17.

—¡Señora! ¡Señora!

Benigna hablaba en voz baja y, al mismo tiempo, apremiante. Mariana abrió los ojos, parpadeó, entrevió la cara del ama de llaves inclinada hacia ella, se sobresaltó:

—¿Qué ocurre, Benigna? ¿Qué hora es?

—Son las nueve dadas, señora, y el señor marqués está aquí.

—¿Aquí? —repitió Mariana, aún adormilada.

—¡Sí! Pregunta por la señora.

—¿Y tú qué le has dicho?

—Aún no le dije nada, que aún no hablé con él. Marcelina diome el recado, y yo quise preguntar a la señora. Si quiere que le diga que está en la cama…

Benigna estaba excitada, y a Mariana se le contagió inmediatamente su excitación.

—Abra las ventanas y vaya a decirle al señor marqués que le veré dentro de un momento.

Benigna obedeció la primera orden, pero luego, antes de salir de la habitación, vaciló un momento, como si estuviera a punto de decir algo. Al fin salió sin hablar y cerró la puerta tras sí.

Mariana saltó de la cama y se vistió todo lo de prisa que pudo, pero cuidándose de borrar todo rastro de alcoba o negligée.

Cuando entró en la sala, Tomás Lorenzana estaba paseándose por ella a largos pasos. Se detuvo en seco al ver a Mariana y se inclinó para saludarla.

—¡Buenos días, María! Y perdone esta visita intempestiva. Llevo dos horas rondando la casa para hacer tiempo, y ya no podía más…

—¡Siéntese, haga el favor! Le creía a usted de viaje…

—Fui a Lugo para ocuparme de varios asuntos, pero me encontré con que el gobernador estaba fuera. En su ausencia, no podía hacer nada. Además, estaba impaciente lejos de Otilia.

—¡Ah! —hizo Mariana suavemente pero en un tono significativo.

—Sé que es inútil ya andar con secretos: nos veíamos a diario, en una forma o en otra, y muchos días dos veces. Al llegar aquí me he enterado del insensato drama… ¿Qué ha sucedido? ¿A qué viene todo esto? ¿Es verdad que Roque ha maltratado a Otilia?

Tomás estaba pálido y hablaba en voz más alta de lo acostumbrado en él, aunque era evidente que luchaba por contenerse.

—Esa pregunta es absurda, Tomás —dijo Mariana suavemente.

—Sí… Es posible. ¡Discúlpeme! No debía escuchar habladurías, pero sé que Roque es violento a veces, y no puedo soportar que haga sufrir a Otilia por mi causa.

—Roque sólo desea el bien de su hija. Y usted obró muy mal viéndola a escondidas.

—¿Cree usted que no lo sé? Pero no pude hacer otra cosa.

—¿Por qué?

—Pues… ¡bien!: las circunstancias vinieron así. No es que quiera disculparme. Sólo deseo darle a Roque todas las explicaciones que me pida.

—Fue Otilia quien le pidió el secreto, ¿verdad? Ella misma me lo ha confesado.

—Entonces, ya conoce usted mis motivos. ¡Es inaudito! Roque tiene a su hija atemorizada: Otilia está convencida de que él no consentirá que ningún hombre la corteje. Yo pensaba que eran exageraciones de chiquilla, pero ahora empiezo a pensar que es la pura verdad. ¡Llevársela así, raptada como quien dice, a esconderla de mí!

—Reconozca usted que su forma de comportarse justifica el recelo de Roque. Mientras no se asegure de los propósitos de usted, es natural que quiera librar a Otilia de su influencia.

Tomás sonrió de pronto, más calmado. Dijo, con una ironía en la que había buena parte de genuina sorpresa:

—Pensaba yo que Roque tenía más confianza… no en mí, sino en sí mismo. ¿Cómo puede pensar que yo… ni nadie vaya a acercarse a su hija con una intención turbia?

—Usted… es muy galante, Tomás. Y una chiquilla tan joven como Otilia puede fácilmente tomar demasiado en serio su galanterías.

Tomás se puso colorado y rió, captando la alusión de Mariana; pero conservó todo su aplomo.

—Yo sé distinguir, María: no es lo mismo hablar con una mujer de mundo, que conoce el juego, por decirlo así, y no da a las palabras más valor del que tienen, que con una colegiala como Otilia.

—Tiene usted respuesta para todo —sonrió Mariana—. Sin embargo, yo soy testigo de que desde el primer día en que encontró usted a Otilia conmigo, empezó a cortejarla.

—¡Porque ese mismo día empecé a pensar en casarme con ella!

—¿De verdad? —dijo Mariana, escéptica.

—Pero ¿es que tiene algo de sorprendente? Fue como descubrir el Mediterráneo: algo que no veía de puro tenerlo constantemente ante los ojos. Una alianza entre mi familia y la de Roque es algo que se cae de su peso, algo elemental, casi inevitable. Sólo que yo, hasta aquel día, no me había dado cuenta de que la hija de Roque era una mujer, y una mujer deliciosa, además. Usted, como es mujer también, no puede darse cuenta, pero hay en Otilia un encanto muy especial, un picante en su inocencia que la hace irresistible. Y yo, además, no tenía motivo para hacer resistencia, ¡muy lejos de ello!

Tomás hizo un gesto muy expresivo de incomprensión.

—Cuanto más lo pienso —dijo—, menos entiendo el proceder de Roque. Porque si Otilia es un buen partido para mí, sobre todo en mi actual situación, estoy seguro (si perdona la jactancia) de que Roque me considera un buen partido para su hija.

—Supongo —dijo Mariana sin convicción— que todo se debe a la desobediencia de Otilia y a la falta de franqueza de usted.

—¡Él es el verdadero responsable! Pero, aunque así no fuera, dos enamorados, antes de saber que lo están, tienen que verse y hablarse unas cuantas veces. Creo que en Francia se hacen los esponsales sin que los interesados se hayan hablado nunca a solas; pero aquí nunca se han hecho las cosas de ese modo, y menos en nuestro siglo. Hubo falta por mi parte, y si Roque me la hubiera reprochado, yo le habría reconocido razón. Pero esta huida a uña de caballo, reconozca usted que es sacar las cosas de quicio.

Mariana calló porque no encontró réplica. Tomás acababa de expresar su propio pensamiento. Él la miraba como adivinando su sentir, y al cabo de un momento dijo, en tono ya tranquilo:

—¿Cuándo vuelve Roque?

—No lo sé. Me dijo que pronto, pero sin precisar. Creo que él mismo no lo tenía pensado.

—Me parece lo más probable. Pero yo no puedo esperar. Me han dicho que iban a Mondoñedo. ¿Es eso verdad?

—No lo sé, no estoy segura de nada. Amanda iba a Mondoñedo; Gaspar, a Santiago. No sé dónde se habrá detenido Roque.

—¡Bien! —suspiró Tomás—. Tendré que buscarle.

—¡No, no, por Dios! ¡No haga usted eso!

—¿Por qué?

—Es preferible esperar a que Roque se calme y hable con su hija, Si acaso, escríbale usted exponiendo su buena voluntad.

—¿Cómo voy a escribirle, si no sé dónde se encuentra? —Escríbale a casa de su hermana. Ella le hará llegar la carta.

—Bien está —dijo Tomás al cabo de un momento de reflexión—; seguiré su consejo. Pero si Roque no da señales de vida en unos pocos días, le buscaré dondequiera que se halle.