sobresaltó un poco.

—¡Ah…! Perdone, señora; no sabía que estaba aquí… ¿Quiere que deje la luz, o me la llevo…? —Déjela, Benigna, gracias.

El ama de llaves colocó el quinqué en su soporte y se retiró. Las piñas secas usadas como astillas ardían con clara llama en el hogar. Mariana dijo, sin volverse del todo, tranquila y distante:

—Aún no me has dicho para qué estabas esperándome —Roque se puso en pie, con movimientos lentos, cansados.

—Quería disculparme por mi comportamiento de estos días pasados. No recuerdo con detalle lo que te dije, pero sé que he estado muy brusco y que tú has tenido mucha paciencia conmigo.

Ella hizo un leve movimiento de hombros y siguió mirando a las llamas.

—¿Dónde está Otilia? —preguntó.

—Con mi hermana, en Mondoñedo. Sabe que yo he venido para hablar con Tomás. Por eso no temo que haga ninguna tontería.

—¿La vas a dejar allí toda la semana?

—No. Iré mañana a buscarla. Ya no hay motivo para tenerla alejada. Además, ésta es una temporada de mucho trabajo y no puedo seguir yendo y viniendo.

Las piñas crepitaron en el silencio de la sala. Mariana sentía a su espalda la presencia de Roque y, sin poder evitarlo, volvió la cabeza. Lo vio de pie, muy alto visto desde abajo, recortado sobre la luz blanca del quinqué, con las sombras rojizas de las llamas pasando por su inclinada cara. Vio su mano derecha que ascendía lentamente, oblicuamente, hasta introducirse bajo la solapa izquierda de su chaqueta, y la vio emerger un instante después, para caer, vacía, a lo largo del costado.

Mariana cerró los ojos y volvió la cara vivamente.

—¿Qué te ocurre, María? —preguntó Roque, sorprendido de su gesto.

—No… Nada, nada.

Roque aguardó un instante. Luego, como Mariana no decía nada más, se apartó de ella, cruzó la habitación y salió.

Mariana oyó sus pasos que se alejaban y relajó su postura, apoyando la espalda en el borde de la chimenea.

Vería a Roque dentro de muy poco, a la hora de la cena; pero no lo deseaba. El nexo misterioso que por un instante los había unido estaba ya roto.

—«Quizá no ha existido nunca más que en mi imaginación».